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Mostrando entradas con la etiqueta Diario de un Apóstata [Mario J. Hurtado]. Mostrar todas las entradas
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1 de noviembre de 2012

  • 1.11.12
Anodadado me encuentro. No doy crédito a lo que leo. Me resulta imposible explicar cómo se puede ser tan extraordinariamente indecente con una institución que no sólo ayuda a la gente necesitada, sino que lo hace de forma totalmente desinteresada y sin pedir absolutamente nada a cambio.

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Ya sabrán ustedes a qué me refiero. El secretario provincial de Comisiones Obreras, el señor Rafael Rodríguez (lo de “señor” es aquí una mera fórmula de cortesía, como es natural y obligado) ha calificado a Cáritas de “organización mafiosa” por abrir un economato para personas necesitadas. Según el lumbrera sindical, Cáritas usará el economato para hacer adictos a la Iglesia Católica. Práctica, según este personaje, que ya usan la mafia o los Hermanos Musulmanes.

Hay que ser muy torpe para decir una cosa así. Cáritas es una insititución financiada en gran parte por los católicos a través del tradicional “cepillo”, es cierto. El resto de su financiación –aproximadamente un 40 por ciento- procede de subvenciones estatales –como corresponde a cualquier ONG-.

En el momento de escribir este artículo no dispongo de mayor información como, por ejemplo, el volumen anual de financiación pública que recibe Cáritas y el mismo volumen recibido por Comisiones Obreras; sin embargo, no sé por qué intuyo que el sindicato recibe mucho más dinero del Estado que la organización católica.

¿Hablamos de proselitismo? Vale. Todos recordamos imágenes de piquetes “informativos” en prácticamente todas las huelgas del reciente período democrático. A eso se le llama hacer adeptos: “como intentes trabajar te escupiremos, te rajaremos las ruedas del coche y te haremos la vida imposible en el trabajo”. ¿Hablamos de prácticas mafiosas? ¿De coacciones? ¿De amenazas?

Hablemos ahora de gestionar esos fondos públicos que pagamos entre todos los carajotes españolitos. Mientras unos –los de Cáritas- se lo gastan en comida, ropa y alquileres e hipotecas de gente que no tiene para pagarlas, los otros –como el individuo este- se lo gastan en pagar a su propia gente por dar cursos de formación; en relojes Rolex; en manifestaciones y huelgas que generan más pobreza y menos paz social. Y en costearle la vida a tipos de la calaña de este tipo que no sólo se inventa la cosas, sino que miente descaradamente sobre los demás y a los demás.

Los líderes sindicales de este país harían bien en dedicarse a trabajar en lugar de a decir gilipolleces. No sólo están desfasados, anticuados y a rebosar de vividores, sino que son –junto con nuestros amados legisladores políticos- los principales responsables de la maltrecha situación económica de España (les recomiendo que busquen en Internet un documento traducido del inglés en el que Frederik Hayek explica a un entrevistador cómo los sindicatos contribuyen decisivamente al incremento del desempleo).

Me da la impresión de que todos estos mentecatos de la izquierda más rancia y radical están que trinan porque ven que todas sus algaradas y sus cacareos de gallina desplumada no les sirven de nada: la debacle del PSOE y demás partidos de izquierda y el triunfo aplastante de Feijóo en Galicia han puesto de los nervios a todos los hiprógritas del país. Aun así, las palabras de este Rodríguez son más que una simple salida de tono: toda una declaración de estulticia y deshonestidad.

MARIO J. HURTADO

10 de octubre de 2012

  • 10.10.12
Recuerdo que, en aquella época dorada de los años veinte –mis años veinte o, si quieren, mis veinte años- si alguna vez nos exaltábamos ante cualquier asunto, mi amigo Patxi aplacaba la situación con un escueto "echa el balón abajo: vamos a contemporizar". Me da la sensación de que alguien debería ejercer de Patxi en esta situación actual en la que todo el mundo anda revolucionado entre independencias y federalismos asimétricos.

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Mientras Artur Mas y su corte de aduladores proclama su intención inequívoca de convertir Cataluña en su propio estado feudal, el PSOE, que actúa tan improvisada como inconscientemente en su afán de captar algunos miles de votos, viene otra vez a intentar explicarnos un modelo de Estado que es tan inconsistente que ni sus dirigentes se ponen de acuerdo en explicarlo.

"Federalismo asimétrico", dicen unos; "Estado de las autonomías cooperativo", dicen otros. Cada uno realiza un bonito ejercicio de idiocia lingüística para que nadie, al final, entienda qué quieren decir. O más bien, que cada uno entienda precisamente lo que quiera entender; en eso los socialistas son auténticos maestros.

Para el que no lo sepa, eso del "federalismo asimétrico" viene a significar que Cataluña y Andalucía pueden llegar a ser Estados independientes pero no iguales. Estados asociados al Reino Federal de España con distintos sistemas fiscales, judiciales o educativos. Los Estados Unidos de España, o sea.

Imagínense lo felices que podríamos ser con nuestro tejido industrial y nuestro tradicional espíritu emprendedor, y sin recibir ni un duro del Estado central. Qué risas nos daríamos, oiga.

El caso es que todo esto ha provocado el debate sobre la validez de nuestro actual Estado de las Autonomías. Está bien claro que éste cuenta en su balanza con aspectos muy positivos, pero también resulta evidente que gran parte de nuestros problemas tienen mucho que ver con nuestros diecisiete reyezuelos y sus diecisiete correspondientes cortes faraónicas.

No soy de los que desean una vuelta al centralismo arbitrario y caprichoso de un Gobierno en Madrid, pero sí que creo que es absolutamente necesario que el Estado recupere parte de las competencias que cedió y que ya han dado lugar, por ejemplo, a diecisiete sistemas educativos distintos o diecisiete servicios de Salud con diferentes prestaciones a los ciudadanos.

Claro que todavía existen los demagogos que insisten en calificar de "fascistas" o "antidemócratas" a todo aquellos que critiquen el Estado autonómico. Son aquellos que sufren ese prurito progreta e incómodo que identifica a Madrid con Franco y a las autonomías con el gran logro de la izquierda en la democracia.

Claro que estos son los mismos que siguen defendiendo que es necesario aumentar el gasto público –por ejemplo, hacer semanalmente dos programitas de Copla a razón de 180.000 eurillos cada uno- y que siguen hablando de revoluciones y proletariado. O sea, del siglo XIX.

MARIO J. HURTADO

27 de septiembre de 2012

  • 27.9.12
Por si la que está cayendo fuera poca y no tuviésemos ya bastante desaguisado con la –por lo general, aunque también hay excepciones- execrable clase política que tenemos, ahora salta el señor Mas –ése que tiene un cargo que recuerda a un queso de untar- con que esto se soluciona dando la independencia a Catalonia. Toma del frasco, Carrasco.

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Por cierto, qué grandes son los de CiU para inventar conceptos perifrásticos y no decir lo que realmente quieren decir. Lo digo porque, evidentemente, ellos nunca pronuncian la palabra “independencia”, sino que se sirven, ya digo, de expresiones cada vez más rimbombantes, altisonantes y, digámoslo como es en realidad, estúpidamente manipuladoras.

Al fin y al cabo, decir que Cataluña necesita “estructuras de Estado” es lo mismo que decir que el objetivo final es formar su propio Estado. Yo creo que esto molesta casi tanto como la perra que han cogido con lo de la identidad nacional y estas memeces: el continuo uso de conceptos inventados para intentar engañarnos como si fuéramos bobos.

Nos quieren engañar no sólo sobre su objetivo final –la independencia, la llamen como la llamen- sino sobre la Historia y las causas de su anhelo independentista. Cataluña jamás ha sido un reino –ni siquiera un territorio- independiente.

Nos quieren vender la revuelta de los payeses de 1640 como un acto heroico de lucha por la libertad y la identidad cuando, en realidad, se trató de una revuelta de campesinos, hartos de la pobreza, la miseria y las condiciones paupérrimas de vida que les imponía la estructura social de la época; la misma, por cierto, que había en Andalucía, Extremadura o la misma Castilla.

Además de una revuelta popular, aquello no fue sino una traición en toda regla a la Corona de Castilla y Aragón, por cuanto previamente los representantes de la región habían negociado intensamente con el cardenal Richelieu con el fin de que Francia los sometiera para posteriormente declararles república independiente. El astuto Richelieu terminó ocupando Cataluña y tratando a los catalanes de la misma forma o peor que los soldados de Felipe IV.

En cualquier caso, si seguimos adelante en el repaso de la Historia, nos damos cuenta de que la auténtica motivación de las ideas independentistas no es otra que la económica. Primero, por la situación social de los payeses; más tarde, en el siglo XIX, como consecuencia de las nefastas políticas de Fernando VII e Isabel II.

La indudable capacidad industrial de la sociedad catalana, especialmente centrada en el sector textil, fue caldo de cultivo para la idea del federalismo y la autonomía total. Durante los últimos años del XIX y el primer tercio del siglo XX estamos en las mismas: más proteccionismo, más crisis económicas generalizadas. En definitiva, más reclamación de independencia.

O sea que lo que está ocurriendo ahora ni es nuevo, ni es original; es la repetición de un esquema –perfeccionado, eso sí, por las modernas técnicas de manipulación y alienación social (léase políticas de inmersión lingüística, entre otras)-.

Artur Mas sabe perfectamente que la independencia de Cataluña no es posible ni conveniente: Europa expulsaría inmediatamente de su seno –porque así lo ordenan los Tratados de su constitución- a cualquier región europea que se proclamase independiente.

También sabe que la situación económica de Cataluña quedaría no ya al borde del abismo, sino en el abismo mismo. Lo que pasa es que ha de tapar su nefasta gestión y su falta absoluta de ideas para salir del atolladero mediante la reclamación de las mismas utopías de siempre.

Para colmo, el partido de la oposición aprovecha el río revuelto en un intento desesperado por conseguir un puñado de votos en las próximas elecciones catalanas. Hablan de Estado federal, de reforma de la Constitución y bla, bla, bla… en un ejercicio paradigmático de lo que se puede calificar como “más bajo no se puede caer”. Al fin y al cabo, a todos les mueve la misma intención. Y es que, amigo lector, la pela es la pela.

MARIO J. HURTADO

6 de septiembre de 2012

  • 6.9.12
Ahora resulta que, a estas alturas de la película, viene nuestra querida vicepresidenta a aparecer en Facebook para informarnos de que la culpa de que en España no se abran negocios es de la unidad de mercado. O mejor dicho, de su ausencia. Mal, definitivamente, muy mal.

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Querida Soraya, tengo que decirle algunas cosas que, mucho me temo, no van a ser de su agrado. La primera es que cada día que pasa se parecen ustedes más a la versión más esperpéntica del zapaterismo buenista, paternal y bobalicón que hablaba de conceptos tan absurdos como "crecimiento negativo" o "desaceleración profunda". Inventarse las causas de los problemas no contribuye en absoluto a sus soluciones, querida vice; al contrario, dificulta sobremanera el arreglo.

Sin poner en duda que, efectivamente, en España no existe eso que usted llama "unidad de mercado", a lo mejor resulta que deberíamos considerar si el problema real no será la ausencia de facto de lo que en Organización de Empresas se llama "unidad de mando".

Este principio de organización consiste en que cada subordinado debe saber exactamente a quién obedecer y obedecerá sólo a una persona. Piénselo e intente ponerse en el lugar de quienes, como servidor de usted por ejemplo, intentan abrir un negocio en este bendito país. Resulta poco menos que imposible saber quién te la dará a la entrada y quién a la salida, pero lo que es seguro es que Comunidad, Ayuntamiento y Gobierno central te la darán sí o sí.

Consulte usted también a sus subordinados. ¿Saben realmente los funcionarios quién manda en cada departamento? ¿Coinciden las directrices de los mandos intermedios de la Administración con las de los responsables políticos de la misma?

Y lo que es peor, ¿cómo se atreven a decir estas cosas si ni siquiera ustedes son capaces de hacerse obedecer por quienes son, según la propia Constitución, entidades subordinadas al Estado? Ni una sola de las Comunidades Autónomas está siguiendo las instrucciones (órdenes) dadas por usted y sus compañeros ministros. Ni una sola Agencia, Fundación, Empresa o Instituto público ineficiente han sido eliminados.

Finalmente, podríamos considerar (quizás, ya sabe que lo mío es solamente una humilde opinión) si nuestro lamentable sistema político, social y educativo no tendrá algo que ver en que siete de cada diez jóvenes españoles quieran ser funcionarios. Ni siquiera se plantea la cuestión de trabajar por cuenta ajena, no: directamente funcionarios. Por la cuenta que nos trae a todos, querida Soraya: espabílense. De una vez por todas.

MARIO J. HURTADO

22 de agosto de 2012

  • 22.8.12
Mis queridos lectores: sean bienhallados. Ciertas ocupaciones profesionales, académicas y familiares me han mantenido alejado de este rincón que amablemente me cede Montilla Digital durante largo tiempo, y ya es hora de volver. Me pongo manos a la obra pues, intentando reunir argumentos y fuerzas para sacarle punta a esta actualidad que diariamente nos pone enfermos ya no de sufrimiento, mas quizás de desidia y aburrimiento.

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FOTO: SPENCER TUNICK | www.spencertunick.com

Así que cojamos el disfraz de Alatriste o el de Migueli –aquel famoso central del Barcelona cuya única misión en el campo era quebrar el mayor número de tibias posible- y dispongámonos a repartir leña o, lo que es equivalente en estos días, a decir las verdades del barquero. Eso sí, sin acritud, que diría mi buen amigo Don Melquiades.

El título de esta columna de hoy no tiene que ver, naturalmente, con esta experiencia a veces pasmosa y a veces alucinante de pasar los domingos en la playa, lugar de reunión de los extremos más insospechados del concepto de la estética: lo mismo pasa delante de uno la más bella diosa del Olimpo, que un hercúleo adonis marcando carne –y cuerpos cavernosos- que una réplica en la especie humana de Moby-Dick y su familia –es curioso, pero todos los tipos posibles de cuerpo humano se unen para pasear juntos por la playa-.

No, la exhibición de carnes firmes o fláccidas no es el asunto central de hoy. Más bien me refiero al despelote en el sentido que nos da una de las acepciones del Diccionario de la Real Academia Española del verbo "despelotarse": alborotarse, disparatar, perder el tino o la formalidad.

Falto de tino, por ejemplo, anda el Gobierno de la nación, presidido por Mariano Rajoy: ni acierta con las medidas que toma, ni se atreve a tomar las que realmente son necesarias; alborotado empieza a andar el personal, el pueblo, la gente...

El cabreo empieza a sentirse creciente y ya no solo entre funcionarios y trabajadores de lo público, sino también entre autónomos, profesionales y empresarios; y disparatada está la oposición, quien se permite el lujo de mentir, manipular y entorpecer cuando gran parte de la culpa de lo que está pasando es suya. Y si hablamos de falta de formalidad, ¿a quién les nombro primero? ¿A Méndez? ¿A Toxo? ¿A Griñán o a Valderas? ¿O a Sánchez Gordillo?

Que la situación es mala malísima ya lo sabemos todos. Que parte de la culpa de la misma es de la manidamente repetida herencia, también. Que es necesario disminuir el tamaño orgiástico de las administraciones públicas es una verdad como un templo bizantino.

Pero no es menos cierto que ya está bien de excusas y parapetos, y que los gobiernos –central, autonómicos y locales- no están tomando el verdadero toro por los cuernos. Si el problema es el déficit –que no lo es: el problema real es el gasto, y no su relación con los ingresos- acometamos las reformas que son ciertamente necesarias.

Esto es, suprimamos empresas, fundaciones y agencias públicas que chupan recursos del Presupuesto sin ofrecer nada a cambio, salvo la politización de todos los sectores a los que se dedican. Reduzcamos el número de cargos políticos, encargando de sus tareas –si es que tienen otra aparte de pasearse en coche oficial y posar para las fotos- a los que verdaderamente saben de los asuntos: los funcionarios de carrera.

Eliminemos la dupicidad de administraciones que dictan normativas a veces duplicadas y a veces contradictorias, empezando por las Mancomunidades y terminando por una asignación transparente y eficiente de las competencias del Estado y de las Comunidades Autónomas.

Y, sobre todo, exijamos una profunda tranformación de este sistema partidista podrido e ineficiente que sitúa a mediocres e ignorantes en los cargos de mayor responsabilidad de la sociedad.

MARIO J. HURTADO

24 de abril de 2012

  • 24.4.12
El objetivo final del Estado, es sin duda, su crecimiento constante. Al Estado no le basta con atender las necesidades y servicios básicos, como es de esperar en una sociedad democrática y que presuma de justa y equitativa. No, el Estado ampliará su oferta de servicios –sean éstos útiles o no, sean eficientes o no, sean justos y equitativos o no- de forma constantemente creciente.

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Como hemos comentado en semanas anteriores, la última razón para la legitimidad del Estado –y, por tanto, de los destinos y usos que hace de nuestros recursos- es la coacción: usted paga tributos y cotizaciones sociales, simplemente, porque el Estado le obliga a ello.

Para quien pueda pensar que servidor se inventa las cosas, presten atención a lo que sigue. Obsérvese el gráfico siguiente, de evolución del gasto público –en porcentaje del PIB- desde 1958 hasta 2008.

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Nótese cómo, solo el período desde 1975 (inicio de la democracia) hasta 1994 (últimos coletazos contables de los eventos del 92) el Gasto Público español prácticamente se duplica.

Medido como porcentaje del PIB, esto significa, entre otras cosas, que la iniciativa privada española perdió peso relativo pasando de ser más de las tres cuartas partes en 1975 a quedarse prácticamente en la mitad en 1994. Tras el cambio de Gobierno en 1996, el peso de lo público de relaja un poco para volver a crecer hasta el final del mandato de José Luis Rodríguez Zapatero.

Está claro que las razones de tal crecimiento no son del todo negativas. La llegada de la democracia conlleva un aumento de las prestaciones de servicios por parte del Estado del Bienestar consagrado en la Constitución Española de 1978. Pero no es oro todo lo que reluce. Veamos el siguiente gráfico, donde se muestra la distribución de estos totales según los componentes principales del gasto:

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Para leer el gráfico, fíjense en la altura de cada barra de color. Por partidas, la que menos varía a partir de 1982 es la de prestaciones sociales –curiosa nota para quienes acusan a los gobiernos del Partido Popular de desamparar a los desempleados y personas con pocos recursos-.

La remuneración de asalariados –sueldos y salarios de los empleados públicos- se mantiene más o menos constante, aunque con ligeras variaciones negativas a partir de 2003. La inversión pública también se mantiene en los mismos niveles, mientras que los intereses pagados por la deuda pública disminuyen considerablemente en los años posteriores al Gobierno de Aznar –no debe olvidarse que los intereses se pagan a posteriori, entre 1 y 10 años después de la emisión de la deuda, lo que quiere decir, simplemente, que en 1996 aún se pagaban los gastos generados por 2l,92-. Sin embargo, las compras corrientes no paran de crecer.

Quizás esto es lo más significativo para la tesis que mantengo: el creciente peso del Estado en la Economía no es ineficiente solo porque expulse a la iniciativa privada, sino básicamente porque esa expulsión se traduce en gasto corriente e improductivo, es decir: folios, tóner de impresora, gasolina, luz y agua –por citar algunos elementos-. Es decir, gastos de estructura que no conducen a una mayor actividad económica y, por lo tanto, no conllevan incremento alguno de la riqueza nacional.

En conclusión: habrá quien defienda que es el Estado el que ha de encargarse de todo y, de hecho, debe estar contento porque, según los datos, eso es lo que ha ocurrido desde los inicios de la democracia.

No es relevante quién haya ocupado el Gobierno de la nación o de las Comunidades Autónomas: Hayek tenía razón cuando hablaba de socialistas de todos los partidos. Por lo tanto, acusar al liberalismo de la actual crisis y de lo que nos queda por ver es tan falaz como demagógico.

Y aún más: a pesar de los recortes en el presupuesto, este Gobierno actual no tendrá éxito si no decide, de una vez por todas, recortar la estructura general de la Administración. La tarta es limitada, y lo que no podemos permitirnos es que más de la mitad se la gaste otro (el Estado) decidiendo qué nos conviene y qué no.
Dejo para sus inteligentes comentarios las propuestas acerca de dónde y qué recortar.

MARIO J. HURTADO

17 de abril de 2012

  • 17.4.12
Tenía la idea de, en esta segunda entrega, argumentar y razonar por qué el liberalismo considera que el Estado es coactivo, violento y coercitivo. Sin embargo, los comentarios a la columna de la semana pasada me obligan a tomar un pequeño cambio de rumbo. Y es que argumentan mis queridos lectores razones variadas para criticar mi postura, lo cual no solo es legítimo sino interesantísimo desde el punto de vista del debate, que es lo que pretende este diario.

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Intentaré ir por partes, pero antes déjenme que les adelante lo que tenía previsto ser la conclusión final de esta serie de artículos: ni yo ni el liberalismo decimos que sobra el Estado, sino que sobra Estado. Mi idea central –y en esto debo reconocer que (¡bingo!) no soy un liberal radical, ni siquiera probablemente al cien por cien- es que el Estado es necesario, pero no es necesario tanto Estado.

Ayer mismo leía en un medio digital la noticia de que el coste de las estructuras básicas del Estado –incluyendo Administración central, autonomías, diputaciones, ayuntamientos, mancomunidades, cabildos, empresas, fundaciones y demás- alcanza ya en España los 200.000 millones de euros. O sea, de cada cuatro euros que se generan de riqueza en España, uno es para pagar sueldos, luz y gasolina públicos.

Que cada cual piense lo que quiera, pero servidor de ustedes cree sinceramente que es una auténtica exageración, mayormente pensando en el escaso efecto positivo que tiene este concepto sobre el crecimiento económico.

Me acusa un lector desconocido y anónimo –una lástima, porque con tanta sabiduría bien podría darse a conocer para mantener interesantes conversaciones- de no tener ni idea de lo que hablo, exhibiendo un razonamiento jurídico sobre la tasa de entrada de carruajes -en eso tengo que reconocer mi lapsus, al llamar "impuesto" a lo que es una tasa, usted me disculpe- que, aunque impecable, olvida el asunto central: claro que, si quiero disponer del beneficio de reservar parte de la acera para meter mi vehículo, tenga que pagar por ello. Nadie discute esto.

Pero ¿y si no quiero? ¿Y si mi vivienda cuenta con esta entrada, pero yo tengo un jardín y un velador que me imposibilitan –por voluntad propia- el uso de esa entrada como garaje? Pues sucede que el Estado –insisto, coactivamente- me obliga a pagar esa tasa y a colgar un horrible letrerito plastificado en mi fachada.

Ocurre exactamente igual con las licencias de obras y con multitud de impuestos, tasas, precios públicos y contribuciones especiales –ya ve el lector que sí que conozco las diferentes formas de tributos-.

Y de cualquier forma, el tener que pagar por casi cualquier cosa que un ciudadano quiera hacer o dejar de hacer, no es nada más que la intromisión, por la sola vía de la legitimidad basada en el poder coercitivo del Estado, en la vida personal de los ciudadanos.

A los lectores preocupados por los servicios públicos básicos, tan solo háganse una pregunta: ¿de verdad creen que el Estado es el único agente que puede proporcionarlos? Y aún más, ¿piensan sinceramente que es el Estado quien los puede ofrecer de manera más eficiente?

El despilfarro de la Administración Pública es tan evidente que ni siquiera lo niegan los partidarios de la estatalización total. Cualquiera de nosotros ha presenciado cómo se gastan medicamentos, material fungible, combustibles o incluso material escolar sin ton ni son.

¿Qué hay de malo en racionalizar esto? ¿Por qué una clase de Primaria no puede tener treinta alumnos en lugar de veinticinco? ¿Por qué no se puede limitar la cantidad de pastillas que debe usted tomar para curar su afección de garganta?

El problema, repito, no es que exista el Estado, sino que el Estado, desde sus orígenes, no ha parado de crecer, ocupando un terreno que corresponde, por derecho propio y por pura eficiencia, a la iniciativa privada. Otro día hablaremos de Keynes, por cierto, gurú del crecimiento del Estado tan malinterpretado como fueron Marx y Engels.

A mi compadre Arquino, decirle tan solo que eso del "libertarismo" tiene su correspondencia en el mundo liberal. Se llama "anarcocapitalismo" y le recomiendo encarecidamente que lo investigue.

No solo leo a Rodríguez Braun, también leí en su tiempo a Marx –cualquier día de estos escribiré una columna desmontando su absurda teoría del valor- y procuro, sobre todo, hablar con mucha gente que me puede aportar otrs puntos de vista. ¿O no?

Por último, un ejemplo de la maldad del Estado, sobre todo cuando está dirigido por incompetentes o populistas –podrían considerarse sinónimos-, está en estos días en el atraco a mano armada perpetrado por la presidenta argentina, Cristina Fernández de Kirchner, contra la empresa Repsol.

Habrá quien se atreva a defender tamaña expoliación, por supuesto. Pero póngase por un momento en la piel de los dueños de la empresa española: han pagado más de 20.000 millones de dólares por una explotación –hace tan solo doce o trece años-, firmando unos compromisos que, de buenas a primeras, no tienen validez.

La señora de Kirchner ha escenificado con esta operación lo que debe hacer un mal gobernante: cargarse la situación económica de un país e intentar arreglarlo robando por las malas a los demás.

MARIO J. HURTADO

13 de abril de 2012

  • 13.4.12
En mis pocos ratos libres, disfruto estos últimos días de la lectura de un libro tan interesante por su contenido como por su forma. Se trata de El liberalismo no es pecado, de Carlos Rodríguez Braun y Juan Ramón Rallo. Es interesante, digo, por su forma, porque explica los principios de funcionamiento de la Economía en pocos capítulos, muy bien escritos y estructurados, presentados didácticamente de tal forma que cualquiera puede entender las grandes claves del sistema económico. Por su contenido, por cuanto su objetivo principal es la defensa de la corriente filosófica, económica y política conocida –aunque mal conocida- como "liberalismo".

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Ante la avalancha de críticas –que podrían calificarse de "ignorantes" y "malintencionadas"- del liberalismo, Rodríguez Braun y Rallo defienden una tesis que, por evidente, se haría innecesaria si no fuera por el enorme juego de intereses que se mueven en la escena nacional e internacional.

Ante quienes culpan de la crisis a lo que llaman "políticas liberales" o "neoliberales", los autores responden que el liberalismo no es culpable de nada, por la sencilla razón de que el liberalismo no se aplica en ningún sitio –ni siquiera en los extremadamente capitalistas Estados Unidos de América-.

Básicamente, cualquier economía del mundo se encuentra total o parcialmente intervenida y, por lo tanto, es absolutamente imposible que la culpa de todo lo que está pasando la tenga el liberalismo.

Y la siguiente pregunta se me antoja inmediata: ¿quién interviene la economía? ¿Quién, por tanto, es el auténtico culpable de la crisis? La respuesta es igualmente instantánea, y si el lector no la adivina le sugiero que relea el título de este artículo de hoy.

El Estado. Esa entidad tan real como difícilmente abarcable que nos envuelve, nos ordena y nos coacciona continuamente y en todos los aspectos de nuestra vida. Esa maquinaria gigantesca que ocupa casi el cincuenta por ciento del total de la economía española.

Tanto es así, que cuando busqué un adjetivo para calificarlo, el más acertado que me pareció fue el de "formidable", cuyo significado, según la Real Academia Española (RAE) transcribo al final de esta columna.

El Estado se configura, fundamentalmente, con una característica terrible: es el "gran monopolista de la violencia" –en palabras de Rodríguez Braun-, puesto que su autoridad y su legitimidad no proceden de un acuerdo voluntario –muy interesante cómo los autores desmontan el mito del contrato social- entre la sociedad y el mismo Estado, sino de su infinita capacidad de coacción a los seres humanos que componen la sociedad civil.

De hecho, párese un segundo y pregúntese: ¿qué sentido tiene, por ejemplo, pagar un impuesto por tener una entrada de vehículos en su casa? ¿Por qué se nos convence de que los impuestos son progresivos y de que esto precisamente es justo socialmente, cuando resulta que los que más ganan son los que –generalmente, y acogiéndose a normas legales- menos impuestos pagan?

La batalla, por tanto, existe entre los liberales –defensores a ultranza de la libertad individual- y los partidarios del Estado –aquellos a quienes F. Hayek llamó "socialistas de todos los partidos"- y no entre derechas e izquierdas, progresistas o conservadores, fascistas o comunistas.

De hecho, las penosas experiencias históricas con partidos extremos de izquierda o de derecha –piénsese en el nazismo y en el comunismo soviético- tienen en sus bases de pensamiento político, filosófico y económico más puntos en común que discrepancias.

Aún más: incluso este Gobierno actual, al que los propagandistas de izquierda tildan de "ultraliberal", está aplicando políticas que no dejan de regular, es decir, de intervenir en la economía.

Inicio con este de hoy una serie de artículos en los que trataré de explicar el porqué de todos estos argumentos, y de hacer entender al lector que, realmente, la opción del liberalismo no es la causa de la crisis, sino probablemente, su única solución.

formidable.
(Del lat. formidabĭlis).

1. adj. Muy temible y que infunde asombro y miedo.
2. adj. Excesivamente grande en su línea

MARIO J. HURTADO

30 de marzo de 2012

  • 30.3.12
En estas pasadas elecciones, los andaluces teníamos dos opciones para elegir: entre susto -ya se conocen casos de pueblos en los que los dirigentes locales de PSOE e IU ejercieron durante la campaña de asustaviejas, especialmente con los pensionistas y las personas con menor capacidad adquisitiva- y muerte. Y hemos elegido muerte.

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La situación, en cualquier caso, es la que es, y como demócratas hay que aceptar los resultados, aunque en nuestra opinión sea lo peor que podía ocurrir. Los andaluces, en las urnas, hemos legitimado treinta años de ineficiencia, abuso y corrupción, probablemente porque gran parte del electorado participaría a gusto de tales virtudes democráticas -entiéndase la ironía-. Nos guste o no, hemos hecho realidad el topicazo y el estereotipo. Luego no nos quejemos cuando los catalanes lo nombren en voz alta.

De todas formas, no es objetivo de este artículo analizar por qué se ha producido este resultado. Como digo, lo que hay es lo que hay y habrá que aceptarlo, no sin antes advertir de las consecuencias más que probables de la situación. En esto quiero centrar el contenido, en analizar los desastrosos resultados que puede generar la opción más probable de gobierno: un pacto entre las dos fuerzas de izquierda del Parlamento.

La situación es la siguiente: si Griñán quiere gobernar con cierta estabilidad, no va a tener más remedio que aceptar un tremendo giro a la izquierda impuesto por Valderas y sus doce parlamentarios. Si las políticas económicas de IU se imponen, esto va a ser el acabóse, o como decía al principio, la muerte definitiva de la maltrecha economía andaluza.

Pongamos como primer ejemplo una de las medidas propuestas por IU en su programa de gobierno -sí, aunque no se lo crean, me lo he leído-, como es un plan de inversión pública de nada menos que quince mil millones de euros en la Legislatura.

Dicho de otro modo, un aumento sobre el actual Presupuesto del 12 por ciento anual, teniendo en cuenta que este, para 2012, es de 32.000 millones de euros. Esta inversión solo podrá financiarse de dos formas: subiendo los impuestos o acudiendo a deuda pública.

La primera opción es espeluznante, como se puede comprender, para una sociedad -la andaluza- que huye despavorida del espíritu emprendedor, por más que la misma IU diga también en su programa que pretende -sorpréndase conmigo- bajar los impuestos y las tasas a las pymes y a los emprendedores.

La segunda acabaría terminantemente con la posibilidad de recuperar la confianza de la UE y los inversores, además de comprometer la estabilidad económica de las futuras generaciones -la deuda hay que pagarla, y si no lo podemos hacer nosotros, lo harán nuestros hijos y nietos-.

Otras medidas de la política económica de IU pasan, naturalmente, por la creación de nuevos impuestos, aumentos de los ya existentes -mencionan, concretamente, el IRPF, el Impuesto sobre Sucesiones y Donaciones y el Impuesto sobre el Patrimonio- y el establecimiento de un Plan contra la Pobreza cuya aportación por parte de la Junta sería de unos 600 millones de euros. Independientemente de las buenas intenciones, esto lo que significa es mayor gasto, mayor presión fiscal y, en consecuencia, menor actividad económica en la Comunidad.

Izquierda Unida se propone también la estimulación de la llamada "Economía Social", eufemismo que viene a significar que, si quiere usted ayudas para su proyecto emprendedor, no tendrá más remedio que buscarse cuatro socios para constituir el negocio en forma de cooperativa.

Lo que realmente no sería tan malo si no fuera porque, como repito hasta la saciedad, los trabajadores andaluces no tienen el suficiente nivel de formación en gestión y administración de empresas. ¿Para qué queremos entonces muchas cooperativas mal gestionadas, y por lo tanto destinadas a su desaparición?

Podría seguir enunciando medidas -la verdad es que el programa es completito, se nota que a estos señores les va eso de intervenir la economía: no dejan títere con cabeza- como aquella de crear un impuesto especial sobre las grandes superficies -olvídese ya de trabajar en futuros IKEAS o Carrefours-, pero les aburriría tanto que no me siento con derecho a hacerlo.

Y no quiero que se me quede en el tintero una de las medidas "estrella" del programa, como es el Plan de Empleo y Formación para desempleados. Este consiste, básicamente, en dos cuestiones: la recuperación de programas de formación y empleo como el MEMTA -aquel que por el que la Junta se comprometía a pagar un importe a los desempleados que hicieran determinados cursos de formación, con el tremendo éxito de no haber pagado ni un solo euro- y la contratación por parte de la Administración autonómica y los ayuntamientos de los desempleados sin subsidio por períodos mínimos de seis meses -prorrogables-.

Las buenas intenciones no bastan para sacar a Andalucía adelante. Andalucía necesita empresas y emprendedores, bien formados y con el marco legal, tributario y financiero adecuado para que sus negocios vayan adelante.

Sin embargo, ese Plan de Empleo lo único que puede conseguir es la perpetuación de ese tópico que habla de los andaluces subsidiados y enganchados a la teta de la Santa Madre Administración. ¿Para qué calentarnos la cabeza con un negocio propio, en el que trabajaremos catorce horas diarias y pagaremos más impuestos que nadie, si podemos vivir trabajando seis meses y cobrando paro otros seis?

En fin, se me acaba el espacio y no me da tiempo de hablarles de otras barbaridades como la Banca Social -menuda contradicción ya desde la denominación-. En cualquier caso, consideren estas cuestiones, de momento, como un mal sueño.

Sea cual sea el pacto al que lleguen, el Gobierno andaluz que tome las riendas lo hará bajo una premisa ineludible: la austeridad, digan lo que digan Valderas y Sánchez Gordillo.

La alternativa, una nueva convocatoria electoral. Porque incluso una moción de censura que pusiera a Arenas en el Gobierno, se saldaría con una situación de inestabilidad que nos llevaría, sin remedio, otra vez a las urnas. Tampoco esto sería malo si, de una vez por todas, los andaluces eligiéramos el susto, en vez de la muerte.

MARIO J. HURTADO

23 de marzo de 2012

  • 23.3.12
Como muchos de ustedes saben, servidor reside en un pueblo costero de la Bahía de Cádiz. Por razones obvias, mis desplazamientos por la provincia son frecuentes, incluyendo la capital. He tenido -y tengo-, por tanto, la suerte de conocer muy de cerca el entorno geográfico y humano en el que se gestó ese maravilloso -y tristemente fallido- experimento que fue la Constitución de 1812.

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Asomarse a la Bahía desde lo que fuera la Puerta del Mar o desde la Alameda de Apodaca, o incluso tener la suerte -lo de "suerte" depende en gran medida de la prisa que tenga uno por llegar a destino, claro- de ser parado en mitad del Puente Carranza por aquello del cruce de barcos suele ser un espectáculo magnífico que nos ofrece, entre otras cosas, la sensación de comprender la desesperación absoluta de esos artilleros franceses que no eran, ni de lejos, capaces de acertarle ni a la iglesia de San Antonio ni al Oratorio de San Felipe Neri.

Al mismo tiempo, y conociendo el carácter congénito de la mayoría de gaditanos, se encuentra la explicación a las socarronas coplillas que se dedicaran continuamente al ejército invasor, como aquella que cuenta cómo las jóvenes de la ciudad aprovechaban los restos de plomo incandescente y retorcido de los proyectiles para rizarse los cabellos.

La peculiar estructura geográfica de Cádiz en forma de península facilitó, junto con la fortificación de todo el camino hasta San Fernando, que los franceses solo pudieran incordiar a la ciudad desde el cercano muelle del Trocadero, en Puerto Real.

Por su parte, el monopolio ostentado por Cádiz respecto del comercio con América situó a su sociedad y a su gente en el centro del mundo y de las nuevas ideas que recorrían las mentes de los más avanzados de su tiempo.

El resto, una población cabreada con un imperio invasor que jamás sospechó que los "manolos" pudieran derrotarlos una y otra vez; un Rey secuestrado primero por los gabachos y, más tarde, por su propia miopía política; finalmente, un grupo de diputados cuya oratoria compensó con creces su inferioridad numérica.

Ahora todo el mundo quiere apropiarse de La Pepa, de sus avances -extremadamente modernos para los inicios del siglo XIX- y del término "liberal". Me sorprendió ayer un tertuliano radiofónico que reivindicaba el concepto de "liberalismo" para la izquierda. Vivir para ver, oír y -con perdón- descojonarse de la risa.

El liberalismo, que al fin y al cabo consiste nada más que en la defensa a ultranza de la libertad individual, jamás puede pertenecer a un sector ideológico que demoniza la propiedad privada y preconiza el igualitarismo.

Un defensor de la confiscación de la riqueza mediante el método de la imposición tributaria no puede proclamarse liberal. A no ser que desconozca, o bien ignore voluntariamente, los fundamentos económicos del liberalismo.

El caso es que ni las bombas, ni los tangos, ni los tirabuzones de las bellas gaditanas sirvieron al final para nada. Solo dos años después, el infausto Rey Felón anuló la Constitución más moderna de la Europa contemporánea instaurando un Gobierno absolutista y destrozando, una vez más, las esperanzas de un pueblo que le aclamó y lo bautizó como El Deseado. Y aún peor, su dignidad y su ética, haciéndoles pasar del "¡Viva La Pepa!" al "¡Vivan las caenas!".

Y así estamos. Seguimos proclamando a los cuatro vientos nuestro inconformismo con el sistema, con la política y con los bancos, pero callamos cuando nos ofrecen una subvención, una prebenda o un puestecito en el Ayuntamiento. O un par de peonadas del PER. ¡Vivan las caenas!. Al menos, nuestro Rey no es felón, ni está secuestrado, ni Francia nos invade. Aunque, viendo las cosas que hay a nuestro alrededor, la verdad es que eso es lo de menos.

MARIO J. HURTADO

15 de marzo de 2012

  • 15.3.12
Qué interesante está siendo esta campaña electoral y, más allá, este inicio de Legislatura en la que parece que algunos se han olvidado por completo de que han gobernado durante ocho años sin conseguir ni un solo resultado positivo. Ahora resulta que la situación económica es toda culpa de Mariano Rajoy y de sus ministros, por no hablar de los presidentes de las distintas comunidades autónomas.

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Aun siendo cierto que muchas comunidades gobernadas por el PP han cometido los mismos excesos que las gobernadas por lo socialistas, no hay que dejar pasar por alto un dato importante: en esas comunidades, al menos, los excesos han servido para situar a Madrid o Valencia a la cabeza de España. Justo como aquí, en Andalucía, pero al contrario, o sea.

En el momento de escribir esta columna, acabo de recibir en mi domicilio la propaganda electoral del PSOE y la de Izquierda Unida (IU). La de IU es sumamente interesante, mas no por el contenido, sino por la foto del cabeza de lista por Cádiz: aparece perfectamente trajeado y con corbata. ¿Una premonición del posible pacto si el Partido Popular se queda a uno o dos escaños de la mayoría absoluta?

Por su parte, la de "Pepe" Griñán –hay que ver estos políticos cómo se hacen pasar por amigos nuestros de toda la vida en cuanto llega la hora de pedir el voto- es un homenaje a la caradura. Y me explico.

Lo primero es el lema de campaña: "Por el camino seguro". La pregunta, por obvia, se hace casi innecesaria: ¿hacia donde? ¿Hacia la N-ésima modernización? ¿Hacia el millón ochocientos mil desempleados?

Añade "Pepe" que juntos hemos llegado hasta aquí. ¿A quién se refiere con lo de "juntos", ahora que se conoce –oficialmente, porque los que trabajamos en esto de la gestión de empresas ya lo conocíamos hace años- el cachondeo de la concesión de ayudas y préstamos participativos a empresas de amiguetes?

Suponiendo que la carta vaya dirigida a los excargos socialistas en cualesquiera Administración o empresa pública, se entiende. Pero si se dirige, por ejemplo, al millón largo de parados andaluces, me temo que la respuesta habría de ser algo más fuerte que la cacerolada esa que propone la chica que coordina la campaña electoral en Canal Sur y que, por supuesto, va dirigida contra el PP.

Sigue "Pepe" hablando de las apuestas del PSOE sobre el Estado del Bienestar, la sanidad o la educación. He tenido que pararme a tomar aire para evitar la arcada.

La desvergüenza que se infiere de la comparación de la propaganda y las promesas –por un lado- y los resultados obtenidos a lo largo de treinta años de caciquismo socialista absoluto y generalizado me hace pensar que lo mejor que podría hacer el PSOE en estas elecciones, si efectivamente fueran gente honesta y seria, sería retirarse de las mismas.

A estas alturas, nadie debería creer una sola palabra de los gobernantes que han perpetuado durante estos treinta años la situación extrema de incultura, pobreza, ignorancia y desidia que padece Andalucía.

Los mismos que se han gastado el dinero destinado a la creación de empleo en financiar empresas que cerraban a la semana de haber recibido sus cuantiosas subvenciones, no pueden hablar, aquí y ahora, de Estado del Bienestar.

Los mismos que han hecho del sistema público de salud un desastre organizativo y económico –directamente proporcional a la calidad de la inmensa mayoría del personal sanitario- no pueden prometer una Sanidad de calidad.

Estos que se han gastado millonadas en portátiles para que niños de 10 años se enganchen al Tuenti y que, al mismo tiempo, consienten que haya profesores que dicen “venéis” no están legitimados para hablar de educación pública de calidad.

Y, por supuesto, los que han llevado a Andalucía a la cifra récord de paro que sufre en estos días no pueden hablar de creación de empleo, ni de emprendedores. No tienen derecho ni legitimidad. Por Dios, es como si Kiko Matamoros quisiera darnos cursos de autoayuda.

MARIO J. HURTADO

2 de marzo de 2012

  • 2.3.12
Una de las principales razones de justificación pragmático-intelectual de los regímenes totalitarios antiguos y modernos es el consabido principio maquiavélico según el cual "el fin justifica los medios". Para un tirano, un fascista o un dictador revolucionario, cualquier método es válido si con él se preservan la integridad y la continuidad de la revolución, el régimen o el Estado.

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Ejemplos encontramos a patadas en el mundo de hoy: desde el tristemente popular estos días Bashar Al Assad, el sirio, quien considera justificable descargar toneladas de bombas sobre la población civil, hasta los amiguetes de Amaiur, que encuentran razonable comparar a un idiota que se ha volado a sí mismo al poner una bomba con otras víctimas que no tuvieron la suerte de que su bomba la pusiera un simple imbécil.

Del mismo modo, se están produciendo muestras de lo que les digo en esas manifestaciones presuntamente estudiantiles de Valencia -la semana pasada- o Barcelona, hace apenas dos días.

Gropúsculos de demócratas -entiéndase como sorna irónica- de la izquierda radical se han encargado de hacer lo posible por reventar lo que, seguramente, nació como una protesta legítima, aunque solo fuera por saltarse unas clasecillas, por parte de los chavales del Instituto Luis Vives.

No lo digo yo, lo dicen las imágenes en las que aparecen tíos de veintitantos años que, si acaso fueran aún estudiantes del Instituto, merecerían quizás no los palos, pero desde luego sí quedarse sin Nocilla ni tele el fin de semana.

El caso de anteayer en Barcelona es aún más sangrante: una manifestación que iba discurriendo tranquila se torció cuando a un grupo de estos demócratas revolucionarios -qué contradicción ¿no?- se le ocurrió redecorar algunas oficinas bancarias y el edificio de la Bolsa de Barcelona con pintura, piedras y algún material más.

La cosa no habría sido para tanto, quizás, si además no hubieran tenido la grandiosa idea de hacer la cirugía estética a varios trabajadores de medios de comunicación, como ese cámara de Antena 3 a quien quisieron cambiarle la cara a pedradas después de apañar su cámara para un plano secuencia de película gore.

En cualquier caso, los chicos de Valencia y Barcelona, al fin y al cabo, solo repiten lo que ven hacer a sus mayores. Y no me refiero a los antecedentes de la lucha "estudiantil" del tipo Cojo Manteca -ay, los gloriosos años ochenta- sino a nuestros fantásticos (?) representantes -o candidatos, como es el caso- políticos.

Como ejemplo, el candidato del Partido Andalucista al Parlamento andaluz por Córdoba, Antonio Manuel Rodríguez. Un ejemplo de demócrata que se fue nada más y nada menos que a quemar el BOE de la Reforma Laboral a las puertas del Palacio de la Moncloa.

Aunque reservo para otro día mi sincera opinión sobre las propuestas de este partido trasnochado e incoherente, que siempre quiere hacernos creer que son mucho más de lo que realmente son, no puedo resistirme a calificar de peligrosa fantochada lo que este individuo hizo en Madrid.

Puede disfrazarlo como quiera -que si el simbolismo, que si el significado, bla, bla, bla...- pero este suceso no es más que una soberana estupidez que juega -nunca mejor dicho- con fuego.

La cosa se me antoja mucho más grave cuando resulta que el ínclito es profesor de la Universidad de Córdoba y, nada menos, que profesor de Derecho. Alguien que debería inculcar a sus alumnos el respeto a las leyes que hacen y redactan representantes elegidos democráticamente -exactamente lo mismo que pretende que hagamos con él- y que, sin duda alguna, debería abstenerse de realizar payasadas que, a determinados descerebrados, puede darles ideas muy parecidas a las que se exponen en el terrible lema de Maquiavelo.

MARIO J. HURTADO

23 de febrero de 2012

  • 23.2.12
La última -por el momento- gran reforma del Gobierno, la de la legislación laboral, tampoco es que me convenza de que Rajoy y su equipo vayan exactamente por el buen camino. Y, si se fijan, digo bien: reforma de la legislación laboral, y no del mercado. En nuestro país, ponerle puertas a este campo es prácticamente imposible.

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La nueva legislación se ha vendido como una especie de bálsamo de Fierabrás que curará de todos sus males a este enfermo que es el sistema de relaciones entre empleados y empleadores en España.

Mucho me temo que que el "remedio milagroso" quede en algo un poquito mejor que un "efecto placebo". Y es que, por más que se empeñen unos en defenderla y otros en atacarla, ninguno de ellos se centra en los dos ejes fundamentales del problema: la formación y la educación.

Hablo de formación, porque ocupado como ando la mayor parte del tiempo en impartir cursos para directivos, empleados y desempleados, aún sigo encontrando frustante que la mayoría de ellos desconozcan cuestiones tales como el sistema fiscal en que se desenvuelven, cómo se gestiona la información a través de la Contabilidad o, en los casos más graves, qué diferencia un albarán de una factura.

El Gobierno ha cometido el error de definir la formación como un "derecho de los trabajadores", perdiendo así la mejor ocasión que tenía de convertirla en un "deber" de todos ellos y, por supuesto, de los empresarios.

Dejar al trabajador la opción de adquirir o reciclar sus conocimientos en un país donde cientos de miles de jóvenes abandonaron sus estudios básicos para dedicarse a ganar dinero mezclando arena, cemento y agua, es poco menos que una locura.

La reforma -aún pendiente- del sistema educativo debería incluir, al menos, conceptos básicos de Economía y Empresa para todos los alumnos de la ESO. Insisto: para todos, porque todos ellos deberán terminar, o bien trabajando para una empresa o, mejor aú,n abriendo la suya propia.

De esa forma, nos aseguraríamos que, al menos, los futuros trabajadores y empresarios supieran qué se traen entre manos, y no -como ocurre en la actualidad- dejándose manipular por unos y otros en beneficio propio.

Y hablo de "educación" no en el sentido académico -evidentemente, ese ya se incluye en el epígrafe "formación"- sino haciendo referencia a la necesidad de interiorizar los valores que mueven a cada una de las partes del conflicto.

En el mercado laboral hay oferentes y demandantes, pero en nuestro país se asume que lo que hay son empresarios explotadores y trabajadores vagos. Y esto no puede seguir así.

Es absolutamente prioritario un proceso de empatización por parte de todos los agentes que intervienen en el mercado laboral: que cada trabajador conozca los riesgos y obligaciones que tiene su empresario, y que cada empresario sepa hasta qué punto el trato dado a sus trabajadores puede revertir en aburrimiento, desgana y conflictividad.

Se me antoja tremendamente difícil que ocurra en España una cosa así. Existiendo dos organizaciones presuntamente -solo presuntamente- representativas de ambas partes, eternamente enfrentadas, dados sus objetivos y procedimientos más políticos que técnicos.

Naturalmente -y ahí está la Historia Económica de España para corroborar lo que digo-, mientras esta situación no cambie, cualquier eventual disminución de la actividad económica en nuestro país se resolverá mediante un ajuste del nivel de empleo.

Es tan triste como que este último golpe se ha llevado por delante más de tres millones de empleos. Pero así ha sido siempre y así seguirá siendo, independientemente de que haya más o menos tipos de contrato, más o menos días de indemnización o una regulación más flexible o más estricta de las relaciones laborales.

Orra cosa distinta es lo que nos quieren hacer ver, tanto de parte del Gobierno como de parte de sindicatos, empresarios y oposición. Por cierto, patética la actuación de unos y otros, pero una vez más, especialmente sucia la acción de Rubalcaba y el PSOE y los sindicatos de clase, UGT y CCOO.

No me gusta la reforma, pero acusar al Gobierno de ser el que mayores recortes sociales ha hecho "en la historia de la democracia", cuando acaban de dejar al país hecho una auténtica piltrafa es, cuando menos, despreciable.

MARIO J. HURTADO

10 de febrero de 2012

  • 10.2.12
Hace muchos años, un familiar contaba a mi padre que, siendo aún estudiante en la Facultad de Medicina de Sevilla, conoció a un chico, en apariencia reservado, que hacía lo propio en la de Derecho. Hablaba de su admiración por un joven estudiante que compaginaba con esfuerzo y sacrificio el manejo de las mangueras de una gasolinera -de ésas que había en el centro de la ciudad, y que ahora se llaman "estaciones de servicio", en esta suerte de imbecilidad universal que nos une a la hora de llamar a las cosas con nombres sofisticados- con manuales y apuntes de Derecho Penal o Procesal.

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Mi padre, un tipo peculiar defensor a ultranza de estas dos virtudes -esfuerzo y sacrificio- tan abundantes en la segunda mitad del siglo XX en España y tan escasas en la primera del XXI, inmediatamente puso a este chico como ejemplo a sus vástagos. Un chico llamado Baltasar Garzón.

El caso del juez Garzón es extraño pero, al mismo tiempo, típico para este pueblo español sobrealimentado de rencores y envidias, y desnutrido de sentido común y amor a la Justicia. Amado por unos y odiado por otros, bastaba con que abriera un nuevo sumario para ser amado por los otros y odiado por los unos.

El juez no tardó en hacerse tremendamente popular en una sociedad aún bisoña en la que empezaban a desarrollarse nuevas formas de vida y, por tanto, de información. Los casos contra las mafias de la droga en Galicia lo convirtieron en una especie de Capitán Trueno moderno repartidor de palos a los malos.

Sus posteriores autos contra la cúpula de Herri Batasuna -la anterior denominación de los terroristas políticos vascos- le granjearon la simpatía de buena parte de los votantes de derecha.

Sin embargo, no tardó en cambiar el viento. La oferta del entonces presidente del Gobierno, Felipe González, de formar parte de las listas electorales del PSOE, en un intento por arañar votos para un partido ya entonces en clara decandencia, le retiraron la confianza de la derecha para, probablemente, no ser recuperada jamás.

Ni siquiera sus actuaciones contra sus antiguos compañeros de partido en el asunto de los GAL, una vez superada su aventura política, le volvieron a aupar al pedestal en el que estuviera durante aquellos primeros años. De hecho, aquello también le valió la enemistad de cierta parte de la izquierda, que tomaron aquello como una venganza personal en lugar de como una aplicación de la Ley.

Garzón recuperó recientemente esa simpatía de la izquierda mediante sus actuaciones en los casos Gürtel y el de las fosas del franquismo. Sin embargo, no parece que esta vez el juez actuara como antaño, de forma escrupulosamente objetiva.

Que el Tribunal Supremo haya declarado culpable y haya condenado a Baltasar Garzón a once años de inhabilitación podría ser interpretado como una manipulación política si hubiera existido una importante división de opiniones entre los magistrados que lo han juzgado.

Pero no, resulta que la sentencia ha sido acordada por unanimidad, lo que delata a todas luces que no hay resquicio alguno para la duda. Garzón cometió el grave delito de la prevaricación, destruyendo el derecho elemental a la defensa.

Es culpable, y lo es en opinión de todos los jueces que han visto el caso. Cualquier otra consideración es intencionadamente manipuladora, intrínsecamente malvada y, por si fuera poco, absolutamente ridícula.

Podrán decir lo que quieran los Bardem, Toledos e, incluso, el reverendo Cayo Lara, pero por mucho que nos pese -y créanme, personalmente lo siento de veras- Baltasar Garzón no puede seguir ejerciendo como juez. Las personas admirables, de vez en cuando, también se equivocan.

MARIO J. HURTADO

3 de febrero de 2012

  • 3.2.12
O, dicho de otro modo, "lo semejante se cura con lo semejante". Esta es la premisa que el médico alemán Samuel Hahnemann usó para fundar la homeopatía, método terapéutico que se basa en que el mismo principio activo que causa la enfermedad, es el que la remedia. Eso sí, mediante la administración al paciente de dosis prácticamente infinitesimales. Curiosamente, nuestro sistema nacional de Salud no incluye la homeopatía entre sus coberturas, al contrario que otros países europeos como Francia, por ejemplo.

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Sirva este párrafo para introducir la idea fundamental de este artículo de hoy, aplicada a la situación económica actual y su más que difícil solución. Ahora resulta que todo el mundo se ha vuelto homeópata –económicamente hablando-; se extiende la peligrosa opinión de que es necesario un estímulo de tipo keynesiano: más gasto público y un nuevo incremento del déficit, o sea. Por lo tanto, queremos aplicar como remedio el principal factor que provocó la crisis: homeopatía económica, vaya.

La gran mayoría de la población achaca la causa de la crisis a dos agentes: los bancos y los mercados. No insistiré mucho más en lo parcialmente erróneo de esta tesis –ya está más que explicado en otros escritos- y me quedaré con decir que, efectivamente, la contribución del sistema financiero al problema ha sido definitiva, mas no la única ni la principal.

A ver si nos aclaramos: gastarse millonadas de euros en puertos, aeropuertos, Palacios de Congresos, carreteras sin tráfico, centros de Recepción e Interpretación del Espárrago y demás caprichos de nuestros simpáticos gobernantes -¿alguien vota a un antipático, excepción hecha de Rajoy y porque la cosa no podía aguantar más?- no sólo ha provocado un agujero enorme en la estructura económica del Estado (entendiendo "estructura económica" como "Cuenta de Resultados").

Además, la falta de liquidez efectiva de las Administraciones ha causado una deuda pública que, sin ser excesiva, parece no ser razonable para un país como España, dadas la dificultad estructural para crear emprendedores de nuestro país y la consiguiente traba para la creación de empleo –óigame, justo los dos principales proveedores de recaudación impositiva de un país: trabajadores y empresas-.

Está claro que la existencia de estos dos desequilibrios causa, a su vez, lo que los economistas llamamos "efecto expulsión", y en este caso –además- por duplicado. Por un lado, todo recurso público –dinero, al fin y al cabo- dedicado a un gasto ornamental de este tipo –esto es como en las familias, si mi vecino se ha comprado un televisor de plasma de 40 pulgadas, yo quiero uno de 43 y ya lo pagaré como pueda-, resulta que ese dinero no se puede dedicar a lo realmente importante en España, llámese mejora de la Sanidad, de la Educación –ya saben mi opinión respecto a la hipermejorabilidad (vaya palabro) del sistema educativo- o de la Justicia.

Por otro lado, la deuda, especialmente la financiada gracias a productos de activo de las entidades financieras, origina una escasez de recursos financieros que los bancos podrían inyectar al sector privado, necesitado de financiación a corto plazo tanto como una rosa que creciera en mitad del desierto necesita el agua fresca.

Quiero decir que, si bien es cierto que los bancos han restringido el flujo de crédito a la economía privada, esto se debe, por un lado, al temor al impago, evidentemente; pero parte fundamental del problema es que no tienen más recursos que prestar, porque ya se lo han prestado al Ayuntamiento, Mancomunidad o Diputación de turno.

Así las cosas, no parece por lo tanto muy recomendable aplicar recetas keynesianas para arreglar el destrozo justo ahora. Máxime si consideramos que un presupuesto público en cualquier Administración española, hoy por hoy, no compromete al gobernante para nada. Me explico: si el presupuesto dice "máximo de gasto 1.000", raro es que el político gaste menos de 1.200

La única esperanza que nos queda es que, si finamente se acepta esta tesis que inunda Europa a la misma velocidad que los éxitos horteras de la MTV -me refiero a la cadena musical no a la de Amadeo, obviamente-, su ejecución se haga efectivamente de manera homeopática: dosis infinitesimales, esto es, muy pequeñas y previamente seleccionando su destino y aplicación, de modo que la eficiencia y rentabilidad de ese gasto se conviertan, sin duda alguna, en nuevas empresas y nuevos trabajadores.

MARIO J. HURTADO

27 de enero de 2012

  • 27.1.12
El pueblo está revolucionado, indignado y harto. El pueblo mira la televisión y protesta; toma el café en el bar y critica; sale a la calle y grita. El pueblo no entiende esta manera de impartir Justicia que, según su opinión, libra a asesinos confesos y perdona a políticos corruptos. El pueblo, como en tantas otras cosas, sencillamente no entiende nada.

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El pueblo es todo nervio, corazón y sentimiento. La frialdad de la razón se la deja a lo que llama "expertos", hasta que el veredicto de éstos no coincide con el suyo; en ese momento los expertos pasan a llamarse, en el mejor de los casos, "inútiles". Si por el pueblo fuera, las cosas serían radicalmente diferentes.

Si el pueblo impartiera la justicia según su inapelable criterio, Miguel Carcaño y sus amigos ya estarían condenados, fusilados y probablemente quemados en una monumental pira en la Plaza Mayor.

No importa si la sentencia condena a Carcaño sólo porque el muy canalla -y gilipollas- confesó que él mató a Marta. No importa que las acusaciones contra los demás chivatos del caso -en el egabrense sentido del término, esto es, "niñato"- sean un "tu palabra contra la mía", ni que la sentencia, según los entendidos en materia jurisdiccional, sea impecable en su aplicación de la Ley.

La justicia popular se ha pronunciado sin equívoco posible: son culpables y, como tales, deben estar en la cárcel hasta que se pudran, ya que no podemos lapidarlos públicamente para saciar nuestra ansia de violencia e ira.

La justicia popular condena sin remedio también a los políticos corruptos, salvo si son votados por mayorías aplastantes. Mientras el resto de España hubiera colgado a Camps de la misma cuerda que sirve para colgar la mascletá, en Valencia organizan pelotones de defensa a capa y espada. Y todo ello incluso antes de celebrarse juicio ni dictarse sentencia: para el pueblo no existen ni la presunción de inocencia ni el in dubio, pro reo.

Se puede discutir –y se debe- si el ordenamiento jurídico español es en exceso garantista. En este sentido, hay que decir que el mencionado principio de someter la carga de la prueba a los acusadores, en lugar de a los acusados, no funciona bien ni siempre.

Que se lo digan, si no, a ese joven que salió anteayer en las noticias y que ha estado durante cinco meses en la cárcel por una denuncia por violación que resultó ser falsa. Es decir, en unas ocasiones por exceso, en otras muchas por defecto, resulta que o nos pasamos o no llegamos. Si alguien entiende que esto es justicia, que se lo haga mirar.

El pueblo, de todas formas, tiene el derecho a formar su opinión y a expresarla, ya sea en la calle, en los bares, en las radios o en las urnas. Pero, seamos sinceros, el pueblo no puede repartir la Justicia.

Si el pueblo estuviera bien formado e informado, hablaríamos. Pero un pueblo que condena a un tipo sin prueba alguna mientras absuelve a un bailaor guapete o a un torero borracho –ambos homicidas- no puede, en bien de Justicia, dictar sentencia alguna.
MARIO J. HURTADO

19 de enero de 2012

  • 19.1.12
Que sí, que ya lo sé. Que ya me avisaron repetidas veces durante la campaña, la precampaña y la poscampaña. Que esta gente tenía intenciones ocultas, que todo el mundo las sabía menos yo. Que nos estaban engañando. Vale. Pero, aun así, prefiero a estos que a los otros, qué quieren que les diga.

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Decía ayer Vicente Vallés –magnífico periodista- en el programa –magnífico programa- La Brújula de Onda Cero –con el magnífico Carlos Alsina como director-, que en este país realmente no importa ni la verdad ni que las cosas se hagan bien. Lo importante es que ganen "los míos".

Bueno, no es mi caso, aunque reconozco, como les decía, que prefiero a estos presuntos embusteros del PP que a los demostradamente canallas gobernantes del PSOE. Lo que no implica necesariamente, como es obvio, que vaya a defender todas las medidas que adopte este Gobierno.

Primero fue la subida del IRPF. Ahora, Rajoy –el que era "previsible": menudo chasco para los expertos sabios de la cosa política- salta defendiendo la archidesconocida tasa Tobin. Alucina, vecina.

Para empezar, habríamos de hacer una matización de la susodicha tasa. Realmente ahora la llaman "tasa sobre las transacciones financieras", para diferenciar este sucedáneo del original.

Para que usted lo sepa, la verdadera tasa Tobin, propuesta por el premio Nobel de Economía de 1981, es un recargo sobre la compraventa de divisas. Es decir, si usted tiene que comprar dólares para viajar a Estados Unidos, le cargan en torno al 0,1 por ciento en concepto de tasa. No es que sea mucho dinero para usted, pero para un país entero sí que lo es. Unos 700.000 millones de dólares anuales, centavo arriba o abajo.

La justificación de este recargo se debe a que, según James Tobin –un economista claramente orientado al keynesianismo y al intervencionismo- el mercado de divisas está excesivamente engrasado, de modo que favorece la especulación y, como consecuencia, la posibilidad de generar situaciones como la que se ha producido en los últimos años contra el Enemigo Único del mundo: el euro.

En palabras del propio Tobin, se trataba de "echar arena al mecanismo". Argüía el premio Nobel que la recaudación de esta tasa serviría, en primer lugar –como toda medida intervencionista- para estabilizar las economías. Además, con la recaudación obtenida se podría mejorar, según el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo, multitud de carencias de los países pobres; así, la malnutrición, la educación o la sanidad en los países del Tercer Mundo serían los objetivos prioritarios de la recaudación de la tasa.

Claro, en estas afirmaciones se contienen claramente tanto el beneficio como el perjuicio del impuesto. Es como si usted se saliera a propósito de casa en medio de un enorme chaparrón para poder tomarse un Frenadol calentito.

Resulta que gravar los cambios de divisas perjudica, sobre todo, a los países que más dependen del comercio exterior. Y resulta que la gran mayoría de países pobres y en vías de desarrollo dependen básicamente del comercio exterior para su supervivencia. Por lo tanto, los mayores perjudicados son estos, los países pobres. Conclusión: creamos un problema y luego lo arreglamos. Y digo yo: ¿no sería mejor ni siquiera crear el problema?

Lo peor de la tasa sobre las transacciones financieras que nos propone la UE y apoya el presidente Rajoy es que, además, no especifica el concepto "transacciones financieras".

A ver, si usted hace una transferencia para pagar ese iPad que le han traído los Reyes Magos, está ejecutando una transacción financiera. Si usted traspasa 1.000 euritos de la cuenta de sus caprichitos a la de pagar la hipoteca, está ejecutando una transacción financiera. ¿De verdad cree usted que su banco se va a comer con papas el coste de la tasa? Despierte, mi querido amigo, y dése cuenta de que ese precio se lo va a recargar a usted inmediatamente. Lo que, a gran escala, significa una reducción masiva de transacciones financieras.

Como quiera que los mercados financieros no solo negocian los cambios de divisas necesarios para realizar el comercio exterior –si una empresa española compra mercancía a una empresa estadounidense, necesariamente le ha de pagar en dólares, por lo que tendrá que comprar esos dólares- sino que además crean riqueza basada en plusvalías sobre los valores negociables –todo lo artificial que usted quiera, pero riqueza al fin y al cabo-, tendremos una nueva causa para la contracción de las economías. Más recesión, o sea.

No sé, de verdad, en qué piensa Rajoy cuando apoya esta endiablada tasa. Dicen los mentideros que pretende asegurar a un español en el Comité Ejecutivo del Banco Central Europeo, ahora que González de Páramo debe cesar en su cargo. Me parece excesivo tanto daño a una economía mundial bastante perjudicada ya, para obtener tan poco premio. En fin. Me quedo pasmado. Señor presidente, haga el favor de quitarme el pasmo.
MARIO J. HURTADO

6 de enero de 2012

  • 6.1.12
Pues sí, vaya chasco. Tanto tiempo esperando un cambio, una nueva forma de hacer política económica, un verdadero viento fresco, y resulta que a las primeras de cambio, van Rajoy y Montoro y nos suben el IRPF. O sea, para este viaje, no hacían falta estas alforjas.

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No es para nada secreto que mi apoyo en las últimas elecciones fue para el programa económico del Partido Popular, por lo que posiblemente estoy lo suficientemente legitimado para rajar de esta, a priori, enorme traición.

De hecho, he defendido constantemente en este espacio público que una de las necesidades del empresariado español es, precisamente, la reducción de las cargas fiscales y laborales que soporta. Es obvio, por tanto, que esta primera medida del Gobierno Rajoy no me guste ni un pelo.

Otra cosa es que las razones que llevan a Cristóbal Montoro a encarecer nuestra contribución fiscal puedan tener o no justificación, cuestión que trataré de dilucidar a continuación.

Partimos de una premisa esencial: las cuentas del Estado están muy mal. Peor, incluso, de lo que parecían esperar los nuevos inquilinos del banco azul del Congreso. Aun así, hubiera sido más decente advertir a los españoles en la campaña electoral de que algunos de los sacrificios pasarían por agujerear nuestros bolsillos un poco más. Mal empieza el presidente Rajoy: dando la sensación de que nos ha mentido, de que Rubalcaba tenía razón y de que existe un programa oculto cuyo lema es "putear al españolito".

Desde luego, de lo que sí estoy convencido es de que, a pesar de la premura con que se ha tomado la decisión, al nuevo ministro de Hacienda le ha costado al menos media úlcera de estómago. Montoro es conocido -especialmente en el mundo académico- por su aversión a los impuestos o, más bien, por su incondicional apego a la Curva de Laffer, aquella que relaciona tipos de gravamen crecientes con recaudaciones impositivas decrecientes (a partir de un porcentaje de gravamen determinado).

Si alguien en España es contrario a subir los impuestos -excepción hecha del profesor Carlos Rodríguez Braun- ese es Cristobal Montoro. Lo que dice algo de la extrema urgencia de las cuentas públicas .

Otro aspecto criticable de esta primera tanda de palos, en mi opinión, es el escaso recorte que se hace de algunos gastos. Recortar un 20 por ciento las subvenciones a partidos políticos, sindicatos y organizaciones empresariales parece más un gesto de cara a la galería, un "mirad que empezamos por nosotros mismos", que una manifestación real de intenciones.

Supongo -por buscarle razones, aunque ni a mí me suenan convincentes- que necesitan más tiempo para aclarar cuánto quitar de aquí y de allá, qué empresas públicas liquidar y qué subvenciones a chorradas eliminar.

Sin embargo, una vez expuesto mi descontento con esta primera subida, no me queda más remedio que reconocer que el instrumento utilizado y la gradación de los aumentos son notablemente acertados. Dentro de lo malo, al menos no escogieron lo peor -ojo, lo que no descarta que lo hagan a corto plazo-.

Subir el IRPF implica ordeñar ls pocas vacas que quedan con algo de leche: gente con trabajo o pequeñas empresas que aún generan beneficios. A quien no se le puede pedir más esfuerzo es a los parados y a la población no activa, y por eso el Gobierno no ha tocado el IVA -insisto, lo tocarán en cuanto la actividad repunte lo más mínimo-. O sea, que no habiendo más remedio que fastidiar a alguien, al menos han fastidiado a quien todavía percibe ingresos.

Por otra parte, la gradación de la subida hace del IRPF un impuesto más progresivo. Los aumentos van desde el 0,75 por ciento para las rentas inferiores hasta el 7 por ciento para las superiores a 300.000 euros anuales.

No se dejen confundir por aquellos que dicen maliciosamente que la subida la pagarán aquellos que ganan menos de 53.000 euros: esto sólo es cierto si se tiene en cuenta la recaudación en términos absolutos, por la sencilla razón de que son muchos más contribuyentes los que ganan menos de esa cifra que los que ganan más.

O sea, el mundo al revés. Un Gobierno de supuesto corte liberal que lo primero que hsce es subir impuestos y, además, haciendo pagar más a los que más ganan. Lo que se supone que debería hacer un Ejecutivo de corte socialdemócrata, vaya. No es de extrañar, entonces, que la oposición de izquierda esté que trina. Lo que resulta, por cierto, tan lamentable como poco creíble.

En fin, esperemos equivocarnos y que este Gobierno, finalmente, acierte incluso cuando se equivoca. Si es así, al menos algo habrá cambiado realmente: los otros no acertaban ni equivocándose.

MARIO J. HURTADO

30 de diciembre de 2011

  • 30.12.11
Durante las últimas semanas, multitud de acontecimientos han puesto de relieve el debate sobre la utilidad y eficacia de la institución monárquica en España. Lejos de querer reavivar la discusión entre monarquía y república, sí quisiera esbozar en estas líneas las razones por las que me parece injustificada esta especie de campaña en contra de la figura de Don Juan Carlos.

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Al igual que yo, seguramente ustedes han leído y escuchado comentarios y argumentos de todos los colores, incluyendo algunos bastante radicales. Como esos que arguyen que los casi ocho millones y medio de euros que el Presupuesto del Estado asigna a la Casa Real son dineros tirados, dádivas sin sentido que se otorgan a una institución trasnochada, parásita e inútil.

Todo ello se suele complementar con el equívoco argumento de que a un hipotético presidente de República lo elige el pueblo, mientras que al Rey lo eligió un dictador. Equívoco, digo, por las dos partes: al presidente no lo elegiría el pueblo, sino el partido, y al Rey lo eligió el pueblo en el momento en que votó a favor de una reforma política y una Constitución que consagra la Monarquía Parlamentaria como forma política del Estado.

Como digo, creo que esos euros que conforman la asignación económica a la Casa Real no son, en ningún modo, dinero tirado a la basura. Tampoco creo que los integrantes de la Familia Real sean vagos ni parásitos: realmente no me gustaría estar en el pellejo de Don Felipe ni ahora -eso de representar al país en actos diversos requiere un esfuerzo de estudio y de actualización permanentes que no todos son capaces de afrontar- ni en el momento en que tenga que suceder a su padre. Es más, creo que la labor de Don Juan Carlos y Doña Sofía debiera merecer algo más de respeto y apreciación de lo que reciben en este desmemoriado país.

Lo quieran o no reconocer los detractores del monarca, a él -y a Adolfo Suárez- se debe que hoy podamos celebrar elecciones libres; que disfrutemos -aunque a veces deberíamos decir "padezcamos"- un sistema más o menos democrático; si no fuera por su empeño, y por la jugada jurídico-legal que diseñaran para él Suárez y Fernández-Miranda para jubilar las Leyes Fundamentales del Estado franquista y convertirlas en una Ley para la Reforma Política y en la Constitución Española de 1978, sencillamente España no sería hoy como es.

El joven Rey tuvo claro, desde el principio, que el país necesitaba ese cambio, la llegada de la soberanía real del pueblo, y así se esforzó por conseguirla sin grandes traumas, revoluciones ni alzamientos militares.

Precisamente en este sentido, ninguno de estos anti-monarquía parece recordar que el tragicómico intento de golpe de febrero de 1981 fue parado, desautorizado y desmantelado por el mismo Rey, a pesar de la crítica situación que se vivía en esos momentos en el país.

Pero, más allá de todas estas cosas conocidas, tampoco parece nadie recordar otras como la intervención del entonces Príncipe de Asturias allá por los principios de la década de los setenta, cuando en medio de una inmensa crisis petrolera, usó su influencia con el Rey de Arabia Saudí para que el crudo siguiera llegando regularmente a España. O cuando tapó la boca al imprentable gorila rojo -Hugo Chávez- en la Cumbre Iberoamericana con el famoso "¿Por qué no te callas?".

En fin, opiniones habrá para todos los gustos -y casi todas serán respetables- pero personalmente opino que deberíamos ser más agradecidos con este hombre. Y puestos a escoger, cuando Don Juan Carlos deba dejar la Corona en manos de su hijo, seguiré prefieriendo a un tipo de mi edad que tiene varias carreras y un montón de experiencia en relaciones internacionales que a cualquier profesional de la política elegido por las bases de un partido político cuyo objetivo fundamental es la captación de votos. Es decir, el poder.

MARIO J. HURTADO

22 de diciembre de 2011

  • 22.12.11
En el momento de escribir esta columna, hace escasamente veinte minutos que Mariano Rajoy ha jurado su cargo como presidente del Gobierno de España. Como siempre sucede en estos casos, hay una parte de la población que está satisfecha, otra parte totalmente indiferente y unos cuantos con cierto grado de decepción o cabreo.

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El caso es que, siendo objetivo, la noticia es, sin duda alguna, una buena noticia. Principalmente porque la noticia consiste en que España ya tiene, por fin, un presidente de Gobierno. En condiciones normales, la noticia sería el cambio de uno por otro, pero en las circunstancias actuales, por más que desde las filas socialistas se empeñen en decir lo contrario, la ausencia total de una figura que ejerciera de líder del país ha sido la nota destacada, y por ello el nombramiento de Rajoy constituye, por sí sola, la condición necesaria -pero no suficiente- para el comienzo de la recuperación.

Aunque el mismo Rajoy ha tenido palabras amables para Zapatero -quizá en exceso-, lo cierto y verdad es que el ya expresidente no podrá presumir ni de eficacia en la gestión, ni de acierto en la filosofía general de su mandato.

Desacertado en general y especialmente desastroso en el terreno económico, no pasará a la Historia como uno de los grandes líderes de este país, sino más bien como un nefasto encantador de serpientes que puso en riesgo la convivencia de España como sociedad democrática y su credibilidad como potencia económica.

En su favor sólo cabe decir que intentó -eso sí, haciendo de tripas corazón- rectificar un rumbo expansivo equivocado, basado probablemente es sus conocimientos obtenidos a lo largo de "dos tardes" de clases con el exministro Sevilla.

En cualquier caso: buena, mala o peor, Zapatero ya es Historia. Tenemos un nuevo presidente que a algunos caerá mejor y a otros peor, pero del que no cabe duda acerca de su sensatez, seriedad y prudencia, virtudes de un gobernante que hemos echado muy de menos durante los últimos siete años.

¿Ambigüedad? Probablemente sí, dado que lo primero que hace un recién llegado es intentar sembrar esperanza, confianza e ilusión, y las medidas que deberá adoptar este Gobierno ni serán fáciles, ni por lo tanto agradables al gran público.

Mariano Rajoy tiene ante sí el mayor reto de la historia democrática española. Más complicado aún, a mi modesto entender, que el de Adolfo Suárez, quien a pesar de todo contó con las enormes ganas de democracia que tenían todos los partidos, incluyendo a quienes podrían habérselo puesto más complicado: socialistas y comunistas.

El reto ahora es distinto: generaciones enteras han vivido bajo el paraguas de la democracia, y por tanto de la supremacía de los derechos sobre los deberes. Convencer a una población entera de que es necesario hincar los codos, doblar los riñones y estrujarse las neuronas hasta la jaqueca para sacar esto adelante va a ser mucho más complicado, ahora que ya todos conocíamos la parte buena y fácil de la vida.

Deseo lo mejor para el presidente Rajoy. Pero no porque me caiga mejor o peor, o porque crea que es una buena persona o un buen gestor. Lo deseo porque si a Rajoy le va bien, querrá decir que a España le va bien, o sea que a todos nosotros nos va bien.

Confío -hasta cierto punto, porque con los políticos nunca se sabe- en que él y su equipo sabrán adoptar las medidas necesarias para que España, por fin, despierte de su letargo y de su miedo.

Por último, no quisiera finalizar esta columna semanal sin hacer una mención breve a la Fiesta que celebraremos, si Dios quiere, el próximo domingo. Sólo para hacer extensiva mi felicitación y mis mejores deseos a todos aquellos que, desde una posición u otra, desde el afecto intelectual o desde la crítica, siguen a este apóstata y su Diario semanalmente. A todos, sin excepción, Feliz Navidad.

MARIO J. HURTADO

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