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Mostrando entradas con la etiqueta Demasiado humano [Jesús C. Álvarez]. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Demasiado humano [Jesús C. Álvarez]. Mostrar todas las entradas

24 de septiembre de 2014

  • 24.9.14
En un instante de lucidez espontánea, el chico que protagoniza Boyhood reflexiona acerca de la fluidez del tiempo y, por tanto de la vida, como si de un momento elástico, un ahora infinito se tratase. Las vivencias, los traumas y las cotidianeidades se solapan, sin etapas, sin cambios de ritmo, sin pausa, tan sólo un devenir inexorable. Como la película Linklater, donde hasta las elipsis parecen no existir.

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Algo similar parece ocurrir con la historia del ser humano en su conjunto. No es que estemos retrocendiendo una y otra vez a los mismos escollos del pasado, es que, sencillamente, no estamos avanzando. Aunque todo parece haber cambiado, seguimos instalados en un mismo ahora, en medio de la corriente de un rio que no tiene fin.

Y ese río no es más que la naturaleza salvaje que nos acoge e impone su techo de cristal, su margen impenetrable. Cómo cambiar si el lobo acecha, si la ignorancia no puede ser combatida por la razón, si las cicatrices no sanan con el tiempo.

Quizás por ello seguimos enarbolando banderas y asesinando en su nombre a la vez que se forjan identidades ficticias para justificar la barbarie. Porque en la diferencia parece hallarse el confort, la libertad. Como en aquel episodio de South Park en el que, en un hipotético mundo sin religiones, la guerra se libra entre la Liga Atea Unida y la Liga Atea Unificada.

Me causan pavor las banderas, los himnos, los símbolos y la Historia. Porque todos acaban en sangre, en incomprensión, odio y frustración. Son esa piedra perpetua ligada al tropiezo nunca previsto; la pendiente que no da respiro a la rueda.

Y así seguimos remando en direcciones opuestas, encaramados en los troncos astillados de una balsa deshecha, cada uno con su patrón y sin timón. Pero en el fondo de cada náufrago, una misma pregunta latente, que apenas despunta entre el fragor de las palabras y los ideales, como la llama de una vela en una tempestad; ¿de qué sirve tanta independencia, tanta identidad y tanto orgullo cuando todos somos uno y uno somos todos en este ahora sin sentido que nunca cesa?

JESÚS C. ÁLVAREZ

10 de septiembre de 2014

  • 10.9.14
El valor de un héroe o de una heroína se mide en función de la temeridad de sus actos ante la consideración del resto de mortales. Es decir, cuando la mayoría reconoce que no haría algo por cualquier tipo de razón, aunque ese fuese su deseo o así le instase su moral, aquel que realmente lo hace es recompensado con la admiración y el respeto de los demás.

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Hace unos días, el bombero de A Coruña que hace algo más de un año devino en símbolo de la lucha social contra los desahucios al negarse a abrir el portal de la casa de una anciana de 85 años que iba a ser desalojada, se presentó ante los juzgados de su ciudad, flanqueado por numerosos vecinos, amigos y periodistas, para recurrir la sanción administrativa de 600 euros que le fue impuesta por "desorden público".

El bombero aseguraba que lo volvería a hacer, al considerar que entre las funciones del Cuerpo de Bomberos no está la de servir de brazo ejecutor de los bancos. Una perspectiva más que sensata. No obstante, si este hombre apareció en telediarios, tuits y muros de Facebook en aquel momento y ahora una vez más, es precisamente porque esa posición tan obvia no es defendida por el resto.

Y no hablamos del colectivo de bomberos en concreto. Basta con imaginar una situación similar y preguntarnos si estaríamos dispuestos a subvertir el rol social que desempeñamos. Como el empleado del banco que decreta el desahucio, el juez que ratifica la orden, el policía local que acordona la zona, el cerrajero que acude a abrir la puerta, o hasta el que hace las fotocopias del caso.

No vale ser ingenuo, o hipócrita. Cada uno lleva su propio uniforme. Algunos con orgullo, otros con resignación, incluso a algunos otros parece que se les adhiere demasiado a la piel y ya casi dejar de ser eso, un uniforme. Porque más tarde, cuando se llega a casa, es conveniente desprenderse de él, para que la suciedad no nos alcance la piel.

La vida así no es tan difícil. Al menos si no cuestionas cada una de las acciones que conlleva tu rol social. Puedes estar de acuerdo con él, o aceptarlo sin más, o por el contrario convivir con una tensión latente que vaya horadando tu propia consideración personal. Pero subvertirlo... sólo está al alcance de los héroes y de las heroínas.

Por ello, les aplaudimos cuando van al juzgado por no hacer lo que otro bombero probablemente hizo algunos minutos después, o cuando aceptan todo tipo de crueldades por defender sus derechos y los de los demás, o cuando, en definitiva, anteponen unos ideales al calor reconfortante del uniforme.

JESÚS C. ÁLVAREZ

23 de julio de 2014

  • 23.7.14
El terror de la guerra hace tiempo que se filtra en los hogares de medio mundo como una sinfonía indolente entremezclada con resultados deportivos, pasarelas de moda y escándalos domésticos. Alzas la mirada del plato, contemplas por un momento las imágenes de la destrucción, de los muertos, tuerces el gesto, y continuas a lo tuyo.

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La empatía es un recurso humano en declive. En la medida en que devenimos en espectadores, nuestra capacidad de ser conmovidos languidece a la luz de nuestra incapacidad para cambiar la realidad. Esa es la auténtica actitud posmoderna; si no tengo poder directo sobre algo, por qué me voy a preocupar sobre ello.

Cada verano asistimos a la dosis anual de tragedia palestina sin dudar que el año próximo volverá a repertirse, con más bombardeos, más niños, y mujeres, y hombres muertos. Sin salida. Nos lamentamos fugazmente, quizás incluso maldecimos al otro bando, o la impertérrita pasividad de la comunidad internacional, si acaso existe tal cosa, para después seguir con nuestras vacaciones.

La guerra parece tan lejana... Como si fuese de otro mundo. Un mundo paralelo al nuestro, con fronteras bien fijadas, infranqueables. Sabemos que ya todo es global, que el dinero, las mercancías y las personas fluyen sin restricción alrededor del globo, pero no la guerra. Los disparos, los misiles, las bombas quedan al otro lado de la mampara, más allá del LCD de nuestras televisiones.

Hasta que llega un día en que un avión comercial con más de 200 personas es abatido sin razón alguna a su paso por una zona en conflicto, y todo el terror y el sinsentido penetra en este mundo con la virulencia de lo inesperado.

Piensas en todas esas familias y parejas que viajaban a Bali o cualquier otra isla paradisíaca de Malasia para pasar sus vacaciones a la sombra de una palmera, o en los investigadores y científicos que iban a reunirse en un congreso internacional sobre el SIDA, o en los propios trabajadores de la aerolínea, y entonces aflora la empatía.

La destrucción del avión procedente de Holanda es una de las fatalidades más espeluznantes que se recuerdan. Esas muertes anónimas no estaban en la ratonera de Gaza, ni en una ciudad asediada del este de Ucrania, ni siquiera en un lugar colindante.

Eran simples turistas y empleados que pasaban por alli, concretamente por el cielo, rumbo a un sitio muy diferente, como otros tantos millones de personas que viajarán en avión durante las vacaciones de verano.

La guerra es una realidad impredecible, no se puede controlar, ni aislar, ni obviar. Golpea, hiere y asesina sin discriminar, contra todo aquello que encuentre a su paso, sin razones, sin excusas. No se libra en otro universo paralelo, sino aquí, entre nosotros, tan cerca que ni siquiera queremos verlo.

JESÚS C. ÁLVAREZ

11 de junio de 2014

  • 11.6.14
La democracia ha sido tantas veces disfrazada a lo largo de la historia que ya ni siquiera está muy claro lo que hay debajo de tanta tramoya. Apenas unos vagos ideales y muchas capas de populismo barato. Tanto es así que, al parecer, precisa de ciertos elementos, a priori incompatibles, para su mera supervivencia.

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Bombas nucleares, redes de espionaje, partidos políticos corruptos, mercados financieros autónomos, dictaduras, dependencia alimentaria global, políticas antiterroristas, vallas con concertinas, recortes sociales... Todo ello invocado para salvaguardar el orden, la unidad y el Estado de Derecho, que es la letanía que cada buen demócrata debe repetir con solemnidad ante el menor atisbo de duda en sus actos.

En España, desde hace casi cuarenta años, incorporamos a la lista de desvaríos un elemento esencial más para sostener un régimen democrático que prácticamente nunca antes había existido. Y, atención a la paradoja, este no era otro que la monarquía, la institución ancestral que, precisamente, había atropellado en numerosas ocasiones cualquier tentativa de apertura y progreso en la nación.

Es decir, que para que la ciudadanía española tuviese la oportunidad de manifestarse libremente, de acudir a las urnas, de expresar sus opiniones o de estar amparada por un sistema lo más justo y equitativo posible, era preciso que el jefe del Estado fuese un señor cuya principal valía era ser primogénito (masculino) de otro señor que, a su vez, era descendiente de otro hombre que... y así hasta remontarnos hasta los orígenes inciertos de una familia que un día se hizo llamar "Real".

Dejando a un lado las consecuencias manifiestas de siglos de endogamia autoexigida, y del hecho de que además fuese investido por un dictador zoquete en un alarde de "responsabilidad" histórica, las virtudes de Juan Carlos I parecían limitarse a su supuesta capacidad para aglutinar el sentir patriótico de una mayoría de españoles. En resumen, que sin rey, el país estaba abocado a una lucha fraticida en la que se sublimarían décadas de odio y sed de venganza.

Quizás no fuese errónea la interpretación, sin embargo, cuesta creer que toda nuestra democracia haya dependido de la figura simbólica de un monarca más preocupado en cacerías (de todo tipo), comisiones y camaraderías con gente despreciable. Cuarenta años después, surge el debate (de hecho, lo hace por primera vez) y se esgrimen idénticos argumentos por la misma casta que se siente incapaz de regir democráticamente el país.

No se trata de si el príncipe Felipe esté preparado o no para desempeñar el cargo de rey de España, sino de si España está preparada al fin para gobernarse a sí misma, con autonomía, libertad y madurez democrática, sin necesidad de instituciones heredadas de otro tiempo. En el caso de que no exista tal confianza, pongamos entonces al rey, a dios, a Florentino Pérez o al vellocino de oro para que nos una, aunque sigamos sin saber quiénes somos o adónde vamos.

JESÚS C. ÁLVAREZ

28 de mayo de 2014

  • 28.5.14
Todos estaremos de acuerdo en que el nivel de la mayoría de líderes políticos que han centrado la atención en las pasadas elecciones europeas ha sido, cuando menos, cuestionable. Se han visto obligados a desfilar por platós de televisión, emisoras de radio, mercados de barrio y mitines multitudinarios expuestos permanentemente a su propia mediocridad, o lo que es lo mismo, a meter la pata con cada discurso sin ideas.

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Es uno de los inconvenientes de la política. Pueden subirse el sueldo, acumular cargos públicos, decretar leyes acordes a sus intereses, coartar a los medios de comunicación o construirse chalés donde les plazca. Sin embargo, aún no han encontrado la fórmula para ganar unas elecciones sin hacer el ridículo ante la ciudadanía. Tiempo al tiempo.

En cierto modo, podríamos decir que la sobreexposición de los políticos y sus miserias electoralistas terminan por contaminar al propio concepto de democracia. Es decir, si más de la mitad de los españoles deciden no ir a votar, significa que algo no funciona.

La tarea reside en averiguar si ese problema sustancial se debe exclusivamente al efecto desmoralizante de contemplar a un grupo de señores y señoras intentando dar soluciones a los atolladeros que ellos mismos han creado, o si por el contrario debemos asumir cierta culpa en la dejadez institucionalizada que es hoy día nuestro país.

Para ello, quizás sería conveniente desplazar el foco y realizar un ejercicio colectivo de introspección. No albergamos dudas de que nuestros representantes públicos carecen de crédito, pero ¿cuál es la confianza generada por la propia sociedad? ¿Están los votantes investidos de un mínimo de juicio crítico que les permita discernir entre los vendedores de humo y aquellos que trabajan por el interés común?

Vamos a visualizarlo. ¿Quiénes son los que votan? Los tertulianos de televisión, el que te roba la Wi-Fi y te niega el acceso, los espectadores de Sálvame, el vecino que no paga la comunidad, los cantantes de reggaeton, la señora que le hace el baile del mono a un jugador de fútbol, Urdangarín, los trolls virtuales o la gente que escribe en mayúsculas...

También vota el que decide taladrar una pared el domingo por la mañana, Paco Marhuenda, los presos de toda condición (aquí basta decir que se incluyen violadores, asesinos, pedófilos, neonazis o expresidentes de equipos de fútbol), los que tienen cuentas en Suiza, Rouco Varela, tronistas de Mujeres, Hombres y Viceversa, la gente que no escucha a los demás...

Todo ello sin olvidar a los que actualizan su estado de Facebook como si fuese un diario personal, los pijos, los que escriben con 'k', los homófobos, los nostálgicos de Franco, los que llaman a Sandro Rey (y no para cachondearse de él), los que se autolesionan para salir en Youtube, los que hablan por el móvil en el cine, las señoras que se cuelan en el autobús, los columnistas de ABC, Rajoy y Rubalcaba...

La lista se podría extender hasta el infinito, pero el objetivo de este artículo es arrancar una reflexión al lector, no provocarle una profunda depresión. La idea es que, mirando de puertas adentro quiénes integran esa amalgama heterogénea y difusa que llamamos "sociedad", nos percatemos de la complejidad inherente a todo régimen democrático y, más aún, la quimera que supone contar con unos representantes dignos a los que exigir un trabajo honesto cuando no existe una imagen clara de lo que ello significa.

JESÚS C. ÁLVAREZ


14 de mayo de 2014

  • 14.5.14
En vísperas de elecciones siempre me pregunto qué ocurriría si, en un alarde unánime de rebeldía, todos decidiésemos votar en blanco. Al fin y al cabo, el fanatismo partidista es cada vez más cosa de tertulianos y menos de la inmensa mayoría, que acude a las urnas (los que van) como al entierro de un pariente lejano, por compromiso y poco más.

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Saramago especulaba en el Ensayo sobre la lucidez que un comportamiento ciudadano como este sería visto por los gobernantes como una amenaza, un acto terrorista contra un Estado de Derecho que dejaría de ser tal, ya que no habría ciudadanos que lo sustentasen. Es la peculiaridad de la democracia, que aún siendo un sistema legitimador de las minorías tradicionales, siguen necesitando a la mayoría como coartada para ejercer el poder.

Aunque tampoco les hace falta que voten todos. En las elecciones europeas de 2009, tan sólo el 45 por ciento de los españoles participó en los comicios; de ellos, el 1,4 por ciento votó en blanco y el 0,6 por ciento lo hizo nulo.

El panorama no pinta mucho mejor en esta ocasión. Hasta las campañas parecen estar planteadas con cierta desgana; los candidatos se difuminan entre los colores corporativos de las banderolas, los discursos pasan a hurtadillas por los telediarios en plena temporada alta futbolística y ni siquiera se han currado un eslógan convincente de esos que motivan a los indecisos a celebrar "la fiesta de la democracia".

Puede que la abstención, además de irrelevante para el análisis posterior de medios de comunicación y políticos, sea una meta deseable para sus intereses. Pero esto no se consigue de un día para otro. Es preciso una campaña continuada de despropósitos para que todos terminemos por aborrecer el menor atisbo de manifestación política.

Al principio te enfurece la corrupción, los abusos de poder o la mediocridad generalizada, pero llega un momento en el que ya todo te da igual e, incluso, evitas cualquier discusión sobre política.

Hay que reconocer que la estrategia tiene cierto punto de genialidad. Podemos imaginar a los asesores de campaña aleccionando a sus clientes, recordándoles que cada vez que aparecen ante una cámara y suelta cualquier mamarrachada, la abstención electoral se eleva un uno por ciento. Da igual cuál sea el candidato, pues todos parecen haber sido seleccionados para eso, para ser despreciados.

Quizás por ello sea imprescindible acudir a votar. Por venganza. Por todos los discursos vacíos, las promesas incumplidas, los mitines ensayados, las portadas amañadas y las medallas a la virgen. Una venganza ciudadana en forma de voto en blanco. Y a esperar qué ocurre, a quién culpan, qué excusa inventan para negar lo innegable: que no queremos que nos representen, que no confiamos en ellos.

JESÚS C. ÁLVAREZ

30 de abril de 2014

  • 30.4.14
La maquiavélica jugada de Bart Simpson ha dado sus frutos. Unos cuantos rumores, algunas medias verdades, otros tantas llamadas al orgullo de clase, y un cloqueo en el momento justo son suficientes para provocar una encarnizada huelga de profesores.

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Una feliz noticia para cualquier niño normal. Menos para Lisa, que implora un tanto desquiciada a su madre que la califique, que la evalúe, que la clasifique, que la examine. Ella sabe que es buena, que es lista, pero necesita que alguien, aunque sea su madre, se lo recuerde y lo certifique en un trozo de papel para calmar la ansiedad de estar a solas con su propia inteligencia.

En realidad, todos somos un poco Lisa Simpson. No nos damos cuenta de lo bueno (o malo) que somos en algo hasta que alguien así lo reconoce. Ni siquiera importa que ese alguien carezca de la autoridad o el conocimiento suficiente para juzgar con rigor. Simplemente necesitamos oírlo, pues el ego, al contrario de lo que cabría pensar por su etimología, es una construcción social, una consecuencia de nuestra incapacidad para identificarnos a nosotros mismos.

Ejemplos para ilustrar esta teoría hay muchos. Tan sólo hace falta encender la televisión y observar el sinfín de programas basados en un mismo esquema argumental en el que un individuo se expone públicamente a la crítica de un jurado de expertos en la materia.

Da igual que esa materia tenga que ver con cantar, cocinar, bailar, tirarse a una piscina, perder peso o simplemente hacer el mamarracho. El patrón es el mismo; hay alguien que juzga y otro que es juzgado. Y todo ello en una atmósfera espectacular donde el procesado es ensalzado o humillado hasta la lágrima.

Es decir, si en el circo romano el pobre elegido se debía enfrentar a fieras salvajes para salvar la vida y de paso alcanzar la gloria, ahora el concursante debe sortear los criterios de aquellos que se sientan tras la mesa con caras fúnebres y así lograr su sueño de toda la vida, que, por cierto, parece el mismo para todos.

La televisión, mal que nos pese, es un espacio donde cristalizan buena parte de los impulsos sociales, como una multitudinaria sesión de psicoterapia a precio de saldo donde liberar, a través de la empatía, las frustraciones, inseguridades y taras que acumulamos en el debate introspectivo diario. De ahí su éxito irrebatible.

Pero no sólo la televisión cubre esa necesidad vital de juzgar y ser juzgado colectivamente. De hecho, todos los ámbitos de la vida social están impregnados por cierto tufillo sentencioso que dirime entre lo convencional y lo extraordinario, entre lo conveniente y lo perjudicial.

Desde la cháchara maliciosa de dos vecinas sobre los deslices de una tercera, hasta los premios y festivales de cualquier disciplina artística, pasando por el mismo sistema educativo, todo un talent show evolutivo en el que sólo una parte recibe el Tú sí que vales de rigor.

Y así volvemos a Lisa. Ella es feliz en el colegio, y lo seguirá siendo en el instituto y la universidad, al igual que un director de cine lo es cuando recibe un Oscar o un becario cuando le da una palmadita en el hombro su jefe que no le paga.

Pues ello da sentido a lo que hacemos en cada momento, nos define, clasifica y califica. Todos somos jueces implacables con los demás pero no acertamos a emitir veredicto de nuestros actos... Demasiados conflictos de intereses, demasiada implicación emocional. Mejor dejarle el marrón a otro.

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JESÚS C. ÁLVAREZ

16 de abril de 2014

  • 16.4.14
Tras recuperarse de su enésima operación de cadera (como dirían nuestras madres, "los excesos no pasan en balde"), el rey Juan Carlos ha tenido una agenda de actos muy apretada que lo ha llevado esta semana hasta Emiratos Árabes Unidos junto a una legión de ministros y empresarios españoles con los ojos inyectados en sangre y signos evidentes de hipersalivación ante tantas oportunidades de negocio en el harén del príncipe Al Nahyan.

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Juan Carlos cae bien en aquellas lejanas tierras, quizás porque eso de las monarquías suena ya un tanto a reliquias de tiempos más oscuros y son cada vez menos las que se mantienen sólidas en el mundo civilizado a pesar de cacerías, tramas de corrupción y líos de faldas. Los reyes y príncipes del Golfo Pérsico lo tienen más fácil; el petróleo emerge hasta de los lavabos y quien no es admirablemente rico ya tiene suficiente con sobrevivir en un desierto acristalado.

Resulta divertido imaginar una conversación de nuestro monarca con alguno de sus homólogos árabes, quejándose de la prensa, del yerno o de los tocapelotas que le dedican portadas en periódicos satíricos. Con lo fácil que sería colgar a más de uno y problema resuelto, como hacen en esos vergeles de lujo y ostentación cuando la cosa se tuerce. Los sueltan en el jardín y a practicar el tiro.

Igual hasta Juan Carlos tiene la oportunidad de hacer un blanco desde el porche, ya que le han sido vedadas las cacerías africanas o sus incursiones por los bosques rusos, ahora que su amigo Putin no tiene buena prensa. Incluso puede que maneje un arma made in Spain, de las muchas que exporta nuestro país a las democracias emergentes del Golfo.

Pero no seamos maledicientes. Bastante tiene la comitiva española con conseguir un buen puñado de contratos millonarios para acrecentar los ceros en sus respectivas cuentas suizas. Allí están los mandamases de ACS, Airbus, Ferrovial, Cepsa, FCC o Indra, convenientemente escoltados por los ministros de Industria, Exteriores, Defensa y Fomento. Al parecer, Rajoy estaba demasiado ocupado en continuar desaparecido, hasta que la cosa mejore.

Al fin y al cabo, está en juego el metro de Abu Dabi (qué sinsentido, como si los habitantes fuesen a desplazarse bajo tierra teniendo la limusina en la puerta de la mansión), un hospital (se rumorea que podría estar detrás el exconsejero de Sanidad de la Comunidad de Madrid. Risas), una refinería (¿más?), dos museos (para los jeques la Cultura es imprescindible) y la venta de unos cuantos barcos y aviones.

Todo sea por la marca España, aunque ninguno de nosotros vayamos a ver un céntimo o apenas un atisbo de tanta riqueza acumulada en manos de una oligarquía empresarial que se expande en el exterior y mengua al mismo ritmo en nuestro país.

El rey pronunció el lunes su discurso de rigor, y en inglés, para después marcharse a descansar al hotel que le tenía preparado su colega Al Nahyan. Se trata de un alojamiento de siete estrellas (sí, al parecer existen) con un coste de 15.000 euros la noche por suite y mayordomo incluido. Dicen que hasta el omeprazol tiene cobertura de oro puro, y las pastillas de la tensión las dispendia una señorita muy atractiva con sorbitos de champagne del bueno. Así sí se puede reinar.

Como dicen en aquellos lares, lo que pasa en Emiratos se queda en los Emiratos, por lo que Juan Carlos no debe temer otro portazo conyugal a su regreso que le devuelva el púrpura a su ojo real. Suficiente ha tenido con perderse la conmemoración de la República, su fiesta no oficial preferida, con la que sueña cada vez que viaja a los reinos de sus amigos árabes. Lo bien que iba a estar él las mil y una noche que le quedan...

JESÚS C. ÁLVAREZ

2 de abril de 2014

  • 2.4.14
Hace unos meses, un amigo que trabaja como sanitario para una compañía aseguradora me contaba con entusiasmo que le habían incrementado la jornada laboral, por lo que su situación financiera iba a ser un poco menos precaria de lo que ya era (y siempre había sido).

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Al parecer, el número de accidentes de tráfico se dispara en invierno a causa de la lluvia y, con ellos, los pacientes que acuden a rehabilitación y otros tratamientos médicos. Vamos, que en estos días, mi amigo va a tener que hacer unas cuantas horas extra para mayor gloria de su bolsillo.

No quiero dar a entender con esta anécdota que el personal sanitario, los equipos de emergencia, los floristas, los sepultureros o los periodistas celebren disimuladamente cada tragedia humana con un símbolo del dólar en la mirada, aunque su labor profesional esté ligada irremisiblemente a la cobertura de situaciones dramáticas. Al fin y al cabo, no es el interés personal el que justifica su ejercicio, sino el servicio social que prestan.

Lo que sí es moralmente reprobable, por el contrario, es el interés individual o colectivo en que ocurran hechos desdichados y que incluso se pongan los medios para que estos tengan lugar. Por ejemplo, nadie desea explícitamente una guerra, aunque es difícil negar que, al contrario de lo que reza el proverbio, sí que hay vencedores en cada una de ellas, además de un buen número de perdedores anónimos. Tan sólo basta echar un vistazo a la cabecera del Telediario para saber de qué estamos hablando:

Noticia 1: La crisis de Ucrania. Que se haya dado un golpe de estado violento contra un Gobierno legítimo aunque corrupto (sería útil calibrar el grado de corrupción de cada uno de los gobiernos europeos y si ello justifica su caída forzada) apoyado en fuerzas de la ultraderecha nacionalista (que ahora ocupan cargos públicos en nuevo gobierno "democrático") es, sin duda, una buena noticia para los intereses europeos y estadounidenses, que anhelan una anexión de Ucrania a la Unión y a la OTAN para, de paso, incordiar a la vecina Rusia en su área tradicional de influencia.

Por otro lado, la independiencia unilateral de Crimea supone un estímulo fundamental para que los índices de popularidad de Vladímir Putin escalen al mismo ritmo que la esperanza de recobrar el orgullo malherido del pueblo ruso. Como vemos, son varios los vencedores, aunque algunos más los perdedores, en concreto, el pueblo ucranio, sin hoja de ruta y en manos de un puñado de neonazis.

Noticia 2: Violencia en Venezuela. Da igual cuántas elecciones ganen Hugo Chávez primero y Nicolás Maduro después (cuenten y descubrirán que es el país con más comicios del mundo), pues la oposición siempre hallará razones para mantener la presión en la calle como preludio de un golpe de estado aún por llegar.

¿A quién le interesa una cambio de régimen en Venezuela? La lista es demasiado larga y podríamos terminar aseverando que a todos los que no son venezolanos (incluyendo a una parte de los mismos), desde Estados Unidos, que financia a la oligarquía opositora, hasta Repsol pasando por el grupo Planeta y el resto de empresas trasnacionales.

Noticia 3: Guerra civil siria. En realidad, este conflicto hace tiempo que perdió su actualidad, al igual que Irak, dada la violencia crónica que asola el país. Por un lado, el bando gubernamental apoyado por Irán en la última oportunidad de mantener un aliado en la zona; por otro, los rebeldes integrados en parte por yihadistas islámicos procedentes de las repúblicas del Golfo y financiados por Estados Unidos vía Arabia Saudí. A la espera de vencedores absolutos (sin contar la industria armamentística), son muchos los que pierden cada día su vida.

La guerra, la violencia, el sufrimiento del otro y la pobreza son un valor estratégico para muchos, cuando no un beneficio directo para sus cuentas bancarias, más allá de todo conflicto moral. Cómo solucionar, pues, los problemas de este mundo cuando son tantos los que se sirven de ellos.

JESÚS C. ÁLVAREZ

19 de marzo de 2014

  • 19.3.14
Llega un momento en que se agotan los circunloquios, los eufemismos y las metáforas sutiles. Es entonces cuando abres la tapa del portátil y empiezas a teclear como quien usa una ametralladora, disparando palabras al aire, contra todos, con la rabia desatada de quien se siente estafado y ya no tiene fuerzas de creer en nada.

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Hace dos años, muchos andaluces respiramos aliviados con la victoria pírrica del inefable Javier Arenas en su enésimo revés electoral en la región, y ello a pesar de que la figura gris y mediocre de José Antonio Griñán no era precisamente una alternativa cautivadora.

La esperanza, por el contrario, residía en el hipotético contrapoder que estaba llamado a ejercer Izquierda Unida, esa izquierda a la que hago referencia en el título (pues catalogar de ese modo al PSOE sería un atentado contra vuestra inteligencia), como llave de gobierno. O así, al menos, lo creímos algunos con una ingenuidad que ahora se desvela temeraria.

IU Andalucía decidió entrar a formar parte del nuevo Ejecutivo a pesar de la negativa de buena parte de las bases de la coalición (que ahora se organizan como pueden en su lógica desesperación), convirtiéndose así en un guiñol grotesco al servicio de un partido, el Socialista, corroído por la corrupción y con un proyecto político fracasado en Andalucía tras décadas de gobierno, y en España, donde la debacle electoral de noviembre de 2011 fue tan sólo una muestra de la pérdida de credibilidad ante la ciudadanía que aún hoy padece.

¿La contrapartida de esta monumental bajada de pantalones? Diego Valderas, un traidor con todas las letras, tal y como le recuerdan los muros de su pueblo natal, Bollulos par del Condado, pasó a ocupar ese doble cargo obtuso aunque bien remunerado de vicepresidente y consejero de Relaciones Institucionales, además de arañar otras dos consejerías, 16 delegaciones provinciales, seis secretarías generales, nueve direcciones generales y un número indeterminado de gerencias y cargos públicos para repartir entre el núcleo duro del aparato del partido.

Para cubrirse las espaldas, IU-CA y el PSOE-A publicaron un pacto programático conjunto de 74 páginas que no decían absolutamente nada y de las que, como es obvio, se ha cumplido otro tanto. No obstante, por aquel entonces ya sorprendía la ausencia del caballo de batalla de IU: la reforma de una ley electoral injusta que ha condenado a la propia coalición a una infrarepresentación en el parlamento regional y nacional en beneficio de los dos grandes partidos.

Quizás en estos momentos, ante el auge de UPyD, Equo y otros partidos políticos minoritarios, IU prefiere quedarse como está e incluso, si sigue viva hasta entonces, arañar algún diputado más para las próximas elecciones ante el desgaste del bipartidismo.

Insisto, si llega viva. Pues aunque el electorado es un producto maleable y ciertamente ignorante, todo tiene un límite, y la hipocresía rastrera de la coalición debe ser uno de ellos. De nada servirá la espantada de Valderas de la coordinación general, en un movimiento que parece preceder al de su definitiva retirada al Senado junto a otros ilustres ex altos cargos andaluces.

Y es que nadie en la cúpula de IU-CA tiene la potestad de hablar de rebeliones cuando han estado dos años aprobando presupuestos injustos por “imperativo legal” mientras sacaban a la calle las banderas para protestar por los recortes del Gobierno nacional.

Andalucía es hoy una comunidad con más paro y más hambre que hace dos años, y ese es el hecho objetivo para que algunos, si algún conservan un ápice de dignidad, tomen en consideración el papel desempeñado en este tiempo y analicen si se corresponde con lo que prometieron a sus votantes.

Si, efectivamente, llevaban en su programa electoral la defensa tácita de una Ejecutiva Regional corrupta desvelada por el caso ERE, o los recortes en sanidad y educación, o la inoperancia patente en la creación de empleo y oportunidades para la ciudadanía andaluza.

Como muchos predijeron, el Gobierno bipartito andaluz ha resultado ser un fracaso. Y como votante de Izquierda Unida, los culpo específicamente a ellos. Porque me siento traicionado, asqueado de tanta doble moral, de tanto "quiero y no puedo". Que dimitan y se vayan muy lejos. O bien, que aguanten un poco más en el sillón, que en Andalucía no vuelven a gobernar nunca más.

JESÚS C. ÁLVAREZ

5 de marzo de 2014

  • 5.3.14
La pasada gala de los Oscars transcurrió con normalidad. O más bien debería decir con el sopor propio de un evento prefabricado y previsible hasta en los premios otorgados. Al fin y al cabo, el interés radica en el espectáculo previo, en ese paseo de sonrisas forzadas, poses coquetas y declaraciones insustanciales por la icónica alfombra roja que conduce hacia el interior del Teatro Dolby de Los Ángeles.

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Todo un escaparate del glamour que da lustre a una industria cinematográfica que precisa de las revistas sensacionalistas, los programas de variedades o el runrún de las redes sociales para mantener la atención de un mundo entretenido por encima de sus posibilidades.

No obstante, este año parecía que alguien se había infiltrado en el desfile. Un joven negro, de porte desgarbado, mandíbula prominente, y nombre árabe. No hacía falta tener ojo clínico para darse cuenta que Barkhad Abdi no estaba acostumbrado a las cámaras. De hecho, la primera vez que se puso frente a una fue compartiendo escena con Tom Hanks en Capitan Phillips, la película de Paul Greengrass que le ha valido una nominación al Oscar al mejor actor de reparto (por cierto, Hanks ni siquiera estuvo entre los candidatos).

Y es que Abdi es un somalí de 28 años que trabaja en Minneapolis como conductor de limusinas (quizás debería aplicar el tiempo pasado). No es ninguna estrella mediática, ni lo parece, sin embargo representa la realización de ese sueño tan americano por el que todos podemos alcanzar nuestras metas si así lo deseamos y luchamos por ello.

Desconozco si el sueño de Abdi era convertirse en actor de cine, la cuestión es que fue seleccionado en un casting realizado en su ciudad entre la comunidad de somalíes residentes para interpretar a Abduwali Abdukhadir Muse, otro somalí de 17 años que cumple una condena de 37 años en Estados Unidos por secuestrar un barco mercante en aguas internacionales cercanas al Cuerno de África.

Los productores de la película tenían un perfil claro: querían a un hombre de mediana edad con aspecto de indigente y un punto de locura en su mirada para aterrorizar al bueno del capitán Phillips, héroe americano por necesidad en la difícil coyuntura del asalto al Maersk Alabama.

Según narra la película, el capitán se entregó a los captores armados liderados por Muse para salvar al resto de la tripulación ante la falta de medios de autodefensa, que es la denuncia que permanece latente a lo largo de toda la trama.

Paradójicamente, la tripulación real del barco se ha opuesto radicalmente a la versión ofrecida por la película, negando la presentación heróica de su capitán e, incluso, culpabilizándolo del abordaje y posterior secuestro.

Evidentemente, sin héroe no hubiese habido película, por lo que se entiende (en clave comercial y propagandística) la licencia de Greengrass a la hora de modificar sustancialmente una historia que pretende basarse en hechos reales.

El objetivo, más allá de la veracidad, es otro. Se trata de presentar inequívocamente dos bandos; por un lado, unos trabajadores honrados que son expuestos al terror de forma gratuita; y por otro, un grupo de somalíes sanguinarios encabezados por un tipo realmente despreciable.

Y lo cierto es que Abdi realiza una interpretación soberbia, aunque ni él mismo conozca las circunstancias que enmarcan los actos de su alter ego. Abdi se trasladó a EEUU cuando tenía 14 años y, como él mismo reconoce, no está al tanto de lo que ocurre en su país de origen, ni falta le hacía para aparecer en la película. Porque el contexto no importa.

Es indiferente que Somalia sea desde hace décadas un estado fallido construido a retazos por la ambición colonialista europea; que EEUU esté armando a señores de la guerra que siembran el terror en sus territorios autogestionados; que cada año mueran cientos de miles de niños por desnutrición; que la falta de oportunidades haya estimulado actividades ilegales como el secuestro de barcos o cooperantes para obtener dinero fácil.

A Hollywood lo que le interesa es contarnos otra historia de héroes y villanos y, de paso, alertarnos sobre la inseguridad internacional y la necesidad de estar preparados para combartirla. Y si es con armas de fabricación propia, mucho mejor.

JESÚS C. ÁLVAREZ

19 de febrero de 2014

  • 19.2.14
Cuando se despertó, la camisa recién planchada pendía del pomo de la puerta. Comenzó a vestirse de forma mecánica, adivinando los movimientos en la penumbra de la habitación. Los botones de la camisa se le escapaban entre los dedos aún adormecidos y la hebilla del cinturón no terminaba de hallar el agujero correcto.

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Al fin subió las persianas y una luz triste inundó la estancia. Entonces se puso frente al espejo de la cómoda y vio el surco amarillento en el cuello de su camisa. Era apenas una línea desvaída, casi imperceptible, que recreaba caprichosamente curvas sinuosas en torno a lo que fue una mancha más grande y ostensible.

Se quitó la camisa y la sustituyó por otra limpia, dejando la primera colgada en el armario. Antes de marcharse, observó una vez más aquella sombra descolorida, y con un gesto rápido, cerró con violencia la puerta del armario.

No había dormido en toda la noche. Por más que se repitiese a sí mismo una y otra vez que era su deber, que había actuado conforme a este, que se había limitado a seguir las órdenes, las imágenes se agolpaban en su cabeza enmarañadas con voces y gritos reproducidos en bucle. Esas miradas, de un blanco cegador, se habían impreso en su propia mirada, como un holograma aterrador y contagioso.

La mañana no fue mucho mejor. Las imágenes de lo ocurrido estaban por todas partes, sin embargo no lograba reconocer su figura difusa entre el resto, no identificaba sus movimientos, ni siquiera le parecía real aquella visión sesgada, aséptica, desprovista del terror que desde aquel momento sentía, como una mancha que, lejos de remitir, se expandía lentamente, inundándolo todo.

Su jefe le felicitó por el trabajo realizado. También le sugirió que se alejara del ruido, que lo dejara estar, pues más pronto que tarde nadie se acordaría de ello y la atención se marcharía a otra parte. La cuestión era si él sería capaz de hacerlo. Sus compañeros, por el contrario, abordaban el tema con una normalidad aparente, incluso con un cierto aire de indignación autodefensiva contra los que cuestionaban su labor, a los que achacaban carecer del contexto, las presiones, el deber...

Cuando se está en primera línea, lo más fácil es mirar hacia arriba, como quien pide explicaciones a un Dios cualquiera, para eximir responsabilidades, para aligerar el peso de una conciencia que permanece en suspensión mientras haces lo que se espera de tí, sea lo que sea.

Y no es hasta que te desprendes del hábito cuando la identidad renace y la moral se torna sólida. El problema surge cuando ese movimiento cotidiano se contamina, el uniforme se adhiere a la piel y los actos cobran sentido en la dimensión personal, donde existen las consecuencias, los dilemas y los remordimientos.

Regresó a casa por la tarde. Su hijo jugaba a la videoconsola absorto. Se desvistió en su dormitorio y dobló la ropa en una percha. Abrió la puerta del armario y allí estaba la camisa con la mancha amarillenta. Revivió de nuevo el momento en el que un chico de apenas 17 años se abalanzaba sobre él exangüe, empapado, oliendo a mar, después de nadar furiosamente tras una quimera.

Apenas podía hablar. Su cuerpo se contorsionó en una arcada sin fin y el vómito brotó de sus labios violáceos en un último esfuerzo, salpicando su chaquetón y su camisa. Lo repelió con brusquedad, interponiendo su arma aún caliente entre sus cuerpos, el de él postrado en la arena, sin fuerzas. Tan sólo su mirada parecía tener vida, un breve destello de esperanza.

Cogió la camisa y la rasgó con vehemencia, hasta reducirla a harapos cada vez más pequeños, los botones rodaban por el suelo, los hilachos se enredaban en sus puños crispados. Entonces vomitó. Lo hizo hasta sentir un hondo vacío en su interior, hasta que la náusea cesó entre estertores nerviosos. Después cerró los ojos y volvió a ver los de él, con ese irredento atisbo de esperanza que no olvidaría jamás.

JESÚS C. ÁLVAREZ

5 de febrero de 2014

  • 5.2.14
Con esta crisis que no acaba ni prevé hacerlo a menos que le cambiemos el nombre, el ciudadano medio apenas concibe la idea de que haya sectores de la sociedad a los que les va realmente bien. Ahí están los cobradores de morosos, las tiendas de los chinos, las cadenas de comida rápida, las administraciones de Lotería o los gobernantes que antes eran oposición y que ahora nos encaminan hacia "la buena dirección" (la rima asonante ha sido involuntaria y, para ser sinceros, un tanto ridícula).

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Después está el mundo del fútbol... No es mi intención aquí, valga la precaución para mi propia retórica, disertar sobre las peculiaridades visiblemente irracionales de esta afición deportiva, pues ahí, entre otras cosas, reside su encanto.

Nadie puede negar haber sido poseído alguna vez por ese latigazo de euforia al cantar un gol de un tipo que casualmente juega en el equipo que por azar has elegido apoyar desde tu sofá anónimo.

Bueno, en realidad, puede que no todos vibren con ese mágico momento en el que el balón franquea la línea de portería, pero seguro que lo hacen al quitar el celofán del videojuego que prereservaron hace meses, o al ver un año más a la Virgen del Rocío cabalgando sobre espaldas sudorosas, o al descubrir, junto a otros cientos de miles de turistas, el (este sí) auténtico paraiso, o al hacerse una fotografía con el príncipe Felipe, Bruce Springsteen o Paquirrín.

Son diferentes formas irracionales aunque altamente placenteras de escapar del aburrimiento crónico de nuestras vidas, lo que nos hace unos verdaderos yonquis de la adrenalina vital, del asombro espontáneo, de la felicidad de anuncio de televisión.

Ya me he desvíado del tema... El fútbol. La crisis, como el dinero o el poder, es selectiva, y los clubes españoles parecen vivir al margen de sus caprichosos designios. Hace unos días, Florentino Pérez, mesías galáctico para la gloria madridista, presentaba el proyecto del nuevo estadio Santiago Bernabéu –remodelación para ser precisos- mediante el que pretende dar lustre al orgullo un tanto cabizbajo de la comunidad blanca a falta de títulos de relumbrón. Más recientemente, se daban más detalles de otra reforma, la del Camp Nou, auténtico baluarte de un nacionalismo forjado con goles argentinos.

Curiosamente, sendas reformas tendrán un coste inicial estimado en 400 millones de euros (aunque todos sabemos que en España la cifra inicial hay que terminar multiplicándola por dos), que será retroalimentado simuladamente y en diferido con la deuda pública de sendos clubes,que alcanza los 540 millones de euros en el caso del Real Madrid y 331 millones en el del Barcelona (ignoramos si el "sobrecoste" de Neymar está pasado a cuenta).

Y entendamos "deuda pública" literalmente, es decir, que aquí las obligaciones monetarias se colectivizan y los beneficios se privatizan, aunque la Unión Europea no lo termine de captar y venga a investigar las cuentas de algunas entidades de nuestro orgullo patrio, como si alguien ocultara que se destinan ayudas públicas a sus arcas, que se conceden préstamos con cláusulas dudosas o que se conceden terrenos a coste cero para que cada ciudad tenga su propio estadio.

Esto se parece peligrosamente a una trama de The Wire: todo empieza con una ingenua investigación sobre la financiación de algunos equipos de fútbol y acaba con la implicación de bancadas políticas enteras. Y si no que se lo digan al PP valenciano, cuyo amor por el deporte de la región (y por Calatrava, el hijo pródigo) nos hace cuestionarnos cuánto dinero llegaron a gestionar en la época de bonanza (la hipótesis de una imprenta de billetes falsos coge cada vez más fuerza).

Pero seamos sinceros: los beneficios –directos e indirectos- del fútbol son mucho mayores que estas minucias. Además, es parte de la cultura nacional. Y no es broma. El museo del F.C. Barcelona (sí, es un museo) es el segundo edificio más visitado de la capital condal con más de 1,7 millones de visitantes anuales, tan sólo por detrás de la Sagrada Familia.

El del Santiago Bernabéu está trabajando para alcanzarles (como en la Liga), y ya roza el millón de visitantes al año y se sitúa como cuarto museo de la capital (y porque el Prado o el Thyssen tienen cierta prensa en el extranjero...). Por si os interesa y os parecen caros los 14 euros de la entrada de El Prado, el precio es de 23 euros en el tour del Camp Nou y 19 en el del Santiago Bernabéu (una hora y media).

En el caso de otros clubes, se está meditando la posibilidad de realizar el tour informativo en otro lugar –la cárcel, por ejemplo- para que sea el propio presidente quien muestre de primera mano los trofeos cosechados bajo su triunfal mandato. Todo ello, eso sí, si la afición lo permite y no abandera un motín par salvar de la ingrata Justicia a su "presi" al grito de: "Tú sí que vales... mi arrrma".

En conclusión, que cuando el presidente del Gobierno acuda a un partido de fútbol en lugar de atender cualquier otro asunto reemplazable, no nos pongamos a criticar a lo loco en Twitter, pues está haciendo lo que tiene que hacer, para lo que le pagamos generosamente: representar a nuestro país.

Y sin más, no sé a ustedes, pero a mí me apetece echar un FIFA'14 antes de que empiece el partido, que con estos horarios no tiene uno tiempo para nada.
JESÚS C. ÁLVAREZ

22 de enero de 2014

  • 22.1.14
Nadie sabe con certeza cuándo o cómo ocurrió. El hecho es que el restaurante había cambiado. Es más, lo seguía haciendo, poco a poco, pero de forma perceptible para la heterogénea clientela que, cada día, se reunía allí para saciar algún que otro instinto primario.

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Entre charlas condifenciales, miradas disimuladas, gritos de júbilo, palmadas en la espalda y sonrisas de circunstancia se deslizaba una idea intrusa que terminaba por acaparar toda conversación, como esos temas insustanciales que adquieren relevancia cuando ya no hay nada de lo que hablar.

El restaurante había conocido tiempos mejores. Así lo atestiguaban las paredes revestidas de fotografías de personajes relevantes, obras de arte, láminas decorativas y trofeos de diversa índole que ahora adquirían ese incierto aire de decadencia del lustre deshecho por el tiempo y la desidia.

La calidad de la comida también se había resentido, las raciones eran cada vez más exiguas, la atención de los camareros más dispersa y la limpieza del local más ineficiente. Todas ellas razones suficientes para suscitar las quejas de una comunidad de comensales por otro lado fiel y, en cierto modo, conformista.

La batalla, sin embargo, se libraba tras la barra, en la cocina, en el almacen, en la oficina del gerente. El restaurante pertenecía a una franquicia presente en todo la ciudad, una cadena de establecimientos con identidad propia y cierta autonomía para conducir el negocio aunque con una dirección centralizada a la que rendir cuentas, todos por igual.

Un modelo, al fin, acreditado por el tiempo, quizás por la tradición u otro sentimiento emocional y a todas luces irracional de pertenencia, pero no exento de recelos por algunos de los franquiciados.

Como es obvio, no todos los establecimientos tenían las mismas ganancias, puesto que no todos los clientes gozaban de las mismas posibilidades económicas. Había restaurantes donde el producto estrella es el ceviche de atún con vinagreta de frutos rojos mientras en otro es el menú del día de potaje y pollo empanado.

Incluso las infraestructuras y decoración de los locales era diferente, siendo los del centro y las zonas residenciales de la periferia los más coquetos y elegantes, frente al estilo más funcional de los barrios obreros y suburbios colindantes.

La disparidad era una realidad apenas paliada por un concepto difuso de justicia e igualdad mediante el cual los restaurantes más prósperos contribuían al mantenimiento del resto, aunque fuese con electrodomésticos usados, sillas cojas y algún que otro camarero inútil, previa fianza y alquiler.

Cómo llegaron a ser precisamente esos los restaurantes más prósperos, cómo se produjo esa simbiosis perfecta entre espacio, tiempo y factor humano, ya es otra historia. Una historia que el gerente y los empleados de nuestro bar resume en esfuerzo e inteligencia, de sus predecesores, de la gente que cada día acude al lugar y puede permitirse pagar el ceviche de atún con cava. Por algo tiene que ser y por algo el resto no lo son.

Ahora, el ceviche ha perdido un poco de color, ya no es fresco. La época de las grandes comidas de empresas, de las reuniones familiares con vino reserva, de las cenas románticas a la luz de las velas ha pasado, incluso aquí. Y buscando el porqué, miran hacia la dirección de la franquicia; algo habrán hecho mal. Surge la pregunta; ¿por qué no lo hacemos nosotros? Llevar el restaurante, se entiende, que eso de robar no es novedad. ¿Por qué no ser nosotros nuestros propios jefes? La mayoría estuvo de acuerdo.

Y así se extiende la idea entre la clientela, como una causa justa, diáfana a cualquier entendimiento. Al fin y al cabo, quien quiere padecer el deterioro del servicio y la comida por las facturas acumuladas de otros restaurantes.

Se olvidan del coche de lujo del gerente en la puerta mientras los lavabos precisan de una reforma, o de la lámpara de araña que preside el salón a cuenta de un suplemento de entrada a todo cliente, a los no conocidos se refiere. Siempre es mejor confiar en el futuro, por mi ambiguo que sea, que recrearse en un presente miserable. Mejor soñar con el caviar que contentarse con el pan con tomate.

La historia no acaba aquí. No hay final, tampoco existe un comienzo definido. Como todas las historias del mundo. Es simple cambio a golpe de voluntad y asentimiento. La de unos regidos por la ambición de poder, pero de poder estafar, influir, actuar, alardear, emprender y deshacer (la diferencia entre el poder aplicado y el concepto abstracto es trascendental); el de otros acostumbrados a ser estafados, influenciados, engatusados e ilusionados para más tarde ser defraudados, de nuevo.

JESÚS C. ÁLVAREZ

9 de enero de 2014

  • 9.1.14
Allí estaba. Era el último regalo. Tamaño medio, pesado, el envoltorio terso sobre la superficie: no había duda, era un libro. Lo cogí con sonrisa cómplice y, cuidadosamente, desenvolví el papel por una de las esquinas para, poco a poco, sacar el libro por la parte superior. Las primeras letras que pude adivinar fueron "600 días de vértigo". Resulta que lo estaba extrayendo al revés, por la parte inferior.

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Después apareció el título, El Dilema, y la imagen de perfil del que parecía ser el expresidente del Gobierno. Pronto lo corroboré, allí estaba el nombre de su autor. Contemplé la portada atónito durante unos segundos, la sonrisa congelada y el interrogante en mi cabeza de a quién se le había ocurrido regalarme el libro de Zapatero. Lo agradecí igualmente y lo dejé en segundo plano, enterrado en una nube de envoltorios.

Horas más tarde, cuando la agitación de la mañana se fue diluyendo en esa atmósfera cargada de pesar que precede a la vuelta al trabajo del día siguiente, volví a coger el libro y lo abrí aleatoriamente tras desprenderme del celofán. Me gusta el olor a libro nuevo; meter la nariz entre las hojas y hacerlas pasar precipitadamente, como un abanico de celulosa.

Sin embargo, en esta ocasión el carusel del papel desplegado en arco se interrumpió a medio camino; había algo entre las páginas 121 y 122. Era un pequeño sobre que apenas abultaba entre las páginas. No podía ser una dedicatoria personal, ya que el libro venía precintado, así que pensé que sería un anexo o una nota del editor.

Para mi sorpresa, el texto estaba escrito a mano, con una letra cuidada aunque con trazos irregulares, como si hubiese sido redactada en un estado de patente nerviosismo. Comencé a leer:

Estimado Lector:

No se inquiete. Por un azar del destino, usted ha recibido esta nota, la única que he logrado introducir entre los miles de ejemplares de la primera tirada de mi autobiografía. Menuda ironía; ni siquiera en tus memorias puedes decir ya lo que piensas o reflexionar libremente sobre lo que has vivido. Cosas del marketing, me dicen. Al parecer, este va a ser el libro más vendido de las Navidades, si La Esteban lo permite.

Y como la ley de la demanda es la que manda, era preciso dar detalles sustanciosos de esos 600 días de vértigo, que más bien fueron de caída libre... Como esa famosa carta de Trichet donde nos instaba con maneras de burócrata, es decir, a las bravas, que o metíamos la tijera o nos embargaban. Si, la misma carta que me negé reiteradamente a presentar en el Parlamento y que ahora incluyo en este libro como si el BCE la hubiese remitido a mi casa de León, a título personal.

Los de Planeta se pusieron muy cansinos con este tema: había que dar una primicia, un tema del que hablasen los medios de comunicación, aunque fuese negativamente. Y es que no hay mejor publicidad que la polémica, ese morbo que nace de la indignación. 


Allí estaba yo, en cada programa de televisión, tertulia radiofónica o entrevista en la prensa, con la sonrisa forzada y los dientes rechinando por tanta gilipollez. Tan sólo logré relajarme un poco con Wyoming, por eso de que el programa era de humor. Incluso me ofreció un puesto como colaborador, aunque a decir verdad no estoy seguro si era en serio.

Al menos ya todo ha acabado. Se acabó el bochorno público, las mentiras, la bilis supurante de los tertulianos... el espectáculo, en suma. A partir de ahora seré un expresidente más, con la cartera llena y la imagen vapuleada. 


Sin embargo, antes del retiro definitivo, tenía la necesidad de redimirme de algún modo, confesarme ante un anónimo sin sotana, elegido al azar, con el que compartir algunas de las desazones que nunca me abandonarán. Tú eres esa persona, la válvula para aliviar esa sensación que me oprime y hace que no me soporte ni a mí mismo.

Perdóname, lector. Perdóname por ser un presidente mediocre, incluso nefasto, por anteponer mi supervivencia a la del país, por negar lo innegable, por hacer de la demagogia mi talante, por mis discursos infumables, por el Plan E, por los brotes verdes y otros eufemismos inclasificables, por nombrar como sucesor a Rubalcaba, por dejar el país en manos del PP. Y por último, perdóname por este libro, por llamarlo de alguna manera.


Nota al lector: Los hechos narrados en este artículo son pura ficción. Desconozco si José Luís Rodríguez Zapatero ha introducido una nota inculpatoria en alguna de sus memorias. Lo que sí sé con seguridad es que nadie de mi entorno me quiere tan poco como para regalarme su libro para Reyes.

JESÚS C. ÁLVAREZ

11 de diciembre de 2013

  • 11.12.13
Nunca he visto a mi vecino de arriba. O al menos nunca lo he identificado como tal. Sin embargo, cada noche, cuando la ciudad se toma un respiro y el silencio, insólito elemento urbano, sirve de obertura para el sueño, lo escucho ahí, justo encima de mí, como un improbable compañero de cama, ejecutando la misma ceremonia nocturna, cada día, sobre la misma hora.

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No conozco personalmente a mi vecino de arriba, pero conozco sus rutinas. Parte de una intimidad que se filtra a través de la pared y que lo hace previsible, cercano. Por ejemplo, sé que tiene un familiar en el extranjero, quizás una hija, y que sus conocimientos sobre informática no son precisamente los de un experto. Y todo por que la tonalidad machacona de la llamada entrante de Skype no cesa hasta que, bastantes segundos después, alcanza a hacer click en el icono verde.

Lo imagino agitando el ratón impulsivamente, la respiración agitada y el corazón palpitando, como un controlador de vuelo en Navidades. Minutos después, acierta a regular el volumen de los altavoces y dejo de escuchar con total claridad las andanzas de la voz femenina, allí donde esté.

Que su matrimonio no está en su mejor momento tampoco es un secreto. Las discusiones con su mujer parecen haber incrementado su periodicidad en los últimos tiempos. Y no es que yo dedique mi tiempo a espiar las conversaciones más o menos alteradas de mis vecinos como un voyeur de las desgracias ajenas, es que los gritos son suficientemente sonoros como para dejar aquello que esté haciendo en ese momento. Si quiero drama, ni siquiera enciendo el televisor.

Es una de las consecuencias directas de vivir en compartimentos separados dentro de una misma unidad, el edificio; puedes saber si tu vecino se encuentra bien de la próstata a tenor de la intensidad del caudal al mismo tiempo que desconoces su rostro.

Antes, cuando las comunidades de vecinos eran precisamente eso, una comunidad donde los encuentros furtivos en el ascensor iban más allá de un inaudible "buenos días", los ruidos del de arriba entraban dentro de un contexto, podías saber donde vivía la hija del Skype o incluso el por qué de algunas disputas conyugales.

Ahora, la vida vecinal es una faceta más de un paradigma social basado en el ruido, la intuición y el prejuicio. Puedes averiguar desde cuándo no se conecta alguien al WhatsApp, adónde se fue de vacaciones en el puente (si se quedó en casa no habrá documentos gráficos que lo atestigüen), o si le gusta tal o cual programa de televisión, grupo de música o espectáculo, pero en el fondo, sigues sin reconocer su cara, sus motivaciones y expectativas, su forma de pensar, su contexto.

Es la vida vertical, como la de un bloque de viviendas colosal donde los individuos conviven en una falsa sensación de cercanía. Adivinas los movimientos de tu vecino de arriba, conoces sus hábitos más personales, eres testigo colateral de sus miserias y trivialidades... pero las ventanas y puertas permanecen cerradas, a modo de fortaleza entre tú y el incierto entorno humano que te rodea.

JESÚS C. ÁLVAREZ

27 de noviembre de 2013

  • 27.11.13
Te callas, y punto. Da igual si trabajas más horas y cobras menos. O si desperdicias años de formación en contratos de prácticas indefinidos. O si incluso eres explotado en periodos de prueba sin remunerar ni expectativas de serlo. Te callas porque eres un afortunado. Porque en un país donde los parados se cuentan por millones, los que quedan en el otro lado, entre las estadísticas de población ocupada, sienten pudor de alzar la voz contra la precarización galopante de las condiciones laborales.

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La prioridad es otra. Un país moderno no puede exhibirse al mundo con cifras de desempleo propias de estado fallido, sin Gobierno. Por ello el nuestro, que existe sobre el papel, se congratula de cada nimio receso en el crecimiento imparable de las tasas de paro, aunque sea gracias a contratos eventuales y precarios en los que el trabajador carece de la más mínima herramienta de negociación.

Es decir, el patrón estipula lo que cobras, cuándo y bajo qué condiciones, y cuando quiere, te despide. No olvidemos, en los tiempos flexibles que corren, si eres contratado, mejor bajar la cabeza y agradecer silenciosamente tu suerte.

El rol de los sindicatos en la actual coyuntura no es muy diferente. El objetivo es impedir más despidos. A cualquier precio. Cuando un colectivo de trabajadores paralizan in extremis un ERE en su empresa tras largas jornadas de huelga, no se trata de ningún éxito; a lo sumo es una victoria pírrica.

Conservas tu empleo, pero los salarios menguan, las vacaciones se tornan voluntarias (qué eufemismo) y los complementos son los que regalas a tu novia para su cumpleaños, pues ya no hay más horas extras, ni pagas, ni siquiera cestas de Navidad. El sino de los perdedores, en resumen.

Al fin y al cabo, suficiente tarea de despacho tienen los sindicatos con eludir las sospechas de financiación ilegal y tramas corruptas que brotan allí donde un día hubo dinero. La batalla en la calle la perdieron hace tiempo, desde que los cánticos de los manifestantes se preguntaban dónde estaban los sindicatos del poder. Y es cierto, no se veían por ningún lado, o al menos por donde la gente caminaba, tras las pancartas.

Pero ahora están a punto de perder lo más valioso aún, su identidad, su razón de ser; si son incapaces de defender los derechos de los que trabajan, de los que cimentan cada día el futuro del país, mejor que se retiren, que se disuelvan como una reminiscencia más de un pasado lustroso.

Ese pasado que se pretende alcanzar remando en la dirección opuesta, en la de más recortes, más incertidumbre, más miedo. Como si soltásemos lastre de un globo que se aleja irresimiblemente hacia lo desconocido. Y lo que es peor, con la certeza de que ese lastre nunca más será recuperado.

 Las crisis no son periodos transitorios tras los cuales se retoma la normalidad, sino momentos de mutación sobre los que se asientan las bases del mañana. Ningún empresario va a proclamar a voz en grito la suspensión de la reforma laboral una vez pasado el temporal.

Ni siquiera el Gobierno, del signo y color que sea, deshará lo andado bajo la justificación de la austeridad. Al igual que nadie devolvería un billete de 500 euros meses después de haberlo encontrardo en el suelo, sin dueño.

Como diría un publicista poco original, "la precariedad ya está aquí y ha venido para quedarse". Puede que algún día comience a generarse empleo de nuevo, pero las condiciones de ese empleo no volverán a ser como las que disfrutamos años atrás. O más bien disfrutaron, ya que los jóvenes que se han incorporado virtualmente al mercado laboral ni siquiera aspiran a contratos indefinidos o salarios acordes a su formación. Son los tiempos que nos ha tocado vivir, estos tiempos que no corren, sino vuelan, y no esperan a nadie.

JESÚS C. ÁLVAREZ

13 de noviembre de 2013

  • 13.11.13
Hubo un tiempo en que el periodismo estuvo marcado por la incierta fascinación del mito. Un oficio para bohemios, escritores sin éxito, buscavidas, vendedores de humo. Tan vago y mestizo que no valía ni la categoría de profesión. Una etapa más en la larga, y a veces eterna, evolución del artista.

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Un cóctel imposible de temperamento, audacia y talento literario demasiado sugestivo como para claudicar ante la auténtica realidad. Una realidad, la de las redacciones, que finalmente le ha ganado la partida al mito. Ya nadie sueña con ser periodista, o al menos con ser esa clase de periodista, pues el periodismo ha perdido hasta la quimérica identidad que lo definió como “el mejor oficio del mundo”.

Y no se debe exclusivamente al incesante cierre de periódicos, emisoras de radio o canales de televisión. Ni si quiera a un proceso de precarización laboral que cierne la espada de Damocles sobre los cabizbajos profesionales que aún conservan su empleo por un azar del destino.

Es necesario cavar más hondo hasta llegar al estrato donde se aloja la autocrítica, hábito soterrado por muchos, para comenzar a dar respuesta a preguntas como por qué la credibilidad de los periodistas entre los ciudadanos es incluso inferior a la suscitada por los políticos, o por qué razón las audiencias están abandonando paulatinamente los grandes medios de comunicación para migrar a nuevos canales informativos no profesionales.

Sólo así, rascando en esa fachada revestida de victimismo y soberbia tras la que se atrincheran algunos periodistas, se llegará a la conclusión de que quizás se está haciendo algo mal, que no se está cumpliendo con la función que a priori debe regir el ejercicio profesional, ya sea por omisión, presiones externas o injerencias directas, y, como consecuencia, la supervivencia del periodismo sea cada vez más un asunto al que prestar la atención que merece. Una supervivencia, además, que no quitará el sueño a políticos ni empresarios, sino a aquellos periodistas cuyas familias dependen del empleo para subsistir.

Así se ha demostrado con el cierre de la Radio Televisión Valenciana. Tras dos décadas de servicio al Partido Popular, ha sido su presidente el encargado de decretar su defunción, puesto que había que elegir entre salvar a una cadena pública deficitaria o mantener el funcionamiento de escuelas y hospitales (sic).

Si a ello añadimos que la cadena tenía una cuota media de pantalla del 3 por ciento, por lo que el arma de manipulación masiva utilizada durante años ya no es tan masiva, la desvergonzada ponderación es más fácil aún. Al fin y al cabo, los partidos políticos actúan como parásitos, extraen lo que les interesa del otro organismo, hasta que este no es más que una reminiscencia de lo que un día fue. El Canal Nou ya no lo veía nadie, porque allí no se hacía periodismo.

Coincidiendo con la clausura de la Radio Televisión Valenciana, el decano de la prensa andaluza afrontaba su particular momento crítico. Tras años de pérdidas constantes de lectores y recortes laborales, El Correo de Andalucía fue vendido hace unas semanas por el Grupo Gallardo a un euro (sí, un euro: no es un error tipográfico) en una dudosa operación que ha sembrado la incertidumbre entre los trabajadores que permanecen en plantilla.

Como en el caso anterior, la cabecera ha perdido el interés de su propietario a medida que la deuda aumentaba y su poder de influencia entre la ciudadanía sevillana era más residual. Alfonso Gallardo, magnate extremeño de la siderurgia, compró el periódico en 2007 como arma de propaganda en favor de sus proyectos en la región, entre ellos, la construcción de un oleducto que uniera Huelva y Badajoz previo paso del parque nacional de Doñana.

A pesar del apoyo explícito de socialistas ilustres como Felipe González, Rodríguez Ibarra o Manuel Chaves, el proyecto parece haber caído en el olvido ante la oposición de Izquierda Unida, por lo que a Gallardo no le importa lo más mínimo la suerte de El Correo ni la de sus trabajadores.

Y entonces llegaron las protestas. Los periodistas se han adaptado con facilidad a un entorno precario en el que cada vez cobran menos, trabajan más y acatan con muda resignación que los de arriba les digan cómo tienen que ejercer el periodismo; qué palabras utilizar, qué asuntos eludir, qué intereses defender. El precio que deben pagar para sobrevivir.

La ciudadanía es un mero daño colateral en un sistema en el que el periodista se disfraza de soldado a cambio de un sueldo. Hasta que deja de percibirlo y se rebela. No lo hace antes, cuando la injusticia se muestra ante sus ojos, cuando manipula y contamina a sabiendas, cuando se mancha las manos con la mierda de otros.

Hay que aguantar, aunque despidan a compañeros y sientas el alivio del indultado, aunque no respetes ni el propio trabajo; aunque sepas que algún día todo terminará porque la sociedad no es tan idiota como parece.

La rebeldía, como escribió Camus, es la vía de escape del ser humano ante la insufrible certeza del absurdo de la vida. No puede ser la invocación desesperada de los que aceptaron las reglas del juego hasta que fueron engullidos por ellas.

Por coherencia personal y colectiva, todos esos periodistas que sirvieron con más o menos convencimiento a los intereses de sus patrones, anteponiéndolos a los derechos y necesidades de la ciudadanía, deberían acatar su realidad con resignación, sin aspavientos ni represalias. Cuando una guerra se pierde, cada uno regresa a su casa, con la conciencia a cuestas y los bolsillos vacíos.

JESÚS C. ÁLVAREZ
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