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Califícame

La maquiavélica jugada de Bart Simpson ha dado sus frutos. Unos cuantos rumores, algunas medias verdades, otros tantas llamadas al orgullo de clase, y un cloqueo en el momento justo son suficientes para provocar una encarnizada huelga de profesores.

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Una feliz noticia para cualquier niño normal. Menos para Lisa, que implora un tanto desquiciada a su madre que la califique, que la evalúe, que la clasifique, que la examine. Ella sabe que es buena, que es lista, pero necesita que alguien, aunque sea su madre, se lo recuerde y lo certifique en un trozo de papel para calmar la ansiedad de estar a solas con su propia inteligencia.

En realidad, todos somos un poco Lisa Simpson. No nos damos cuenta de lo bueno (o malo) que somos en algo hasta que alguien así lo reconoce. Ni siquiera importa que ese alguien carezca de la autoridad o el conocimiento suficiente para juzgar con rigor. Simplemente necesitamos oírlo, pues el ego, al contrario de lo que cabría pensar por su etimología, es una construcción social, una consecuencia de nuestra incapacidad para identificarnos a nosotros mismos.

Ejemplos para ilustrar esta teoría hay muchos. Tan sólo hace falta encender la televisión y observar el sinfín de programas basados en un mismo esquema argumental en el que un individuo se expone públicamente a la crítica de un jurado de expertos en la materia.

Da igual que esa materia tenga que ver con cantar, cocinar, bailar, tirarse a una piscina, perder peso o simplemente hacer el mamarracho. El patrón es el mismo; hay alguien que juzga y otro que es juzgado. Y todo ello en una atmósfera espectacular donde el procesado es ensalzado o humillado hasta la lágrima.

Es decir, si en el circo romano el pobre elegido se debía enfrentar a fieras salvajes para salvar la vida y de paso alcanzar la gloria, ahora el concursante debe sortear los criterios de aquellos que se sientan tras la mesa con caras fúnebres y así lograr su sueño de toda la vida, que, por cierto, parece el mismo para todos.

La televisión, mal que nos pese, es un espacio donde cristalizan buena parte de los impulsos sociales, como una multitudinaria sesión de psicoterapia a precio de saldo donde liberar, a través de la empatía, las frustraciones, inseguridades y taras que acumulamos en el debate introspectivo diario. De ahí su éxito irrebatible.

Pero no sólo la televisión cubre esa necesidad vital de juzgar y ser juzgado colectivamente. De hecho, todos los ámbitos de la vida social están impregnados por cierto tufillo sentencioso que dirime entre lo convencional y lo extraordinario, entre lo conveniente y lo perjudicial.

Desde la cháchara maliciosa de dos vecinas sobre los deslices de una tercera, hasta los premios y festivales de cualquier disciplina artística, pasando por el mismo sistema educativo, todo un talent show evolutivo en el que sólo una parte recibe el Tú sí que vales de rigor.

Y así volvemos a Lisa. Ella es feliz en el colegio, y lo seguirá siendo en el instituto y la universidad, al igual que un director de cine lo es cuando recibe un Oscar o un becario cuando le da una palmadita en el hombro su jefe que no le paga.

Pues ello da sentido a lo que hacemos en cada momento, nos define, clasifica y califica. Todos somos jueces implacables con los demás pero no acertamos a emitir veredicto de nuestros actos... Demasiados conflictos de intereses, demasiada implicación emocional. Mejor dejarle el marrón a otro.

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JESÚS C. ÁLVAREZ

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