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En los tiempos que corren...

Te callas, y punto. Da igual si trabajas más horas y cobras menos. O si desperdicias años de formación en contratos de prácticas indefinidos. O si incluso eres explotado en periodos de prueba sin remunerar ni expectativas de serlo. Te callas porque eres un afortunado. Porque en un país donde los parados se cuentan por millones, los que quedan en el otro lado, entre las estadísticas de población ocupada, sienten pudor de alzar la voz contra la precarización galopante de las condiciones laborales.

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La prioridad es otra. Un país moderno no puede exhibirse al mundo con cifras de desempleo propias de estado fallido, sin Gobierno. Por ello el nuestro, que existe sobre el papel, se congratula de cada nimio receso en el crecimiento imparable de las tasas de paro, aunque sea gracias a contratos eventuales y precarios en los que el trabajador carece de la más mínima herramienta de negociación.

Es decir, el patrón estipula lo que cobras, cuándo y bajo qué condiciones, y cuando quiere, te despide. No olvidemos, en los tiempos flexibles que corren, si eres contratado, mejor bajar la cabeza y agradecer silenciosamente tu suerte.

El rol de los sindicatos en la actual coyuntura no es muy diferente. El objetivo es impedir más despidos. A cualquier precio. Cuando un colectivo de trabajadores paralizan in extremis un ERE en su empresa tras largas jornadas de huelga, no se trata de ningún éxito; a lo sumo es una victoria pírrica.

Conservas tu empleo, pero los salarios menguan, las vacaciones se tornan voluntarias (qué eufemismo) y los complementos son los que regalas a tu novia para su cumpleaños, pues ya no hay más horas extras, ni pagas, ni siquiera cestas de Navidad. El sino de los perdedores, en resumen.

Al fin y al cabo, suficiente tarea de despacho tienen los sindicatos con eludir las sospechas de financiación ilegal y tramas corruptas que brotan allí donde un día hubo dinero. La batalla en la calle la perdieron hace tiempo, desde que los cánticos de los manifestantes se preguntaban dónde estaban los sindicatos del poder. Y es cierto, no se veían por ningún lado, o al menos por donde la gente caminaba, tras las pancartas.

Pero ahora están a punto de perder lo más valioso aún, su identidad, su razón de ser; si son incapaces de defender los derechos de los que trabajan, de los que cimentan cada día el futuro del país, mejor que se retiren, que se disuelvan como una reminiscencia más de un pasado lustroso.

Ese pasado que se pretende alcanzar remando en la dirección opuesta, en la de más recortes, más incertidumbre, más miedo. Como si soltásemos lastre de un globo que se aleja irresimiblemente hacia lo desconocido. Y lo que es peor, con la certeza de que ese lastre nunca más será recuperado.

 Las crisis no son periodos transitorios tras los cuales se retoma la normalidad, sino momentos de mutación sobre los que se asientan las bases del mañana. Ningún empresario va a proclamar a voz en grito la suspensión de la reforma laboral una vez pasado el temporal.

Ni siquiera el Gobierno, del signo y color que sea, deshará lo andado bajo la justificación de la austeridad. Al igual que nadie devolvería un billete de 500 euros meses después de haberlo encontrardo en el suelo, sin dueño.

Como diría un publicista poco original, "la precariedad ya está aquí y ha venido para quedarse". Puede que algún día comience a generarse empleo de nuevo, pero las condiciones de ese empleo no volverán a ser como las que disfrutamos años atrás. O más bien disfrutaron, ya que los jóvenes que se han incorporado virtualmente al mercado laboral ni siquiera aspiran a contratos indefinidos o salarios acordes a su formación. Son los tiempos que nos ha tocado vivir, estos tiempos que no corren, sino vuelan, y no esperan a nadie.

JESÚS C. ÁLVAREZ

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