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El rey o el vellocino de oro

La democracia ha sido tantas veces disfrazada a lo largo de la historia que ya ni siquiera está muy claro lo que hay debajo de tanta tramoya. Apenas unos vagos ideales y muchas capas de populismo barato. Tanto es así que, al parecer, precisa de ciertos elementos, a priori incompatibles, para su mera supervivencia.

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Bombas nucleares, redes de espionaje, partidos políticos corruptos, mercados financieros autónomos, dictaduras, dependencia alimentaria global, políticas antiterroristas, vallas con concertinas, recortes sociales... Todo ello invocado para salvaguardar el orden, la unidad y el Estado de Derecho, que es la letanía que cada buen demócrata debe repetir con solemnidad ante el menor atisbo de duda en sus actos.

En España, desde hace casi cuarenta años, incorporamos a la lista de desvaríos un elemento esencial más para sostener un régimen democrático que prácticamente nunca antes había existido. Y, atención a la paradoja, este no era otro que la monarquía, la institución ancestral que, precisamente, había atropellado en numerosas ocasiones cualquier tentativa de apertura y progreso en la nación.

Es decir, que para que la ciudadanía española tuviese la oportunidad de manifestarse libremente, de acudir a las urnas, de expresar sus opiniones o de estar amparada por un sistema lo más justo y equitativo posible, era preciso que el jefe del Estado fuese un señor cuya principal valía era ser primogénito (masculino) de otro señor que, a su vez, era descendiente de otro hombre que... y así hasta remontarnos hasta los orígenes inciertos de una familia que un día se hizo llamar "Real".

Dejando a un lado las consecuencias manifiestas de siglos de endogamia autoexigida, y del hecho de que además fuese investido por un dictador zoquete en un alarde de "responsabilidad" histórica, las virtudes de Juan Carlos I parecían limitarse a su supuesta capacidad para aglutinar el sentir patriótico de una mayoría de españoles. En resumen, que sin rey, el país estaba abocado a una lucha fraticida en la que se sublimarían décadas de odio y sed de venganza.

Quizás no fuese errónea la interpretación, sin embargo, cuesta creer que toda nuestra democracia haya dependido de la figura simbólica de un monarca más preocupado en cacerías (de todo tipo), comisiones y camaraderías con gente despreciable. Cuarenta años después, surge el debate (de hecho, lo hace por primera vez) y se esgrimen idénticos argumentos por la misma casta que se siente incapaz de regir democráticamente el país.

No se trata de si el príncipe Felipe esté preparado o no para desempeñar el cargo de rey de España, sino de si España está preparada al fin para gobernarse a sí misma, con autonomía, libertad y madurez democrática, sin necesidad de instituciones heredadas de otro tiempo. En el caso de que no exista tal confianza, pongamos entonces al rey, a dios, a Florentino Pérez o al vellocino de oro para que nos una, aunque sigamos sin saber quiénes somos o adónde vamos.

JESÚS C. ÁLVAREZ

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