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COLEGIO PROFESIONAL DE PERIODISTAS DE ANDALUCÍA

Mostrando entradas con la etiqueta De aquí a Lima [Manuel Bellido Mora]. Mostrar todas las entradas
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4 de marzo de 2012

  • 4.3.12
Familiarizados como a estas alturas estamos con las nuevas tecnologías, que ya no sabemos movernos sin ellas, reparo en que también nos ha aportado un nuevo sistema de mediciones. Algo así como unas flamantes Tablas de la Ley para saber con exactitud lo que deja caer el espíritu de nuestra letra en la balanza del espacio digital, cada vez que nos da por escribir algo.


Durante cincuenta semanas he tratado de comprimir mis opiniones sobre esto y aquello en un par de folios, unas veces más, otras menos. Para mí, acostumbrado al recorrido corto de la concisión que es habitual en los noticiarios de televisión, ha sido la manera de probarme en distancias algo más largas.

Vaya, que después de unas cuantas décadas de oficio, he tenido oportunidad de aventurarme en un género periodístico que apenas había frecuentado, hasta ahora. Y ha sido estupendo. Sentir que eres columnista te da solidez.

En este año de contacto semanal con los lectores de Montilla Digital, los artículos que han ido saliendo los he contabilizado en kilobytes, de acuerdo al cuadro de unidades de medida al uso.

Con este procedimiento, que nos permite conocer la dimensión del archivo de memoria que estamos utilizando, cada una del medio centenar de entregas de esta serie de colaboraciones ha venido a tener un peso promedio de 32 kB, especificado así con la correspondiente abreviatura, para entendernos.

Pues este, querido público, es literalmente el peso que a partir de ahora me quito de encima. Así que estoy llegando hasta el final, como se titula una cautivante canción de Alaska y Los Pegamoides.

Cuidado, no lo digo con el desahogo de quien se libera de una obligación -que en mi caso, desde luego, no lo ha sido-. Es que, a pesar de la frialdad del tecnicismo, aprecio un rasgo marcadamente humano en ese registro.

En estos 32 kB se han agrupado sufrimientos, dudas, sílabas indignadas, pero también en su seno he encontrado alegría y, de vez en cuando, una pizca de felicidad. Lo de la felicidad daría para un libro. Su carencia hace perder la cabeza a las personas. Es privación difícil de soportar. Sin ella, solo vamos tirando por la vida.

No es cosa de enredarse en disquisiciones filosóficas sobre este eterno anhelo de la gente, la consecución de la dicha, esa sensación huidiza. La felicidad no tiene peso. Es un sustantivo abstracto, como una vez les explicó el profesor de Lengua y Literatura a sus alumnos (entre ellos, mis hijas Aurora e Isabel), durante la entrega de diplomas en un final de curso, en el Instituto de Enseñanza Secundaria “Playamar”, de Torremolinos.

Puede ser incorpórea, inaprensible y no se puede mercadear con ella. No se han inventado reglas, ni hay logaritmos que puedan mensurar su tamaño. Pero es verdad que algunos días, al teclear estos artículos, la he sentido, leve, a mi lado. Por eso digo que hacerlos, aunque algunos se hayan resistido, no ha sido una carga, en ningún momento.

Al decir que no me ha pesado hacerlos, he recordado una horrible práctica que era común en las aulas españolas no hace muchos años. Como castigo para los estudiantes poco aplicados, se tenía la costumbre de ponerlos de rodillas con los brazos extendidos, como un Cristo martirizado, sosteniendo en cada una de sus manos un voluminoso libro. Nunca observé valor pedagógico alguno en este tipo de reprimendas. Me parecían salvajadas inaceptables.

Eran horribles. Primero, porque se humillaba públicamente delante de sus compañeros al alumno al que se aplicaba tan indigno correctivo. Y segundo, porque de esa manera, por lo general, se lograba que repudiara los libros, para siempre. Para él significaban una pesadilla. ¿Cómo va a ser de otra forma si con esta espantosa represalia se asociaba los libros a un instrumento de tortura?

Es difícil que quien haya sufrido esa clase de escarmiento se sienta atraído después por la lectura. Fue un error. Había que poner libros en sus manos, pero no como una imposición. Era necesario que se acercaran a ellos, pero con las páginas abiertas. No como un aplastante peso muerto.

Violentados, con esos textos apretando la palma de sus manos, solo aprendieron una lección, la del odio y el rencor. No es el peso de la literatura, sino el del castigo desproporcionado. A ellos, víctimas de esta concepción cuartelera de la educación, les tocó la carga de los libros, no su caricia. Y no saben la diferencia que hay.

Es como cuando se habla del peso del alma. Existen experimentos científicos que lo tasan en 21 gramos, que es la ligera cantidad que se dice pierde el cuerpo al producirse el fallecimiento. Pero me opongo a que algo tan espiritual como la noción de alma pueda tener un valor equivalente para todo el mundo. Un señor de la guerra, que por definición es un desalmado, no puede compararse con alguien que se ha llevado toda su existencia haciendo el bien.

El maestro -mejor dicho: el inquisidor- que reprobaba con saña a sus pupilos poniéndolo contra la pared a la vista de todos, tenía el alma anoréxica, si es que la tenía. Quien abusa de su poder, esclaviza y hace sonar la bolsa de sus ganancias con la miseria de los demás, carece de ella. Pueden tener éxito social y político, pero no son santos de mi devoción.

Los que por método se dedican a fastidiar a sus semejantes cogiendo lo que no es suyo ¿cómo van a tener alma? Les sobrarán los abogados pero yo no me pongo en su pellejo. Conozco a unos cuantos a los que se le amontonan los pleitos pendientes. Se desesperan mirando la lista de citaciones judiciales.

Es lo que les suele suceder a los malincuentes, término ingeniosamente acuñado por Robe Iniesta, el cantante y letrista de Extremoduro. Están imputados en tantas causas abiertas que se van a tirar entre la cárcel y los banquillos de los acusados media vida. Y cuando ésta se acabe por entero, aún les esperará uno más, el Juicio Final, para su desconsuelo.

Les quedará ese último trámite. El definitivo Tribunal de las Almas, según dicen los que entienden de esas desconocidas instancias. Llegarán en los huesos, hechos ceniza. Y ni así pesarán 21 gramos. Ese peso, el del alma, nunca lo tuvieron.

MANUEL BELLIDO MORA

26 de febrero de 2012

  • 26.2.12
Esta profesión de periodista tan baqueteada te pone a diario ante hechos surrealistas cuando no absurdos directamente. No es solo esa moda cada vez más asentada de actos políticos y ruedas de prensa en los que no se aceptan preguntas. Tampoco es la derrotista sensación de pertenecer a un oficio con escaso futuro, como casi todo (el cierre del diario Público aviva la impresión de precariedad, de falta de horizontes).


Lo que te pone al borde del ataque de nervios es que los mismos profesionales de la información –los que van quedando- o del mundo que les rodea, están cayendo en usos perniciosos. En vez de utilizar la claridad y la concisión en sus escritos, optan por el fárrago y una terminología impenetrable y vacua.

Me ocurrió el otro día al hacer la noticia del estreno de una nueva publicación de la Universidad de Málaga, dirigida en concreto a estudiantes de Ciencias de la Comunicación. El libro en cuestión se titula Análisis diagnóstico de los perfiles profesionales emergentes vinculados a la innovación tecnológica. ¡Qué susto!

Por poco me da un soponcio, aparte de que tan largo enunciado es de los que te dejan sin resuello, casi asfixiado. Es verdad que, por tradición académica, abundan los manuales y tratados con denominaciones muy infladas y pretenciosas. Pero no deja de ser un contrasentido que un libro de Comunicación resulte antipático y que no transmita nada, excepto un fuerte repelús con semejante carta de presentación.

Estoy seguro de que su contenido no va a perder ningún mérito si se le pone otro epígrafe, aunque no sea tan rebuscado y cantarín. A fin de cuentas, dicen los cánones de la gramática que de lo que se trata es de exponer breve y sencillamente una idea, por compleja que esta sea.

Habría sobrado con llamarlo, por ejemplo, Periodistas para la era digital, pero mejor no seguir por ahí para no herir susceptibilidades de jóvenes investigadores, o de quienes sean que hayan parido el tomo.

Quiero decir que, en casi todos los órdenes de la vida, es mucho más ventajoso llamar a las cosas por su nombre. El capital llama a su negocio "mercados", y no le va mal. Es lo suyo: amasar dinero y especular con él, mientras el planeta se hunde y los combustibles no paran de subir. El mundo que conocemos se está haciendo el haraquiri.

Es que no para de apretar. Pero, tranquilos: habrá un aplazamiento de la hecatombe, porque los bares tienen que abrir al día siguiente. Y las panaderías, con su mercancía caliente y sabrosa. Los bancos no sé si lo harán. ¿Para qué? Si son reticentes a conceder créditos y se niegan a la dación de pago para cancelar las hipotecas.

Puede parecer una visión pesimista pero lo del estrangulamiento del planeta eran previsiones que ya manejaban algunos economistas allá por la Revolución Industrial, hace una buena pila de años, cuando la gente aún tenía menos que ahora.

Lo que pasa es que no necesitamos negros vaticinios para sentirnos inseguros. En esta sociedad lo que ayer era rentable, hoy es una ruina, o lleva camino de serlo. Ocurre en el sector bodeguero. Antaño era esplendoroso sin llegar a ser una bicoca y representaba el principal sustento de nuestra economía local; ahora, sin embargo, se enfrenta a un futuro incierto. Sus clientes tradicionales, empezando por los que tiene más cercanos, le dan la espalda.

Es una tendencia, además, de la que no se libra nadie. Jerez, máxima potencia enológica en otros tiempos no lejanos, es víctima de un brutal retroceso. Sus ventas llevan un ciclo de varios años de caídas permanentes, lo que está abocando al cierre de algunas de sus empresas y a la reducción de otras.

Es la consecuencia inmediata de un cambio en los hábitos del consumidor. Últimamente le ha dado por entronizar los vinos tintos, que así están logrando desplazar a cualquier competencia. Triunfan con rotundidad en el supermercado, donde ocupan estanterías enteras mientras que la presencia de la familia de los finos mengua o se encuentra reducida a un rincón.

En teoría tenemos una tipología de vinos superior por calidad y diversidad. Contamos con la alabanza de los entendidos y de los sibaritas, pero el comprador parece insensible a ellos. Se ha decantado por los tintos y no hay forma de hacerle cambiar de opinión. ¿Qué es lo que falla entonces?

Se dice que el remedio más eficaz sería una buena campaña publicitaria, para dar a conocer nuestras excelencias, esas soleras que nos dan además de fama, identidad. La realidad, por el contrario, se obstina en lo opuesto. Incluso la llamada "promoción indirecta", la que se consigue por otros canales, se antoja ineficaz.

Lo pensaba el otro día en la proyección de la película Albert Nobbs, que ha puesto a su protagonista, Glenn Close a las puertas de un Oscar, por su interpretación de una mujer que se hace pasar por un caballero para asegurarse el trabajo. En una de sus escenas, uno de los personajes invita a otro a un jerez. La anécdota no es nueva.

En infinidad de largometrajes, se ha brindado con este vino o se ha tomado el aperitivo con él. Existen tantas secuencias de esta clase que a José Luis Jiménez, director del Cine Club Popular de Jerez, le dio para un sesudo estudio sobre la presencia del exquisito producto de su tierra en la historia del Séptimo Arte.

Pero está visto que este tipo de publicidad subliminal ha dejado de funcionar. El público mayoritario se inclina por los tintos. No hay nada más que mirar las estadísticas de ventas. Su presencia crece por días hasta el punto que ya casi nadie se extraña de que prolifere en los mostradores y las mesas de las tabernas. El cliente manda.

Disminuye el consumo de vinos finos, pero eso no es todo. También decae el interés por los pedro ximénez, en los que se ha concentrado la atención en los últimos años para hacerlo un artículo de lujo, que además de endulzar el paladar de quien lo adquiere le da una vitola extra de persona distinguida, con buen gusto.

Las perspectivas no son mejores para amontillados, olorosos y sus congéneres. Incluso algo tan elogiado como un viejo brandy sufre un penoso olvido en las apetencias del buen catador.

El diagnóstico es preocupante. Los pedidos de estos productos, pese a su bien ganada fama, son insignificantes. Se han desentendido de ellos en destinos tradicionales, como Gran Bretaña y Holanda, por lo que para compensar los directores de exportación de las bodegas de nuestro pueblo tratan de abrir nuevos mercados en países de África, quién nos lo iba a decir. Ellos son ahora los receptores de nuestras históricas soleras. Si pagan, estupendo.

En Montilla, con inmarchitable mentalidad de subalternos, siempre hemos tenido un cierto complejo del tremendo potencial de Jerez. Iban por delante en capacidad comercial. Vendían tanto que se tenían que suministrar de nuestras cosechas para abastecer a todos sus pedidos. Ahora ese panorama ha cambiado radicalmente por el capricho de modas y tendencias. De acuerdo. Pero aprendamos de sus lecciones.

Ellos han sido expertos en rentabilizar sus contactos, sus conexiones internacionales. Han sabido venderse como nadie. Han hecho negocio con sus personajes históricos, poniéndolos en las etiqueta de sus botellas, como el más infalible gancho.

El alboroto formado por el tesoro de la fragata Nuestra Señora de las Mercedes, que ha sido ampliamente tratado en noticiarios de televisión, revistas y periódicos, incluyendo –claro que sí– los medios digitales, nos pone ante una oportunidad de oro. Es el momento. Llamemos al pan, pan y al vino, fino.

El tema, que une aventura, misterio (buena parte de las monedas no había sido fiscalizada), epopeya y tragedia familiar, la de los Alvear, da para una estupenda novela. Yo me conformo, por ahora, con que nos sirviera para aumentar la curiosidad por nuestros vinos, ya que el principal protagonista de este episodio pertenecía a la más larga dinastía de bodegueros de Montilla–Moriles.

MANUEL BELLIDO MORA

17 de febrero de 2012

  • 17.2.12
Entre quienes miran al cielo con desconsolado lamento, ay Señor, me encuentro por la calle a algunos que encadenan su pesar a la situación de abandono del patrimonio artístico de su ciudad. Ellos no lo saben, pero ¡cuánto de nuestro porvenir depende de sus lastimeras quejas, de su letanía inconsolable al ver despedazada la decaída herencia de nuestros monumentos!


Son voces de alerta de las que otros, insensibles -por no decir brutos sin remedio-, se burlan. En sus paseos cotidianos con sus observaciones veraces denuncian el acoso de esa hiedra insolente que es el abandono, que reviste de olvido todo lo que con su atrevimiento enjaula.

Es lo que dicho más directamente le ocurre, por ejemplo, al Palacio del Marqués de la Sonora, situado en pleno centro de Málaga, frente a la Iglesia en la que se bautizó Pablo Ruiz Picasso. La Ciudad del Paraíso, que tiene fama de malamadre, le da la espalda, y lo ignora, lo que a estas alturas ya ni siquiera alcanza condición de escándalo. Cuando lo es.

Este bello edificio, levantado en 1789, espera sine die su rehabilitación como hotel de cinco estrellas. Lo mandó construir Félix Solisio, un comerciante genovés vinculado a la poderosa dinastía de los Gálvez, de Macharaviaya.

Ahora, después de estar sometido a los vaivenes y trastadas de los repartos familiares, su garantía de futuro está condicionada a que prospere y se consolide en su nueva función de residencia de lujo para turistas adinerados. Eso era lo previsto y, a bombo y platillo, se anunció en su oportunidad.

Sin embargo, la crisis está posponiendo su restauración pues no acaban de comenzar las obras. Y el noble inmueble, ay, sigue muriendo. Envuelto en una de esas telas con las que se recubren los andamios, a lo que en realidad se asemeja es a un sudario. Es su mortaja en el duelo ciudadano que es la decrepitud de sus glorias. Otra querella a las escasas y desvalidas piedras nobles que van quedando. Pero no nos pongamos trágicos, que es cosa y ánimo que a poco conduce.

Pese a lo que se diga y a las dificultades que puedan sobrevenir, la adaptación para otros usos, entre ellos los hosteleros, parece una digna salida para esta clase de construcciones de valor histórico.

De esa manera se han librado de ser derruidos un buen número de monasterios, conventos, fortalezas y suntuosas residencias venidas a menos, como sus antiguos propietarios. Lugares que después de verle los dientes a la incuria, lucen felizmente recuperados. ¿Cabe un mejor destino para sitios como estos en los que se ha escenificado la Historia y que son piezas esenciales de la Cultura?

Por eso se antoja atinada y oportuna la idea de aplicar esta misma solución al Palacio de los Marqueses de Priego en Montilla. Como está, que da lástima, desde luego no puede seguir. Si lo dejamos, se caerá a pedazos. El pasado por los suelos. Oh, qué horror. Qué espantoso fin.

El que por costumbre o por casualidad pasa por allí y lo mira con detenimiento, no puede evitar la sensación de pena. A mi me ha pasado. Lo ve indefenso, y expuesto al deterioro. Lo veo, a pesar de su contundente planta de estirpe renacentista, abatido, reconcentrado en su decrepitud.

Por sus ventanas y balcones, que permanecen abiertas porque es imposible ocultarlo, se ve cómo el daño avanza en su interior, en el que a sus anchas ya sólo resiste el eco desolado de su espléndido pretérito.

Pero la operación de rescatarlo como hotel presenta bastantes complejidades. La fundamental es que la propiedad de esta vetusta residencia de traza aristocrática, aunque ahora no lo parezca por su lamentable aspecto actual, está fragmentada en cuatro partes.

A saber: la colindante con el arco de Santa Clara, que es la que está en mejores condiciones por una reciente intervención, pertenece a la familia Gómez Puig. La que se encuentra al otro lado de la primorosa pero humilde arcada, es del Ayuntamiento. Es la conocida como "casa de Teresa Enríquez", que pasó a ser dependencia municipal de modo gratuito gracias a un convenio urbanístico suscrito en la etapa de gobierno de Izquierda Unida. Era la vivienda de los administradores de los Marqueses de Priego, más tarde fue la sede de la orden Salesiana y, desde hace años, no tiene utilidad alguna. Está, como quien dice, a la espera de que se le asigne algún cometido.

En el otro extremo, en el lateral del Palacio que da a la calle Gran Capitán, existen seis pisos, todos ellos ocupados y distribuidos en dos plantas. Su construcción, en la nefasta década de los setenta (época de grandes tropelías contra el patrimonio urbanístico local) supuso la pérdida de las cubiertas originales en esa zona del histórico inmueble, y una grave alteración de ese espacio.

También por entonces, por el contorno que linda con el acceso y el atrio del cenobio franciscano de Santa Clara, se segregó una parcela para un nuevo edificio de viviendas con cocheras, lo que vino a desfigurar la fisonomía tradicional de aquel recoleto rincón.

Por último, otro de los cuerpos de las dependencias de Palacio, digamos el central, en el que se incluye la puerta principal con su blasón nobiliario, otros ornatos y la mayor parte de la equilibrada fachada, es de los Ruz Gracia.

Una de sus descendientes, la joven arquitecta Carmen Ruz Gracia, está impulsando un ambicioso y metódico proyecto para asegurar la supervivencia de este notable conjunto. Para quien lo ignore, no es cosa cualquiera, pues está catalogado como Bien de Interés Cultural (BIC) por la Junta de Andalucía, lo que en la práctica permite su protección integral. A ver si es verdad.

Se trata de una solución integral. Un plan cuidadosamente diseñado con el propósito de darle una nueva vida, recuperando sus elementos más destacados con el máximo respeto a su ordenamiento primigenio. Para ello es indispensable primero reagrupar las diferentes particiones.

En principio, casi todos los implicados están dispuestos a vender su dominio. Más complicado puede ser el proceso de desafectación de los seis pisos antes citados, aunque sus inquilinos no pondrían inconveniente, siempre que a cambio se les proporcione otro hogar en la misma zona de Montilla o se les pague la cantidad que piden por ellos.

Las sucesivas divisiones y modificaciones no solo han perjudicado la conservación, sino que lo han desconfigurado. Pero no todo está perdido. La propuesta de Carmen Ruz Gracia, basada en la planimetría de 1709 –la más antigua que se guarda- plantea una “resurrección” del palacio en toda regla, observando escrupulosamente su estilo y distribución primitivos.

Además, se pretende la recuperación de los patios y los arcos de medio punto, actualmente perdidos o tapiados. El edificio, que en su momento también fue minuciosamente estudiado por el arquitecto Arturo Ramírez Laguna, disponía además de un valioso sistema hidráulico, una obra de ingeniería de buena fábrica y relevancia.

Pero, como paso previo, a todo ello parece inaplazable una intervención de urgencia para consolidar las zonas y habitáculos más dañados. No en vano, algunos de ellos corren riesgo de derrumbarse si no se actúa a tiempo.

Hace ya algunos meses, y como anticipo con el que se mostró las intenciones ante las diversas Administraciones publicas, la autora de este proyecto registró uno anterior. Aquel se refería únicamente a la parte de la que su familia es propietaria. Contemplaba su arreglo y puesta a punto, también para uso hotelero. Tanto la comisión del Patrimonio como los organismos competentes la facultaron para seguir.

Lo que persigue ahora es aún más decisivo. Busca grupos de inversores o empresas del sector de hostelería que quieran hacer realidad la idea. Por lo pronto, ya tiene una relación de interesados.

Es verdad que el momento es delicado, pero también es patente que Montilla no dispone de un alojamiento de estas características en un emplazamiento tan destacado y accesible, a unos minutos de los principales monumentos de la ciudad, a unos metros del Castillo del Gran Capitán, de la Casa del Inca, del Teatro Garnelo y del Oratorio de San Juan Ávila, llamado a ser un centro de peregrinación para los católicos.

Todo esto, y particularmente la perspectiva de reparar tan emblemática mansión, ilusionan a Carmen Ruz. En unos días, a más tardar a principios de marzo, piensa presentar el nuevo proyecto ante el Ayuntamiento, Cultura y Turismo, con objeto de acometerlo sin demasiada demora. Cuanto antes, mejor.

Puede ser el primer paso para revitalizar un espacio urbano bello, sugerente y cargado de Historia, pero que dormita en la desidia desde hace excesivo tiempo. En su momento, ese –el Palacio y sus dependencias satélites, incluyendo Caballerizas, Molino y la Casa del Administrador de la Casa de Priego- era el centro administrativo del Marquesado, el lugar en el que se mostraba su status, su poder y su influencia a base de soberbias edificaciones.

Empezados a levantar a comienzos del siglo XVI, el Palacio y sus anexos han constituido –y, en parte, así sigue siendo- el mayor exponente de arquitectura civil de la ciudad, por sus dimensiones y significación. Renacentista en su concepción, adquirió después añadidos barrocos y platerescos. Esos son sus valores. Pero lleva años que solo acumula olvido.

Ojalá este proyecto salga adelante con las ayudas necesarias. De lo contrario, sus únicos huéspedes serían la decepción y la frustración. Una vez más.

Cuesta entender que un pueblo que ha sido capaz de movilizarse en suficiente proporción como para costear sin estrecheces una efigie de San Francisco Solano, haya asistido indiferente hasta ahora a la degradación de su más emblemática obra civil.

Es verdad que si el plan para reflotar el Palacio no saliera adelante, siempre nos quedaría el consuelo de rezarle al Patrón de Montilla. Y puestos a pedirle un milagro, lo sería si, dejado a su suerte, no termina cayéndose. El edificio.

MANUEL BELLIDO MORA

10 de febrero de 2012

  • 10.2.12
En febrero de 2009, Penélope Cruz se convirtió en la primera actriz española galardonada con un Óscar. Lo recibió por su papel de María Elena en la película Vicky Cristina Barcelona, de Woody Allen. Cuando algo así tan extraordinario sucede, se abre la incertidumbre del capítulo de dedicatorias. Fernando Trueba se lo brindó a Billy Wilder, el único dios en el que cree.


Pedro Almodóvar, de recia tradición manchega, hizo universal su devocionario de advocaciones marianas. Tratándose de España, la relación podía ser interminable, por lo que a punto se estuvo de llamar a la fuerza pública para sacarlo del escenario. El olimpo de la farándula norteamericana, que sólo cree en sí mismo, se quedó perplejo por la cantidad innumerable de vírgenes ibéricas. ¡Ignorantes!

Penélope Cruz, que no es virgen, aunque lo parece por su celestial belleza, se acordó esa noche de su pueblo, Alcobendas, una ciudad-dormitorio en el extrarradio de Madrid. Un satélite urbano finalmente engullido por la capital en su insaciable crecimiento.

¿Y qué es lo que en ese momento, en medio de la atención mundial, empuja a una celebridad a mencionar su lugar de nacimiento como algo decisivo en su vida? ¿De qué forma contribuyó su cuna a su fama instantánea? ¿En qué sentido determinó su éxito internacional como actriz?

Muy sencillo. Ella se encargó de explicarlo. De pequeña, allí en su casa, veía la ceremonia del esplendor de Hollywood, mucho antes de que por su cabeza pasara la idea de dedicarse al cine. Esa era la razón, aparte, claro está, del cariño que siempre se le dispensa a lo que antes se llamaba "patria chica".

Este tipo de mensajes ante un auditorio expectante y propenso a las emociones siempre resultan agradables y enternecedores. El alcalde, complacido con su ilustre paisana por poner el municipio en el corazón del planeta, la recompensó de inmediato con una calle. Y raro es que no le erigieran una estatua, que es algo que siempre se erige, o bautizaran la Casa de la Cultura con su nombre, con el de la actriz, quiero decir.

Igual de encantados estaban en la fábrica de sueños. Coronando a Penélope se renovaba el viejo ritual. La industria del espectáculo, donde todo es posible, elevaba al reconocimiento global a una humilde chica de pueblo. Una fábula ideal. Un guión perfecto.

Es parte de un ceremonial, en el que lo artístico y lo publicitario se confunden. Se premian por supuesto los méritos profesionales, pero no se descuida el valor de la imagen, el atractivo visual de una galería de figuras enormemente atractivas e influyentes para el público.

Hay, además, un insoslayable factor económico: las películas distinguidas ven reforzada su carrera comercial, redoblándose sus recaudaciones con el empuje de las estatuillas, mucho más notable si éstas, por su número, constituyen colección. Es la clave, una más, de lo que se conoce como industria del entretenimiento. Empresa y espectáculo van de la mano.

A su imagen y semejanza son los Goya, que como cada año se entregan por estas fechas. Esa noche, aunque inapreciable para el espectador, habrá un componente montillano en el desfile de candidatos. Dicho así puede parecer puro chovinismo, una muestra de ridículo afán de protagonismo provinciano, pero puedo explicarlo.

No es cabeza de cartel, tampoco aparece como nominado en alguna categoría de las llamadas técnicas, ni en rigor está en condiciones de poder esperar alguna gloria personal. Todo eso es cierto. Ahora bien, puesto que el cine es un ejercicio colectivo, una parte del premio le correspondería a él.

Hablo de Carlos Herrera Lucena. Tiene 25 años y es el montador del largometraje 30 años de oscuridad. Esta película, producida por la empresa andaluza La Claqueta, compite en el apartado de mejor filme de animación. Cuenta la historia real de Manuel Cortés, el último alcalde republicano de Mijas, que permaneció oculto en un agujero de su casa hasta 1969 por temor a las represalias por su ideología.

Carlos le quita importancia a su labor. Sensato y prudente, dice que sólo está empezando en el oficio, que sencillamente se ha limitado a cumplir su función dentro de un trabajo de grupo y que, en todo caso, el mérito principal es del director de la obra, Manuel H. Martín. Es de encomiar la modestia y la sencillez de nuestro joven paisano, que también ha hecho ya algunos encargos en publicidad y videos corporativos, pero él representa a una nueva generación que empieza a despuntar. Vaya eso por delante.

De su edad, poco más o menos, es Pablo Raya, cuyo rostro empieza a ser popular por sus intervenciones en teleseries de Disney Channel y su participación en el musical Mamma Mia, con el que ha recorrido teatros de toda el país. En cine se le ha visto en Clara no es un nombre de mujer y en Mi moto y yo, junto a Jorge Sanz.

Algo mayores que él son Rafael Sánchez Mesa y Paco Luque Cuello. El primero, después de estar enrolado en la compañía artística del parque de atracciones Port Aventura, comienza a abrirse paso en el teatro y en la televisión, con su presencia en Amar en tiempos revueltos.

El segundo, mucho más cuajado en la profesión, es habitual en exitosas series de la pequeña pantalla, como Yo soy Bea, Gran Reserva y Hospital Central, además de haber hecho algunas películas y bastante teatro.

Juan Carlos Rubio añade prestigio a esta relación. Actor y dramaturgo, es quien más lejos ha llegado, gracias a una trayectoria cuajada de honores y agasajos. Con Bon appétit consiguió la Biznaga de plata al mejor guión en el Festival de Cine Español de Málaga.

Otra de sus películas, Retorno a Hansala, de la directora granadina Chus Gutierrez, lo puso a las puertas del Goya. Ambos, que han colaborado en otros títulos, llegaron juntos a la gala del cine español.

Camino, de Javier Fesser, la gran triunfadora de aquella edición de 2009, les privó de obtener el trofeo al mejor guión original. Esa noche, lo recuerdo bien, al pasar junto a la tribuna de prensa en el tradicional paseo de invitados, Juan Carlos Rubio me comentó algo sobre Montilla, de la que nunca se ha desligado (aquí tiene su oficina y la razón social de su empresa) aunque su familia se trasladó a Madrid muy pronto.

Con todos juntos se podría hacer una excelente película. Y en su reparto, sin duda, también tendría cabida Francisco Fernández Córdoba “Paquitín”. Al director le vendría de perlas su larga experiencia como actor de reparto y figurante en un montón de superproducciones de Samuel Bronston en las décadas de los sesenta y setenta del pasado siglo. “Paquitín”, siempre apuesto y elegante, rodó casi una veintena de películas, entre ellas Los Clarines del Miedo y Orgullo y pasión, al lado de Cary Grant, Sophia Loren y Frank Sinatra.

Tampoco se quedaría atrás Alfonso García Martín. Para muchos de sus vecinos es un desconocido porque, en los últimos años, su memoria se ha diluido en la bruma del olvido, como tantos otros hechos, pero es oportuno decir que es el decano de la escena local.

Entre 1949 y 1964 hizo una veintena de películas, entre ellas Nobleza Baturra, como se reseña en el libro El cine en Córdoba durante el franquismo, escrito por Rafael Jurado Arroyo y editado por la Filmoteca de Andalucía en 2002.

Alfonso García Martín se mudó a la capital de la provincia siendo un niño, a los 10 años, lo que explica el apelativo artístico que adoptó: Alfonso de Córdoba. Con ese nombre logró cierta fortuna en los teatros de Madrid después de haber figurado en el cuadro de actores de Radio Córdoba. Se especializó en papeles de galán, lo que se veía venir desde su infancia. Sus compañeros del Colegio Salesiano lo recuerdan “alto, moreno y bien parecido”.

Puestos a fantasear, con las licencias que otorga la imaginación y sorteando las fronteras de la muerte, ahora yo me atrevo a reunirlos a todos en unos cuantos folios. Forman un elenco extraordinario. Dignos de figurar en el inmortal listado de los triunfadores de los premios Goya.

Y si eso llegara a ocurrir, no sería raro que el ganador se lo dedicara a Montilla. Y no sería un cuento. Penélope Cruz lo hizo con su pueblo, y no la tomaron como una farsante sino como las palabras de una diosa. Lo que es.

MANUEL BELLIDO MORA

3 de febrero de 2012

  • 3.2.12
Frente a los especuladores y los bancos -más sus satélites que son las agencias de calificación, que gobiernan y atemorizan nuestros días-, al tipo corriente -que, por supuesto, nada tiene que ver con la terminología bancaria al uso-, llega un momento en que sólo le queda el recurso del humor para sacudirse la inaguantable presión. En Cádiz, solar de libertades y de la burla fina, lo saben bien. Los poderosos, acostumbrados a mandar, soportan mal los mandobles de la chanza, pobrecitos. Ellos, siempre pendientes de ganar, eso se pierden.


Luis García Berlanga, inventándose de paso un género cómico, por esperpéntico y ácido a la par que tierno, se mofó del tronío yanqui, “ese gran pueblo con poderío”, con su película ¡Bienvenido, Míster Marshall!. De forma más sutil, envuelta en una ingeniosa y encantadora letrilla, el dúo femenino Vainica Doble también le recordó al máster del universo quién es quien en el planeta: “Con un dátil por alimentación, con un dátil yo inventé la democracia, con un dátil yo te gano el maratón, no me hace ninguna gracia que me tengas compasión”.

Pero ustedes, muy juiciosamente, con las hirientes cifras del desempleo, que anda desbocado y hundiendo al personal en el desánimo más brutal, en el pesimismo sin paliativos, pueden decir que no está el patio (de butacas, lo digo por el carnaval que estos días se adueña de la calle y los teatros) para bromas.

Rondar los cinco millones de parados es una tragedia, qué duda cabe. Y sostener lo contrario puede ser tomando por quienes naufragan en la miseria, o ven cerrada su empresa de la noche a la mañana sin previo aviso, como una ofensa, con toda la razón.

Conforme. Pero la risa no es negociable. Incluso, en tiempos peores –que los hubo– la gente se distraía contando chascarrillos en los refugios antiaéreos, mientras las bombas zumbaban desgarrando azules, y destripaban el suelo.

El hambre no está en venta, el derecho al recochineo, tampoco. Porque aunque parezca algo liviano, el humor es una cosa muy seria. Pone de los nervios a los mandamases, les sienta fatal, se les indigesta la retranca.

En forma de chirigota, las comparsas le sacan punta a la actualidad. Agudizan su ingenio y así practican una entretenida e hilarante suerte de crítica social y política que no deja a nadie impune, autoridades monetarias incluidas. En la coplilla llevan la penitencia. De eso no se libran, por muy blindados que se crean.

También es obvio, como ocurre con toda reducción y simplificación, que las batallas no se ganan sólo a base de pitorreo. Pero hoy pocos dudan que el chiste se ha convertido en un eficaz instrumento de lucha. Casi siempre la más atinada descripción de la realidad se concentra en las viñetas diarias de la prensa, cuadrilátero del vitriolo y de la guasa. Con poco espacio lo dicen todo, e irritan una barbaridad.

Por eso a veces resultan tan cargantes y pretenciosas las llamadas mesas de análisis de la actualidad, que es sin duda la profesión con más futuro. No hay más que ver cómo abundan en la mayoría de los medios de comunicación. Es rara la hora y el programa que no cuenta con estos profesionales de la opinión. Están tan en boga que cualquiera de sus habituales invitados tiene más bolos que el artista más promocionado.

Por lo general, los que participan en ellas, como si fueran los ocupantes de los antiguos púlpitos eclesiales, pontifican de todo lo que se les pone a tiro, sin el menor atisbo de pudor. Qué iba a ser de nosotros sin ellos, y sus preclaras sentencias.

Hay días, y más ahora con el irrefrenable afán reformista del Partido Popular, en que no dan abasto. Y se les ve agobiados sin poder atender debidamente los temas que acucian al ciudadano. Con su manía de tener competencia en materias tan diversas, de la política y lo judicial a los chismes y la moda, se creen insustituibles.

Y lo más preocupante, descargan de la responsabilidad de discurrir por sí mismo a sus seguidores. Conozco a unos cuantos que repiten lo que oyen por ahí como cotorras. Lleve la contraria: hágase su propia idea del mundo.

Son tantas las cuestiones y los asuntos que hay que tratar, que empieza a haber lista de espera como les ocurre a los galenos de la Seguridad Social. Les falta tiempo para poner su apostilla a todo lo que se mueve.

En un momento de la película La Dama de Hierro, la propaganda favorita actual de los “neocons”, se recuerda que durante la Segunda Guerra Mundial, con intención de menospreciarlos, Hitler dijo que Gran Bretaña era "un país de tenderos".

El Führer, que no sabía contar chistes ni tenía puñetera gracia en sus aseveraciones, no logró su objetivo: ni invadió el territorio de Su Graciosa Majestad pese a que lo machacó con interminables bombardeos, ni enfadó y molestó a sus súbditos, los del Reino Unido, con esa clase de calificativos tan estúpidos. Los hijos de la pérfida Albión, nada más acabar la contienda, le pasaron el comprobante de los desperfectos, morales y físicos. Serán tenderos pero saben hacer negocios.

Pero está visto que eso de hablar mal del vecino echando mano de los tópicos más manidos no pasa de moda. Muchos de nuestros socios de la Unión Europea nos atribuyen más méritos de los que tenemos. Para ellos no sólo somos los "campeones del desempleo" sino que también nos toman por una "nación de camareros". Ese es el concepto que tienen de nosotros: el de un estado de criados y sirvientes. No te jode.

Un profundo y sesudo pensamiento que, por lo que se ve, comparte Julio Anguita. El exalcalde de Córdoba, que tan dado es a la reflexión y a llamar a las cosas por su nombre, nos sorprendió en cierta ocasión asegurando que, a falta de otras industrias, el sitio que él gobernó durante tres legislaturas era una "ciudad de camareros". ¿Se limitó a constatar la realidad económica y sociológica de la ciudad de la Mezquita o sus palabras eran producto de una mala experiencia en alguno de esos establecimientos? Él sabrá.

Pero, en lo referente a España, se equivocan de plano. El nuestro no es un país de camareros sino de tertulianos. Los hay, basta con oírlos un poco, de todos los colores. Y, en ese empeño, remarcan tanto sus postulados y posiciones antagónicas que, viéndolos, te da la sensación de que se asiste a una reproducción a escala del Congreso de los Diputados.

Está bien que se pueda disponer de estos foros públicos para el debate, pero se echa de menos comentaristas más incisivos y sin ataduras políticas. En ocasiones se nota la ausencia de voces que no parezcan un eco de lo que otros dicen, sean del Gobierno o de la oposición.

Sería terrible que fuera cierto lo que sostiene Juan Torres, catedrático de Economía Aplicada de la Universidad de Sevilla. “Los bancos financian a los partidos, pagan a los periodistas, son los dueños efectivos de los medios de comunicación, dominan incluso la decisión de los rectores universitarios y de los líderes de opinión”.

Que yo sepa, lo juro, Botín, ese que ahora le echa la culpa de todo a los políticos, no me ha mandado ningún recibo, por ahora. Y prefiero que no se atreva. No quiero ver comprometida mi opinión libre por un cheque. Por cierto ¿a cuánto asciende?

MANUEL BELLIDO MORA

27 de enero de 2012

  • 27.1.12
De los viajes que se realizan, al cabo de los años se retienen los recuerdos en una fotografía, en una película familiar, quizás. A veces, si eres dado a dejar constancia de ellos sobre el papel, permanece un puñado de notas en un bloc (ahora en un blog, para estar acorde con los tiempos) en el que el viajero relata y comprime sus impresiones a modo de bitácora.


Al volver a casa, también traemos postales y objetos de regalo que nos recuerdan por dónde hemos transitado. Hay lugares, extraviados en el mapa, que dejan extrañas huellas en la memoria. Una fragancia, un sonido, un mosquito que te jode la experiencia, una gastroenteritis que hace que maldigas el marisco tropical, por muy grande, rojo y asequible que fuera el puñetero.

Cuando sales fuera, ves la realidad de otra forma. A veces es sorprendente la reencarnación de cosas cercanas con las que tropiezas estando a miles de kilómetros de tu lugar habitual de residencia. Me explico.

Para incontables turistas, Málaga es un destino de vacaciones preferente. Un lugar que, frente al frío de otras latitudes, garantiza sol y playa, y una temperatura benefactora y complaciente. Málaga es además un sabor, el que deja en el paladar su afamado moscatel.

Afuera es exactamente lo que evoca, un exótico toque meloso. Es estupendo que en el extranjero se identifique esta tierra por el gusto. En toda Europa, desde la refinada Paris hasta la renacida Varsovia, existen infinidad de heladerías en la que, entre otras delicias, se ofrecen sorbetes y cremosas tarrinas con sabor a vino dulce.

Es algo que no se olvida y que, por lo que se ve, agita la inspiración artística. El grupo británico de jazz rock Brand X, en el que estuvo un tiempo el vituperado baterista Phil Collins, tituló una de sus más celebradas composiciones con el nombre de Málaga Virgen.

Pero quien verdaderamente le hizo un enorme favor en la promoción internacional fue otro músico ya desaparecido, el maestro cubano de origen español Ernesto Lecuona. Su Malagueña, incluida en la suite que le dedicó a Andalucía, ejerce desde hace tiempo de irresistible imán a la hora de captar seguidores.

Vaya, que al igual que a Hitler le entraban ganas de invadir Rusia después de escuchar a Wagner, la lista de reservas de los hoteles de la Costa del Sol se incrementa cada vez que suena las notas de la obra del compositor cubano.

Al escucharla, en los puntos más apartados e insospechados del planeta, es tal la tremenda divulgación y notoriedad que ha alcanzado que no son pocos los que han sentido el derseo irrefrenable de venir hasta aquí a bañarse en sus playas. Es más, en casos de gente que anda canina en conocimientos del atlas, con ella tuvieron su primera noticia de la existencia de esta ciudad.

Con una melodía de esencias jondas y una letra galante y seductora (malagueña salerosa, besar tus labios quisiera) se anuncian las excelencias de un sitio privilegiado por el clima y la historia. Lecuona, aunque alistándose al tópico, le diseñó una campaña publicitaria ideal. Nos situó en el pentagrama y también en la geografía de los lugares más tentadores y atractivos.

De su importancia y trascendencia he tenido debida cuenta estos días mientras disfrutaba con la lectura de Vida, un voluminoso libro que es la autobiografía de Keith Richards, el influyente guitarrista de los Rolling Stones, la más grande banda de rock and roll de la historia.

Escrito en primera persona con un estilo chispeante, libertino y socarrón, a tono con su reputación salvaje e iconoclasta, el controvertido músico, autor de algunas de las canciones más célebres del último medio siglo, temas que son auténticos iconos de la cultura juvenil, explica la decisiva intervención que la Malagueña de Ernesto Lecuona ha tenido en su vida, como artista pero también en su movida y trashumante peripecia personal, incluso en sus andazas amorosas.

Richards relata que, siendo un mocoso, su abuelo le regaló su primera guitarra. “Era una guitarra española clásica con cuerdas de tripa, una damita encantadora y dulce”, recuerda. Con ella, siguiendo unas elementales instrucciones, aprendió a afinarla y a sacar sus primeros acordes.

Gus, su previsor abuelo, le dio un consejo más: “Si consigues tocar 'Malagueña', puedes con cualquier cosa”. Incluso es una infalible arma de cortejo. La historia personal del más pirata de los Stones ha demostrado que no se equivocaba.

Cuando formalizó su relación con la modelo Patti Hansen, su segunda esposa, no se lo pensó, y echó mano de su mejor secreto para capear el consabido trámite social, del que ni él, peleado con toda clase de convencionalismos, pudo librarse.

Sorprendió a su suegro, un tipo ultraconservador y religioso, con la interpretación de Malagueña. Y así la fiera, el temible burlón del circo del rock, el más irredento juglar, cayó en gracia.

Al frente de los Stones se ha hecho millonario, pero quien siempre lo ha sacado de apuros, aparte de su abogado en lo concerniente a asuntos con la policía y la judicatura, que lo han perseguido sin descanso, ha sido la famosa canción.

De hecho, al final del libro confiesa dejando ver su lado más tierno y cariñoso, que también le sirvió para paliar el sufrimiento de su madre Doris, cuando ésta se encontraba hospitalizada, poco antes de morir.

“A ratos –señala en un tono que cambia por completo su imagen de desalmado– se dormía por los efectos de los opiáceos, pero le toqué algunos fragmentos de 'Malagueña' y de otras cosas que conocíamos los dos y que yo tocaba desde niño”. Con dos compases lo consiguió: logró aliviar su sufrimiento.

Lo enseñó a ser músico, y lo hizo sensible al dolor. Como él, son incontables los devotos de esta canción. La adaptaron decenas de artistas, digamos ligeros: Catarine Valente, Mel Tormé, Los Panchos, Xavier Cugat y su orquesta, etcétera. Pero también, llevada por su universalidad, se ha aclimatado con facilidad en toda clase de estilos, del jazz y el country al terreno de los boleros.

Sedujo igualmente a un montón de bandas de garage y de surf, dos corrientes con gran predicamento en la época. A finales de los años cincuenta y sesenta del siglo XX era raro el grupo que no hacía su correspondiente versión.

Era ideal para el lucimiento con la guitarra, de modo que figura como un trallazo infalible en el repertorio de nombre míticos de aquella generación, como The Trashmen, The Half Tribe y Ritchie Valens.

En todas esas grabaciones legendarias aparecía como Malaguena, desprovista de la "ñ", una letra inexistente en el abecedario inglés, impronunciable para los guiris.

De modo que, en los modernos teclados de las computadoras personales, la ignoran sustituyéndola por otro símbolo y quitándole a la eñe su gracioso peluquín, como tan expresivamente afirma María Elena Walsh, poeta y narradora que conoce el misterio de las palabras y de la ortografía.

Es legión la cantidad de devotos de la sonora invención de Lecuona. Incluso, mucho tiempo después, Paco de Lucía, atrapado por la belleza y las hechuras flamencas, la llevó a su terreno. Es lo que corrobora -que el algecireño la haga suya con su prodigiosa sonanta- que hay que tener una gran habilidad instrumental para interpretarla como es debido.

Algo parecido me ha dicho hace unos días el norteamericano James Burton, otro de los grandes guitarristas de la historia, en este caso del rock. Me lo comentó unas horas antes del concierto en Marbella –el primero y único en España- de la banda original de Elvis Presley, de la que forma parte junto a Ronnie Tutt y Glen D. Hardin y Jerry Scheff, glorias vivas de la música.

“Es una gran melodía que asociamos a España. Tienes que mover mucho los dedos para tocarla bien, y lo mismo sucede con el flamenco, que nos parece muy complejo. Es una gran melodía y me encanta que así sea, es como el rock and roll, algo que vivirá siempre”, sentenció.

A su modo, Lecuona nos dejó una pieza de ida y vuelta, y con ella una inmejorable campaña de promoción llevando el nombre de Málaga a todos los confines. El efecto publicitario es semejante al conseguido por el mexicano Agustín Lara con Granada.

Este último además, por medio de sus herederos, donó a la ciudad que lo inspiró los derechos de autor de la canción. Es lo único en lo que, al parecer, no pensó el creador de Malagueña. De haberlo hecho, seguro que se le recordaría con algo más que la calle Maestro Lecuona, el escaso agradecimiento a su generosidad y talento con que le ha correspondido la ciudad que él llevó a todas partes, como quien pone altavoz a los sentimientos.

MANUEL BELLIDO MORA

19 de enero de 2012

  • 19.1.12
Es entrar en la amplia sala de redacción y, como si se tratase de una maniobra mecánica predecible, todo el mundo gira su mirada hacía él. De antemano se sabe que nada sorprendente va a salir por su boca pero no hay quien no esté pendiente de sus palabras. Es extraño pero así es. Las repite a modo de letanía, por rutina como el que desflora la actualidad sin mancharse, con guantes, usando la profilaxis del descreído al formular la pregunta esperada: "¿Hay algo nuevo que no sepa?".


Le sigue un silencio, que no es consistente ni impenetrable ni tiene pedigrí literario alguno. Simplemente son décimas de segundos que revientan de su sopor con un chasquido: "pues poca cosa", sentencia uno de los periodistas. "Lo de casi todos los días, jefe, una ración más de abuso de poder".

Se puede incluir en esta categoría la enésima victoria del Fútbol Club Barcelona en el Santiago Bernabéu, que en sí misma es todo un exceso de autoridad, un atropello. Está visto que ante Guardiola, el demiurgo de la retórica del juego bonito y de la prudencia, Mou desquiciado entrega la cuchara.

Con él los madridistas, en estos duelos de gigantes, nos estamos acostumbrando a lo peor, a perder de mala manera. El aficionado merengue pierde la paciencia, y algunos jugadores las formas, no hace falta señalar. Pero esto, aunque fastidie, sólo es un partido, una competición deportiva.

Ahora bien, si Mourinho tiene tendencias suicidas que se despinge él solito, como dicen los cubanos. En el día a día hay cosas más serias con las que preocuparnos. Y algunas, como ahora verán, tienen la jodida capacidad de retorcerte las tripas.

Si quieren, empezamos. Lo primero que les cuento, a simple vista, resulta desagradable, repugnante. La imagen no tiene desperdicio, contiene la micción salvaje del que hace de su vida diaria un ultraje. Imagino que ya saben a qué me refiero: a ese nauseabundo olor del pis–toletazo en la arena del desierto de Afganistán.

Es la foto de la brutalidad con una carga destructiva que despedaza la compasión. Un grupo de marines del ejército de Estados Unidos, para rematar la faena, sacia la sed de unos cuantos cadáveres de milicianos talibán meándose sobre ellos. Es la orina caliente de la humillación, el chorro envenenado del odio.

En la guerra se suele decir que las leyes son las primeras víctimas; después, en fatídico desorden, van la moralidad, la ética y la estética, que también desaparecen en combate ante el pelotón de fusilamiento.

Escenas como ésta o como aquella otra en la que una oficial de la Armada norteamericana aparece fotografiada con un detenido a su lado al que lleva sujeto con un collar de perro, empujan a la deserción, al individualismo como atajo para la salvación.

Igual pienso cuando veo el llanto coral de quienes se mortifican por la muerte de su líder. El último episodio de este tipo de desconsuelos masivos, con la muchedumbre sollozando y a punto del desmayo colectivo, se ha producido en los funerales de Kim Jong–il, el siniestro y abotargado dictador de Corea del Norte que ha cometido la imperdonable ligereza de dejar huérfana a su prole, la legión que se lamenta al unísono.

Pero estos ceremoniales tan aplastantes de plañidera multitud son la negación de la persona y del derecho a la disidencia. A mí no me gustan nada: los encuentro sospechosos. Y además no son lo que parecen porque, a la larga, se ha descubierto que dando la impresión de sentido duelo nacional, lo que había en realidad es gato “enterrado”.

De modo que, so pena de exponerse a castigos públicos y ejemplares, a los asistentes más le valía adoptar expresiones compungidas hasta la exageración. Eso o una sanción: o lloras o te hacen llorar, no hay término medio. Se impone a porrazos el miedo entero.

A la historia universal de la infamia se puede llegar por otra clase de deshonor. Las formas de acceso son infinitas, tantas como tropelías existen. En ese escalafón de seres ruines el capitán del Costa Concordia ocupa plaza privilegiada. Su precipitada huida como si fuera una rata asustada lo ha dejado en el centro de las críticas.

Menos mal que como contrapunto a este fullero comportamiento, en el buque hundido abundan los hechos heroicos. Uno de ellos lo han protagonizado tres músicos malagueños. No estaban de vacaciones en el barco siniestrado sino que formaban parte de Pasarela Cuatro, el grupo musical que se encargaba de amenizar las veladas a los pasajeros. Ellos ponían la melodía en este maltrecho capítulo de Vacaciones en el mar.

Cuando se produjo el accidente estaban descansando después del primer pase de la noche. Acababan de despedirse de su público hasta una hora más tarde. Al husmearse el naufragio de porrazo, lo primero que hicieron fue comprobar que sus pertenencias, los instrumentos y todo el equipo no habían sufrido daños. Aparte de que con todo ese material se ganan la subsistencia, le tienen cariño. Después, en medio de la desbandada y del caos, lo único que se oyó fue el repiqueteo de las vajillas contra el suelo. Era el sonido del desastre.

El resto fue lo que los convirtió en seres excepcionales, por si ya no lo eran. Sin perder un instante, empezaron a poner a salvo a los turistas. Los tranquilizaron, le dieron ánimos y ayudaron en la evacuación hasta que salió el último. La naviera los había contratado como músicos y cantantes pero terminaron siendo salvavidas.

Desde un principio supieron que el crucero se iba a pique, y que los pasillos estaban taponados por el pánico. Sin embargo, no perdieron los nervios, y ayudaron a que los demás conservaran un mínimo de calma.

En el escenario se han enfrentado a peores tempestades. Están curados de espantos. Parece que no pero tienen una profesión de riesgo. No todo es entonar bien las canciones. A su regreso a Málaga han contado su peripecia: la de unos músicos que han evitado que la catástrofe fuera mayor.

El hundimiento de su trasatlántico frente a la costa de la isla de Giglio ha sacado a flote otras historias. Ellos son los nuevos componentes de la Orquesta del Titanic, aquellos que permanecieron tocando hasta el final para dar la sensación de que no había nada que temer.

El mar podía estar tragándose por completo hasta el último centímetro de la chimenea, podría remojar la bandera más alta, apagando de un soplido marino su arrogancia, y los camarotes pasarían a ser dominio de los peces, pero nada podría darse por perdido mientras siguiese sonando la música.

MANUEL BELLIDO MORA

13 de enero de 2012

  • 13.1.12
El cine, que tiene la capacidad de elevar a lo sublime las cosas que toca, suele dejar fuera de campo algunas hermosas historias que se generan a su alrededor. El resplandor de las estrellas no lo es todo. Entre bastidores, ajenas al encuadre, las pasiones también se desatan. En un mundo en el que todo se coaliga para, ante el público, dar sensación de felicidad, Vernon Dixon la encontró fuera.


Le irritaba el comportamiento caprichoso y voluble de los divos. Le resultaban insoportables las maneras de dictador de algunos directores, sus salidas de tono que elevaban varios grados la tensión en los rodajes, lo que los hacía complicados e indeseables. Le molestaba la falsedad en las relaciones humanas dentro de la fábrica de los sueños.

Por eso, en cuanto podía, se escapaba. Dejaba atrás las ficciones y se enfrentaba a la realidad junto al mar. Él había nacido en Ciudad del Cabo en Sudáfrica, pero su sol favorito era el de Málaga. Lo descubrió por primera vez en 1965, cuando formó parte del equipo de la película Mando Perdido, algunas de cuyas escenas se situaron en el litoral de esta provincia con un reparto de lujo: Alain Delon, Anthony Quinn y Claudia Cardinale.

Después, bien por motivos laborales o sencillamente para descansar, regresó en diversas ocasiones, hasta que decidió quedarse definitivamente. En Torremolinos encontró un refugio perfecto para sus pretensiones: ser una persona anónima, poderse confundir entre la gente, alejado de focos y cámaras, un lugar donde el sonido de las claquetas fuera imperceptible.

Echó cuentas: tenía bastante para vivir, para su aperitivo al mediodía, para el té de las cinco, para alguna noche de francachela. Y se vino con sus escasas pertenencias, algunas fotos dedicadas de sus amigos Alan Ladd, Deborah Kerr, Katharine Hepburn… y sus tres Óscares de Hollywood.

® AD ENTERTAINMENTS ||| PROHIBIDA SU REPRODUCCIÓNLos había conseguido por su meritorio trabajo como director artístico en Oliver (1968), de Carol Reed; Nicolas y Alejandra (1971), de Franklin J, Schaffner; y Barry Lyndon (1975), de Stanley Kubrick.

Eran el ligero equipaje que le había quedado de una larga carrera con cerca de medio centenar de largometrajes, entre ellos títulos tan destacados como Lord Jim, Las Zapatillas Rojas, Página en Blanco, La Condesa de Hong Kong y El Viento y el León, más un par de trabajos de la saga James Bond, incluida Sólo para tus Ojos, la última que rodó, en 1980.

Con justa fama de artesano preciosista, Vernon Dixon ideó los decorados en los que se lucieron celebridades de la talla de Sophia Loren, Dirk Bogarde, Cary Grant, Gary Cooper, Maurice Chevalier, Burt Lancaster, Marlon Brando, Gregory Peck, Michael Caine y Sean Connery.

Desengañado de la aparatosidad del cine, diseñó un escenario real para el resto de su vida, que fue longeva pues falleció el 14 de junio de 2009 en Torremolinos, a los 93 años de edad.

José Perea Cárdenas, el montillano con el que convivió como pareja desde 1978, se encargó de esparcir sus cenizas, siguiendo y respetando de manera escrupulosa la voluntad de su compañero. Y así fue, nunca mejor dicho, polvo de estrellas.

Con él, discreto, atento y gentil, Vernon Dixon compartió horas y viajes. Acompañándolo, en más de una ocasión el oscarizado visitante estuvo en Montilla y lo hizo de forma anónima, sin llamar la atención. Frecuentó nuestros bares, almorzó en algunos de ellos y se paseó sin que nadie lo reconociera, sin agobios, a gusto. Es lo que quería, andar desapercibido.

Su pasado había quedado atrás, y entonces verdaderamente se sintió un hombre libre que se había desligado de los compromisos y el ajetreo de la vida social, de la publicidad y de la permanente exposición pública que comporta el cine.

A muchos les subyuga ese modo de vida y suspiran por protagonizar portadas y entrevistas; él, sin embargo, recelaba de esas costumbres, procuraba apartarse de ellas para respirar sabiendo que nadie te vigila ni te acecha. De ese modo pasó el largo y provechoso tramo final de su existencia.

Evitando el contacto con la prensa y borrando su nombre de los listines telefónicos de los agentes, consiguió que se perdiese su rastro, que lo dejaran en paz frente al mar de la Costa del Sol. Él, que desde su posición de mago de la dirección artística seguramente había contribuido a la fascinación que muchos con los que se cruzó por la calle sienten por el cine, se volvió invisible, finalmente.

En todo ese tiempo contó con la complicidad de José Perea. Nuestro paisano, un hombre de aspecto tímido que aún conserva rasgos aniñados en sus expresiones, fue el remitente directo de sus confidencias y secretos. A él, sentados en el salón del piso con estupendas vistas al horizonte marino en pleno centro de Torremolinos, lo hizo partícipe de sus memorias, las de un gigante del cine que, en un mundo consagrado a la imagen, nunca quiso estar en el centro del objetivo.

Los tres premios Óscar que ganó se los tuvieron que mandar a casa. No recogió personalmente ninguno de ellos, porque la ceremonia de entrega en Los Ángeles, California, le pillaba por lo general fuera de Estados Unidos en plena faena de alguna película, pero sobre todo porque era un trámite que le resultaba incómodo, al estar precisamente rodeado de lujo y boato, algo que siempre le repelió, ya que sentía alergia a los actos mundanos.

No le gustaba exhibirse, se conformaba con la satisfacción personal. Pero había otra razón no menos importante: el Departamento de Estado norteamericano le ponía muchas objeciones e inconvenientes: se sospechaba que, con la excusa del premio, quisiera quedarse de manera fija allí y, además, lo llegó a tachar de "comunista".

Tenía motivos para no sentir simpatía por aquel país. Sólo una vez pasó por allí camino de las Bahamas para el rodaje de Abismo. Tampoco albergaba una impresión favorable de Stanley Kubrick. El tortuoso rodaje de Barry Lyndon y las infinitas exigencias del controvertido director (algunas prácticamente irrealizables) lo llevaron literalmente al hospital. El parte de víctimas de aquel mortificante rodaje es elocuente: uno de los operarios quedó loco para siempre y, al concluir las tomas, Vernon tuvo que permanecer seis meses de reposo.

Pepe es el guardián de sus recuerdos, el depositario de esta y bastantes más curiosidades. Los aprieta en su mente y en un puñado de fotografías. Un manojito de instantáneas que son la secuencia de su cariño.

Cuando lo conoció en el Pourquoi–pas, uno de los bares legendarios de la noche en Torremolinos, le pareció un tipo sencillo, caballeroso, atractivo y amable. Le sedujo su planta, como de galán retirado, pero también su conversación que le llamó la atención por lo mucho que había vivido sin dar la sensación de que estaba presumiendo como un pavo real.

Desde entonces se hicieron inseparables. Al principio, pendientes de la correspondencia postal y de las llamadas telefónicas; más tarde, dando el paso de irse a vivir juntos. Año y medio antes de la muerte de Vernon se casaron.

Nunca lo habían planeado, ni fue una concesión sentimental. De esa forma él, que conservaba su nacionalidad sudafricana y por tanto era un residente no comunitario, pudo ser atendido como un ciudadano español más en la Seguridad Social cuando su estado de salud se resintió. Estuvieron juntos tres décadas, un Óscar por cada una de ellas. Es lo que le ha quedado, el brillo de unas estatuillas que a diario, cuando las limpia, le sugiere el esplendor de su propia relación.

MANUEL BELLIDO MORA

8 de enero de 2012

  • 8.1.12
Cuando en 1979 se dio a la estampa Jirones de la patria chica, su autor José Ponferrada Gómez rondaba los sesenta años. A la edad en que la mayoría pone en marcha la cuenta atrás esperando el momento de su jubilación, él iniciaba una ingente labor editorial. En ese tramo de la vida en que se notan claramente los estragos del tiempo, en que te atosigan los apremios del cansancio y la desilusión, Pepe empezaba a poner en pie el edificio de su inmarcesible sabiduría, letra sobre letra.


Mientras los demás se resignaban a las imposiciones de la decrepitud, él se encaminaba a su periodo de esplendor, a una particular edad de oro en la que, como quien se haya en la plenitud de sus recursos, creó su obra más vigorosa, por fortaleza verbal y expresiva, por su fecunda erudición.

Y lo hizo con sólidos cimientos, los del rigor y la discreción, hasta enlazar una serie de veinte tomos -algunos de ellos en colaboración con su hijo José Antonio- en los que se amalgama el profundo conocimiento de los asuntos que abordaba –todos de indudable raíz montillana– con un estilo literario muy personal, que en su limpia y enjundiosa exposición, sabía cautivar a toda clase de lectores.

Pues bien, ya en aquel primer volumen editado en Gráficas Ariza de Córdoba con un soberbio dibujo de Rafael Rodríguez Portero en la cubierta, alusivo a motivos cervantinos, uno de los capítulos estaba dedicado a Juan Colín.

En él, tras resolver un malentendido sobre la verdadera identidad de este personaje, José Ponferrada Gómez nos daba detalles fidedignos sobre este Alguacil Mayor de Montilla que, mediado el siglo XVI, adquirió una importante notoriedad por su pasión por los caballos.

Suyos eran los mejores ejemplares que con la aprobación del Consejo de Montilla eran escogidos como sementales, llegado el momento del emparejamiento para la reproducción. De la fama de aquellos corceles y de la tradición equina de parajes como Enjugalbardas y Panchía da idea el papel preponderante que los animales allí criados tuvieron en América, Flandes y otras memorables campañas.

En su siguiente libro, Vilanos sobre Montilla, publicado un año después, en esta ocasión en la Imprenta San Pablo de Córdoba, los caballos volverían a tener gran relevancia. Con un alegórico dibujo de Lorenzo Marqués en su portada, en el interior de esta obra se dedicaba un amplio capítulo al caballo de pura sangre andaluza.

Se daba noticia de las acreditadas cuadras del Inca Garcilaso, de la casa nobiliaria de los Aguilar, del Marquesado de Priego y de la familia Alvear, de donde salieron bridones legendarios, entre ellos el célebre Mudarra, con el que El Gran Capitán culminó un buen número de sus gestas militares.

El artículo, en el que se recogía el muy montillano amor por los caballos de pura sangre, del que también habló Raúl Porras Barrenechea, venía ilustrado con sendos dibujos de Rafael Aguilar y Rafael Rodríguez. Viñetas muy apropiadas con las que, en enérgicos trazos, se remarcaba que este inveterado eco de galopes y relinchos había sido decisivo en fundamentales episodios de nuestra historia.

Además eran equinos que por sus particulares características representaban un prototipo de caballo montillano, “cuya finura de remos y matices constituían una especie de distintivo racial”. De hecho, se aplicaban toda clase de cuidados y precauciones para preservar su pureza de sangre y que ésta no se viera alterada por una selección de una yegua inadecuada.

Con aquellos tratados sobre el origen de la fama de los caballos montillanos, Pepe estaba contribuyendo al afianzamiento de este legado, transmitiendo a generaciones posteriores a la suya una valiosísima información. Gracias a ella ha conseguido que aficionados actuales a las caballerías conozcan el pasado y puedan remontarse a través de él a los precursores de este arte, el de la cabalgadura.

Así lo han entendido los componentes de Montilla Ecuestre, una asociación creada para divulgar todo lo relacionado con el mundo del caballo en Montilla, su cría, doma y disfrute. Su relación con este animal, tan frecuente motivo de inspiración artística, es en realidad un modo de vida diferente.

Con él aprenden a conocer el entorno dando paseos que los llevan por caminos y linderos hasta conocer a fondo la pequeña geografía local. A lomos de este compañero y amigo gozan de una visión elevada y distinta de las cosas.

Para este colectivo cultural y recreativo, que agrupa a un centenar de jinetes, el trabajo de José Ponferrada Gómez ha sido esencial para conservar y divulgar la vinculación equina de la ciudad. Por eso lo han nombrado Socio de Honor, en agradecimiento por su valiosa aportación a la tradición ecuestre montillana.

El tributo se ha hecho efectivo en un acto íntimo, en el domicilio familiar del nonagenario escritor y periodista. Hasta allí se desplazaron Francisco Pedraza y Cecilio Espejo. Ambos, en presencia de su hijo mayor José Antonio Ponferrada, le entregaron una placa de plata para sintetizar en ella, de manera sencilla, la admiración y el respeto que les merece por su larga dedicación a la divulgación de la historia de Montilla, en particular por todo lo relacionado con los caballos.

El encuentro, cálido y emotivo, dio lugar a una agradable e interesante tertulia en la que el autor homenajeado, además de agradecer el reconocimiento, asombró a los presentes con su inagotable y fresca memoria, contando anécdotas y detalles tan deliciosas como de gran poder evocador.

Tengo la sensación de que, impresionados por la sabiduría y elocuencia del agasajado, Paco y Cecilio salieron de la casa con la certeza de que habían compartido un rato inolvidable con un auténtico caballero de las letras. Rafa Aguilar, que inmortalizó este sentido y sincero homenaje promovido por Montilla Ecuestre, puede igualmente certificar la extraordinaria categoría de este pequeño acontecimiento.

Con él, para celebrarlo, hicimos una primera parada en la Taberna el Bolero. Allí, lo que son las cosas, entre el bullicio de los parroquianos entablamos conversación con un veterinario. Es un paisano que ha ejercido este oficio durante bastantes años en Aljaraque, Huelva, una tierra donde también es patente la relevancia de los cuadrúpedos.

Él, que tiene mucho que contar sobre el comportamiento de caballos y jinetes, dio en la clave. Conocedor del uso actual de este bello equino, nos dijo que frente a quienes montan en la cabalgadura siempre hay que hacer una distinción. Una cosa son los caballeros, que aman y cuidan a sus potros. Y otra muy diferente los caballistas, esos que lo utilizan como un signo de relevancia social, exhibiéndose con ellos en ferias, romerías y saraos.

De los primeros formarían parte los integrantes de Montilla Ecuestre. A la segunda clase, los que se pavonean en su montura, pertenecería Cayetano Martínez de Irujo, el lenguaraz y ocioso hijo de la Duquesa de Alba, y todos sus lacayos.

MANUEL BELLIDO MORA
FOTOGRAFÍA: RAFAGUILAR

31 de diciembre de 2011

  • 31.12.11
Decididamente el invierno ha dicho "aquí estoy yo". Es el tiempo de la escarcha, con termómetros que tiritan, témpanos orgullosos y heladas tramposas, de resbaladizas. Es el sino de los ateridos que cuanto más vehementes, más pasmo dan.


No hace falta salir a la calle para palpar la naturaleza arrecida de las cosas. No es preciso esperar el turno del hombre (o la mujer) del tiempo en los informativos para saber que todo, incluso la política, está bajo cero: "congelada". Es la palabra de moda. Es la receta fría: recortes y congelaciones. Y como se esperaba, el nuevo Gobierno ha recurrido a ella para sacar del apuro al país, para remendar el tremendo descosido.

Su objetivo inmediato, reducir casi 9.000 millones de euros en el déficit público. Llama la atención que entre las medidas para conseguir esa meta y equilibrar las cuentas, de nuevo se ha puesto en la diana a los funcionarios.

Es verdad que se han acometen otras iniciativas (incrementos fiscales con subidas progresivas en el IBI y el IRPF, desgravaciones por compra de viviendas, congelación del salario mínimo interprofesional entre otras) pero salta a la vista que el nuevo Ejecutivo, como ya hiciera el gabinete socialista que le precedió, le da otro revolcón a los empleados públicos, los somete al viejo argumento del pim, pam, pum… ¡Fuego! Como si este colectivo, tan baqueteado históricamente, fuera la raíz de todos los males.

Y al hacerlo no deja de rondar la sospecha de la demagogia. Lo fácil y útil políticamente hablando es cargar contra quienes trabajan para la Administración. Es, por desgracia, una norma muy extendida y socorrida, porque parece que dirigir las acusaciones contra ellos da una importante rentabilidad electoral.

Se les presenta como una especie de casta con toda clase de privilegios, como un sector de vagos acostumbrados al escaqueo y a disfrutar de sueldos extraordinarios, y ya está, se quedan tan anchos. Se les difama, se les hace motivo de chanza y se les representa como parásitos sociales. Así que ataquémosles y tendremos de nuestra parte el favor popular.

A esta práctica tan peligrosa se han suscrito nuestros gobernantes de la forma más irresponsable que imaginarse pueda. Pero como sucede con todas las medias verdades, en ellas, y en ésta también, subsiste más mentira que certeza.

Los funcionarios no son quienes han llevado al despilfarro en la Administración. No son culpables de sus desatinos. Ellos no han organizado ni planificado la acción de gobierno. No se han autoadjudicado sueldos mareantes, ni han inventado departamentos inútiles para colocar a los afines ideológicos.

Pero está bien visto maltratarlos. Y todo porque su gran pecado, en pleno apogeo de la precariedad laboral (esos minicontratos ofensivos a la dignidad que se nos echan encima si alguien no lo evita), es que gozan de un empleo fijo. Y efectivamente así es, pero se lo tienen currado.

Miren a su alrededor, y lo verán. Funcionarios son los médicos que nos sacan de los apuros en los quirófanos y las consultas. También lo son las enfermeras que, aplicadas en su tarea, contribuyen a reparar la salud de los que la tienen maltrecha.

Funcionarios son, igualmente, los maestros de escuela, esos que en muchos casos conocen mejor a los hijos que los mismos padres, y que le dedican más tiempo que a su propia familia. Lo son además los profesores de instituto que se desgañitan en el empeño de inculcar una formación cultural a sus alumnos.

Lo son, cómo no, quienes desde sus puestos administran y procuran justicia. Y los que protegen y cuidan el medio ambiente. Y tantas otras cosas que, por rutinarias, se toman por corrientes y habituales.

Es el trabajo fijo que tienen, curarnos y enseñarnos, defendernos de los poderosos y mejorar la calidad de nuestra vida. Creo que, al menos, se merecen un respeto, una reparación moral ya que, por el carácter de su puesto de trabajo, están expuestos a que cualquier ministro de turno le meta las manos en los bolsillos cada vez que le venga en gana, sin que ellos puedan hacer nada para impedirlo.

Si les congelan el salario, se tienen que conformar; si se lo rebajan, también. De acuerdo, el coste de la crisis se debe soportar entre todos, pero a estas alturas no hay quien se crea, excepto los ignorantes sin remedio, que con poner firmes a los funcionarios y aumentarle el horario se arreglan los desaguisados.

Sería ridículo pretender idealizarlos y ponerlos como seres inmaculados (en todos los gremios hay malages y aprovechados, también por supuesto entre los burócratas) pero siendo objetivos es un gremio que no merece la imagen que se trata de perpetuar, tan tópica y anacrónica.

Es pronto para reprochar falta de contundencia y profundidad a las primeras decisiones económicas de Rajoy, conforme. Por lo pronto ahí están éstas y dentro de poco lo más seguro es que vendrán algunas de mayor envergadura.

Entre ellas, se echa de menos desde hace tiempo una verdadera reforma fiscal que saque a flote la economía sumergida, bajo la que se esconden cifras multimillonarias, de las que únicamente se benefician sus poseedores.

Pero no sólo es una cuestión monetaria, es que detrás de ese mundo opaco lo que hay es, sobre todo, un comportamiento radicalmente insolidario (eluden sus obligaciones fiscales y tapan sus fortunas pero se aprovechan al máximo de las prestaciones públicas).

Si se consiguiera aflorar esa bolsa de dinero oculto se habría dado un gran paso, y se podría empezar a hablar de transparencia y equidad. Y lo mismo sucede con la necesidad de un control más eficaz de la actividad bancaria, tras la que se parapetan privilegios tributarios y formas de negocios que no rinden cuentas al Estado.

Con estos toros tan difíciles de lidiar nadie se ha atrevido hasta ahora, ni antes con un signo político supuestamente progresista ni por ahora en que corresponde el turno a los llamados conservadores. Y si fue decepcionante que no lo hicieran los sucesivos gobiernos de izquierdas, no lo será menos que, en adelante, todo eso continúe siendo algo intocable.

Para empezar no se puede tachar de "timoratos" estos pasos iniciales para aplacar el desequilibrio presupuestario, pero no pocas de las medidas adoptadas desprenden un inequívoco tufo populista. La consigna es recortar todo lo que se pueda, y si con esto se produce un escarmiento público, mucho mejor.

La gente, que está envenenada por el derroche y el dispendio que se viene atribuyendo a las subvenciones, es fácil de satisfacer. Les hace felices que se hayan reducido las ayudas a partidos políticos, sindicatos y patronal, “esos mangantes”.

Pero todo el mundo sabe que, en las grandes cuentas de la nación, esas cantidades no significan un ahorro sustancial. Su incidencia es relativa y eso lo puede deducir hasta el más torpe de los expertos. Pero, ahora bien, tienen un formidable efecto propagandístico.

MANUEL BELLIDO MORA

23 de diciembre de 2011

  • 23.12.11
Al entrar en la cama siempre hago un gesto mecánico antes de que me atrape el sueño. Es un movimiento de sonámbulo, como hecho a tientas. Al cabo de las horas lo repito, cuando logro desenredarme de los posesivos tentáculos del sopor: en medio no opongo resistencia alguna a lo inevitable, el rutinario asalto y liberación del subconsciente que bajo el embozo de la nocturnidad hace de las suyas y me revuelve los sesos, hurgando con dedos ansiosos en sus profundidades. Es el paréntesis en el que presumiblemente duermes, dejémoslo ahí para no soliviantar el celo profesional de los psiquiatras, para no ser un intruso en su orla académica.


Un instante antes de perder la conciencia sumergido en el éter del cobertor, como un ser robotizado desenchufo la radio, de un manotazo, de un tirón sin sutilezas. El run run de las noticias es mi arrorró, mi plumón de onomatopeyas cada noche. Cuando me descuido, estoy frito, anegado por el cloroformo. Pero al abrir los ojos, la actualidad sigue parpadeando, lo que no deja de ser un consuelo. Es señal (mala o buena, ese es otro cantar) de que seguimos vivos. De que afuera continua el tránsito.

Ayer, 22 de diciembre, el Día del Gordo -del sorteo navideño, como es obvio- pensé al clarear la mañana que el mundo seguiría dando vueltas, esta vez como un bombo apelotonado de bolitas numeradas.

Un periodista, como acreedor de la realidad que es, quiere las cosas en la mano, legales. Numeradas, como las fechas de almanaque. Un perista, a lo mejor no. Un procesado en el caso Malaya, tampoco. Y no sigo. Para no dar sensación de que padecemos una infección de carteristas de guante blanco.

Total que, aunque ayer empezaba todo para Mariano Rajoy y su gabinete de prebostes, el país casi entero miraba para otro lado, estaba pendiente de la fortuna, lo confiaba todo a unos cuantos décimos, cuando debiera hacerlo a un número uno.

Ese albur, los desconcertantes e impredecibles senderos del azar, ha terminando forrando a unos pocos y ha arruinado las previsiones matemáticas, otra vez. Adiós algoritmos, bye bye equivocados cómputos de probabilidades. Al final las cuentas le han salido a los que menos números hacen. La tormenta de millones ha descargado en un secarral, en mitad de los Monegros, esa patria sin hierbas.

Acostumbrados al olvido, a que hasta las nubes y los pájaros le den de lado, allí ha puesto el huevo el hado, donde sopla el Cierzo, “dime si es viento o es Cierzo” (le tomo el verso a Ángel Petisme, prestado para ulular con él).

Lo que no atinan a hacer los geógrafos, lo que es letra pequeña en el Instituto de Estadística, lo que empequeñecido en la cartografía apenas se consigna, lo que incluso a Google maps cuesta encontrar, la carambola corrige.

El 58.268 ha puesto a Grañén en el mapa, y a sus escasos dos mil habitantes en la cabecera de los informativos. Les ha tocado tanto que, ebrios de capital, se podrían dar a las excentricidades, a contrarrestar con Moet & Chandon la aridez de su tierra largamente agraviada, a humedecer el erial con el más rutilante cava como quien esparce en él burbujeante oro. Eso y lo que se propongan, pues los billetes acarician hasta el último reducto de su baturra anatomía. Que sepan disfrutarlos. Y que les cunda.

Donde menos se ha comprado es donde más ha caído. A ver qué ciencia explica esto. A eso le llaman coger cacho. Hacienda, tan tiesa, promete abrir Delegación de inmediato. Desde ahora, Las Vegas carpetovetónica tiene acento maño. Y en su nueva posición nada se antoja exagerado ni imposible.

Es lo que tiene volverse acaudalado de repente. Para ellos se acabaron las estrecheces y los titubeos de mileurista, esas angustias ya no viven allí. En este momento, si se lo proponen, podrían tapizar la mantelería con euros de 500 en la cena de Nochebuena, pero ¡ojo a lo que se vayan a echar a la boca! ¡Cuidado con los manjares que ponen encima de la mesa!

De un atracón de fajo de cheques, lo más que les puede sobrevenir, si se complica la digestión, es un eructo de banquero, calderilla de hiato, ardor de bróker. Esa, amigos, es su nueva situación contable, su acomodada sonrisa, como de rico antiguo.

Ahora bien, si lo que se les apetece -pide por esa boca– es hincarle el diente a un pulpo, sea precavido. Es feo, pero apetitoso. A la gallega, irresistible, siempre que todo esté en regla. Esa es la condición.

Todavía estaba oscuro, y era antes de que el bombo de la chiripa echase a rodar, cuando en el boletín de noticias la advertencia radiofónica nos ha puesto sobre aviso, en alerta de lo dañina que, en estos fastos gastronómicos, puede resultar la ingesta de este cefalópodo con ventosas, en caso de que no esté en buen estado. Como te agarre, apañado vas. Prepárate para la urticaria. El que avisa no es mariscador.

Pero lo que más me ha llamado la atención es la manera de contar el hecho. Resulta que la inspección pesquera de la Junta de Andalucía en Málaga ha intervenido tonelada y media de pulpo no apto para el consumo procedente del puerto de La Caleta de Vélez. Hasta ahí todo bien.

Dentro de sus obligaciones, el personal de la Delegación de Pesca, en colaboración con agentes del Seprona de la Guardia Civil, ha evitado que se comercialice un producto por no cumplir las normas sanitarias. Perfecto. De esa intoxicación se libran.

Lo que ocurre es que si se observa detenidamente el comunicado oficial, da la impresión de que en lugar de pacíficos pulpos, se ha echado el lazo a peligrosos delincuentes. Tan sólo les ha faltado colocarle los grilletes, por lo manera que está escrito, con tono de parte de comisaría.

La información distribuida por Europa Press explicaba que en el marco de esta operación “se ha incautado 14 kilogramos de pulpo de talla antirreglamentaria (…) y sin la documentación que acreditase su trazabilidad”. Es decir, que cuando las han pescado estas piezas tenían menos papeles que un pulpo. A quién se le ocurre.

Recogido por otros medios de comunicación, entre ellos las emisoras de radio, para relatar esta captura el texto también hablaba de que además se había “levantado un acta por tenencia de pulpo sin el correspondiente etiquetado que acreditase su legal procedencia”.

Nada más escuchar o leer este tipo de notas, sacas conclusiones, al menos dos: primero, es mejor que no te pongan por delante una tapita de este invertebrado aunque sea a feira, que tan rica está, en caso de que burle los preceptos sanitarios. Y segundo, no cumplirán la normativa pero, desde luego, no merecen ser tratados como vulgares malhechores.

Es significativo el trasvase de términos judiciales que son más propios de maderos a otros ámbitos. De esa contaminación (tenencia ilícita, indocumentados, incautaciones...) ya no se libran ni los pulpos. Pobrecitos. Animalitos.

MANUEL BELLIDO MORA

17 de diciembre de 2011

  • 17.12.11
Conozco a un tipo, un rockero empedernido que, sin embargo, en los últimos meses ha desarrollado una extraña y no identificada patología: le producen náuseas los conciertos masificados, esos ceremoniales de adoración colectiva de una estrella que, vista desde lejos, es como una figura diminuta, cuyos movimientos sólo es posible seguir en las pantallas de video de grandes proporciones de las que se hace acompañar en su macroespectáculos.


A este tipo de conciertos, donde el espectador es una partícula más en una multitud cabeceante, se le ha venido en llamar rock de estadio. Tal como están concebidos -parafernalia invasiva y gigantismo a tutiplén– resultan chocantes para un aficionado sensible. Entre el amasijo de la muchedumbre apretada no eres nadie. El único que hace negocio es el promotor y el ídolo, allí a lo lejos.

Da la sensación de que el público, que se cuenta por millares, disfruta con lo que está viendo, pero a él, el paciente y sufrido rockero agobiado entre la multitud, le crece la sensación de estafa en el estómago.

Durante años no se ha perdido ninguno de estos acontecimientos, anunciados a bombo y platillo por la prensa. Siempre había pagado religiosamente el desorbitado importe de su localidad, se había desplazado muchos kilómetros desde su pueblo para ser de los primeros y, después del mega recital, cogía el camino de vuelta a casa.

Nunca regresaba sólo. A su lado, poco a poco, iba tomando forma una especie de malestar. Cada vez le indignaba más que, durante la actuación, el personal prefiriera la cháchara a prestar atención a lo que sucedía en el escenario.

A medida que pasaban los años, aquel murmullo le resultaba insoportable. No comprendía que después de dejarse medio salario en la taquilla, los supuestos fans perdieran el tiempo charlando sin parar sin importarle en absoluto lo que, frente a él, hacía su artista favorito, a quien graciosamente habían dejado la pasta.

Pero, pese a tantas inconveniencias, no notaba del todo los síntomas de la embrionaria aversión que se le extendía por la piel. Hoy, al escuchar en la radio la noticia de que se han puesto a la venta las entradas para el bolo de Bruce Springsteen en Sevilla, no ha reaccionado con irritación, sino con ironía. “Espérame sentado”, ha sido su lacónico comentario.

El Boss, así se le conoce, se pierde a un seguidor. Digamos que se van a ignorar mutuamente, pero nada de esto va a cambiar algo que está cantado: llenará de nuevo el estadio de La Cartuja. Y para hacerlo no necesita promoción ni publicidad extra.

Estar allí se va a convertir, más que en un cuerpo a cuerpo con tu cantante favorito, en un acto social más. La mayoría, en su vida ha oído un disco del autor de Born to run ni se ha molestado en conocer lo que cuenta en sus letras (les daría un soponcio de averiguarlo), pero eso importa bien poco. Springsteen se ha convertido en una necesidad colectiva, en un adorno de la cultura postiza.

Pero el hecho de que abarrote auditorios, o que también los Stones y U2 cuando vuelvan a salir de gira, es una imagen engañosa. En cada una de sus performances podrán colgar el cartel de “agotadas todas las localidades”, pero el rock sigue bajo mínimos en España, por no decir por los suelos, arrastrándose.

Las guitarras eléctricas entraron a la península hace alrededor de cincuenta años. Los primeros en empuñarlas están jubilados, o a punto de serlo. Se han hecho viejos con la triste sensación de que en España no hay cultura rock. Bueno, en realidad no es un atrevimiento aseverar que carecemos de cultura juvenil. Es así, un auténtico contrasentido, porque ¿cómo es posible estar a la última sin tener ni pajolera idea de los clásicos?

A diferencia de los argentinos, que han idealizado y contagiado de una generación a otra el gusto por sus mejores artistas, en la piel de toro nos hemos apresurado en sepultarlos por el olvido. Resistente y obstinado sólo ha sobrevivido Miguel Ríos pero, en lugar de reconocerle sus grandes méritos, le buscamos su lado oscuro, aunque no lo tenga. No tenemos remedio.

La afición al rock no caduca. Es minoritaria, de acuerdo, pero eso no es lo peor. Lo más desalentador es que los jóvenes, por lo general, ignoran las proezas y los éxitos de los pioneros de este género. Tienen a su alcance más música de la imaginable y, sin embargo, desconocen los discos que triunfaron en los años sesenta.

Cuando los descubren alucinan en colores. Les ha pasado a cuatro estudiantes de Comunicación Audiovisual de la Universidad de Málaga. Sienten predilección por el sonido sixtie, algo que se ha contagiado a otros compañeros y a numerosas bandas actuales.

Creían que todo venía de Gran Bretaña o que tenía marchamo gringo, hasta que se han dado cuenta de un deslumbrante hecho histórico: en la Costa del Sol se pusieron a punto algunas de las formaciones más potentes y atractivas de aquella época. Entre ellas, su favorita es Los Iberos.

Están atrapados por sus canciones, tan persuasivas y contagiosas como el primer día. Ellos las descubrieron leyendo el libro Una historia del Pop malagueño, escrito por Javier Ojeda. Lo que ha sido la mejor forma de saber que así está cumpliendo su objetivo, que es un texto útil. Que es una monografía atestada de erudición, pero sin un gramo de nostalgia.

Escribirla ha abierto puertas. Por lo pronto, este grupo de alumnos se han lanzado al proyecto de hacer un documental. Quieren reconstruir la historia del conjunto (primero fue una orquesta de baile) a través del cual el rock entró en Málaga.

También pretenden calibrar la influencia y la proyección que tanto tiempo después sigue teniendo entre la gente actual. Además, aspiran a resolver una intrigante incógnita: ¿por qué teniéndolo todo, un formidable repertorio, un directo insuperable y voces armoniosas, no perduraron? ¿Qué los hizo invisibles?

Hay varias razones que pueden explicarlo. Vivimos en un país sin una prensa musical consistente y con influencia real. En un estado en el que, generalmente, las emisoras y medios de comunicación generalistas han dado la espalda al rock. Habitamos en una sociedad, resentida y chata, en la que se nace para olvidar.

MANUEL BELLIDO MORA

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