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Manuel Bellido Mora | Hotel Babel (VI)

El Hotel Comercio hacía esquina con las calles Angustias y Corredera y, dada su longitud, casi llegaba hasta la calle Escuelas: tal era su profundidad, como un gran rectángulo alargado. En su origen, previo a su uso residencial como hotel, llegó a conectar dos de las vías principales de Montilla, con entrada y salida en ambos extremos, postigo incluido.

Fachada del antiguo Hotel Comercio, durante unas obras en 2015.
[FOTO: JOSÉ ANTONIO AGUILAR]

Ocupaba un enorme solar señorial y mostraba su portada labrada con diferentes símbolos y ornamentos —entre ellos, una cruz que, dentro de una elegante sencillez, denota su procedencia—. Antes, en el siglo XVIII, había pertenecido, primero a los Aguilar Tablada y, después, ya entrada la siguiente centuria, a la familia Riobóo, ambos grandes propietarios de fincas, al ser destacados miembros de la oligarquía local.

Por desgracia, esta casona en pleno centro histórico de la ciudad fue escenario de un trágico hecho: la muerte por disparo de bala del terrateniente Francisco Solano Riobóo. Fue en una revuelta que se conoce como Los Sucesos de Montilla, que tuvieron lugar el 12 y el 13 de febrero de 1873, en un panorama conflictivo de agitaciones campesinas.

La víctima cayó fulminada en el tiroteo cuando trataba de huir de sus perseguidores, escalando un muro de su propia vivienda. El militar, antiguo oficial de la Guardia Civil, Rafael Requena Salas, testigo de aquellos tumultos, criticó la pasividad de la fuerza pública ante unos disturbios que provocaron caos y violencia desatada.

AGUAS DE MONTILLA

En sus memorias, publicadas por el Ayuntamiento de Montilla en fecha aún reciente, Requena Salas no habla del asesinato en sí mismo, aunque sí lo hace del entierro de Riobóo. Y concentra sus comentarios en la ineficacia y dejadez del Gobierno frente a los revoltosos.

A este mortal y grave incidente, acaecido en los traspatios del número 39 de la calle Corredera, también se refirieron en una premiada investigación de José Calvo Poyato y José Luis Casas. El relato contiene elementos crueles y terroríficos, ya que, después de ser abatido por las pistolas, el cuerpo de este rico hacendado, entonces ya octogenario, sufrió mutilaciones y ataques con una espiocha, según los testimonios recogidos por los autores de este estudio. “El cadáver de Riobóo quedó expuesto a la curiosidad y mofa hasta la noche siguiente, en que fue depositado en la iglesia del Convento de San Francisco”, detallan los investigadores.

Antonio Luis Jiménez Barranco, que se mueve como pez en el agua entre legajos, documentos, registros y libros antiguos, guarda una curiosa conexión con esta relevante casa, marcada por este cruento episodio. Su bisabuelo, Antonio Jiménez Soto, dueño de la Huerta de El Chorrillo desde 1922, adquirió una parte de ella, la que da a la calle Escuelas.

Antonio Jiménez Carmona y María Tejada Pérez, propietarios de la Huerta de El Chorrillo.
[ARCHIVO FOTOGRÁFICO: ANTONIO LUIS JIMÉNEZ BARRANCO]

“Aquella casa era el centro neurálgico de mi familia —evoca Antonio Luis—. Mi abuelo paterno era ganadero, tenía vacas y la leche, en gran parte, se vendía en aquella casa. Allí se llevaba la leche, la fruta, la verdura, los huevos y las hortalizas de El Chorrillo. Y, durante unos años, en la década de los cincuenta y sesenta, los médicos pediatras recomendaban y recetaban aquella leche de vaca, la de nuestra huerta, como la más apropiada para la alimentación de los niños desnutridos”.

Habiendo sido un chiquillo tremendamente curioso, a Antonio Luis le resulta fácil reconstruir la vivienda de sus abuelos con toda clase de pormenores. Y, entre otras cosas, le llamaba la atención que una de las cubiertas del terreno colindante vertiese las aguas de lluvia sobre la azotea y la terraza de su familia.

Atribuye esto a las sucesivas particiones de la saga Riobóo Alvear antes de la apertura del hotel, lo que, como era de esperar, conllevó otra serie de remodelaciones para adaptarlo a esta nueva función. “Era un tejado que no era nuestro, sino que correspondía a la colindante de la calle Corredera. Era una rareza, una anomalía que parecía no tener sentido”.

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El contrato de compraventa, cerrado en 1934 con María de los Ángeles Riobóo Alvear en pleno desarrollo de la Segunda República en España, contenía, por lo visto, un curioso y eclesial recargo, no precisamente fiscal: llevaba implícito el abono de treinta misas por el flamante titular del inmueble, pero el recién instaurado nuevo régimen, que declaraba al país laico y no católico, lo eximió finalmente de esta obligación, según nos explica Agustín Jiménez Tejada, que se lo oyó decir muchas veces a su padre.

No obstante, esta llamativa cláusula, muy usual en el pasado, no está consignada en la escritura pública. Lo que sí recoge el efecto notarial donde se describen los distintos cuerpos y habitaciones es que constaba de una superficie superior a doscientos metros cuadrados (240, exactamente) con “corral, pozo y sótano”.

Aparte de esta anécdota, lo principal es que el espacioso edificio original ya había sido, digamos, troceado. Quedaba poco para que, en un siguiente movimiento, se transformara en hotel gracias a la iniciativa de Manuel Berral. Con su aspecto de imponente inmueble cargado de historia, era el marco ideal para abrir una hospedería moderna y de nivel. Y así se hizo.

Tienda de comestibles de Luisa Bellido e hijos en la calle Escuelas.
Tras el mostrador están Sole Bellido, Luisa Bellido, Pepe Bellido y Miguel Bellido, entonces un niño.
[ARCHIVO FOTOGRÁFICO: CONCHI BELLIDO BELLIDO]

Un muro medianero lo separaba de la casa de la familia Jiménez Tejada, que tenía su entrada en la calle Escuelas. Estaba justo en frente al horno y la tienda de comestibles de José Bellido Domínguez y Luisa Bellido Hidalgo. La proximidad y el trato afectivo hicieron que toda aquella manzana se desenvolviera como una gran comunidad solidaria.

Mantenían unas sólidas relaciones con el Hotel Comercio, que iban más allá de lo estrictamente comercial. Existía una ayuda mutua, lo que hoy se denomina "sororidad" entre mujeres. Luisa Bellido, que era algo mayor, ayudó en todo lo que pudo a María Tejada Pérez. “Tenía una gran relación con ella —cuenta Conchi Bellido— porque María vino muy joven y pronto tuvo un embarazo detrás de otro. Le ayudaba, le daba consejos, la orientaba en momentos tan complicados...”.

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Más que amigos


Eran años en los que las mujeres no habían salido de un parto cuando ya venía otro de camino. Luisa Bellido dio a luz doce veces. Al final, pudo sacar adelante a ocho hijos, cuatro varones y cuatro mujeres. Y María, su vecina, tampoco se quedó corta trayendo al mundo a siete. Eran mujeres valientes y trabajadoras. Y muy sufridas.

Ambas tenían huerta y sabían de sobra lo que suponía trabajar en el campo en unos tiempos de carencias y restricciones, con la hambruna acorralando a incontables vecinos. En la panadería y en el despacho de ultramarinos había todo lo necesario para sobrevivir. Y el hotel, a escaso metros, lo prefirió para abastecerse.

“Ellos se llevaban de aquí todo lo que necesitaban para el día a día de su negocio”, me dice Conchi Bellido, que fue testigo de la amistad y el trato amable, cercano y directo entre su madre y Felisa, la regidora del hotel. “Lo mismo se llevaban el pan que otras cosas y artículos de la tienda, como arroz, azúcar, legumbres, cereales... En fin, todo lo que se gasta y es útil en una casa de huéspedes. Y seguro que también dentro de su compra diaria se llevarían hojaldres y tortas para el desayuno de ellos y de los clientes”.

Miguel Bellido Bellido, en una imagen de 2008.
[FOTO: JOSÉ ANTONIO AGUILAR]

De la estrecha relación y mutua confianza entre Luisa Bellido y Felisa Repiso da idea un hecho concreto y luctuoso. Conchi y Miguel, los hermanos más pequeños de la familia Bellido, hallaron acogida y efímera residencia en el hotel cuando murió repentinamente su padre, mi abuelo José Bellido a quien yo, que nací en 1959, ni siquiera llegué a conocer. Identifico su imagen con una foto ampliada de esas tipo carnet, que era una manera de tenerlo presente.

“Felisa era una mujer atenta, cariñosa y encantadora; para nosotros era como familia. Nos acogió porque en aquellos años no había tanatorio y los duelos y velorios se hacían en el propio domicilio del difunto. Para evitarnos todas esas horas de dolor, ella nos acogió en su casa. Lo que hizo fue quitarnos de en medio porque éramos los niños más chicos. Y no solo esto:Felisa se ocupó personalmente de preparar un gran cocido que llevó al horno para socorrer en un trance tan amargo, para que todos comieran ese día”.

Para Conchi, que recuerda perfectamente con agradecimiento los tres días que pasó allí debido al fallecimiento de su padre, el hotel no tenía secretos, dada su férrea amistad con Pepi Luna, que se extendía al resto de sus hermanos. “Éramos amigas desde niñas, por lo que pasábamos mucho tiempo juntas. Además, las dos formábamos parte de una familia de negocios, por lo que entre las dos casas había mucha comunicación. Lo que hacía falta en un sitio lo encontrabas en el otro:eran complementarios”.

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Esta constante convivencia comportaba otras ventajas, una especie de salvoconducto para andar a sus anchas en el hotel viendo de cerca a los artistas que allí pernoctaban. De esta manera, sin tener las limitaciones y barreras del resto de muchachas que se quedaban en la calle a la espera de los famosos de turno, Conchi Bellido estuvo a muy escasa distancia de cantantes a los que admiraba: “Vi a Antonio Machín y a Marifé de Triana; a Dolores Abril y a su pareja, Juanito Valderrama; a Marchena y El Malagueño. Las chiquillas nos poníamos locas siguiendo a los artistas cuando venían”.

Pronto, la vecindad se convirtió en algo más. Miguel Bellido y Pepi Jiménez Tejada, se ennoviaron. Tan solo tenían que cruzar la calle para verse. El matrimonio representó un lazo que unió definitivamente a familias que ya se querían de antemano.

El patio de María con sus macetas y flores, siempre cuidadas y mimadas como seres humanos, es uno de mis primeros recuerdos. Al entrar allí también me fijé en Paco Jiménez, que sobresalía en inteligencia, preparación y amor a la lectura. De pequeño había padecido poliomielitis, una parálisis infantil con severas secuelas, lo que le obligaba a llevar una muleta en sus paseos y desplazamientos. Esa cruel enfermedad le llegó cuando él tenía escasos meses. Y lo marcó para los restos, mermando su movilidad y, lo que es peor, su ánimo.

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MANUEL BELLIDO MORA
FOTOGRAFÍA: VARIOS AUTORES

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