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COLEGIO PROFESIONAL DE PERIODISTAS DE ANDALUCÍA

Mostrando entradas con la etiqueta Hasta los huesos [Carmen Suárez]. Mostrar todas las entradas
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5 de abril de 2016

  • 5.4.16
Estábamos al borde de la charca cuando llegaron. Un resplandor en el cielo, un ruido ensordecedor. Las ranas saltaron y se sumergieron en el agua, los pájaros abrieron sus alas y huyeron volando. Andrés me dijo que había un felino de los pantanos a escasos metros y que también huía. Lo busqué, pero mi hermano me echó en cara que había tardado mucho en mirar y que ahora ya no estaba. Triste porque no había visto a la legendaria criatura, lo seguí a través de los marjales. Más allá del faro, del acantilado, había una ciudad de edificios blancos ocupados por el bosque.



Subimos a lo alto por las estrechas escaleras de piedra. Dalia nos había prohibido tomar ese camino. Pero ella estaba ahora en casa, más abajo. La niebla cubría los marjales y nadie podía vernos desde el suelo. Lo único que distinguíamos eran los escalones y la luz del faro sobre nuestras cabezas.

Mi infancia la pasé allí, en la ciénaga cerca de la gran ciudad. Un puñado de casas, cabañas de pescadores. No había término medio en las edades: o eras un anciano o eras un niño. Las viejas costumbres no morían y ni mi hermano ni yo creíamos que tuviéramos madre o padre. La única persona de mediana edad era la farera. No sabíamos cómo se llamaba. Era un mujer grande, de hombros y cara anchos y muy fuerte. Tenía el pelo del color de la arena seca y marcas de acné. Pero había algo en ella que atraía a todos los niños de los marjales. No era especialmente amable pero tampoco cruel. Si podía, nos dejaba pasar y subir a lo alto del faro. Desde allí podíamos ver, en los escasos días despejados, a las ballenas.

Mi hermano llegó primero a la cumbre. La niebla era más ligera allí y la ciudad en la bahía se hacía visible ante nosotros. Pero no había rastro de los visitantes. Andrés quiso caminar hacia la ciudad, bajar por la pared de roca y que tuviéramos que volver cuando fuera de noche. Dejé a mi hermano marchar y me dirigí al faro. La puerta, como siempre, se abrió antes de que llamara. Como si la mujer estuviera esperando a que alguien se acercara.

–¿Los has visto? –pregunté. Sus ojos verdes estaban vidriosos, como si no me viera, como si estuviera a punto de echarse a llorar. Yo tenía siete años y de verdad creía que quería llorar.

–Sí –respondió–. Tu hermano no debería bajar por el acantilado. Esta noche lloverá y el día ya es muy húmedo. Las piedras estarán mojadas y se caerá.

–Nunca se cae.

Me dejó pasar. El interior del faro era oscuro, lleno de aparejos de pesca. Un camastro en un rincón. Objetos plateados y de cristal cuya función desconocía estaban desperdigados en lo que a mí me parecía un desorden impropio de una adulta. Me agarré a la barandilla de metal y empecé a subir. Ella no me siguió. Se quedó en la puerta, dejando entrar retazos de niebla.

Desde arriba podía mirar el mar. Dalia me había dicho que cuando llegamos por primera vez no había tierra. Que tuvimos que esperar años y que los primeros vivíamos en casas bajo el agua. Pero que un día hubo un temblor enorme y que la tierra empezó a formarse y que a partir de entonces estuvimos solos. Pero ahora regresaban.

Las historias de Dalia no me interesaban. Yo sólo quería ver la ciudad y la criatura de metal que había descendido de los cielos. Pero el mar, como siempre, atrajo más mi atención. No podía distinguir con claridad la superficie. De vez en cuando, alzaba la vista hasta la gran bombilla del faro.

Un chasquido a mi izquierda y un pequeño destello de luz. La farera aspiró y espiró con lentitud y el humo chocó contra la ventana.

–Hoy no se verán ballenas –me dijo. Me puse de puntillas, para comprobar que no estuvieran escondidas a los pies del acantilado. Una mano fuerte me agarró por el cuello del jersey y me echó con cuidado hacia atrás.

–Te vas a caer contra el cristal.

Me revolví, me soltó, bajé corriendo. Mi hermano ya no estaba. Me acerqué al borde, a la pared, y distinguí una figura oscura al fondo. Me di la vuelta y regresé a casa por el camino correcto. A través del bosque.

Dalia lloraba cuando mi hermano apareció a altas horas de la noche. Tenía las mejillas sonrosadas y los ojos febriles. Daba saltos, hablaba muy alto, apartaba a Dalia de su camino y contaba mil historias de mundos lejanos. Yo, en el camastro, me arrebujaba en la manta de pelo para conservar el calor. No me había incorporado y mi hermano pasaba una y otra vez en torno a la estufa de turba y al hogar, todavía encendido. Dalia intentaba acostarlo. Murmuraba ajena a él una lista de enfermedades que podías pillar en la ciudad. Cuando comprendió que era imposible pararle, se sentó en mi camastro y me pegó un pellizco en la pierna.

–Tú no te vayas a la ciudad –me dijo–. No te vayas nunca. –Sollozó– Quédate conmigo.

Cerré los ojos. Mi hermano seguía hablando atropelladamente de las naves espaciales.

La vida en los marjales no cambió. Cada mañana Dalia nos despertaba, nos mandaba a la cabaña comunal y allí nos instruían. Qué era lo que nos enseñaban no lo recuerdo. Tradiciones, cuentos, mitos. Cazábamos ranas por la tarde, tal vez algún pescado. Mi hermano miraba siempre más allá del faro. Los otros niños querían ir, ver las naves, a los extranjeros. La farera, un día, nos dijo que la mayoría estaban enfermos.

–Nunca han venido –nos contó un día despejado, apoyados en lo alto del faro–. Han enfermado de cosas que a nosotros no nos afectan.

–¿Y si vamos nosotros con ellos también enfermaremos? –preguntó mi hermano.

–Sí.

–Son muy altos –dijo mi hermano.

–Algunos se han pasado más tiempo fuera de sus planetas que con los pies en ellos.

Yo no sabía a qué se referían. Buscaba con avidez las ballenas. Las señalaba, decía de qué raza eran, intentaba averiguar su edad y sexo. En los libros de la farera había esqueletos y me aprendí los nombres de sus huesos. A veces, con los que llegaban a la playa, tallábamos figuras. Antes Andrés había sido muy bueno. Siempre me regalaba felinos, ballenas y ranas. Ahora no tallaba. Su mente se hallaba perdida en las maravillas que había visto en la ciudad blanca ocupada por el bosque. Subía al faro a menudo. La mayoría de las veces la mujer no le dejaba entrar, así que se sentaba al borde de la pared del acantilado, observando la bahía. Si yo estaba a su lado, me repetía las historias que había contado una y otra vez. Si eran otros niños los que estaban cerca, callaba.

Dalia vivía obsesionada también con la ciudad. Cada día se dedicaba a lamentarse, a darme pellizcos y hacerme prometer que nunca iría. Limpiaba la casa, que nunca dejó de parecer sucia, y sacaba ratones y arañas de todos los rincones y los dejaba fuera. Sus manos temblaban. Una noche no abrió la puerta a Andrés. Le dijo que había vuelto muy tarde. No había luz en la cabaña pero yo distinguía su voluminosa figura junto a la puerta, aguardando las palabras de mi hermano. Pero él no dijo nada, no discutió. Durmió en la casa continua, donde le abrieron sin preguntas. Dalia lloró toda la noche al lado de mi cama, agarrándome como si temiera que fuera a desaparecer.

Cada día que pasaba era una prueba y pronto me descubrí aguantando la respiración, esperando. Algo iba a suceder pero yo no sabía qué. Era una intuición infantil que apenas afectaba a mis actividades diarias. Dalia miraba a menudo por las ventanas y salía a los marjales a pesar de que la humedad le sentaba mal a los huesos. Andrés desaparecía cada día tras la pared del acantilado. Todos aguardábamos. Acepté con naturalidad este hecho.

Cuando los mercaderes ambulantes llegaron a los marjales, Andrés les preguntó por la ciudad, por los que habían llegado. Pero nadie tenía noticias. No venían de ella, sino que iban a ella. Le prometieron que, a la vuelta, le contarían lo que supieran. Dalia les gritó que no le llenaran la cabeza de fantasías. Me compró cromos sabiendo que la humedad los estropearía y un libro sobre ballenas. También adquirió mantas, leña de verdad y no turba, tela de un vivo color azul y abalorios. Mi hermano vendió sus figuras de hueso y lloré por su pérdida. Me parecía un sacrilegio, algo prohibido. Para mí significaban conceptos como hogar o casa aunque todas las cabañas tuvieran esas figuras. Tal vez por eso la comunidad entera era una familia, una casa. La mayoría de los niños turnaban su tiempo entre las cabañas. Mi hermano y yo éramos una excepción. Dalia había insistido siempre en quedarse con nosotros y rechazaba a los otros niños.

–Es lo que se me debe –decía cuando le preguntábamos. Ni me molesté en inquirir más.

Una noche, Dalia discutió de nuevo con mi hermano. Una nueva nave llegaría, nos había dicho la farera. Andrés quería ir a toda costa. Encendió un fuego de leña e hizo la cena para ablandar a Dalia, pero ella gritaba, gesticulaba, se negaba a dejarle marchar. No lloró en ningún momento, pero su rostro estaba deformado en una extraña mueca que me daba miedo. Amenazó a mi hermano con amarrarle a la cabaña hasta que se hubieran ido. Él gritaba, discutía, la llamaba vieja loca y otras cosas hirientes. Dalia se aferraba a mi mano, pero no con fuerza, no para atraparme, sino porque necesitaba que alguien lo hiciera.

Mi hermano, en un arrebato, empujó a Dalia, hizo que se separara de mí y huyó por la puerta. Lo llamé a gritos, le perseguí. En las otras cabañas se encendían luces y salían a ver qué pasaba. Algunos intentaron detenerlo. Pero no porque creyeran que Dalia tenía razón, sino porque era tarde, era peligroso, podría ir por la mañana, nadie iba a impedírselo. Casi era mayor de edad. Pero él escapó. Lo busqué por los marjales y pronto el tono de los gritos de las cabañas cambió y supe que ahora era yo la que para ellos estaba perdida. Era una noche con mucha niebla pero conocía los caminos y a dónde se dirigía mi hermano.

Subí los escalones con una mano sobre la pared del acantilado. Lo hice con cuidado, resbalaban. La luz del faro sobre mí era la única guía. La niebla era tan densa que cuando llegué arriba fue como entrar en otro mundo. Uno gris, desdibujado, en el cual no veía más allá de unos pocos pasos. Me sentí muy sola y desorientada, por lo que puse rumbo al faro, al centro de la luz que se difuminaba por la niebla. La puerta no se abrió y tuve que llamar. A los pocos minutos llegó la mujer. Vestía como siempre y parecía sorprendida al verme. Fue entonces cuando me di cuenta de que estaba llorando y sólo pude decir "hermano, hermano", mientras me asaltaban los sollozos. Ella cogió una linterna y se adentró en la bruma. La seguí, agarrándome al bajo de su impermeable. Recorrimos con cuidado la pared del acantilado que daba a la ciudad. Distinguí una figura oscura al fondo.

–¡Allí! –dije con alegría. Pero la figura no se movía.

–Apártate –me dijo la farera–. No se puede bajar esta noche.

No lo entendía. Me cogió de la mano y me llevó de vuelta. Su agarre era fuerte a pesar de que intenté soltarme. Me sentó en un taburete, me miró con sus acuosos ojos verdes. Me dijo que dormiría allí, que mañana todo habría terminado. Me dio algo de beber.

Me desperté y hallé la puerta del faro abierta. Los ancianos estaban todos allí, al borde de la pared del acantilado. La farera y Dalia inclinadas sobre un fardo. Era una bolsa, como en las que metían a los ancianos cuando fallecían. No había niños. Avancé temiendo que me echaran. Las manos de Dalia me buscaron, pero fui apartada. Otra anciana, Clara, me abrazó en su lugar. Dalia lloró desconsoladamente.

Cuando recuerdo mi infancia me sorprendo. Ahora, a miles de años luz de mi hogar natal lo único en lo que sigo pensando es en mi hermano y las ballenas. El día que murió las oí a través de la niebla. Era un canto muy triste.

CARMEN SUÁREZ

11 de diciembre de 2015

  • 11.12.15
Cada noche, Matilda oía una canción en el sótano. Empezaba cuando las luces de la casa llevaban tiempo apagadas, cuando la respiración de sus compañeras en las literas se acompasaba. De vez en cuando, unos pasos, unas llaves que entrechocaban en un cinturón. La vigilante nocturna parecía ajena a la canción. O a lo mejor simplemente la ignoraba. Matilda se quedaba inerte en la cama, intentando no respirar fuerte, no moverse, que quien cantara en el sótano no advirtiera su presencia. Era incapaz de cerrar los ojos hasta que la voz se extinguía y no quedaban más que los crujidos y sonidos propios del viejo edificio.



A la mañana siguiente, Matilda siempre tenía mal aspecto. Las ojeras y la palidez la acompañaban durante todo el día. Sus compañeras simplemente pensaban que era así. Sus profesoras, que era una niña rebelde que no apreciaba el tiempo de descanso. A Matilda le dolían las manos de las mordeduras de la vara y las rodillas del frío suelo.

Pero la voz cantaba todas las noches, y Matilda no podía dormir.

Un día intentó contárselo a alguien. A una alumna, a una profesora, al encargado de mantenimiento. Pero, ¿cómo empezar? Creerían que estaba loca. Sus compañeras se reirían de ella en el mejor de los casos, en el peor la aislarían aun más. Sus profesoras responderían con la vara y el castigo. El resto del personal del centro no harían nada, meros fantasmas que realizaban tareas y que a las ocho en punto desaparecían para ir a sus casas.

Matilda optó por la única vía que se le ocurrió. Como las llamadas por teléfono estaban cronometradas, escribió largas cartas a su hermano mayor, fuera del internado. Si las leían las profesoras, pensarían que era presa de una imaginación anormal. La castigarían igualmente, pero al menos no la tomarían por loca. Matilda envió la primera carta temiendo que nunca llegara a su hermano, que la llamaran al despacho de la directora, que sus manos estuvieran rojas de nuevo.

Nada de eso pasó.

Su hermano respondió una semana más tarde, inseguro de si estaba tomándole el pelo o no. Matilda no supo qué responderle. ¿Debía mantenerle en la ignorancia? La canción seguía oyéndose por las noches. Seguía arrebatándole el descanso. Le escribió en un estado de privación del sueño. No recordaba qué. Era posible que ni siquiera hubiera conseguido coherencia en su mensaje.

Una noche, harta y atemorizada, se levantó. El castigo por deambular por los pasillos era despiadado. Era, precisamente, el encerramiento en una sala del sótano. Pero ella no lo aguantaba más. La voz bajo los tablones del suelo la martirizaba. Sus pies se enfriaron. Esquivó la luz del candil de la vigilante nocturna. La canción guiaba. Abajo, abajo, abajo.

Las escaleras mordían su piel. Atravesó la sala común, con su radio y sus juegos de mesa, sus libros y sus revistas de hojas amarillas. Llegó a la puerta del sótano y la descubrió abierta. La oscuridad, la más profunda que hubiera podido imaginar, se abría ante ella como la boca de una gigantesca criatura a punto de devorarla. Era casi tangible, podría tocarla y moldearla. Cortarla con un cuchillo. En el interior de la bestia, la voz, la canción.

Avanzó un paso y luego otro.

El coche atravesó los campos como una bala. O al menos eso esperaba su conductor. Robert acarició el volante de su recién comprado Chevrolet Sedán. Era casi nuevo, su amigo John sólo lo había tenido un año. Había tenido que venderlo por el quiebre de la fábrica en la que trabajaba, así que Robert había podido comprarlo por un precio mucho menor de su actual valor.

Lo mimaba como nunca había mimado nada, y estaba deseando llevar a Anabelle, su nueva novia, de picnic. Pero eso tendría que esperar. La última carta de su hermana lo había preocupado. Matilda nunca había sido de las que se inventaban historias, tampoco de las que se dejaban llevar por su imaginación. Esperaba que todo fuera una broma, algo orquestado por la influencia de nuevas amigas, algo inocente.

Pero si la primera había sido extraña, la segunda carta había sido peor. Robert pisó el acelerador. Faltaban pocos kilómetros para el apartado internado en medio de los campos de trigo del medio oeste. El sol de finales de octubre se ocultaba y pronto la noche caería sobre él. Debía darse prisa.

Ya veía el enorme edificio del internado y los campos de cultivo terminaron abruptamente. La gran puerta de hierro del recinto estaba cerrada con una gran cadena. Robert frenó el coche y se bajó, las piernas temblándole por el largo trayecto. Frunció el ceño ante lo que vio. El candado estaba lleno de óxido y el edificio tenía pinta de abandonado. Cuando lo visitó a principio de septiembre, con sus padres para dejar a su hermana, era un hermoso lugar. Sobrio, sí, pero no descuidado ni anticuado.

A sus padres les habían dicho que inculcaban en las jóvenes la ética y la moral apropiadas en tiempos modernos. Para Robert había significado claramente aterrorizarlas como si estuvieran en un campo de concentración alemán, pero no se había quejado. Sus padres estaban conformes con lo que las profesoras les habían dicho, y Matilda tampoco había alzado la voz en contra.

Pero las cartas. Las cartas llenas de extrañas historias de canciones en el sótano que nadie más que ella oía. La segunda, llena de frases inconexas, de palabras sueltas por en medio de la hoja. Aquí un pensamiento, en medio otro. Su hermana no era así de difusa. Estaba preocupado.

Encontró un timbre de bronce. Llamó repetidamente. Golpeó las barras de hierro. Pero nada ocurrió. Nadie acudió. Robert se quedó allí plantado, la noche cayendo sobre él y su Chevrolet Sedán casi nuevo.

Regresó al coche. Antes de cerrar la puerta, un sonido. Prestó atención. No era un sonido cualquiera. Era una canción. Reconoció algunas palabras. Habían aparecido de forma intermitente en la segunda carta de Matilda. Era ella quien cantaba, llegando hasta él claramente. Bajó rápidamente del coche, se aferró a las barras de hierro que le mordían las manos y se las enfriaban. Gritó, llamó a Matilda, intentó forzar la puerta. Intentó trepar. No había forma. Su hermana estaba ahí, en el sótano, sola y desesperada.

¿Cómo sabía que estaba en el sótano?

Robert reculó. Algo oscuro se deslizaba fuera del edificio, hacia él. Regresó al coche, arrancó. Los faros lanzaron extrañas sombras en el terreno del internado. Circuló en marcha atrás un buen trecho. Lo giró, la canción pegada a sus oídos. Abajo, abajo, abajo. Al mirar sus pies había oscuridad. La noche sobre él, los faros alumbrando la carretera. Era como si tuviera los pies metidos en petróleo. Apenas podía moverlos. Condujo a una velocidad imprudente. Y la canción le seguía. Gritó cuando vio una mano, pálida, blanca, subir por su tobillo. Dio un brusco giro al volante, las ruedas chocaron contra algo y de repente arriba era abajo y nada más.

Despertó en una cama de hospital. La luz del sol era cálida, pero el aire frío. Notaba vendas en la cabeza y en los brazos. Una figura tapó la luz. Una enfermera, cofia blanca, delantal blanco. Le dijo algo pero no lo entendió. Desapareció. Algo goteaba. Cayó dormido.

La segunda vez que despertó, seguía en la cama del hospital. Pero era de noche. Se oían murmullos de gente hablando en voz baja. Lloros de niños. Alguien tecleaba en algún lugar al otro lado de la puerta de la habitación. Había otros tres hombres en ella. Uno gemía quedamente, el brazo cortado más arriba del codo, vendado. Robert se incorporó. Se sentía famélico, sediento. Intentó hablar y no pudo. Cansado, se dejó caer. Esperó. Esperó. Esperó. El ruido de la vida era reconfortante. Recordaba la canción y la mano. Pero aquella oscuridad no era pegajosa y profunda, no era sólida. Era la sombra, la noche, el quicio de la puerta arrojaba luz.

Al cabo de un tiempo, justo cuando volvía a quedarse dormido, la puerta se abrió. Una enfermera entró con una bandeja y despertó sin piedad a un par de hombres para darles sus medicinas. Robert se incorporó. Ella, al verle, no hizo gesto alguno por acercarse hasta que hubo terminado.

—¿Cómo se encuentra? –preguntó–. Anda que no nos ha costado nada saber quién era, caballero. Su familia está aquí, en la ciudad, pero los llamaremos mañana, ¿no?

—¿Mi familia? –Robert estaba confuso.

—Sí, hombre. Sus padres y su hermana.

—Ella está en el internado –dijo Robert. Sacudió la cabeza, intentando despejarse. La enfermera sonrió.

—Sí, claro, lo sé, me lo contó. Ese de los campos. Qué suerte tiene, he oído que de allí las niñas salen muy bien educadas, ¿sabe? Bueno, pues sus padres la han sacado para que viniera. Ha estado dos semanas inconsciente, ¿sabe?

Robert asintió. La enfermera le trajo comida y agua. Cuando hubo terminado, se sumió en un sopor que le llevó de nuevo al sueño. Despertó con un peso encima. El olor de su colonia le dijo quién era antes de abrir los ojos. Su madre. El peinado cuidado, el traje de color menta, las grandes perlas. Su padre, sombrero en mano, le apretaba el hombro. Decían algo, pero Robert no escuchaba. A los pies de la cama estaba Matilda.

Quiso decirle que había ido a por ella, que el internado estaba abandonado. Que algo había intentado aferrarse a él mientras huía. Pero las palabras murieron en su boca. La luz del día le calentaba las piernas. Matilda sonreía.

Pero ella no era Matilda.

CARMEN SUÁREZ

6 de junio de 2015

  • 6.6.15
Era una batalla entre el amarillo y el rojo y el azul. Los gases del planeta estaban enfrascados en una lucha de millones de años. Aquí y allá una explosión. Todo silencio. Eran las dos y treinta y tres minutos de la tarde en el meridiano de Greenwich de la Tierra. El tiempo en la nave era un espejismo. La noche estaba en un lado, el día en el otro. Sólo los separaba un pasillo. A veces la luz era débil y, otras, actuaba sobre planetas que derramaban una vidriera de colores sobre la nave. Como ahora.



Patricia se soltó de la correa. La gravedad cero de la nave la mantuvo unos instantes. Se impulsó con los pies con cuidado. Las fracturas de muñeca eran comunes. Tenía que tener cuidado. Se posó sobre el cristal. Arriba y abajo no tenían sentido. El planeta era hermoso. Era peligroso. La nave no se precipitaría sobre él. Aunque alguien pudiera desearlo. Fundirse con aquella amalgama de colores.

Una voz por megafonía la devolvió a la realidad.

–Doc, tenemos otra fractura. –La voz pertenecía a Ramírez, una piloto de la nave. Patricia se movió hacia las correas que la ayudarían a trasladarse. Recorrió el curvo pasillo hasta que la luz se perdió. Pasó por delante del comedor, la puerta entreabierta, una pantalla con números rojos: 462.

Más de un año sin noticias de la Tierra.

En la enfermería esperaba el capitán. Patricia recordó su sorpresa la primera vez que lo vio. Era el más joven de los capitanes que había conocido. Prácticamente imberbe. Pelirrojo, de pequeño tamaño. Más apropiado para ser piloto. Pero no lo era. Nunca lo había visto dar muchas órdenes. No eran necesarias. Se encargaba más de coordinar. Ni siquiera había tenido que mediar entre discusiones.

Patricia miró el reloj. Eran las dos y cuarenta minutos de la tarde en el meridiano de Greenwich de la Tierra.

–Según Ramírez, nos acercamos a Talos –dijo el capitán. Patricia le entablilló la muñeca con cuidado–. Allí podremos atracar. Ivanova dice que no ha conseguido contactar con la base, pero que es probable que el fallo esté en nuestro sistema.

–¿Crees que habrá alguien?

–¿Por qué no habría de haberlo? –La irritación en su voz era palpable. Patricia terminó de entablillar. Le dijo que tuviera cuidado. Ordenó el instrumental médico. Al levantar la mirada ya se había ido.

Llevaban cuatrocientos sesenta y dos días terrestres sin contactar con la Tierra. Los mismos que llevaban sin contactar con nadie. Los puertos del borde este estaban abandonados. Patricia se preguntaba si no habrían muerto. Si estaban el más allá. Una ridícula idea literaria, se burló Ramírez cuando se lo contó.

–Mira, no. Yo siento los mandos bajo mis manos –añadió Ramírez tras reírse–. Me entran ganas de mear y me entra sueño. Si esto es el más allá o el cielo o lo que coño quieras decir, entonces es una mierda. Algo ha pasado, ¿vale? Algo lógico y racional. Ya lo verás.

Se acercaban por primera vez a un puerto mayor. Patricia salió del centro médico. Se dirigió hacia el comedor a través de los pasillos metálicos. Parte de la tripulación estaba allí, jugando al ajedrez o a las damas o a cualquier otra cosa. Graves el geólogo flotaba mientras zurcía calcetines. Una ventana daba a la oscuridad del espacio. Una ventana daba a la luz amarilla y roja y azul del planeta. Lo dejaban atrás.

–Ramírez dice que tardaremos un mes en llegar –dijo Cho, otro piloto. Eran cuatro en total. Dos en cabina, dos descansando. Patricia se preguntó dónde estaría el cuarto piloto.

–Pueden pasar muchas cosas en un mes –dijo Graves el geólogo.

–¿Lo dices por algo en especial? –preguntó Ivanova. Era la ingeniera encargada de las comunicaciones.

–Lo digo porque espero que nadie se vuelva loco. –Graves el geólogo cuidaba sus puntadas. Sus dedos se movían mecánicamente. Un hilo negro flotaba. No había arriba, no había abajo.

–¿Tú qué opinas, Bray? –preguntó Cho.

–No opino nada –respondió Patricia–. Llevamos más de un año viéndonos las caras y todavía no nos hemos matado. Por algo se empieza.

–No era ese el tipo de locura –repuso Graves. Nadie le prestó atención. Patricia volvió a contemplar el planeta. La hora local del meridiano Greenwich eran las tres y once minutos de la tarde.

* * * * *

La despertó la luz. La despertó el ruido. Qué había sido primero no estaba segura. El capitán acababa de entrar en el camarote. Daba vueltas.

–¡Bray! –gritaba–. ¡Bray! ¡Una emergencia!

Patricia no estaba despierta del todo. Su cuerpo sí. Se movió por inercia. Soltó las correas que la ataban a la cama. El capitán parecía incapaz de lograr estabilidad. Batallaba en la gravedad cero.

–¿Qué ha pasado? –preguntó ella. Tenía ya el maletín. Un ojo abierto. La mano sobre la primera amarra.

–Una desgracia –respondió el capitán–. Es Walker.

El cuarto piloto. Patricia se lanzó al pasillo, siguió al capitán. Todas las luces de la nave estaban encendidas. Pero no la alarma. Algunos estaban en las puertas de sus habitaciones.

–¿Qué ha pasado, Irving? –preguntaban al pasar el capitán.

–Regresad a la cama –ordenaba él.

Se detuvieron frente a la puerta de la habitación de Walker. Patricia maniobró para alcanzar el pomo. El capitán tenía una expresión que nunca le había visto.

Cuando Patricia iba a clase, hubo una dedicada a métodos de suicidios en naves espaciales. La gravedad cero era un inconveniente para el ahorcamiento. Cortarse las venas tampoco era común. Saltar al espacio y desengancharse de la nave era una de las opciones favoritas. Pero había otras formas, más silenciosas. No gastaban material esencial como un traje de astronauta. El medio era el mismo: una jeringuilla. Fácil de conseguir. Todas las habitaciones tenían maletines médicos. Era necesario. Los fármacos eran esenciales para vivir en una nave. Para sobrevivir meses de viaje espacial.

En sus casi treinta años de servicio en el espacio, Patricia no había tenido que afrontar un suicidio. Buscó el pulso a Walker.

–Todavía vive –dijo–. Pero tengo que saber qué se ha tomado.

Junto a Irving estaba Ivanova. Llevaba ropa de laboratorio. Ambos se adentraron en la habitación. La registraron. El maletín médico flotaba bajo la cama. Estaba abierto.

Patricia se preguntó por qué. Walker debía de saber que estaban a un mes de Talos. El capitán se frotó la muñeca entablillada. Tenía los dedos morados. Tendría que ocuparse de ello después. Inyectó a Walker una solución. Ayudaría a estabilizarlo.

–Hay que llevarlo a la enfermería –dijo. Ivanova la miró fijamente unos instantes. Asintió. Patricia miró la hora. Era la una y trece minutos de la mañana en el meridiano Greenwich de la Tierra.

Pronto se concentró la tripulación en la puerta de la enfermería. Esperaban noticias. Patricia podía oír a Graves el geólogo decir “ya lo advertí”. Ramírez le respondió algo que impuso el silencio. Siguió tratando a Walker. El capitán la observaba. Necesitaba que estuviera fuera. Necesitaba que controlara la situación. Se dijo que era un crío. Se dijo que había capitaneado doce expediciones previamente. Llevaban cuatrocientos sesenta y tres días sin tener noticias de la Tierra. Cuatrocientos sesenta y tres días sin noticias de ningún puerto de la galaxia. Un murmullo creció en la puerta.

–Vivirá –dijo–. No sé cuánto, puede que lo vuelva a intentar. Pero esta vez vivirá.

–Gracias –respondió el capitán. Patricia se sorprendió. Él salió de la enfermería. El murmullo fue acallado. No oyó bien sus palabras. Walker se removió, abrió un poco los ojos, los volvió a cerrar. Cayó en la inconsciencia.

Patricia deseó poderse sentar en una silla sin tener que amarrarse a ella. Algo golpeó la puerta. Oyó alboroto. Pensó que no habría sitio en la enfermería para muchos heridos. La voz del capitán. Llamó al orden, los mandó a sus puestos. Su tono no era el que Patricia esperaba. Era otro.

La puerta se abrió al cabo de unos minutos. El capitán entró.

–Doctora, no deje a nadie que no sea yo entrar en la enfermería –ordenó. Los restos del tono autoritario permanecían–. Sobre todo no deje entrar a Graves. Algo raro pasa con él y no le quiero cerca de Walker.

–Enciérrelo –aconsejó ella–. Si detecta que un tripulante puede ser nocivo, lo mejor es encerrarlo. Los demás lo comprenderán si Graves no los tiene ya de su lado.

El capitán no respondió.

–Deja que te arregle la muñeca. La has forzado –dijo Patricia. El capitán asintió. Se frotó el entablillado. Eran las tres menos tres minutos de la madrugada en el meridiano Greenwich de la Tierra.

* * * * *

Los días pasaron lentamente. Más de un año sin poder comunicarse con el exterior. No sabían qué les aguardaba en Talos. Era una colonia. Era estable. El capitán insistía en que allí habría alguien. Nadie respondía. Nadie asentía. Graves el geólogo estaba encerrado en su habitación. No había aliviado la tensión. Ya no era lo mismo. Como si de repente todos hubieran despertado. Como si su vagabundeo por el espacio en busca de respuestas hubiera sido un sueño. Sólo Ramírez seguía insistiendo en que había una razón lógica detrás de todo. Patricia se preguntaba si lo decía porque estaba convencida. Si lo decía porque era lo que tenía que decir.

Walker despertó cinco días antes de llegar a Talos. El planeta estaba a la vista. Era un hermoso círculo parcialmente iluminado de tonos azules y blancos. Un planeta de océanos. Patricia lo contemplaba desde la ventana de la enfermería. Walker abrió los ojos. Emitió un quejido

–No estoy muerto –aseguró con sorpresa.

–No lo estás –confirmó Patricia. Le tomó la tensión.

–¿Por qué? –No había enfado en su voz. Había curiosidad– Tenía que morir. Así es como tenía que suceder.

Patricia no pudo evitar resoplar.

–No tienes por qué morir –repuso ella–. No me hagas traer a Ramírez para que te dé una lección de lógica. Esto no es una novela. Nadie tiene por qué morir.

Walker sonrió. Cerró los ojos.

–Me gustaría volver a pilotar con Ramírez –dijo. Patricia no respondió. Su respiración se ralentizó. El planeta se acercaba. Ella quería gritar, quería correr. Quería volver a sentir la gravedad bajo sus pies. Tomar un baño, beber de un vaso, comer carne de verdad. Iba a tomarse unas vacaciones cuando todo terminara.

Fue en ese último pensamiento cuando se dio cuenta de que no esperaba hallar el planeta vacío. No. Por primera vez pensaba que Ramírez tenía razón. No estaban muertos. Vivían. Llegarían a casa. Pensar lo contrario era absurdo. Era contraproducente. Walker había sido víctima de la desesperación. Todos eran víctimas de ella. Llevaban más de un año sin noticias de la Tierra. Más de un año vagabundeando por los bordes de la galaxia en busca de respuestas. La desesperación era natural. Era lógica. Pero todo cambiaría. Sólo tenían que esperar cinco días más. Había una explicación razonable detrás de todo. El azul del planeta hacía que la estancia pareciera un acuario. Ya no le importaba la hora que era en el meridiano Greenwich de la Tierra.

CARMEN SUÁREZ

4 de abril de 2015

  • 4.4.15
–He tenido un sueño raro –dijo de repente Julia. Estaba sentada en el borde de la bañera, las piernas llenas de jabón. Había surcos de piel lisa, las uñas de los pies pintadas de verde. Helena abrió un poco el papel de plata para ver cómo iba el tinte. El sudor le corría por la espalda.

–¿Qué clase de sueño? –preguntó Helena.

–No sé, raro. –Julia agitó la cuchilla. El ventilador le agitaba los mechones que habían escapado del moño– Soñé que subía por una montaña… Estaba en la cumbre, o casi. Había mucha niebla y llevaba unas botas horribles de montañero que me quedaban grandes. Hacía mucho frío. Cuando llegué a la cumbre, dije algo, no recuerdo qué. Y alguien me respondió al lado pero no lo veía y sabía que era… que tenía que ser un fantasma.



–Vaya sueño raro. –Helena cogió el bol de helado sobre el lavabo. Estaba medio derretido. En la radio sonaba un grupo pop de los que le gustaban.

–Pues sí, no sé. ¿Cómo va el tinte?

–Bien. ¿Qué crees que significa el sueño?

Julia se encogió de hombros. Pasó la cuchilla por sus piernas. Mientras terminaba con la pantorrilla derecha, un hilo de sangre descendió desde su rodilla. “Vaya mierda”, murmuró Julia. Abrió la ducha. La sangre se fue por el desagüe.

Una tirita adornaba la pierna de Julia. Tenía a los protagonistas de una serie infantil en ella. Helena la ayudó a sacar las bicicletas. Se mancharon las pantorrillas de aceite. Un grupo de niños jugaban en una piscina hinchable en la casa de enfrente.

–¿A dónde quieres ir? –preguntó Helena. Julia se encogió de hombros. El verano era caluroso. Las palmeras se agitaban levemente con la brisa. Las dos, en bicicletas antiguas, pedalearon por urbanizaciones prácticamente desiertas. Julia llevaba gafas de sol redondas y Helena unas que le tapaban casi toda la cara. En un puente que conectaba dos colinas, un grupo de chicas de su edad fumaban y escupían a los coches.

Julia les gritó algo. Una lata pasó rozando la cabeza de Helena. Se volvió. Su amiga reía mientras un par las perseguían. Oyó los insultos, las amenazas. No sabía quiénes eran. Fueron cuesta abajo. Julia separó los pies de los pedales. Gritó. A Helena se le metió el pelo en los ojos.

Detuvieron las bicicletas cuando ya no las veían.

–¿Las conocías? –preguntó Helena.

–Sí –respondió Julia, recuperando el aliento. No dio más explicaciones. Siguieron pedaleando hasta una heladería. El aire acondicionado enfriaba demasiado el ambiente. Había un hombre con chaqueta verde en la barra. Una pareja pálida que no tocaban sus helados. Se sentaron en una mesa, sorbiendo batidos. Las bicicletas las habían abandonado de cualquier manera en la acera.

–Huele a mar –comentó Julia.

–Es que estamos al lado del mar –repuso Helena.

–La montaña con la que soñé tenía un lago en un valle. Era grande y verde y profundo. Había un pueblo en un promontorio y un castillo en lo más alto. Hacía frío.

–¿Cómo tuviste frío si anoche hizo treinta grados?

Julia agitó la mano.

–En un sueño el frío es algo mental. Se te mete en los huesos.

Helena vio a las chicas del puente. Hablaban con un chico en un coche. Gesticulaban, golpearon la carrocería. El chico reía. Tenía unos dientes muy blancos. Les hizo un corte de manga. Aceleró, alejándose. Una cayó hacia atrás al perder el equilibrio. Las demás se alejaron. Helena cruzó una mirada con la que se había caído. Tenía una camiseta blanca con estrellas, pantalones cortos, dientes separados. La chica se sacudió las manos y siguió a sus amigas.

–¿De qué conocías a las chicas de antes? –insistió Helena. Seguía mirando por la ventana. Julia sorbió los restos de su batido.

–De cosas –respondió lacónicamente. Se limpió con una servilleta–. ¿Vamos? Quiero ver el mar.

Los niños gritaban. Las personas gritaban. El ruido de tantas voces era insoportable para Helena. Sentadas en las bicis, manos en los manillares, pies en el suelo, observaban. Julia estaba seria. Cerca había un grupo de surferos. Todavía estaban empapados por haber nadado. Reían entre ellos, se molestaban. Las tablas clavadas en la arena reflejaban el sol. Gotas de agua evaporándose sobre ellas.

–¿Qué vas a hacer el año que viene? –preguntó Julia.

–No sé –respondió Helena–. Terminar el instituto, supongo. Y luego tal vez la universidad, creo.

–¿Crees?

–Bueno, la cosa no está para estudiar una carrera, ¿no? Al menos no creo que haya mucho trabajo para lo que quiero hacer.

–Bellas Artes nunca ha tenido muchas salidas.

–Ya. ¿Tú qué vas a hacer?

–Algo grande.

Helena soltó el manillar. Unos niños jugaban en las duchas. Un padre les riñó. Había demasiadas voces. La tirita en la pierna de Julia empezaba a despegarse. La camiseta de tirantes se le pegaba por el sudor.

–Tienes la espalda verde –dijo Julia.

–El tinte –dijo Helena.

–Pues eso. Que era muy malo. No compres tinte barato.

Se cruzó con las chicas días después. El verde de su pelo se había asentado. Helena contuvo el aliento. Atravesó el puente. Sus piernas temblaban. El ruido era demasiado. Sus manos picaban. Ellas fumaban. Bajo ellas, los coches. Una escupió. Helena pensó que era a ella. Rieron, sonó un claxon.

–¡En toda la calva! –exclamó una. Helena siguió andando. Quería taparse las orejas con las manos. Casi al final del puente, oyó una voz.

–Oye, tu amiga es imbécil.

Se detuvo. Se dijo que no tendría que haberlo hecho. Se giró. Se dijo que no tendría que haberlo hecho. La chica tenía el pelo negro lacio. La reconoció. Era la de la camiseta de estrellas. Hoy llevaba una celeste.

–Lo sé –respondió Helena.

–Dile que cuando quiera volver a hablarnos, le partiremos la cara.

–Lo haré. –Silencio– Le dará igual.

–Tampoco importa.

La chica se dio la vuelta. Helena siguió caminando. Las piernas querían correr, pero esperó a estar fuera de su vista.

–Oye, Julia, me he encontrado con las del otro día –dijo Helena–. Quieren partirte la cara a golpes.

Julia no respondió. El silencio era de agradecer. El sol calentaba las piernas morenas de Helena. Sus huellas eran las únicas en la arena. Habían caminado hasta estar lo más lejos posible. Una tabla de windsurf atravesaba las olas. En el horizonte, la silueta azul de un barco. Julia se agitó en su toalla. La pintura de sus uñas de los pies estaba descascarillada.

–¿Por qué no te caen bien? –preguntó Helena.

–Porque no –respondió Julia. Hizo un chasquido con la lengua–. Son imbéciles.

–Algún motivo real tiene que haber.

–¿No te basta con mi palabra?

Helena no insistió. Se sacudió la arena de la pantorrilla. Un escarabajo rodó cerca de su pie. Julia le cogió la mano.

–Oye, amigas para siempre, ¿no? –dijo. Tono de ansiedad.

–¿Qué tienes, doce años? Claro que seremos amigas para siempre –repuso. Entrelazó sus dedos. El estómago le dio un tirón.

–Cuando me muera, busca la montaña de mis sueños y tira mis cenizas allí –dijo Julia.

–Mejor dejo tu cadáver a los lobos.

Julia rió. Le apretó la mano.

El ventilador en el techo de la habitación daba vueltas. Helena estaba tumbada en la cama. Lo siguió con los ojos hasta que se mareó. Julia no estaba. No sabía dónde podía estar. Se había pintado las uñas con su pintauñas. En la radio sonaba música de la que le gustaba a Julia. Flexionó los dedos de la mano. El estómago le dio un tirón.

Se levantó. Un coche se detenía frente a la casa. Se asomó por la ventana. Era el coche del chico que casi había atropellado a la adolescente. Julia se bajaba de él. Miró a ambos lados de la calle. La vio. Sonrió. Él decía algo, ella no le escuchaba. Sus pasos la llevaron a la puerta y Helena la perdió de vista. El chico la observaba a ella ahora. Dijo algo. Ella no podía escucharle. Él sonrió. Tenía los dientes muy blancos. A ella no le gustó.

–¡Qué calor! –exclamó Julia al entrar. Helena se apartó de la ventana. Él ya no podía verla.

–¿Quién era ese? –preguntó.

–El hermano de una antigua amiga.

–Lo vi con las chicas esas.

–Ya, yo también.

Julia entró en el cuarto de baño. Abrió el grifo de la bañera. Puso las piernas bajo el grifo. Helena se miró en el espejo. Salpicaduras de pasta de dientes ensuciaban el cristal. La pequeña papelera estaba llena de envoltorios de compresas rosas. Julia cogió un champú nuevo. Lo abrió, olió. Se lo echó en las manos y empezó a hacer espuma. El baño se inundó de olor a rosas.

–Antes era amiga suya –dijo de repente Julia. Helena se sentó en la tapa cerrada del váter. Cogió unas pinzas de depilar del lavabo.

–¿Qué pasó?

–Su hermano me pidió salir.

–¿No es muy mayor?

–Sí. Y muy capullo. –Helena alzó la cabeza. Julia había tapado el desagüe. Echaba gel. La espuma se formaba en torno a sus tobillos.

–No deberías montarte en su coche, entonces.

–No es ese hermano –rió Julia–. Ese es buena gente y muy capullo también y en realidad se porta. Es sólo que no aguanta a su hermana y sus amigas pero luego es el que no bebe y te lleva siempre de vuelta a tu casa aunque no te conozca de nada.

–Conoces a gente muy rara.

–Tú eres la más rara.

Helena no se lo discutió. Encendió la radio. Tras un par de canciones, Julia se quitó la ropa. Llevaba un bañador rosa. Se metió en la bañera. A su alrededor, la espuma. Helena metió la mano en el agua. Estaba más fría de lo que esperaba.

–Perdona –dijo Julia–. No debería haberte llamado rara.

Un zumbido en los oídos de Helena. Algo atascado en la garganta.

–No pasa nada –respondió. Podía verse los ojos en el lavabo.

–Sí pasa. –La mano de Julia salió del agua. Le tocó los dedos– ¿Amigas para siempre?

–Por lo menos mientras te soporte –se burló Helena. Un tirón en el estómago. Quitó la mano. Dejó la pinza sobre el lavabo. Se levantó. Julia no la miraba. Vio las tijeras. Se soltó el pelo y, sin más, cortó un mechón verde. Luego otro. Se le fue la mano, se cortó, la sangre le cayó encima de repente.

Soltó un grito.

Era de noche. El coche ronroneaba. Helena miraba la nuca de su padre. La carretera, la ciudad, pasaba con rapidez a su alrededor. En el asiento del piloto, su madre se quejaba de lo torpe que era. No la escuchaba. Julia había entrelazado sus dedos sobre el asiento. Acariciaba el vendaje sobre el dedo anular. El estómago le daba vueltas.

Apoyó la cabeza en la ventanilla. El cristal estaba frío. Al pasar bajo el puente, un escupitajo cayó en el parabrisas. Julia ahogó una risa y apretó su mano.

CARMEN SUÁREZ

17 de enero de 2015

  • 17.1.15
El planeta era más rojo que Marte. La teniente Garrido ajustó la frecuencia de la radio del vehículo. No era una misión rutinaria, por lo que puso toda su atención en la preparación del transporte y la conexión con la base Delta 2, de la que procedía. Las cuestiones existenciales que la asaltaban cada vez que ponía un pie fuera del complejo eran para otro momento.

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Hacía cuatro días terrestres habían perdido la conexión con la base Delta 3, en el hemisferio norte del planeta. Al primer retraso, informaron al control Tierra lo sucedido. La respuesta llegó cuatro horas más tarde. Debían esperar a recibir una señal. Si en el plazo de una semana no acontecía, tendrían que enviar a una patrulla. Pero finalmente la base Delta 3 se puso en contacto con ellos y se reanudaron las actividades con normalidad. La teniente Garrido acudía para hacer un informe de la situación, desconfiando de los que le habían llegado.

Montó en el vehículo, ajustando los niveles de oxígeno para poder quitarse casco. La agobiaba cuando estaba en espacios cerrados. Activó la radio y el cabo saludó para comprobar si le oía bien. Garrido respondió, sin olvidarse de anunciar en todo momento lo que estaba haciendo y viendo. En caso de que se perdiera, lo último que dijera podría ser importante. Terminó de preparar el vehículo y arrancó, levantando la tierra roja a su paso.

Para ella, las huellas que dejaba atrás eran una equivocación. El planeta no había conocido la vida en ningún momento de su historia. Era una gran roca arenosa roja, con un sol aun más rojo, que orbitaba perezosamente a la espera de que llegara su fin. No había vida ni recursos especialmente útiles, estaba a más años luz de la Tierra de lo que a Garrido le gustaba y la misión establecida era secreta. Un planeta así debería haber sido obviado en la búsqueda de recursos o zonas de colonización. Pero los mandos lo habían encontrado útil para investigaciones peligrosas.

La teniente Garrido apenas conocía a los ocupantes de la base Delta 3 personalmente. Enviaban cada dos días a una cuadrilla para corroborar que la situación estaba bien. Eran unas dieciséis personas encerradas en una base, casi sin contacto con el exterior. Podían surgir complicaciones. A la teniente le costaba a veces que los soldados a su cargo no se pelearan o cayeran en la indisciplina, por eso aprobaba que los científicos, menos acostumbradosal aislamiento espacial, recibieran aquellas visitas para controlar que no se volvían inestables.

Pero algo había ocurrido y necesitaba saber el qué con exactitud.

La teniente Garrido estableció contacto con la base Delta 1, que estaba en órbita. Sólo tres personas la ocupaban, técnicos todos. Informaron sobre las lecturas de sus radares. La base Delta 3 funcionaba con normalidad, no como hacía cuatro días, cuando de repente se apagó por completo. Eso quería decir que o bien nada funcionaba en ella o bien habían bloqueado el radar de alguna forma.

Habían esperado que fuera lo segundo, pero los investigadores afirmaron a la primera cuadrilla que se presentó allí que había sido un mal funcionamiento provocado por un accidente en el laboratorio, accidente que ya estaba controlado. Desde la base Delta 1, los ingenieros señalaban que no se lo creían, pues el sistema eléctrico estaba aislado y los laboratorios tenían sus propios generadores de energía. El cabo, desde la base Delta 2, se unió a la conversación:

–Está claro que están investigando armas y que se les ha ido de las manos.

–¿Tú crees? Bueno, el planeta no sirve para otra cosa, ¿no? –respondió un ingeniero, llamado Abel.

–¿Y por qué iban a investigar eso aquí? –preguntó una segunda ingeniera llamada Abigaíl.

–Puede que sean químicas –dijo el cabo.

–Absurdo, no podrían probarlas entonces –sentenció el primer ingeniero.

La teniente Garrido no les mandó callar a pesar de que la irritaban. Ella también tenía curiosidad por lo que estuvieran haciendo los investigadores en la base Delta 3. Pero no podía decirlo en voz alta. Su única misión era vigilar que no les pasara nada. Algo había ocurrido y tenía que comprobar qué.

Contravenía las órdenes acudiendo sola, podía acabar enfrentándose a un tribunal de guerra por ello. Por eso había decidido no permitir que la acompañaran. No iba a arriesgar a su pelotón, sólo asegurarse de que los científicos habían dicho la verdad, verlo todo con sus propios ojos y redactar un informe. El elemento sorpresa era necesario para evitar que la engañaran antes de llegar.

La radio estuvo en silencio durante un rato. Garrido cada pocos minutos informaba de lo que veía o del rumbo que tomaba. Aquí y allá había depresiones más o menos insalvables y colinas escarpadas. El vehículo estaba preparado hasta cierto punto para cruzar el terreno, pero hacerlo implicaba un riesgo de accidente que no estaba dispuesta a asumir, por lo que condujo a través del terreno más firme y liso que encontraba. El vehículo costaba más que cuatro años de su sueldo, pero su cautela significaba que estaba dando un rodeo y que tardaría cinco horas en llegar a la base Delta 3.

Cuando finalmente estableció contacto visual, anunció de ello y la describió. Estaba tal y como la recordaba: una estructura grande, casi como si alguien hubiera dejado allí un edificio terrestre. Era blanco y rectangular, con tres plantas y ventanas de cristales reflectante. Tenía un pequeño garaje pegado a un lateral, con la puerta levantada. No casaba con el entorno y eso la ponía nerviosa.

–La puerta del garaje está abierta. El vehículo sigue dentro –informó la teniente. Se puso el casco del traje y esperó a igualar las condiciones internas del transporte a las externas. Sintonizó la radio dentro del traje a tiempo de oír la respuesta:

–Esto tiene mala pinta. ¿Podrías encender el vídeo? Grábalo todo.

La teniente hizo caso al cabo. A ella también le parecía buena idea hacerlo, no sabía lo que iba a encontrarse. No era natural hallar la puerta del garaje abierta, aumentaba el riesgo de que las condiciones internas del edificio se vieran alteradas. Además, según su propio escáner, la electricidad no recorría el edificio. Desde la base Delta 1 la contradijeron.

La misión acababa de ponerse más difícil. Algo extraño pasaba y no esperaba que, en caso de hallar una respuesta, pudiera comprenderla. Era de la opinión de que la humanidad no siempre entendería lo que hubiera más allá de la propia Tierra.

Su experiencia en otros planetas había corroborado la teoría. Desde materia que no se comportaba conforme a las leyes de la física hasta alienígenas que escapaban de su entendimiento. Cuando cosas fuera de lo normal ocurrían en el espacio, algo malo podía ocurrir.

Activó la cámara del traje y miró la pistola que había traído. Teóricamente, debía haberla armado con munición aturdidora, pero la había cargado con munición normal llevada por una intuición. No le gustaba, pero en aquellas situaciones, pensaba que mejor ellos que ella.

Observó la puerta del garaje, levantada, y el suelo. Parecía como si algo hubiera escarbado bajo ella para alzarla, algo con la fuerza suficiente para haberlo hecho con una mano. La tela metálica estaba arrugada. Alzó la pistola y encendió la linterna de la misma. Informó de la situación. Los escáneres de la base Delta 1 seguían indicando que había actividad normal en el edificio.

–Voy a entrar –anunció finalmente. Nadie dijo nada al otro lado de la línea–. Parece que han abierto desde fuera. El vehículo está aparentemente en buenas condiciones y no hay nada a simple vista que esté roto o estropeado. Estoy ante la puerta de acceso y… Sí, el cristal está roto. Y por lo que veo la otra puerta también, por lo que es probable que si algo les hubiera atacado al romper la cabina de descontaminación matara a los ocupantes.

–Qué forma tan horrible de morir –dijo la ingeniera Abigaíl.

–Teniente, tal vez debería regresar –sugirió el cabo–. Esto me da mala espina.

–Cabo, hay un pelotón en la base –dijo la teniente–. No creo que sea momento para asustarte.

–Pero es que estoy viendo lo mismo que tú y… Oh, dios mío, ¿es eso un cuerpo?

La teniente Garrido había franqueado la cabina de descontaminación y accedido al interior del edificio. Estaba a oscuras, lo cual era imposible según la base Delta 1. No había dado más que unos pocos pasos cuando encontró el primer cadáver.

Para su sorpresa, no había muerto por el impacto con las condiciones externas del planeta. El científico, un hombre asiático de unos cuarenta años, llevaba el mismo traje que ella. Pero algo lo había desgarrado, como si se hubiera encontrado con un tigre salvaje. Era estúpido, claro, no existían tigres en el planeta.

–Regresa –pidió el cabo–. Teniente, regresa. He intentado establecer contacto con base Delta 3 y no responden. Estoy poniéndome en contacto con base Tierra ahora.

–Que todos se preparen. Puede que lo que haya atacado la base se dirija hacia allí –ordenó la teniente.

–¿Y si siguen ahí?

–Entonces lo sabrás al mismo tiempo que yo.

La teniente Garrido no dejó que le miedo tiñera su voz, pero lo cierto era que estaba aterrada. Las rodillas le flaqueaban ligeramente y tuvo que recordarse que si lo hacían no podía salir corriendo en caso de necesidad. Se pegó a una pared para evitar un posible flanqueo y avanzó lo más silenciosamente posible. Pensó que era una pena que la base Delta 1 no tuviera un escáner de temperatura lo bastante potente como para determinar si dentro había algo vivo aparte de ella.

El recorrido por toda la base le llevó aproximadamente unas cuatro horas en las cuales apenas habló por la radio. Dependía de sus instintos, por lo que debía concentrarse. Pero aparte de ese primer cadáver, no halló otros. Lejos de tranquilizarla, la puso nerviosa. Finalmente, salió al exterior con más preguntas que las que tenía al entrar.

–No hay rastro del resto del equipo –informó–. La electricidad ha sido cortada, como si supieran lo que tenían que cortar. Falta el vehículo de regreso a la base Delta 1, así que es posible que no haya sido nada externo.

–Pero, ¿y las marcas de la puerta? –preguntó el cabo. Había un corrillo de voces de fondo. La teniente Garrido había supuesto que era porque habían acudido a mirar lo mismo que ella.

–Puede que las hicieran ellos mismos para tapar el crimen. Sólo hay un fallecido. Los otros están desaparecidos. No he podido acceder a los datos ni comprendo exactamente qué estaban investigando.

–Aquí no ha llegado nadie –informó con enfado el ingeniero Abel–. Ni tenemos registro alguno de que haya despegado nada del planeta.

–Entonces se han comido la nave –dijo irritada la teniente Garrido.

–Bueno, no estés tan susceptible –se quejó Abel.

La teniente ignoró el último comentario y regresó al vehículo. Se detuvo casi al instante.

–¿Qué pasa? –preguntó el cabo.

–Han roto la ventana –respondió ella. Se acercó más, para que pudiera verlo.

–Teniente, vamos a enviar a una cuadrilla a buscarla –dijo el cabo.

–No, sería desperdiciar efectivos –sentenció ella–. Quedaos donde estáis. El vehículo de la base Delta 3 está intacto.

–Que usted sepa –apuntó el cabo–. Puede que lo hayan saboteado.

–¿Para qué iban a romper su ventana pero dejar intacto el vehículo de al lado? –preguntó alguien, uno de los soldados que se hallaban con el cabo.

–Porque quieren que suba a él –determinó la teniente–. Quieren mostrarme algo y no sé qué es.

–Teniente. –Era la voz de una mujer. Le costó identificarla. Se llamaba Carla y era nueva en el pelotón, apenas hablaba o se relacionaba con sus compañeros– ¿Está segura de que han llegado por el exterior?

A la pregunta le llegó un silencio sepulcral. La teniente Garrido repasó mentalmente lo visto y descubrió que no podía saberlo. Las puertas rotas no tenían cristales, las habían forzado pero parecían igual de dañadas por un lado y otro.

–No estoy segura –acabó diciendo. Supuso que el cabo estaría revisionando el vídeo.

–¿Teniente? –La voz del cabo era tensa, casi susurrante–. Teniente, alguien está llamando a la puerta exterior.

–No abráis –ordenó ella, corriendo hacia su transporte. Con ventana rota o sin ella, el vehículo podría llevarla de regreso. Simplemente no tendría oportunidad de quitarse el casco. Abrió la puerta, quitó los cristales sobre el asiento con cuidado.

–No lo hemos hecho –dijo el cabo–. Teniente, no estoy recibiendo señal de la base Delta 1. El canal está mudo de repente.

–Llámalos. –La teniente puso en marcha el vehículo. Los niveles de combustible eran normales y todas las mediciones eran estables. Aparte de la ventana rota, estaba tal cual lo había dejado.

–No responden. –La voz del cabo era tensa. Lo oyó ordenar el cierre de la estación al completo– Estoy cerrando toda la estación. Pondré una barricada en la puerta de la sala. Estoy mandando ahora un mensaje a la base Tierra, enlazándolo con el vídeo. Pero si la base Delta 1 está dañada, puede que el satélite de transmisión también lo esté.

–Bien hecho, cabo. –El vehículo dio un ligero salto al terminar la ascensión de una duna– Cabo, voy para allá. Si hay algo fuera, lo aturdiré. Poneos los trajes protectores por si acaso.

–Hecho, teniente.

–También apago la cámara. Se está quedando sin batería.

La teniente olvidó toda precaución y puso el vehículo a máxima velocidad, atravesando dunas y saltando desde pendientes escarpadas. El sistema de amortiguación funcionaba, aunque la teniente Garrido se sentía como si la vapulearan cada vez que daba un bandazo.

–Ya he informado a base Tierra –anunció el cabo–. Me dicen que están mandando un equipo de apoyo. Tardarán tres horas en llegar al planeta.

–Sigue informándoles.

Si el viaje a la base Delta 3 había durado cinco horas, estaría de regreso en una. Sólo podía rezar para llegar a tiempo. No creía en ningún Dios, nunca lo había hecho, y ahora deseó poder creer. Pero la fe no funcionaba así para ella, no podía rezar a nada y luego olvidarse de nuevo. Sólo pudo desear con toda su fuerza de voluntad que no ocurriera nada, que fuera una falsa alarma, el viento golpeando la puerta.

–Teniente, alguien ha abierto la puerta –informó el cabo. Llevaba quince minutos de camino–. No sabemos qué ha pasado, pero no han llegado a las barricadas todavía. Las he puesto en las salas principales. El centro está asegurado.

–¿Cuántos hay por barricada? –preguntó la teniente.

–Una escuadra –respondió el cabo.

Hizo el cálculo mental. Su pelotón se componía de cuarenta y tres efectivos. Sin ella, eran cuarenta y dos para cubrir el terreno. Había seis salas principales alrededor del centro, cada una con cuatro soldados. Aquello dejaba con veinticuatro custodiando la sala de control.

–Has hecho bien –dijo ella–. Aguantad.

No era optimista. Si algo había entrado y los mataba a todos, no veía cómo ella podía salvarles. No era una heroína, apenas había disparado en el espacio. Sólo en un planeta se encontró en la situación de tener que apuntar a otro ser vivo y disparar, y fue a un colono humano que se había vuelto loco tras la ingesta de plantas autóctonas. No lo hizo a matar, el hombre amenazaba a su compañera llamándola demonio. Debido a que era una situación tan urgente y que no se encontraba cerca, sacó su pistola y disparó a su pierna. El dolor y la impresión le devolvieron parcialmente a la realidad. Pudieron salvarle, pero aquello supuso que tacharan el planeta de inhabitable para colonos.

Ahora era posible que tuviera que disparar a matar. Se dijo que desde luego no era su día de suerte. No la asustaba el hecho de tener que hacerlo, sino contar con tan poca experiencia real en una situación de acción en solitario.

El sol se ponía ya, haciendo que la tierra a su alrededor fuera más roja. Había pasado más de media hora y el cabo informaba cada cinco minutos de que no había habido cambios. El vehículo subió a una gran loma y desde allí el sol rojo incidió directamente sobre ella, haciéndole guiñar los ojos. Un brillo metálico en el suelo era la base.

–En diez minutos estoy allí –informó.

–No recibimos noticias de dos de las barricadas –dijo el cabo–. Las otras aseguran que no han visto nada todavía. Les he advertido de que ahora puede que les ataquen desde atrás.

–¿Ni siquiera han avisado de que estaban siendo atacados?

–No, teniente. Les dije que tuvieran la radio siempre encendida. De repente, se han quedado mudos. Como si la hubieran apagado.

–¿Qué narices está pasando? –La teniente no quería reconocer que estaba nerviosa. Se suponía que iba a ser una misión sencilla, sin grandes problemas, y ahora era muy posible que no regresara a la Tierra. Pensó en ella mientras recorría los últimos kilómetros. Echaba de menos su aspecto azul, sus nubes blancas, el olor del mar.

No había nacido allí, sino a años luz, en una estación espacial donde su madre servía. Pero para ella había sido su hogar, donde había crecido hasta enrolarse en el ejército. Viajar al espacio era su sueño tanto como lo era estar en la Tierra. Mientras paraba el vehículo, odió la tierra roja que pisaba. Ahora era como la sangre, espesa y oscura, mientras los últimos rayos del sol se ocultaban. Hasta dentro de dieciocho horas no regresaría. Cogió con fuerza la pistola y avanzó.

–¿Sigues ahí, cabo? –preguntó ella.

–Sí, teniente. La situación sigue igual.

–¿Se ha ido la luz?

–No, teniente. Todo parece en orden, hay electricidad.

Pero ella se encontraba en un pasillo a oscuras. No podía ser, se dijo. El cabo no mentiría. Avanzó en silencio.

–Cabo, estoy entrando en la sala de descanso D2.

–Hay una escuadra ahí, Carla les está informando de que va en su dirección.

Pero la sala estaba a oscuras.

–Cabo, aquí no hay nadie –dijo la teniente.

–Imposible. –La voz del cabo estaba sorprendida– Teniente, estoy hablando con ellos ahora mismo.

La teniente Garrido no comprendía lo que estaba sucediendo, pero bajó el arma y corrió directa hacia la sala central.

–Voy hacia ti, cabo –le dijo–. Las luces están apagadas y no hay nadie.

–Imposible, teniente. –El cabo se interrumpió– Algo está arañando la puerta.

La teniente Garrido llegó hasta ella. Había marcas de uñas y zarpas en ella.

–¿Cabo? –preguntó mientras entraba.

–Teniente, no sé qué está pasando –reconoció el cabo, con tanto miedo en la voz que la teniente dejó de fingir que no estaba aterrada.

–Yo tampoco, cabo –dijo ella. Las luces seguían apagadas, pero las pantallas seguían funcionando por algún extraño motivo, iluminando débilmente el lugar, mostrando la misma imagen que ella veía.

La sala estaba vacía.

CARMEN SUÁREZ

1 de noviembre de 2014

  • 1.11.14
La extensa llanura estaba bajo sus ojos, llena de campos de cultivo y pequeños pueblos con sus correspondientes campanarios. Una bandada de pájaros surcaba el cielo y la carretera se perdía en una recta interminable. Desde lo alto de la loma, junto a las vías del tren, León se encendía un cigarro mientras Susana y Amalia discutían sobre la raza de los pájaros.

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–Son estorninos, está claro –decía Amalia.

–Que no, que son golondrinas –decía Susana.

–¿No había una canción sobre golondrinas?

–Seguro, pero creo que te refieres a “Volverán las oscuras golondrinas” y eso es un poema de Bécquer.

–No, te equivocas, es de Machado.

Y así podían pasarse toda la tarde. León no intervenía porque realmente no tenía ni idea de si eran estorninos o golondrinas, o si el poema era de Bécquer o de Machado. Dejó caer ceniza en una cajita, no le gustaba ensuciar el campo o arriesgarse a iniciar un incendio.

El capó del coche estaba recalentándose por el sol. Susana ahora lanzaba piedras colina abajo mientras Amalia cogía un escarabajo. Se volvió hacia León.

–¿Crees que Julián gritaría si se lo tirara a la cara? –preguntó con una sonrisa maligna.

–Probablemente se enfadaría tanto que se iría a pie a su casa –respondió León–. Y hay como catorce kilómetros, no lo hagas.

Amalia hizo una mueca y dejó con cuidado al escarabajo en el suelo. Lo observó correr por la tierra hasta desaparecer en un matojo de malas hierbas. León le tendió el cigarro y ella, sacudiéndose las manos en el pantalón, fue hacia él.

–¿Cuánto tiempo crees que estará durmiendo la mona? –preguntó ella, cogiendo el cigarro y sentándose a su lado. León miró hacia el interior del coche. Julián dormía en los asientos traseros, con sus largas piernas sobresaliendo por la ventanilla bajada.

–Yo diría que un par de horas –intervino Susana–. Julián siempre duerme un montón cuando regresa de estar de juerga.

Amalia suspiró con hastío y le pasó el cigarro a Susana. León vislumbró un tren que se acercaba por las vías. Sus amigas también lo vieron y los tres los contemplaron pasar a sus espaldas, haciendo temblar el suelo y levantando el viento a su paso. Aquello no despertó a Julián.

Amalia se bajó del coche y fue hacia el maletero.

–¿Queréis algo de comer? –preguntó–. He traído patatas y bocadillos de esos de mierda de la gasolinera.

El coche era de Susana, pero Amalia siempre lo tenía lleno de comida o refrescos. Decía que nunca se sabía cuándo era necesario escapar un rato. León se bajó del capó y fue a mirar lo que había.

–Tráeme agua, anda –dijo Susana–. No puedo beber si voy a conducir. Soy responsable.

–No eres responsable, eres una cobarde –puntualizó Amalia–. Te da miedo perder la cabeza bebiendo y eso lo sabemos todos.

–Que te den, pija.

León hizo caso omiso a la nueva discusión que empezaba a forjarse y sacó del maletero una caja cerrada en la que estaba escrita la palabra “libros” con grandes letras mayúsculas y rojas.

–Oye, Susi, ¿qué es esto? –preguntó–. ¿Vas a donar libros o algo?

Susana detuvo la respuesta a un insulto de Amalia y se acercó a mirar.

–Pero qué mier… No, no es mío. Es de mi padre seguro. Quería que sacara de casa unos libros viejos de mi abuela y le dije que no porque iba a venir con vosotros, que lo haría el finde. Los habrá metido aquí para librarse de ellos y que mi madre no le echara la bronca por tener la caja rulando por la casa.

–¿Libros de tu abuela? ¿La adivina? ¿Son libros de esoterismo? –preguntó curiosa Amalia, toda discusión ya olvidada.

–Sí, de la abuela loca –dijo Susana, rebuscando en sus bolsillos. Sacó una pequeña navaja de mango amarillo–. Pero no sé qué tipo de libros. Ella no leía nada de esas cosas de esoterismo.

Rasgó el celofán de un único tajo y los tres se inclinaron para leer los títulos.

–Son… –La voz de Amalia se rompió en una risita.

–Joder, abuela… –soltó Susana, también a punto de romper a reír.

–Bueno, ahora ya sabes por qué tu padre no quería tener esto por casa –dijo León.

Eran novelas románticas de portadas sugerentes. Lo que les había hecho gracia no era tanto el descubrimiento como su naturaleza. Entre los títulos los había que eran claramente alusiones a romances homosexuales, aunque la mayoría de los que ojearon eran heterosexuales.

–Tenía… un gusto muy amplio –comentó Amalia. Sus amigos rieron y se sentaron en el suelo, leyendo en voz alta algunos de los pasajes.

–Desde luego, yo los leería sólo por las risas –comentó León–. Es decir, es tan absurdo todo…

–Por Dios, aquí el prota le dice a la tía que se tape cuando sólo va enseñando los hombros –señaló Susana–. Estas victorianas… Qué descocadas.

–Oye, no los des –dijo Amalia–. Yo me los quedo. Son geniales. Este va de una mujer que se enamora de un robot-clon o lo que sea.

–Será un replicante –bromeó León.

Cuando Julián despertó ya se habían hartado de los libros aunque Amalia se había enfrascado en la lectura de uno. Estaba sentada en el asiento del copiloto, con las gafas de sol puestas y bebiendo de cuando en cuando de una botella de refresco.

–¿Qué es eso? –preguntó él medio adormilado. Amalia pegó un salto en el asiento, echándose refresco encima y soltando una retahíla de insultos hacia Julián y sus progenitores. Se volvió hacia él.

–Joder, Julián, avisa –dijo ella, tirando el libro en el asiento del conductor y buscando con la mirada algo para limpiarse. Cogió de detrás del asiento una vieja loneta que usaban para quitar el polvo y se limpió en ella.

–Puaj, qué asco –dijo Julián. Amalia le miró fijamente–. Vale, si las miradas matasen ahora mismo estaría camino del tanatorio. Mejor me bajo.

–Mejor –corroboró ella, cortante.

León y Susana intentaban hacer una corona de flores con unas pequeñas y moradas que había por la zona, sin éxito ninguno pero discutiendo sobre la forma más adecuada de hacerlo.

–¿Por qué gritaba Amalia? –preguntó Susana sin mirar a Julián.

–Le he dado un susto y se ha empapado con lo que estaba bebiendo.

–Entonces tú pagarás la limpieza –señaló ella.

–Susi, el coche lleva sin limpiarse desde que salió del confesionario allá por los setenta.

Ella se encogió de hombros y le quitó de las manos la corona de flores a León, asegurándole que así no se hacía. Julián miró el paisaje que tenían bajo sus pies. La llanura estaba llena de movimiento y, aun así, parecía en calma. En un campo un tractor recogía el sembrado y en otro paseaban dos personas. Una fábrica, casi en la línea del horizonte, escupía humo blanco.

–¿Qué vais a hacer hoy? –preguntó Julián.

–Pues te estábamos esperando a ti –respondió León–. Como te quedaste dormido nada más montarte en el coche, no queríamos despertarte. Tienes muy mal despertar.

–Bueno, creo que Amalia piensa peor de tu despertar que tú mismo –bromeó Susana.

–¡Muy graciosa! –se escuchó a Amalia gritar.

–No, en serio, ¿qué vamos a hacer? –insistió Julián.

–Roberto me ha dicho que esta noche van a ir al viejo hospital a ver si de verdad hay fantasmas –dijo Susana–. ¿Nos apuntamos? Me encantan las historias de fantasmas.

–Por mí bien –dijo León, desistiendo de intentar coger la corona de flores y sacando un cigarro. Amalia bajó del coche. Le brillaba la piel por el refresco y la camiseta blanca ahora era marrón.

–Si me dejáis que me dé una ducha, contad conmigo –dijo Amalia.

–¿Ya te toca tu baño mensual? Menos mal, empezabas a oler –soltó Susana.

Había en torno a unas quince personas en la entrada del viejo hospital. No era un sitio especialmente aterrador, sino más bien un estercolero. Era uno de los lugares favoritos para ir a emborracharse sin que la policía apareciera y también uno de los favoritos donde hacer pintadas, por lo que toda aura de misticismo que pudiera tener quedaba solapa por un “cómeme el…” pintado en la fachada.

–Oh, qué gran sitio y qué gente tan distinguida –soltó León sin querer. El viejo coche de Susana era una tartana al lado de algunos de los otros que había en el aparcamiento.

–Cállate, aguafiestas –soltó Susana–. Y tú suelta el libro.

Amalia leía otra de las novelas de la abuela de Susana alumbrándose con la luz del móvil. Hizo un ruido de disconformidad, pero puso el marca páginas y lo guardó en su bolso.

–Bueno, esto parece que es más un botellón que otra cosa –señaló Julián–. No creo que se vayan a poner a investigar hasta que estén muy mamaos.

–No quiero estar aquí –puntualizó León.

–Nadie quiere estar aquí –corroboró Amalia–. Bueno, menos Julián.

–Qué mala opinión tienes de mí –respondió Julián.

–Bueno, callaos, que Roberto ya nos ha visto y no podemos huir –dijo Susana. Se bajó del coche y esperó a que sus amigos la imitaran antes de echar la llave.

–¡Pero si es Susi! –gritó un chico de pelo de punta que llevaba una botella de aspecto dudoso en la mano–. Creía que no vendrías. ¿Y este coche? ¿Lo has sacado del vertedero de coches o qué?

–No existe un vertedero de coches, idiota –le dijo Susana quitándole la botella y oliéndola–. Puaj, esto huele a desinfectante.

–Me limpia el alma –dijo con tono dramático Roberto cogiendo la botella de vuelta. Enfocó la vista en Amalia y se le dibujó una sonrisa tonta–. Hola, Amalia.

–Ni en tus mejores sueños –respondió ella.

–Soy muy imaginativo, no te preocupes –respondió él.

–Pues imagíname a mí pateándote los…

–Lo pillo. –Roberto se volvió hacia León, quien observaba a los reunidos– ¿Quieres unirte a la fiesta?

–Ni aunque me pagaran –replicó él.

–Qué raritos sois –soltó Roberto. Bebió de su botella–. Bueno, ya que estamos todos, voy a proponer lo de entrar. Esperad en la entrada.

En cuanto se hubo alejado, León le dio la vuelta al coche para reunirse con sus amigos. Julián se metió las manos en los bolsillos de su sudadera y miró a Roberto hablar con los demás.

–Tiene toda la pinta de que nos encerrarán dentro –comentó.

–Que lo intenten –soltó Susana, soltando un resoplido–. Si lo hacen me encargaré yo misma de colgar por los pies a ese cabrón.

–¿De verdad tenemos que entrar? –preguntó Amalia–. ¿Por qué no esperamos a que se vayan y les pinchamos las ruedas del coche?

–Porque sabrían que hemos sido nosotros –puntualizó Julián.

–Entonces fingimos que entramos con ellos y luego regresamos y les jodemos la fiesta –insistió Amalia.

–Nadie va a rajar nada esta noche, Amalia –cortó Susana–. Es muy simple: ¿queréis entrar o no?

–Por mí sí. Yo no tengo ningún respeto hacia mi bienestar –dijo Julián.

–Por mí también, quiero entrar –dijo Susana. Miraron a sus amigos. Amalia se encogió de hombros, enfurruñada.

–Presión de grupo –gruñó León–. Tendré que entrar. Pero por favor, quitadme a Roberto de encima.

–Ni que no te gustara o algo –bromeó Julián.

Se dirigieron hacia la entrada del hospital. De las quince personas que había bebiendo, sólo tres se habían quedado en el sitio. El resto comenzaba a entrar entre gritos y risas. Roberto los esperaba junto a una chica de pelo rosa y otro chaval con una cresta.

–Venga, que os quedáis atrás –les dijo. Amalia masculló algo sobre su plan yéndose al garete porque algunos se quedaban. Susana pasó frente a Roberto sin dirigirle la mirada.

–Le gustan demasiado los sitios encantados –la excusó Julián.

–Ya, por lo de su abuela, ¿no? –preguntó Roberto, entrando junto a él. Se volvió hacia sus amigos–. Ellos son Dimitri y Eva, son nuevos en el pueblo y los he traído.

–Nos ha invitado –concretó Eva–. Porque traernos nos hemos traído nosotros solitos.

–Ah, sí, perdonad por lo del coche. –Roberto se volvió hacia León– ¿Qué? ¿Sigues sin querer estar aquí?

León no contestó y Roberto le sonrió con sorna. Amalia agarró del brazo a su amigo y se adelantaron hasta alcanzar a Susana. Subieron por una escalera hasta el tercer piso, donde los gritos de los demás les llegaban amortiguados. No había nada, ni siquiera sillas o archivadores. El sitio había sido saqueado a menudo y hasta quienes lo habían ocupado lo habían abandonado pronto llevándose sus cosas.

–Hay mierda de rata por todos lados –soltó León.

–Supongo que tampoco es que tenga mucho de encantado –dijo Julián con pena en la voz. Amalia intentó coger un pequeño ratón de campo, pero se escabulló por un agujero en la pared. Susana abría las puertas sin contemplaciones, arrugando la nariz cuando una bocanada de aire pestilente la golpeaba.

–Joder, Susi, para –le pidió Roberto–. Vas a intoxicarnos a todos.

–Pues bebe de tu desinfectante –replicó ella. Roberto soltó una carcajada y pasó, como si no se diera cuenta, un brazo por los hombros de León.

–¿Y tú no quieres beber? –le preguntó. León se deshizo de él y fue con Susana a explorar. Eva los siguió, presentándose a la chica y diciéndole que el sitio daba asco.

–¿Por qué picas tanto a León? –preguntó Julián en un susurro a Roberto. Éste se encogió de hombros.

–Pues porque es divertido.

–También sería divertido si te pegara una patada en los cojones y no lo hago –soltó Amalia desde detrás de un mostrador. Dimitri se asomó a ver lo que estaba haciendo.

–¿Eso es un nido de serpiente? –preguntó.

–No, las serpientes hacen nidos en la tierra, no bajo un mostrador –dijo Amalia–. Supongo que será que alguien o algo se ha puesto aquí a comer. Puaj.

Se levantó con decisión. Vislumbró algo por el rabillo del ojo, pero no había nada. Supuso que sería un ratón y siguió buscando insectos y animales en las habitaciones que Susana abría.

Julián y Roberto caminaban tras ellos, bebiéndose la botella. Dimitri y Eva resultaron ser tan entusiastas en la búsqueda de fantasmas como Susana, que parecía decidida a encontrar algo. Hallaron revistas pornográficas y cristales rotos en un cuarto de baño cuyo suelo estaba encharcado de algo que no querían ni pensar qué era. En otra ala del hospital, donde ya no oían a quienes habían entrado con ellos, encontraron viejas sillas de minusválidos que usaron para hacer carreras por los pasillos.

Finalmente se acabaron aburriendo de dar vueltas sin hallar nada del otro mundo. Julián y Roberto se habían terminado la botella y reían y se dejaban caer sobre sus amigos haciendo chistes malos. León se encendió un cigarro cuando, a la luz de la llama, le pareció ver algo al final del pasillo.

–Eh –llamó a sus amigos. Todos se volvieron hacia él–. Creo que allí hay algo. Un gato o un perro o algo. Se ha movido muy rápido.

–¿Estás de coña? –preguntó Susana. Miró su móvil–. Qué asco, apenas me queda batería. Las linternas chupan un montón.

–Yo me he traído una linterna –dijo Amalia. Abrió su bolso, que solía pesar casi más que ella, y extrajo una enorme linterna negra–. Le he puesto pilas nuevas por si las que tenía estaban agotadas.

La encendió y el potente haz de luz le dio de lleno a Julián en la cara.

–¡Serás…! –No terminó la frase, frotándose los ojos. Amalia dirigió la luz hacia donde León había dicho. No había nada, era un pasillo que conducía hacia la sala de urgencias.

–¡Qué guay! –soltó Susana–. Puede que sea un fantasma de verdad.

–Sí, el de mi sobriedad –se quejó Roberto, apoyándose en Julián.

–O el de tu dignidad –apuntó Amalia.

–O el de tu inteligencia –apuntó Eva, granjeándose automáticamente la amistad de Amalia.

–Vayamos a ver qué era –propuso Dimitri–. Joder, acabo de sonar como el primero que muere en las pelis de miedo.

–Tranquilo –dijo León–, esto no puede ser una peli de miedo porque no hay ninguna rubia duchándose, que sepamos.

–Los de las pelis de miedo son idiotas –dijo Susana–. Pero vamos a ver qué era.

Conforme se acercaban a la sala oyeron murmullos. Al principio se detuvieron, asustados, pero una carcajada les tranquilizó. Cuando abrieron las puertas se encontraron con una humareda y a uno de los grupos que habían entrado con ellos fumando. Les indicaron que había sillas de minusválidos para hacer carreras y siguieron adelante, adentrándose en el área de cirugía.

La luz de la linterna de Amalia asustaba a un montón de pequeños animales que salían huyendo despavoridos. Varias veces creyeron ver algo un poco más grande escabulléndose. Entre risas nerviosas y susurros, comentaban que era el fantasma del antiguo director, el de un médico o enfermero. También bromearon sobre pacientes y Susana acabó dejándoles sin habla tras narrarles una serie de sucesos extraños en hospitales.

–Mi abuela decía que estos sitios son muy importantes –les contaba mientras abría puertas sin contemplaciones, como había hecho antes–. Como mucha gente ha muerto aquí, la línea que separa el mundo de los vivos del de los muertos es muy débil y se suelen ver fantasmas.

–Joder, ¿y no tienes miedo? –preguntó Eva.

–Deja de abrir así las puertas –pidió Roberto. A Julián y a él se les estaba pasando la borrachera, dejándoles de mal humor.

–No tengo miedo porque no creo en esas mierdas –contestó Susana, haciendo caso omiso–. Mi abuela era adivina y creía en muchas tonterías. Yo no.

Abrió una puerta más y se detuvo. Contuvieron el aliento. Allí había una forma alta como un niño, blanquecina.

–Alumbra –susurró León a Amalia. Su amiga dirigió el haz de luz y suspiraron de alivio. Era una vieja sábana.

–Joder, qué puto susto –soltó Dimitri, llevándose una mano al pecho.

–Creo que me he hecho pis encima –dijo Amalia.

–Tranquila, todos nos hemos hecho pis encima –dijo Julián, quien se había aferrado al brazo de León, intentando esconderse tras él, cuando la puerta se había abierto.

–Oye, no tengas tanto miedo que eres el más alto –se quejó Roberto.

–Pero la más fuerte es Susi, no te quepa duda –le dijo Julián–. Y León le pega por instinto a todo lo que intente cogerle desprevenido o atacarle. Me fio de mis amigos.

–Bueno es saberlo.

Susana fue a abrir la siguiente puerta.

–Oye, ¿y si lo dejamos? –preguntó Amalia–. Esto ya es aburrido.

–¿Por qué quieres descubrir un fantasma si no crees en ellos? –preguntó Eva a Susana.

–Porque eso demostraría que mi abuela tenía razón –respondió Susana–. No sé, es que siempre nos reíamos de ella y hoy me he acordado mucho de ella.

–¿Por lo de las novelas porno? –preguntó León.

–¿Tu abuela leía porno? –preguntó Roberto, interesado.

–Que os den –soltó Susana. Abrió otra puerta.

Cuando se hartaron, regresaron por donde habían venido. La sala de urgencias estaba vacía y las puertas que daban a la calle abiertas. Alguien había roto el candado con un cortafrío y ahora se oxidaba en el suelo. Salieron todos a excepción de Susana, que se quedó unos segundos más dentro del hospital. León le encendía un cigarro a Dimitri y Amalia le enseñaba el libro a Eva. Susana miró a sus amigos y, luego, al hospital. Vislumbró algo por el rabillo del ojo. Pensó en seguirlo, pero fuera lo que fuera sospechaba que no se iba a dejar ver así como así. Metió las manos dentro de los bolsillos.

–¡Susana! –La llamó Julián– Venga, mujer, que quiero emborracharme mientras la noche es joven.

Susana sonrió con resignación.

–¡Ahora voy! –gritó en respuesta. Miró en derredor una última vez. Allí estaba, la forma incierta que llevaba toda la noche escapándose de ella, como jugando al escondite. No podía enfocarla bien, era alta como ella y parecía expectante.

–Lo siento, otro día será –dijo ella. Le pareció que la forma asentía, pero no podía asegurarlo. Susana se dio la vuelta y fue hacia sus amigos.

CARMEN SUÁREZ

23 de agosto de 2014

  • 23.8.14
El calor se pegaba y los marjales bullían de actividad. La bruja se agachó para coger una rana de color verde oscuro. La observó atentamente antes de pasar la lengua por su lomo. A su lado, una niña esperaba con el ceño fruncido y una mueca de asco.

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–¿De verdad hay que hacer eso? –preguntó.

–¡Por supuesto! –replicó la bruja. Tenía el pelo gris, abundante y corto, totalmente despeinado. No era anciana, pero adivinar su edad era una tarea imposible.

La niña se agachó. Tenía las piernas y los brazos llenos de barro, se había pasado el día jugando al aire libre y ahora, una hora antes del atardecer, tocaba clase con la bruja. No le gustaba especialmente, pero sus padres no tenían hueco en casa para ella.

–Oye, vieja –llamó la niña. Las brujas no revelaban su nombre–. ¿Qué hay para cenar?

–Rayo de luna y rocío de amanecer –replicó ella. La niña resopló. Eso significaba que una vez más la bruja había holgazaneado y ni se había preocupado de recoger la comida que los lugareños dejaban en los lindes de los marjales para ella. Seguramente se la habrían comido ya los animales salvajes o los bandidos de los caminos.

Nadie se tomaba muy en serio a la bruja, pero tampoco se atrevían a entrar en sus dominios.

La niña se quitó el vestido de red y trapos que llevaba y se zambulló en un estanque. Cazó un pescado y unas ranas. Mientras, la bruja le hablaba al aire sobre las propiedades de la madreselva, ignorando que su alumna se había metido en las aguas. La niña chapoteó un rato más antes de regresar. La bruja la miró con un gesto de repugnancia.

–Puag, niña, esta noche te toca baño.

–¿A la luz de la luna? –preguntó irónicamente la niña.

–No seas tonta. Hoy no hay luna.

Pero la niña no la escuchaba. Una bandada de gansos sobrevolaba los marjales con estridentes gritos de alarma. Lo único que había aprendido allí, con la bruja, era a sobrevivir y ser una con la naturaleza. Por eso supo que los gansos huían de algo. La bruja parecía distraída, pero también escuchó atentamente.

–Han entrado –dijo. Se irguió y olisqueó–. Ve a la cabaña, niña. Iré a ver quién se ha atrevido a traspasar mis dominios.

Aunque la niña era desobediente, sabía cuándo la bruja estaba dando una orden de verdad. Cogió su ropa, la caza y se encaminó hacia la casa. Era una cabaña destartalada, escondida entre el ramaje. Dentro había una chimenea para el fuego de turba. La letrina estaba fuera, pero había un gran barreño lleno de agua fría.

En circunstancias normales, la niña lo vaciaría y, luego, lo llenaría de agua que acabara de hervir. Pero se metió directamente, tiritando. No encendió el fuego y tuvo que darle la caza al gato y la loba que tenían viviendo con ellas. Se sentó en la única cama, esperando, mascando unas raíces que la bruja escondía bajo el colchón. La luz se fue y poco a poco se quedó dormida. La loba se subió a la cama y la niña se pegó a ella para calentarse. Poco después el gato se acostaba tras sus rodillas.

Llegó el amanecer y la bruja no había regresado. La niña estaba preguntándose si debía salir cuando oyó unos ruidos. La loba gruñó y el gato se acercó a la puerta, acechando. La niña lo imitó, pegando la oreja a la puerta. Allí fuera había alguien y no era la bruja. Era una voz masculina.

–… Dicen que vivía por aquí. –Era una voz grave, seria y juvenil.

–No hay forma de saberlo –dijo una segunda voz, que arrastraba las palabras–. No tiene pinta de que la bruja se dedique a secuestrar a doncellas.

–No estamos aquí por eso –replicó la primera voz.

–Lo sé, lo sé. Pero no sé, este sitio da mala espina. Deberíamos quemarlo y asunto concluido. ¿No es acaso eso lo que le espera?

La primera voz no dijo nada. La niña se agazapó en un rincón, cogiendo por el camino una hoz oxidada. La loba se acercó a ella, enseñando los dientes a la puerta sin emitir un ruido. El gato seguía agazapado en la puerta. Pensó en lo que podía hacer. La tentación de saber qué pasaba fuera era demasiado grande, por lo que ignoró la prudencia.

La niña respiró hondo y se concentró. Agudizó el oído hasta poder distinguir claramente el canto de un pájaro concreto. La cabeza le empezó a doler, pero ella seguía concentrada en el animalito. Poco a poco, su cuerpo se relajó.

La hoz cayó con un golpe seco, pero no se preocupó. Su mente dejó poco a poco de estar anclada a la niña, de percibir el interior de la cabaña. Empezó a ver con los ojos del pájaro. Detuvo su canto y miró a los dos hombres, que iban seguidos de un destacamento. Todos parecían molestos por los bichos y el barro. Estaban muy cerca de la cabaña, pero no la veían.

Al fin y al cabo, estaban en territorio de una bruja.

La niña había aprendido pocas cosas de ella, pero aun así no menospreciaba su sabiduría. Aquellos hombres sí. Comentaban los soldados que para ser una vieja loca no había rastro de ella. Algunos decían que se habían criado en pueblos cercanos y que nunca la habían visto envejecer, que había que tenerle respeto y que estar allí era un error.

Los dos hombres que los guiaban se volvieron y mandaron callar. Uno era alto y de hombros anchos, de porte militar. El otro era de piel bronceada, con la cabeza rapada y una socarrona sonrisa, algo más delgado que su compañero. La niña los observó como pájaro y supo que no debía temer.

Los hechizos seguían en pie, no habían capturado a la bruja. Ella debía esperar. Mas no regresó a su cuerpo, sino que los siguió, curiosa, mientras la mente del pájaro se quejaba por estar allí más tiempo del necesario. Lo ignoró aun a sabiendas de que después la cabeza le dolería terriblemente.

Los soldados siguieron buscando durante todo el día y, al no encontrar nada, regresaron al linde de los marjales y acamparon en una zona seca. Fue entonces cuando la niña regresó a su cuerpo. Lo hizo bruscamente y se mareó. Jadeó, sintiendo que la cabeza iba a estallarle y que el estómago se le soltaba. Le dolía cada hueso y músculo de su ser por haber estado tanto tiempo desmadejada en el suelo.

Quería chillar de dolor. La loba gimió a su lado. Tenía el hocico manchado de agua de la bañera. Vio el hambre en sus ojos y en los del gato. La niña se arrastró y abrió la puerta para que salieran a cazar. Confiaba en que los hombres no regresaran por la noche.

Cuando por fin pudo ponerse de pie, temblando, era ya noche cerrada. La luna era una fina sonrisa en el cielo que no arrojaba luz. Se encontraba hambrienta y deshidratada, sucia además por haberse hecho las deposiciones encima. Fue a gatas hasta un estanque limpio cercano, oculto para quien no supiera de antemano que estaba allí. Bebió y luego regresó a la cabaña y se bañó en lo que quedaba de agua del barreno.

Tiró la ropa a un rincón y se puso otra. Más recuperada, pasó las siguientes horas buscando bayas y raíces para comer. Cuando regresó, el sol rayaba el alba y tenía el estómago lleno. Vació y limpió el barreno. Luego cogió un cubo y fue al estanque a coger agua. No sabía cuánto tiempo iba a estar allí escondida, pero esperaba que la bruja no tardara en regresar. Por primera vez desde que sus padres la dejaron allí, la niña tuvo miedo.

La bruja apareció a medianoche, en forma de lechuza. Revoloteó por el techo antes de dejarse caer en una nube de trapos de trapos y piel blanca. Se incorporó rápidamente, parpadeando como si le costara regresar a su cuerpo humano. La transformación era una de las ramas de la magia más difíciles de dominar, y la bruja la usaba como si hubiera nacido para cambiar la piel con rapidez. Pero llevaba más de un día corriendo y volando como distintos animales y estaba cansada y aturdida.

La bruja se sentó en el suelo, con las piernas cruzadas, y dejó que la loba y el gato la saludaran.

–Hombres estúpidos –masculló. Miró a la niña, enfadada–. ¿Sabes que tus padres les han dicho que te secuestré? Al parecer los de la Congregación les dijeron que había una recompensa por los hechiceros apóstatas y ellos les fueron con el cuento. ¡Malnacidos!

–¿Los de la Congregación? –preguntó la niña.

–Ay, criatura, a veces se me olvida que no sabes nada del mundo. La Congregación son los magos que trabajan para el rey. Ahora se dedican a cazar a los que vivimos lejos de sus garras. Nos llaman apóstatas y dicen que somos un peligro porque somos incontrolables y no pagamos impuestos y yo qué sé. ¡Estúpidos!

–¿Nos pueden hacer daño? –preguntó la niña.

–No, no. Vamos, no si son sólo ellos. El problema es que si vinieran sólo a por mí, se cansarían a los tres días. Si sospechan que he secuestrado a una niña, a lo mejor traen a otros magos y eso sí sería un problema.

La niña no preguntó nada, pues no quería saber. Quería que todo regresara a la normalidad. Vivir en los marjales era mejor que trabajar en las granjas. La bruja le sacudió el pelo y se rió al percatarse de que estaba aterida de frío.

–Mucho tiempo en la mente animal no es bueno –le dijo–. Cuando esto pase, te enseñaré a ser un animal cambiando la piel.

La niña se animó. Aquella noche la bruja encendió el fuego de turba y cenaron roedor del marjal. La loba regresó cuando quedaba poco para el amanecer y se echó junto al fuego y el gato. La bruja y la niña durmieron en la cama. Por primera vez, la había dejado acostarse a su lado.

Normalmente, la niña dormía en un jergón de paja en la otra punta de la habitación. Pero esa noche quería estar cerca de alguien, sentirse protegida. La bruja la acunó y le cantó una nana antigua, como si estuviera en casa, en los brazos de su madre.

Era cerca de mediodía cuando la bruja se envaró. Desde que despertaron se habían dedicado a las tareas del hogar. La niña recogía las arañas bajo los muebles y las soltaba fuera. La loba había salido y el gato dormitaba bajo un rayo de sol. La bruja barría el suelo. Pero de repente se detuvo, frunciendo el ceño. Tardó unos segundos en soltar la escoba y ahogar un grito.

–¡Corre, niña! –le dijo–. ¡Corre, que viene!

La niña no sabía a qué se refería, pero aun así le hizo caso y puso pies en polvorosa. Se internó en los marjales, seguida del gato. El animal de vez en cuando maullaba y ella cambiaba de dirección, hasta que finalmente se quedó sin respiración y tuvo que detenerse.

Estaba perdida, sin saber muy bien en qué parte del marjal estaba. El gato olisqueaba el suelo y maullaba. Oyó a la loba aullar, a lo lejos. A su espalda, en lo que parecía el norte, una columna de humo. Caminó en dirección contraria. El gato la siguió.

Debía de haber corrido en círculos, porque no estaba lejos del estanque, que estaba demasiado cerca de la cabaña. Se alejó de allí, acercándose a una de las zonas más húmedas del marjal. De repente, empezó a oír gritos, explosiones y ruidos procedentes de hechizos. Sabía que debía dar media vuelta y huir, pero aquello significaba que la bruja estaba luchando y ella quería verlo.

Se acercó escondida, hasta poder ver. La lucha se había concentrado en la orilla de una de las charcas más cercanas al río y a la costa. Sus aguas eran profundas, y en ellas flotaban algunos cuerpos de soldados. La bruja era un ser de cuento, todo trapos flotando y gritos de conjuros. Un hombre de túnica verde la repelía. Era bajo y rápido, poderoso, pero no tanto como ella. Luchaban sin importarles los que estaban a su alrededor. Los hombres combatían contra bestias de los marjales e invocaciones. Caían poco a poco.

La niña sujetó al gato, que intentó unirse a la batalla. Ella observaba casi sin pestañear la lucha entre los dos magos. La bruja era terrible. El mago era más rápido. La lucha fuera de su esfera se recrudecía. Sólo quedaban vivos unos pocos hombres y sus dos líderes. De repente, el gato arañó a la niña, que lo soltó, y él se fue hacia la bruja y el mago. La niña intentó ir tras él, ignorando a los hombres.

El gato llegó al centro de la lucha y la bruja chilló mientras el animal se transformaba en una nube oscura que intentó envolver al mago. El hombre gritó un conjuro. Una luz blanca surgió del centro, y como garras se abalanzaron hacia los tres. La bruja intentó un último hechizo, pero aquella luz la apresó junto con el gato, y se evaporó con ellos. La niña no sabía lo que había pasado.

De repente, chocó contra algo que se dio la vuelta. La hoja atravesó su estómago. La niña miró hacia abajo, como si no pudiera creerlo. Luego, los ojos de su asesino. El hombre de piel oscura tenía una expresión de horror y miedo. Ella abrió la boca para decir algo. Pero no encontró palabras. Intentó buscar a la bruja. Reculó, la espada salió de ella y un chorro de su propia sangre la empapó. Se mareó, cayó de rodillas. La cabeza empezó a dolerle.

–¡¿Qué has hecho?! –gritó el hombre de la voz grave–. ¡Era la niña!

–¡Se abalanzó sobre mí! –La espada cayó al suelo. El hombre de piel oscura temblaba. Su amigo le sujetó, le dijo algo al oído. Luego se volvió hacia los hombres que quedaban.

–El mago se ha llevado a la bruja y a su familiar. Vosotros, coged a la niña y arrojadla al pantano. Nadie debe saber qué ha pasado aquí. No necesitamos más mala prensa.

Fueron esas las palabras que hicieron que los tres hombres sacaran sus espadas, nerviosos. Miraron al que era su superior, que soltó a su amigo y se encaró con ellos.

–Luego nos matarás a nosotros –masculló uno.

–La Congregación debe saber qué ha pasado –dijo otro.

El tercero no llegó a hablar. El hombre de la voz grave lo mató primero con un tajo a su garganta. Luego empujó al segundo con el escudo, derribándole. Intercambió unas estocadas con el otro y acabó golpeándolo con el pomo de la espada en la sien. Se encaró con el segundo, que se levantaba. En breves minutos, todo había terminado y los tres hombres que habían sobrevivido al encuentro de la bruja estaban muertos. El hombre de la voz grave se acercó a su amigo, que había cogido el cuerpo de la niña.

–Debemos deshacernos de ella –le dijo.

Y mientras su cuerpo era arrojado a las pantanosas aguas, la niña observaba desde la otra orilla dentro del cuerpo de la loba.

CARMEN SUÁREZ

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