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Clases de sueños

–He tenido un sueño raro –dijo de repente Julia. Estaba sentada en el borde de la bañera, las piernas llenas de jabón. Había surcos de piel lisa, las uñas de los pies pintadas de verde. Helena abrió un poco el papel de plata para ver cómo iba el tinte. El sudor le corría por la espalda.

–¿Qué clase de sueño? –preguntó Helena.

–No sé, raro. –Julia agitó la cuchilla. El ventilador le agitaba los mechones que habían escapado del moño– Soñé que subía por una montaña… Estaba en la cumbre, o casi. Había mucha niebla y llevaba unas botas horribles de montañero que me quedaban grandes. Hacía mucho frío. Cuando llegué a la cumbre, dije algo, no recuerdo qué. Y alguien me respondió al lado pero no lo veía y sabía que era… que tenía que ser un fantasma.



–Vaya sueño raro. –Helena cogió el bol de helado sobre el lavabo. Estaba medio derretido. En la radio sonaba un grupo pop de los que le gustaban.

–Pues sí, no sé. ¿Cómo va el tinte?

–Bien. ¿Qué crees que significa el sueño?

Julia se encogió de hombros. Pasó la cuchilla por sus piernas. Mientras terminaba con la pantorrilla derecha, un hilo de sangre descendió desde su rodilla. “Vaya mierda”, murmuró Julia. Abrió la ducha. La sangre se fue por el desagüe.

Una tirita adornaba la pierna de Julia. Tenía a los protagonistas de una serie infantil en ella. Helena la ayudó a sacar las bicicletas. Se mancharon las pantorrillas de aceite. Un grupo de niños jugaban en una piscina hinchable en la casa de enfrente.

–¿A dónde quieres ir? –preguntó Helena. Julia se encogió de hombros. El verano era caluroso. Las palmeras se agitaban levemente con la brisa. Las dos, en bicicletas antiguas, pedalearon por urbanizaciones prácticamente desiertas. Julia llevaba gafas de sol redondas y Helena unas que le tapaban casi toda la cara. En un puente que conectaba dos colinas, un grupo de chicas de su edad fumaban y escupían a los coches.

Julia les gritó algo. Una lata pasó rozando la cabeza de Helena. Se volvió. Su amiga reía mientras un par las perseguían. Oyó los insultos, las amenazas. No sabía quiénes eran. Fueron cuesta abajo. Julia separó los pies de los pedales. Gritó. A Helena se le metió el pelo en los ojos.

Detuvieron las bicicletas cuando ya no las veían.

–¿Las conocías? –preguntó Helena.

–Sí –respondió Julia, recuperando el aliento. No dio más explicaciones. Siguieron pedaleando hasta una heladería. El aire acondicionado enfriaba demasiado el ambiente. Había un hombre con chaqueta verde en la barra. Una pareja pálida que no tocaban sus helados. Se sentaron en una mesa, sorbiendo batidos. Las bicicletas las habían abandonado de cualquier manera en la acera.

–Huele a mar –comentó Julia.

–Es que estamos al lado del mar –repuso Helena.

–La montaña con la que soñé tenía un lago en un valle. Era grande y verde y profundo. Había un pueblo en un promontorio y un castillo en lo más alto. Hacía frío.

–¿Cómo tuviste frío si anoche hizo treinta grados?

Julia agitó la mano.

–En un sueño el frío es algo mental. Se te mete en los huesos.

Helena vio a las chicas del puente. Hablaban con un chico en un coche. Gesticulaban, golpearon la carrocería. El chico reía. Tenía unos dientes muy blancos. Les hizo un corte de manga. Aceleró, alejándose. Una cayó hacia atrás al perder el equilibrio. Las demás se alejaron. Helena cruzó una mirada con la que se había caído. Tenía una camiseta blanca con estrellas, pantalones cortos, dientes separados. La chica se sacudió las manos y siguió a sus amigas.

–¿De qué conocías a las chicas de antes? –insistió Helena. Seguía mirando por la ventana. Julia sorbió los restos de su batido.

–De cosas –respondió lacónicamente. Se limpió con una servilleta–. ¿Vamos? Quiero ver el mar.

Los niños gritaban. Las personas gritaban. El ruido de tantas voces era insoportable para Helena. Sentadas en las bicis, manos en los manillares, pies en el suelo, observaban. Julia estaba seria. Cerca había un grupo de surferos. Todavía estaban empapados por haber nadado. Reían entre ellos, se molestaban. Las tablas clavadas en la arena reflejaban el sol. Gotas de agua evaporándose sobre ellas.

–¿Qué vas a hacer el año que viene? –preguntó Julia.

–No sé –respondió Helena–. Terminar el instituto, supongo. Y luego tal vez la universidad, creo.

–¿Crees?

–Bueno, la cosa no está para estudiar una carrera, ¿no? Al menos no creo que haya mucho trabajo para lo que quiero hacer.

–Bellas Artes nunca ha tenido muchas salidas.

–Ya. ¿Tú qué vas a hacer?

–Algo grande.

Helena soltó el manillar. Unos niños jugaban en las duchas. Un padre les riñó. Había demasiadas voces. La tirita en la pierna de Julia empezaba a despegarse. La camiseta de tirantes se le pegaba por el sudor.

–Tienes la espalda verde –dijo Julia.

–El tinte –dijo Helena.

–Pues eso. Que era muy malo. No compres tinte barato.

Se cruzó con las chicas días después. El verde de su pelo se había asentado. Helena contuvo el aliento. Atravesó el puente. Sus piernas temblaban. El ruido era demasiado. Sus manos picaban. Ellas fumaban. Bajo ellas, los coches. Una escupió. Helena pensó que era a ella. Rieron, sonó un claxon.

–¡En toda la calva! –exclamó una. Helena siguió andando. Quería taparse las orejas con las manos. Casi al final del puente, oyó una voz.

–Oye, tu amiga es imbécil.

Se detuvo. Se dijo que no tendría que haberlo hecho. Se giró. Se dijo que no tendría que haberlo hecho. La chica tenía el pelo negro lacio. La reconoció. Era la de la camiseta de estrellas. Hoy llevaba una celeste.

–Lo sé –respondió Helena.

–Dile que cuando quiera volver a hablarnos, le partiremos la cara.

–Lo haré. –Silencio– Le dará igual.

–Tampoco importa.

La chica se dio la vuelta. Helena siguió caminando. Las piernas querían correr, pero esperó a estar fuera de su vista.

–Oye, Julia, me he encontrado con las del otro día –dijo Helena–. Quieren partirte la cara a golpes.

Julia no respondió. El silencio era de agradecer. El sol calentaba las piernas morenas de Helena. Sus huellas eran las únicas en la arena. Habían caminado hasta estar lo más lejos posible. Una tabla de windsurf atravesaba las olas. En el horizonte, la silueta azul de un barco. Julia se agitó en su toalla. La pintura de sus uñas de los pies estaba descascarillada.

–¿Por qué no te caen bien? –preguntó Helena.

–Porque no –respondió Julia. Hizo un chasquido con la lengua–. Son imbéciles.

–Algún motivo real tiene que haber.

–¿No te basta con mi palabra?

Helena no insistió. Se sacudió la arena de la pantorrilla. Un escarabajo rodó cerca de su pie. Julia le cogió la mano.

–Oye, amigas para siempre, ¿no? –dijo. Tono de ansiedad.

–¿Qué tienes, doce años? Claro que seremos amigas para siempre –repuso. Entrelazó sus dedos. El estómago le dio un tirón.

–Cuando me muera, busca la montaña de mis sueños y tira mis cenizas allí –dijo Julia.

–Mejor dejo tu cadáver a los lobos.

Julia rió. Le apretó la mano.

El ventilador en el techo de la habitación daba vueltas. Helena estaba tumbada en la cama. Lo siguió con los ojos hasta que se mareó. Julia no estaba. No sabía dónde podía estar. Se había pintado las uñas con su pintauñas. En la radio sonaba música de la que le gustaba a Julia. Flexionó los dedos de la mano. El estómago le dio un tirón.

Se levantó. Un coche se detenía frente a la casa. Se asomó por la ventana. Era el coche del chico que casi había atropellado a la adolescente. Julia se bajaba de él. Miró a ambos lados de la calle. La vio. Sonrió. Él decía algo, ella no le escuchaba. Sus pasos la llevaron a la puerta y Helena la perdió de vista. El chico la observaba a ella ahora. Dijo algo. Ella no podía escucharle. Él sonrió. Tenía los dientes muy blancos. A ella no le gustó.

–¡Qué calor! –exclamó Julia al entrar. Helena se apartó de la ventana. Él ya no podía verla.

–¿Quién era ese? –preguntó.

–El hermano de una antigua amiga.

–Lo vi con las chicas esas.

–Ya, yo también.

Julia entró en el cuarto de baño. Abrió el grifo de la bañera. Puso las piernas bajo el grifo. Helena se miró en el espejo. Salpicaduras de pasta de dientes ensuciaban el cristal. La pequeña papelera estaba llena de envoltorios de compresas rosas. Julia cogió un champú nuevo. Lo abrió, olió. Se lo echó en las manos y empezó a hacer espuma. El baño se inundó de olor a rosas.

–Antes era amiga suya –dijo de repente Julia. Helena se sentó en la tapa cerrada del váter. Cogió unas pinzas de depilar del lavabo.

–¿Qué pasó?

–Su hermano me pidió salir.

–¿No es muy mayor?

–Sí. Y muy capullo. –Helena alzó la cabeza. Julia había tapado el desagüe. Echaba gel. La espuma se formaba en torno a sus tobillos.

–No deberías montarte en su coche, entonces.

–No es ese hermano –rió Julia–. Ese es buena gente y muy capullo también y en realidad se porta. Es sólo que no aguanta a su hermana y sus amigas pero luego es el que no bebe y te lleva siempre de vuelta a tu casa aunque no te conozca de nada.

–Conoces a gente muy rara.

–Tú eres la más rara.

Helena no se lo discutió. Encendió la radio. Tras un par de canciones, Julia se quitó la ropa. Llevaba un bañador rosa. Se metió en la bañera. A su alrededor, la espuma. Helena metió la mano en el agua. Estaba más fría de lo que esperaba.

–Perdona –dijo Julia–. No debería haberte llamado rara.

Un zumbido en los oídos de Helena. Algo atascado en la garganta.

–No pasa nada –respondió. Podía verse los ojos en el lavabo.

–Sí pasa. –La mano de Julia salió del agua. Le tocó los dedos– ¿Amigas para siempre?

–Por lo menos mientras te soporte –se burló Helena. Un tirón en el estómago. Quitó la mano. Dejó la pinza sobre el lavabo. Se levantó. Julia no la miraba. Vio las tijeras. Se soltó el pelo y, sin más, cortó un mechón verde. Luego otro. Se le fue la mano, se cortó, la sangre le cayó encima de repente.

Soltó un grito.

Era de noche. El coche ronroneaba. Helena miraba la nuca de su padre. La carretera, la ciudad, pasaba con rapidez a su alrededor. En el asiento del piloto, su madre se quejaba de lo torpe que era. No la escuchaba. Julia había entrelazado sus dedos sobre el asiento. Acariciaba el vendaje sobre el dedo anular. El estómago le daba vueltas.

Apoyó la cabeza en la ventanilla. El cristal estaba frío. Al pasar bajo el puente, un escupitajo cayó en el parabrisas. Julia ahogó una risa y apretó su mano.

CARMEN SUÁREZ
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