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Mostrando entradas con la etiqueta Hasta los huesos [Carmen Suárez]. Mostrar todas las entradas
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14 de junio de 2014

  • 14.6.14
Tenían doce y trece años y pedaleaban por el bosque, rumbo al lago. Daniel había dicho que los extraterrestres estaban allí. Martina decía que su perro se había perdido. Sus padres lo habían perdido. No habían tardado en llegar todos a la conclusión de que los extraterrestres se lo habían llevado.

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Pablo fue el que propuso ir con las bicicletas hasta allí, como siempre. Era el de las buenas ideas. Alicia y Verónica, que eran gemelas, aseguraban que podrían encontrar al perro con el poder de sus mentes cuando llegaran. A Daniel sólo le importaba ver extraterrestres. Martina no sabía qué buscaba exactamente.

Era una fría mañana de noviembre y no había sido difícil saltar la valla del colegio y coger las bicicletas sin que ningún padre les viera. Luego habían pedaleado por carreteras que les estaban prohibidas y se habían metido por el camino forestal rumbo al lago. Subían y bajaban cuestas. Alicia y Verónica gritaban de vez en cuando y Daniel pedaleaba con todas sus fuerzas pero no les llegaba a alcanzar nunca.

El lago era oscuro y liso. Alicia y Verónica tiraron piedras, rompiendo la monotonía del agua. Daniel estaba sentado en un tronco caído, recuperando el aliento. Pablo había cogido una rama y golpeaba plantas con ella. Tenía las rodillas huesudas y llenas de moratones. Como los demás, se había puesto botas de agua. Las suyas eran azules.

–Y, ¿ahora qué hacemos? –preguntó Verónica. Alicia saltaba en la orilla, intentando empezar una guerra con Martina.

–Buscar al perro, ¿no? –dijo Daniel–. Para eso hemos venido.

–Creía que sólo te interesaban los ovnis –soltó Alicia. Martina le dio una patada al agua, empapándole la falda de cuadros que llevaba. Llevaba botas de agua rojas. Las de las gemelas eran de color amarillas. Las de Daniel, verde oscuro, de pescador. Le quedaban un poco grandes.

–Pero si buscamos al perro, encontraremos a los ovnis –dijo Daniel.

–Estamos dando por hecho que hay ovnis y yo no he visto ninguno todavía. –Pablo se puso bien las gafas.

–Porque hay que buscar. Tan listo para unas cosas y tan tonto para otras –soltó Verónica–. Vamos.

Dejaron las bicicletas allí, en la orilla del lago, y se adentraron en el bosque. Cada uno había cogido una rama por si algún zorro intentaba atacarles. En su imaginación, los zorros eran sustituidos por lobos y osos, y las ramas por espadas y lanzas. Luego, entre risas y carreras, dejaron de buscar al perro y se persiguieron los unos a los otros. Uno era en un momento el dragón y otro el caballero, una era una bruja que lanzaba hechizos y transformaba al dragón en lagartija. Otra era una salvaje, que entre gritos se manchaba la falda de cuadros y la cara y atacaba las pantorrillas de todos con su rama, transformada en un temible látigo.

Saltaban de troncos caídos, buscando volar. Eran los villanos y eran los héroes, eran los extraterrestres, que venían a por ellos. Eran bailarinas y eran arqueros. Entre risas, el bosque se convirtió en un ilimitado escenario donde se transformaban en sus sueños con sólo nombrarlos en alto.

Daniel, que era regordete y tenía problemas de asma, era un caballero que podía con todo. Pablo, a quien sus padres no escuchaban, era el monstruo de la historia. Martina, que nunca conseguía hacer reír, era una bruja que lanzaba hechizos. Alicia y Verónica, a las que pocos distinguían la una de la otra, eran una bailarina y una guerrera de los bosques. Y cambiaban los roles, y cambiaban la historia. El perro había desaparecido de sus mentes y para ellos sólo había horas de juego. Difusas y breves, pues debían regresar a las puertas del colegio a tiempo. Sus profesores no importaban, pero si sus padres se enteraban de que se habían saltado horas para ir a jugar al bosque, estarían castigados hasta el verano. Y eso era una eternidad.

Regresaron a la orilla del lago, pero no donde habían dejado las bicicletas. Estaban manchados y empapados por la humedad del bosque. Se sentaron en piedras, dejando que el sol les secara e hiciera costras el barro. Después las quitaban y se las tiraban entre ellos.

–No creo que tu perro haya sido secuestrado por extraterrestres –dijo Daniel.

–No, yo tampoco –respondió Martina. Se miró los pies y frunció el ceño–. ¿Yo no tenía botas rojas?

La miraron.

–Sí –dijo Verónica–. ¿Por qué no son rojas?

–¿Habrán desteñido? –propuso Pablo.

–¿A negro? No creo.

–Tal vez te metiste en algún sitio y están sucias –propuso Alicia. Martina rascó la superficie, pero era goma. Se encogió de hombros.

–Pues no. Están limpias. Quizá sí han desteñido.

–No hay otra explicación –dijo Verónica–. A no ser que seas una bruja de verdad y algún hechizo haya salido mal.

–No digas tonterías. –Alicia se inclinó sobre las botas de Martina. Luego miró las suyas.

–Los demás tenemos bien el color de botas –dijo Pablo, colocándose bien las gafas–. Lo he comprobado.

–Esto es muy raro –dijo Martina.

–¿Por qué no regresamos al bosque y buscamos por dónde hemos estado? –propuso Daniel–. Si han desteñido tiene que haber un lugar manchado de rojo.

Estuvieron todos de acuerdo y se adentraron nuevamente en el bosque. Recorrieron los caminos que habían abierto en su juego, buscando bajo helechos, en rocas y en troncos de árbol.

–Esto es inútil –soltó Alicia, subiéndose a un montículo. Los demás detuvieron lo que estaban haciendo.

–Alicia, tus botas… –Verónica le tiró de la falda y Alicia miró hacia abajo. Eran negras, como las de Martina.

–Las mías también –dijo calmadamente Pablo–. Y las de Daniel y Verónica. Tiene que haber algo que las haya hecho desteñirse o algo así.

–¿Algo así? –Daniel temblaba–. ¿Y si han sido los extraterrestres?

–Y, ¿para qué querrían cambiarnos de color las botas, listo? –Verónica ayudó a Alicia a bajar–. Será mejor que regresemos a por las bicis. Tiene que estar cerca la hora de salida del colegio.

Deshicieron el camino, buscando dónde habían dejado las bicicletas. Iban en silencio. Ya no eran monstruos, villanos o héroes. No eran guerreras o brujas o bailarinas. Eran cinco adolescentes asustados. El bosque no era ya un campo interminable de juegos, sino un sitio donde lo que entraba no salía del mismo modo.

En la orilla del lago estaban sus bicicletas, pero también algo más. Sus botas, sus colores, estaban allí, y las llevaban niños parecidos a ellos. Pero su piel estaba formada por humo. Estaban mirando las bicicletas cuando llegaron, como si no supieran para qué servían o qué hacían allí.

Se quedaron sin aliento, sus espectros no tenían expresión.

–Son extraterrestres –susurró Daniel.

–Son extraterrestres –susurró el espectro de Daniel.

–Son extraterrestres y lo primero que hacen es una broma de repetir lo que dices. Qué bien –soltó Alicia.

–Son extraterrestres y lo primero que hacen es una broma de repetir lo que dices. Qué bien –soltó la espectro de Alicia.

–No creo que estén bromeando –dijo Pablo. Su espectro repitió lo que había dicho. Se miraron entre ellos y luego lo hicieron los espectros.

–¿Qué hacemos? –preguntó Martina, en un susurro. Su espectro la imitó. Pablo se encogió de hombros. Su espectro le imitó.

–No nos están atacando –dijo–. Tampoco pueden ser tan malos.

Su espectro repitió lo que acababa de decir. Aparte de la piel, eran copias perfectas. Como mirarse en un espejo. Pasado el sobresalto inicial, Alicia se acercó. Su espectro se acercó también.

–No la toques –pidió Verónica.

–No la toques –pidió la espectro de Verónica.

Pero ambas Alicias ignoraron lo que sus gemelas les habían dicho. Levantaron la mano y las acercaron. Las apartaron rápidamente, riendo.

–¡Da cosquillas! –exclamaron, mirando a sus amigos.

–Vámonos de aquí –pidió Martina. Le temblaban las piernas. Su espectro repitió lo que había dicho, pero no temblaba.

–Sí, es buena idea –dijo Pablo, colocándose bien las gafas. Su espectro repitió lo que había dicho y hecho.

Cogieron las bicicletas, y sus espectros imitaron sus movimientos, pero sin sostener nada más que aire. Los cinco adolescentes se internaron en el bosque, a donde no les siguieron los espectros. Pedalearon con fuerza por el camino forestal, intentando salir de allí cuanto antes. Jadeaban, creyendo que el camino era mucho más largo que cuando vinieron. No veían el final y estaban a punto de desesperarse cuando escucharon los coches y, finalmente, llegaron al fin del bosque, al arcén. Se detuvieron a coger aire. Sus botas habían regresado al color de antes. Estaban manchados de barro y pálidos. Poco a poco tomaron conciencia de que todo había pasado, de que estaban vivos y de una pieza.

–¿Sabéis? –dijo titubeante Pablo–. Me fijé en que todas nuestras cosas de goma se habían vuelto negras. Tal vez era cosa suya.

–¿Creéis que eran peligrosos? –preguntó Martina.

–No nos hicieron daño ni nos persiguieron –apuntó Alicia.

–Ya, pero si son extraterrestres seguramente no sabrían si nos estarían haciendo daño o no –dijo Daniel. Todos lo miraron y él enrojeció–. Es algo en lo que pienso a veces, no sé. Puede que para ellos cosas como dolor o alegría sean inexplicables. Puede que no podamos sentirlos con nuestros sentidos y por eso toman esas formas. No sé.

–¿Alguien más tiene ganas de regresar o soy sólo yo? –dijo Alicia.

–Es más tarde de lo que creíamos –señaló Pablo–. Nuestros padres ya deben de saber que nos hemos saltado clases.

–Entonces regresemos. No tenemos nada que perder. –Sin esperar a nadie, Alicia volvió a internarse en el bosque. A regañadientes, su gemela la siguió. Martina hizo amago de seguirlas, pero se detuvo al ver las expresiones de Daniel y Pablo.

–No tendréis miedo, ¿verdad? –preguntó.

–Claro que tenemos miedo –respondió Pablo. Pero orientó su bicicleta hacia el bosque–. Y también curiosidad.

Los tres siguieron a las gemelas a cierta distancia. En el claro, los espectros aguardaban hablando entre ellos. Al verles, sonrieron. Su piel seguía siendo como humo, pero parecían otros.

–Hola –saludó Alicia.

–Hola –saludó el espectro de Pablo. Se evaluaron con la mirada.

–Vinimos a buscar a mi perro –probó Martina–. ¿Lo habéis visto?

–¿Qué es un perro? –preguntó el espectro de Daniel.

–Pues… No sabría explicártelo –reconoció Martina–. Supongo que no lo sabrás si no lo ves.

Los espectros parecieron tomar aquella respuesta como buena. Una nube tapó el sol y miraron al cielo. Luego al lago. La tranquila superficie empezó a temblar, como si algo sumergido se retorciera.

–¿Por qué todo lo de goma se vuelve negro cerca vuestra? –preguntó de repente Pablo. Su espectro se encogió de hombros como lo haría él.

–No lo sé. No nos lo han explicado. No sabemos qué es la goma –dijo. Los niños de carne y hueso asintieron, tomando aquella respuesta como buena.

–Debemos irnos –dijo la espectro de Verónica, de repente, mirando al lago y su temblorosa superficie.

–¿Volveremos a veros? –preguntó Alicia, ansiosa.

–Puede –respondió el espectro de Pablo–. Todavía estamos aprendiendo.

Los espectros se sumergieron en el lago, sin provocar ondas en el agua. Poco a poco, el lago volvió a estar en calma y la nube dejó de tapar el sol. Sus botas habían recuperado su color normal.

–Regresemos –dijo Pablo–. Seguro que están preocupados por nosotros.

En silencio, deshicieron el camino. Se despidieron escuetamente en la plaza del pueblo, cada uno sumido en sus pensamientos. No necesitaron advertirse. Jamás contarían a nadie lo que había pasado en el lago. Para el resto del mundo, ellos eran unos malos niños, unos sinvergüenzas, unos gamberros y unos egoístas que nunca pensaban en la preocupación que provocaban a sus padres. Serían eso y mucho más para los que les rodeaban, pero nunca dijeron una palabra de lo ocurrido y sus mentes, con el tiempo, empezaron a transformar los recuerdos.

Para Pablo, aquel día no pasó nada extraño, simplemente se perdieron. Para Daniel, comieron bayas que les sentaron mal. Martina, que recordaba a la perfección lo sucedido, creyó que su imaginación la había protegido de algo terrible que les había pasado allí. Las gemelas, tal vez por hablar entre ellas, llegaron a extrañas conclusiones, pero el tiempo también las convirtió en meras anécdotas que no pensaban revelar a nadie.

Diecisiete años después, cuando se reencontraron en el pueblo, rieron y propusieron regresar al lugar de los hechos, para esclarecer lo sucedido y como un acto de rebelión infantil. Cuando llegaron había cinco pares de botas de agua negras.

CARMEN SUÁREZ

17 de abril de 2014

  • 17.4.14
Todo lo que ves es rojo y negro. Todo. Una oscuridad que no es ni fría ni cálida. Simplemente es oscuridad. Sin fondo, no es como si te hubieras quedado ciego, sino como si tuvieras delante una pared de la que no puedes apartar la vista. De vez en cuando hay un rayo que atraviesa la oscuridad. Te ciega, pero no ilumina nada.

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¿Será así para siempre? Te preguntarás mientras intentas mirarte las manos. Lo cierto es que no, que esto es sólo una parte del proceso. Que esos rayos rojos son parte de ti, de tus ojos por volver a ver. Y respiras hondo y recuerdas dónde estás y qué haces. Cierras los ojos y deseas volver a estar mirando esa taza que tanto te gusta.

Cuando abres los ojos la oscuridad sigue ahí pero ya hueles el café. Un sonido a tu izquierda te hace volver la cabeza, pero allí no hay nada. O tal vez no has girado el cuello, quién sabe, es difícil distinguir la derecha de la izquierda en la más completa oscuridad.

Entrasteis por los conductos de ventilación, como insectos. Meses mal comiendo para caber por las estrechas venas del edificio. Pero poner en riesgo tu vida tiene su recompensa. Porque entrasteis y pudiste ponerte manos a la obra con la misión mientras los demás se desperdigaban, alejando a todos los demás de tu posición.

Te escondiste, aprovechándote de nuevo de tu extrema delgadez. Sabías que no saldrías de esta, pero te apuntaste porque no había nada que pudiera hacerte más feliz que estar aquí, en ese momento.

Un rayo rojo, más intenso, vuelve a cegarte. Esta vez, tras recuperar la visión, sí ves lo que pasa a tu alrededor. Te has perdido en el programa. Entre tus manos tienes el virus que debías introducir en el sistema de la torre. Te preguntas qué ha pasado, pero entonces oyes de nuevo un sonido y sabes que es un disparo.

Sientes algo pegajoso en la sien y supones que es tu sangre. Tu cuerpo convulsiona y tu boca y garganta se ahogan. Con tus últimas fuerzas te arriesgas a hacer lo que nadie se ha atrevido. Todavía tienes la aguja que te conecta con la caja en el brazo.

Dices rápidamente los números, atragantado, y ves la oscuridad de antes. Sólo que esta vez sigues los rayos rojos y te metes de cabeza en el infinito. Ves tu propia muerte desde una cámara de seguridad y te parece hasta gracioso. El virus y tú sois uno. Quizás ahora, sin el envoltorio de la carne, seas capaz de guiarlo.

Quizá ahora vivas para siempre.

CARMEN SUÁREZ

21 de febrero de 2014

  • 21.2.14
Era un día cálido y perezoso. Los minutos pasaban como si fueran horas y en los campos cantaban las cigarras. Era principios de junio y quedaban pocas semanas para que el curso terminara, pero la proximidad de los exámenes no impedía que todos los alumnos del instituto se sintieran somnolientos.

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Eran las doce y cuatro minutos cuando Olga terminó de explicar un problema matemático a su clase y miró casualmente por la ventana. El instituto, a las afueras de la pequeña ciudad, estaba sobre una loma. Más allá se extendían campos de cultivo de color tostado. En una colina, a pocos kilómetros, se alzaba un granero. Ardía. Olga sintió como si no estuviera realmente allí. Los alumnos adormilados, el olor a tiza, el sonido de las cigarras y el granero ardiendo, silencioso y lejano.

—Ana, avisa al director –dijo de repente, recordando que si el fuego se extendía el instituto estaría en peligro.

—¿Qué Ana? –preguntó una chica.

—Tú misma, da igual.

Los alumnos se giraron curiosos hacia donde miraba su profesora. Algunos ahogaron un grito y otros se levantaron a observar mejor. Olga se irritó al saber que ahora estarían excitados ante la idea de poder irse antes de clase.

—Todos a sus asientos, ¡ya! –Hicieron caso. Ana salió corriendo por la puerta. Pronto, una algarabía de voces se fue extendiendo por el edificio, como si de un fuego se tratara. Olga advirtió a sus alumnos que de momento seguirían con la lección, pero comprendió que la atención de ellos estaba desviada. Resignada, se sentó y dejó que se levantaran y miraran por la ventana. Empezó a recoger sus cosas y les mandó hacer lo mismo en caso de que el instituto fuera evacuado.

Cuando llegó a su piso, Olga seguía viendo el fuego. Toda la periferia de la ciudad parecía inundada por el olor a quemado. Se había extendido, acercándose peligrosamente a los terrenos del colegio, pero los bomberos parecían tenerlo controlado.

Olga dejó sus cosas y se soltó el pelo. Subió a la azotea del edificio en el que vivía, desde donde se podía ver cómo las llamas devoraban el terreno. Algunos vecinos estaban también allí, preocupados por tener que evacuar. Pero no parecía que fuera a ser el caso. Se sorprendió una vez más del silencio, como si sus oídos se hubieran taponado. No era capaz de percibir bien qué pasaba a su alrededor.

Se desabotonó los primeros botones de su blusa. Fumó un cigarro y se limpió las gafas. Algunos de los vecinos se habían ido, aburridos del espectáculo. Desde allí no se veía el granero. Un helicóptero voló sobre el edificio. Una lata de cerveza apareció a su lado.

—¿Quieres? –Era Cloe, una de sus vecinas y su única amiga en la ciudad. Era pelo corto, rostro redondo y expresión irónica. Tenía otra lata de cerveza y, bajo el brazo, un cuaderno de dibujo. Del bolsillo de sus pantalones sobresalían varios lápices de distinto grosor.

—Era una vieja granja, de un tal Heras o algo así –dijo Olga, aceptando la cerveza. La abrió con una mano y bebió un trago.

—No sé quién es –respondió Cloe. Dejó la lata sobre la tapia en la que se apoyaban para ver el incendio.

—Compró todos los terrenos alrededor del colegio cuando eran baratos y dejó que otros los trabajaran.

—Lo de siempre, vamos. –Cloe pasó las páginas de su cuaderno. Escogió una hoja en blanco y empezó a bocetar. Olga bebió de la cerveza, dio una calada a su cigarro.

—Nos intentó denunciar cuando vallamos los terrenos del colegio, alegando que estábamos quitándole terreno.

—¿Prosperó la denuncia?

—No. No tenía base, no le habíamos comido terreno y tuvo que admitirlo.

El fuego a veces parecía incontrolable y, otras, retrocedía. Olga se preguntó qué pasaría si el colegio se quemaba. Ella no era de las que dejaban nada importante allí, pero había mucha información que todavía no estaba informatizada. Sería un problema si se quemaba. Los exámenes estaban al caer y los alumnos buscaban cualquier excusa para atrasarlos a pesar de que eso no significara que se atrasara el inicio del curso.

—Este tipo de cosas siempre levantan muchas ampollas –dijo de pronto Cloe.

—¿Cómo? –preguntó Olga, sin saber a qué se refería. Cloe levantó las cejas, bebió de su lata de cerveza.

—Que este tipo de cosas, incendios y demás, siempre levantan ampollas en alguna parte. ¿Seguía siendo el tipo ese dueño del granero, de las tierras? ¿Qué es lo que lo ha provocado? ¿Será intencionado? Ese tipo de cosas. Supongo que hasta a vosotros os interrogará la policía si se entera de que habíais tenido problemas con él.

Olga asintió, mirando el fuego. Terminó su cigarro y, sin darse cuenta, lo tiró a la lata de cerveza medio llena.

—Mierda –soltó, mirando por dónde había caído la colilla. Cloe rió y le tendió la suya.

La hicieron sentarse en el despacho de la psicóloga. Estaba en la primera planta y por la ventana se veía el aparcamiento. El policía estaba sentado tras el escritorio, con una grabadora encendida y un bloc de notas de hojas muy blancas delante.

Olga respondió a todo lacónicamente. En el incendio había pasado algo más, pero el policía no le dijo qué. La hizo desconfiar y, sin embargo, no mintió ni ocultó la verdad. Sí, el instituto había tenido problemas con el dueño de las tierras. Sí, en aquel tiempo la directora era la profesora Marisa Roca, que ahora estaba jubilada. No, no había habido ningún tipo de altercado, que ella supiera. Sí, algunas alumnas se habían quejado de que algunos de los trabajadores les habían gritado.

A pesar de que la entrevista estaba siendo grabada, el policía tomaba cuidadosa nota de todo. A Olga le gustó aquello. Le dio las gracias y le pidió si podía decirle al siguiente profesor que pasara. Así lo hizo. Olga se sentó luego en un banco, en uno de los pasillos del instituto, y suspiró a solas, sintiéndose angustiada sin saber por qué.

Le estaba explicando a sus alumnos una fórmula matemática que entraría en el examen cuando llamaron a la puerta. Era el policía de la entrevista. Se había quitado la gorra y parecía más joven ahora que podía verle el pelo, peinado hacia atrás. Algunas alumnas intercambiaron murmullos y risitas. Olga salió y a su espalda enseguida se hicieron audibles los cuchicheos.

El policía primero se disculpó por haberla hecho salir. Luego miró nervioso a su alrededor.

—¿Le importaría pasar esta tarde por comisaria? Necesitamos que identifique a los sujetos que... se excedieron con las alumnas.

—Siento decirle que no sé quiénes son –dijo Olga. Le sacaba un par de centímetros al policía–. Fue la directora y la profesora Claudia Ramírez a quienes acudieron las chicas.

—Perdone entonces las molestias –dijo el policía, poniéndose la gorra, nervioso. Olga se sintió irritada y quería que aquel hombre se fuera. Pero antes de irse le informó de que desgraciadamente había pasado algo y que la policía seguiría un tiempo por la zona. Cuando se fue se sintió mejor y pudo volver a clase, a seguir preparando a sus alumnos para el examen.

Cloe bocetaba el rostro de un actor en su cuaderno, intentando centrar la mirada en el papel. Habían bebido mucho, era viernes noche y la calle bullía de vida. Pero ellas estaban allí, emborrachándose en el minúsculo apartamento de Cloe. La televisión estaban encendida, una nube de humo de cigarro se había formado sobre sus cabezas. Cloe se quejaba de un compañero de la editorial que siempre la esperaba al final de la jornada. Estaba harta de decirle que no estaba interesada en él.

—Lo voy a denunciar por acosador –sentenció–. O eso o acabo pegándole una patada en los huevos la próxima vez que lo vea.

—Seguramente sea más efectivo la patada en los huevos –reconoció Olga–. ¿De qué sirve la policía en estos casos?

—De nada. –Cloe arrancó la hoja y empezó de nuevo– Pero muchos se asustan con una orden de alejamiento.

—Tenías razón, ¿sabes? –Olga se peinó el largo pelo con los dedos. Le gustaba su color oscuro natural– Lo de que el fuego iba a levantar ampollas. Ya ha empezado.

—Y la mayoría de esas ampollas no estarán ni relacionadas con el propio fuego.

Olga dejó caer la cabeza sobre la mesa acristalada. Las cortinas no estaban echadas, por lo que podía ver a los vecinos del edificio de enfrente viendo una película. A otros cocinando. Una señora mayor regaba las plantas. Una joven con un vestido corto hablaba por teléfono en el balcón. Tenía los pies descalzos.

—Los alumnos están deseando que haya pasado algo muy malo para poder escaquearse de los exámenes –dijo.

—¿Cuánto tiempo llevas trabajando en ese instituto? –preguntó Cloe–. Nunca me acuerdo.

—Desde que salí de la universidad, hice allí las prácticas. –Alzó la cabeza hacia la televisión, sin sonido. Se presionó el puente de la nariz con dos dedos– Es decir, ocho años. Lo de aquellas chicas sucedió en mi primer año. Ahora deben de estar en la universidad. Es probable que ni siquiera se acuerden de quiénes son...

—¿Qué chicas? –preguntó Cloe. En su cuaderno había un rostro que Olga no reconoció.

—Nada. ¿Quién es?

—Un chico que he conocido hace poco.

El curso iba a comenzar. Olga iba a dar ese año clase a los más mayores. Le gustaban los alumnos de bachillerato, eran más serios. Paseó un día antes del inicio de las clases por los pasillos y las aulas. A través de una de las ventanas podía ver la estructura ennegrecida del granero. Al final se habían enterado de que había aparecido un cadáver. El fuego había intentado tapar el crimen, sin éxito. Todavía continuaban las investigaciones, pero no se había identificado de momento a la víctima.

Olga se sentó en una de las mesas de una de las aulas. Desde allí podía ver los campos, oscuros por el fuego. Como había pronosticado Cloe, muchas heridas habían sido abiertas. Desde las antiguas denuncias hasta las disputas más irrisorias. Todo había salido a la luz y había sido diseccionado delante de todos.

Olga había llegado a tener la sensación de que aquello no estaba sucediéndole, sino que era otra la que había tomado posesión de ella y respondía mecánicamente las preguntas. En uno de los interrogatorios se enteró de que su ex novio había tenido contacto con el propietario de las tierras por un trabajo nada claro. Por suerte para ella, había roto ya con él cuando sucedió, y su ex lo corroboró.

Le sorprendía, sin embargo, el secretismo con el que todo se había llevado a cabo. Los alumnos sólo sabían que había ardido el granero. Nada de cadáveres o de viejas heridas que se reabrían años después de lo sucedido.

Olga se estiró y se preguntó quién habría sido, por qué lo había hecho. ¿Podía haber sido alguien de su entorno? ¿De sus propios compañeros? ¿O no tendría nada que ver y era simplemente un cúmulo de casualidades? Olga no lo sabía.

Escuchó un ruido, como si alguien arrastrara pupitres. Se preguntó si serían alumnos. Decidió no subir. Si lo eran, no le importaba. Que hicieran gamberradas, no iba a detenerles. Siguió mirando por la ventana hasta que a su nariz llegó el olor a quemado.

Lo último que pensó, antes de salir corriendo, fue que también podría haber sido un simple pirómano. ¿No era al fin y al cabo la explicación más simple y lógica la respuesta en muchas ocasiones?

CARMEN SUÁREZ


28 de diciembre de 2013

  • 28.12.13
La luz en aquel rincón del planeta era engañosa. Ante ellos parecía que había sólo una enorme explanada blanca, pero no era cierto. La sensación de irrealidad era inmensa, aterradora, pero ellos estaban acostumbrados. Haidar activó su comunicador y contactó con la base.

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– No hay rastro de él –dijo–. Ni siquiera huellas. La tormenta de esta mañana las habrá borrado.

– La tormenta se lo ha llevado a él –dijo a su lado, en voz baja, Lázaro, irritado. Se apretujaron en sus abrigos invernales, incapaces de contener el frío de aquel planeta que se les metía hasta los huesos. Haidar escuchó la respuesta y asintió.

– No hacemos nada aquí –le dijo a su compañero. Lázaro asintió. Tenía el casco empañado, pero aun así se notaba la expresión nerviosa.

– Regresemos. Este sitio me pone los pelos de punta –pidió. Haidar estuvo de acuerdo.

En la base, Elena transcribía los datos de una máquina que parecía un sismógrafo, solo que no lo era. Era la única en la sala cuando entraron Haidar y Lázaro. No levantó la mirada mientras ellos se quitaban los cascos y los abrigos y colgaban todo en las taquillas. Se había colado un poco del frío exterior, pero para ellos fue como entrar en un paraíso cálido.

– No hemos encontrado nada –dijo Haidar.

– Ya me lo ha dicho Ghada –replicó Elena, todavía sin levantar la vista de lo que hacía. Lázaro se acercó a una máquina de calentar agua y la puso en funcionamiento. Metió en un par de tabletas oscuras en unas tazas y esperó a que el agua estuviera caliente para llenarlas. Le ofreció una a Haidar.

– ¿Sabe alguien cómo narices se ha largado? –preguntó, irritado. Haidar bebió un trago de su taza, mirando para otro lado. Elena alzó la cabeza finalmente. Tenía ojeras y la piel, antes morena y suave, reseca y pálida.

– No. Las cámaras de seguridad, por algún motivo, se desconectaron aquella noche. –Dudó. Sus manos temblaron– Ghada ha interrogado a Miguel, pero parece ser que se quedó dormido.

– ¿No es raro? –preguntó Lázaro–. Miguel nunca se ha quedado dormido en una guardia.

– Además de que fue muy profundamente –puntualizó Elena, frotándose las sienes–. Es en el que más confiábamos para vigilar porque era muy metódico. Ahora está tan nervioso que temo que le haya dado un ataque. Ghada le ha ordenado que se acueste y descanse. Si Samuel se ha querido largar, por algo será.

– Pero ni siquiera se llevó una bufanda –dijo Lázaro, con voz vacilante–. Se fue en pijama. En condiciones normales no habría podido dar más de tres pasos sin congelarse. ¡Hoy ha habido tormenta!

– Bueno, pues no lo han podido secuestrar –sentenció Elena, irritada, regresando a los datos y a la especie de sismógrafo–. No hay signos de que las puertas hayan sido forzadas. Y lo único grabado le muestra a él levantándose de la cama.

– No vamos a solucionar nada discutiendo –cortó Haidar. Dejó la taza vacía en el fregadero–. No podemos hacer otra cosa que buscar por los alrededores e informar a la Tierra de que hemos perdido a Samuel.

– Como tú no vas a ser el que lo haga… –masculló Elena, huraña. Haidar la ignoró y salió por una puerta. Lázaro se sentó en una silla y se bebió su taza.

– Este café en tabletas está horrible –comentó. Elena asintió.

Ghada estaba firme ante las tres pantallas de metro ochenta que la rodeaban. Las tres figuras la observaban, pero ella no podía distinguirles bien. La del centro acababa de preguntarle qué había pasado y ella explicó en pocas palabras lo sucedido:

– Tal y como está en el informe, Samuel Gálvez Pizarro ha desaparecido de la estación esta madrugada. Las cámaras lo grabaron levantándose de la cama. Miró a ellas y se apagaron. Miguel Figueras González estaba de guardia. Pero parece ser que cayó dormido en torno a aquella hora. Profundamente dormido. Por la mañana al despertarnos no estaba Samuel y nos costó despertar a Miguel.

– ¿Lo habéis buscado? –preguntó la pantalla de la derecha.

– Esta mañana no pudimos salir porque había tormenta. Ha habido un período de calma en el que dos de los nuestros salieron a buscar, pero no encontraron nada.

– ¿No has mandado una expedición? –preguntó de nuevo la pantalla de la derecha.

– No podemos alejarnos mucho de la base en plena tormenta. –Ghada tenía el rostro tenso– Y, además, no falta ningún equipo, por lo que presuponemos que no salió bien abrigado.

– Eso significaría que no puede estar muy lejos –dijo la voz de la izquierda, más suave. Ghada asintió.

– ¿Qué medidas vais a tomar? –preguntó la voz del centro.

– Una vez que termine la tormenta mandaremos una expedición a la cordillera de la que les hablamos. Todavía no la hemos analizado en profundidad y es el único sitio donde se nos ocurre que pueda estar.

– ¿A causa del incidente de la semana pasada? –preguntó irónico la voz de la derecha.

– A causa del incidente –corroboró Ghada. No permitió que ninguna emoción aflorara a su rostro.

Pasó una semana sin que pudieran salir. Cuando lo hicieron la nieve se había amontonado tanto en la entrada que se pasaron un día entero para abrir una vía. Eran nueve en total. En la base se quedarían cuatro del equipo y los demás irían a buscar a Samuel. Se abrigaron a conciencia y cargaron al robot de transporte con todo lo necesario para sobrevivir fuera si no regresaban. Ghada abría la expedición. Iban montados en vehículos individuales específicos para recorridos por terrenos extraños. Samuel se había ido andando. Ghada no consultaba la brújula especialmente diseñada para orientarse en el planeta. Era algo que maravillaba a los otros, que se sentían incapaces de orientarse en aquel mar blanco.

No hablaron entre ellos hasta que distinguieron claramente las siluetas de la cordillera. Estaba al sur y se alzaba abruptamente, como si alguien hubiera cortado los bordes a conciencia. A todos les ponía nerviosos. Desde que llegaran al planeta sin explorar, aquella cordillera, con sus cuevas y su extraña estructura, los había descolocado. La primera vez que entraron sintieron tal opresión en el pecho que no pudieron avanzar más de unos pocos pasos. La segunda vez fue la sensación de mareo lo que los enfermó. La tercera vez fue cuando ocurrió el incidente.

– No me gusta nada esto –soltó Lázaro. La comunicación iba dirigida a Haidar en exclusiva.

– A mí tampoco –corroboró él–. Cosas malas pasan en ese sitio.

– Mira que no soy supersticioso pero…

– Te entiendo. Pero esta vez vamos con Ghada. Sabe lo que hace.

– Desde luego, si ella no estuviera al mando estaríamos jodidos.

Haidar rio.

– Esa boca, Lázaro. Que parece mentira que hables así.

No recibió más respuesta que un resoplido. Haidar giró ligeramente la cabeza. Su amigo iba un poco más retrasado, pero quien cerraba la marcha era Miguel. Se había puesto la armadura pesada de combate, como Ghada. Los demás llevaban la ligera, la que solían ponerse en las exploraciones. Desde la separación de Samuel habían estado todos un poco nerviosos y habían dormido mal. Pero ninguno tan mal como Miguel. Ghada le había tenido que obligar a tomarse un somnífero y descansar doce horas antes de la misión. Necesitaba al equipo en plena forma.

Los días en el planeta eran demasiado largos en opinión de Haidar, pero no podían hacerle nada. Treinta horas. No estaban acostumbrados y él mismo reconocía que no esperaba el cambio conforme al calendario de la Tierra. Pero no estaban allí de vacaciones, así que tuvo que resignarse.

La cordillera empezó a desestabilizarles en cuanto estuvieron a menos de un kilómetro. Todos sus músculos se agarrotaron ligeramente, como si se prepararan para algo. Dejaron los vehículos en una de las entradas a las cuevas. Eran extrañamente redondas, como si las hubieran construido. Pero no había señales de vida en el planeta. Ni siquiera plantas. Llevaba cinco mil años helado.

Ghada entró primera, seguida por Elena y Haidar. Lázaro y Miguel cerraban la marcha. Las máquinas de medición que llevaban enloquecieron como si estuvieran en un campo magnético parecido al de un sol. Tuvieron, una vez más, que apagarlos. El agarrotamiento en los músculos había pasado, pero la sensación de incomodidad no.

El camino estaba despejado. Dentro de las cuevas no había nieve, sólo hielo, como si en vez de piedra estuvieran formadas por un glaciar. Las paredes eran opacas, no podían ver qué había más allá y su forma curva los aprisionaba. El sonido era inexistente, como si hubieran sido sumergidos en un líquido espeso. Ni siquiera se oía el viento recorrer las cuevas. De hecho, no corría ninguna brisa allí dentro. No había huellas en el suelo porque tampoco había nieve.

– No está aquí –dijo nervioso Lázaro.

– Intentemos llegar hasta el final, ya sé que no os gusta el sitio –dijo Ghada. Su tono de voz no dejó lugar a la réplica.

Avanzaron sin dejar de sentirse oprimidos entre aquellas paredes curvas, pero al contrario que las otras veces, la sensación no aumentó conforme profundizaban en las entrañas de las cuevas. Ghada sacó su fusil de repente, siendo rápidamente seguida por Miguel. Eran los únicos que llevaban armas de gran calibre. Los otros tres tenían pistolas pequeñas que más bien servían para aturdir. Lázaro se pegó a Haidar y Elena hizo lo mismo. Abrieron el comunicador entre los tres.

– No me gusta este sitio –dijo ella. Las paredes parecían estar a punto de abalanzarse sobre ellos. El lugar estaba iluminado como si una luz blanca atravesara toda la estructura. Pero, al mismo tiempo, no podían identificar la fuente. Simplemente, se veía.

– No puedo quitarme de la cabeza la última vez que estuvimos aquí –dijo Lázaro, nervioso.

– ¿Qué viste? –preguntó Elena. No había preguntado hasta ese momento por lo que habían pasado la última vez.

– Vi agua negra subiendo por las paredes de las cuevas. Me vi a mí mismo, insignificante y atrapado en una burbuja de hielo mientras me hundía en las profundidades.

Lázaro se aferró al brazo de Haidar. Elena tragó saliva ruidosamente.

– ¿Tú qué viste? –preguntó en un susurro Haidar. El camino había dejado de ser recto y ahora descendían casi dejándose deslizar.

– Un monstruo –dijo Elena, sin emoción en la voz–. Una enorme criatura hecha de oscuridad y maldad. Pero cuando quise darme cuenta, yo era el monstruo y os devoraba a todos.

– Joder, gracias –soltó Lázaro, enfadado.

– Todos sufrimos una alucinación causada por algo –dijo Haidar.

– ¿Tú qué viste, Haidar? –preguntó Elena.

– No le preguntes, no te va a responder –se quejó Lázaro–. Llevo semanas haciéndolo y siempre me dice que no quiere hablar de ello.

– Nadie quiere hablar de ello –se defendió Haidar.

El túnel se estrechó visiblemente y volvió a ascender. Siempre que aparecía una bifurcación, tomaban el camino de la izquierda. Así no se perderían al regresar. Ghada además hacía marcas en las paredes. Sus botas no hacían sonido. Los golpes contra las paredes tampoco. Se pasaron caminando lo que les pareció horas, yendo más debajo de lo que antes nunca habían hecho. La luz empezó a desaparecer y la sensación de opresión aumentó de repente. Les costó respirar, Lázaro dijo que era como estar metido en los intestinos de una gran bestia. El túnel se estrechó aún más y tuvieron dificultades para pasar. Pero al doblar el siguiente recodo se encontraron en un espacio abierto inmenso, demasiado como para estar dentro de la cordillera. Al mirar hacia arriba vieron una faraónica cúpula de hielo. Era hermosa y delicada, pero parecía natural. En el centro de aquella estancia había lo que parecía una estalagmita. Era la única estructura que habían visto en el planeta. Se acercaron con precaución. De repente, Ghada echó a correr hacia ella.

– ¡Ghada! –gritaron todos por el comunicador. La siguieron. Ella alzó su fusil y empezó a golpear el hielo con la culata. No sonaba nada. Al acercarse comprendieron por qué lo había hecho. Dentro de aquella estalagmita estaba Samuel, en pijama. Su rostro era blanco y se le marcaban los huesos de los pómulos.

– ¡Miguel! –Ghada se detuvo– Saca la sierra y saquemos al chico de aquí. Lázaro, prepara ropa de abrigo y tú, Elena, inyecciones de adrenalina.

Pero la sierra ni siquiera hizo una muesca. Tampoco produjo sonido. La sensación de irrealidad los consumía. Haidar retrocedió un paso de repente. La expresión de su rostro era horrorizada.

– Tenemos que regresar –dijo, alarmado. Ghada se volvió hacia él.

– ¿Qué dices, Haidar? –Su tono era inquisitivo. Pero Haidar no apartaba los ojos de la estalagmita.

– Tenemos que regresar. Rápido. Antes de que se cumplan.

– De que se cumplan el qué.

Todos lo observaban entre temerosos y recelosos. Lázaro dio un paso hacia él, pero Haidar retrocedió, negando.

– Lo que vimos –balbuceó en un susurro. Tenía las pupilas dilatadas–. ¿Nunca os contó qué había visto él?

– ¿Se vio a sí mismo así? –preguntó Ghada. Haidar negó con la cabeza–. Entonces, ¿qué vio?

– Huesos –respondió–. Él vio huesos. Estaba dentro de la estalagmita, encerrado. Y gritaba porque unas formas monstruosas se movían entre las cuevas. Y buscaban…

– ¿Qué buscaban? –Ghada había bajado la voz, pero alzado el fusil, apuntando a las entradas.

– Carne –respondió Haidar–. Carne, huesos, sangre…

– Estábamos hambrientos –dijo de repente Miguel. Tenía la mirada perdida, las pupilas dilatadas–. Llevábamos aquí mucho tiempo. Olimos y escuchamos el latido de los corazones. Hacía tanto tiempo que no comíamos nada… Queríamos despedazaros, pero teníamos que alimentar a los niños… Todo debía ir hacia abajo. No podíamos devoraros.

– ¿Miguel? –Elena le llamó, pero no se acercó, sino que alzó su pistola y retrocedió. Su espalda chocó contra la estalagmita. Un golpe resonó en ella y se giraron. Dentro, Samuel la golpeaba y gritaba. Pero no oían nada. El silencio era pesado y estuvieron obligados a mirar, paralizados, cómo la piel de Samuel se agrietaba y ensangrentaba, cómo su cuerpo acababa transformado en una pasta sanguinolenta que resbalaba por las paredes hacia el fondo de la estalagmita, siendo absorbida por el propio suelo.

– Era el más joven, el más influenciable –dijo Miguel, con un extraño tono de voz. Había soltado el fusil. Sus ojos eran ahora claro, sin pupila–. Y este el más resistente. Este podía albergarnos. Como ella.

Señaló a Ghada, quien no esperó. Disparó su fusil contra Miguel, que cayó de espaldas. Un charco de sangre se extendió por el suelo de forma extraña, como si en vez de liso estuviera agrietado. No había sonado el fusil ni el golpe del cuerpo.

– ¡¡Corred, regresad a la base y salid del planeta!! –ordenó Ghada. El cuerpo de Miguel empezó a convulsionar. Los demás no necesitaron que se lo repitiera. Salieron por la galería por la que habían entrado. Estaban a oscuras, pero encendieron las linternas y apuntaron a las paredes. Pudieron ver entonces qué había más allá del hielo. Huesos. Huesos grandes y pequeños pertenecientes a seres para los que no tenían nombres. Siempre por la derecha, Haidar encabezaba la marcha. El silencio se rompió con un rugido que les heló la sangre. Elena tanteó en su bolsa y les pasó algo. Se inyectaron adrenalina. A su alrededor resonaban arañazos que eran más bien como risas. Sombras oscuras los perseguían por dentro de los muros. No sabían qué eran, no podían pararse a enfocarlos. Corrieron con todas sus fuerzas, sin escuchar sus pasos pero sí los de sus perseguidores. Temieron perderse, pero finalmente salieron al exterior y el sol les golpeó en la cara. Se montaron en los vehículos medio a ciegas y salieron disparados.

Con las prisas, Elena no coordinó bien y el vehículo fue marcha atrás. Gritó, pero ni Lázaro ni Haidar se volvieron. Su voz se interrumpió de pronto y el silencio se adueñó del comunicador. Nada hacía ruido, ni el viento que cortaban los vehículos o las ruedas de estos por el terreno. Era como si la sombra de la cordillera estuviera sobre ellos.

La base parecía la de siempre y no detuvieron bien los vehículos, tirándose prácticamente de ellos. Lázaro miró hacia atrás, pero en la llanura blanca no se veía nada. Haidar le cogió de la mano y entró, con la pistola en alto. Dentro no había nadie. No se detuvieron a registrar el lugar y corrieron hacia la plataforma de despegue de la nave. Fue en la puerta de ésta donde estaban las estalagmitas.

– ¡Sáltalas! –gritó Haidar. Sus compañeros gritaban dentro y se deshacían como antes lo había hecho Samuel. No hicieron nada por ellos. Lo único que querían era llegar a la nave. Por primera vez, notaron el frío paralizante en los huesos. Allí, en la pista, estaba Ghada. No llevaba casco y la mitad de su rostro estaba herido.

– ¡Están aquí! –les gritó–. ¡Hay que huir! ¡Hacia las cuevas de nuevo, allí podremos perderles y acabar con su nido!

Lázaro no se lo pensó dos veces y disparó su pistola. El cuerpo de Ghada empezó a convulsionar.

– ¿Cómo…? –preguntó Haidar mientras subían por las escalerillas.

– No llevaba casco –señaló Lázaro–. Y Ghada jamás daría una orden sin poner su tono de comandante.

Avanzaron hacia la cabina de mandos. Lázaro intentó sentarse, pero Haidar lo retiró.

– ¿Qué pasa…? –empezó a preguntar. Haidar se quitó el casco. Tenía los ojos claros, sin pupilas. Sonrió.

– Por fin no me molestarán –dijo–. Por fin te tengo para mí solo.

Lázaro no pudo gritar. El frío se coló en su cuerpo al primer mordisco.

CARMEN SUÁREZ

23 de noviembre de 2013

  • 23.11.13
Era un pequeño pueblo casi vertical. En la vieja lengua se llamaba Desvlan, pero ya no eran aquellos tiempos y su nombre se había modernizado en un Villa Vista del Mar. Las casas se encajonaban en un acantilado, hasta el cual hacía siglos llegaba el mar. Ahora las aguas se hallaban a kilómetros, aunque se seguían viendo, pero en cien años no habían golpeado aquellas paredes de roca.

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En el pequeño pueblo vivía una bruja. Era conocida como Petunia la Majara, pero a ella acudían todos los que querían remedios para callos, varicelas y filtros de amor. Ella no hacía filtros de amor, pero en el pueblo de al lado se podían conseguir por buen precio, y los afectados recurrían a ella para conseguir remedios.

La casa de la bruja no estaba apartada, pero tampoco era céntrica. Era una más y sólo sabías que allí vivía por los cuervos. Se apoyaban en aquella casa como si no hubieran más. Creaban sus nidos para su frustración. Petunia la Majara intentaba apartarlos todas las mañanas con un escobón, pero sin éxito alguno.

Más suerte tenía su pupila. Era una niña escurridiza, de piel morena y pelo cortado como un muchacho. Escalaba hábilmente por la pared del acantilado y se dejaba caer en el tejado exterior de la casa, gritando y espantándolos. Los cuervos remontaban el vuelo, con graznidos indignados, pero luego regresaban y picoteaban las migajas que la niña había dejado. A ella le gustaban los cuervos.

Como no tenía nombre, y nadie se atrevía a preguntárselo porque era de mala educación, todos la llamaban Cuervo. En Villa Vista del Mar conservaban las viejas tradiciones. Aunque los Dualistas insistían en que lo de los nombres verdaderos era una patraña inventada por los Naturalistas, la costumbre estaba arraigada. Nunca se preguntaba a un desconocido por su nombre, sino que se daba por educación al presentarse.

Cuervo no era así. La niña no hablaba mucho, nunca había dicho cómo se llamaba. Ella, al fin y al cabo, no era del pueblo y todos pensaron que vendría de algún sitio moderno donde lo adecuado era preguntar. Pero no lo hicieron.

Ciertamente, los habitantes de Villa Vista del Mar no eran como ella. Bajitos y de pómulos altos, todos tenían la piel curtida por el viento, casi rojiza, y los cabellos grises o dorados. Con orgullo, decían que descendían de los mismísimos Baranos, casa nobiliaria famosa por su belicosidad, procedente del continente. Ellos eran isleños, de otro reino, pero nunca callaban al hablar de su herencia cultural.

Petunia la Majara había acogido a Cuervo hacía tres años. A nadie le pareció mal, pues todo pueblo que se precie debía tener una bruja, por lo que pudiera pasar. Así que procuraban molestar lo menos posible a Petunia la Majara. Por si estaba dándole clases importantes a la niña.

–A ver, repite conmigo –le decía Petunia la Majara a Cuervo–. Fsez.

–S...

–¡Mal! –Petunia la Majara no estaba tan loca como los demás creían. Era una mujer de manos huesudas y pelo gris alborotado. Su casa era pequeña y acogedora. Del techo colgaban tantas plantas que era como si la misma naturaleza habitara en su desván y aquellas fueran sus raíces. El fuego siempre estaba encendido y el suelo era barrido cuatro veces al día. Le daba lecciones de brujería a Cuervo en la mesa de la cocina. Sobre ella había un libro enorme y estaba abierto por una página de caligrafía torpe. Señaló la palabra.

–Pronuncia más claramente el sonido de la efe antes de pasar a la ese –le indicó. Cuervo no era habladora tampoco en la casa, pero sabía leer desde antes de que Petunia la encontrara, algo raro en una niña.

–Fff-sez –probó otra vez.

–¡Mal! –clamó Petunia–. ¡El otro día te oí pronunciarla! ¡Deja de mentirme, niña escuchimizada!
Cuervo sonrió. Ambas sabían que no era tonta, pero por algún motivo que a Petunia se le escapaba, hacía cosas mal a propósito.

–Fsez –pronunció claramente, casi mejor que Petunia.

–¿Ves? No sé por qué insistes en mentir tanto.

Cuervo no respondió. Pasó las páginas, borrada ya toda sonrisa.

–Oye, Petunia –dijo de pronto–. ¿Por qué todo tiene que tener un nombre verdadero? ¿Quién le ha puesto nombre verdadero a las cosas?

–A las cosas no, niña –dijo Petunia–. A las cosas inanimadas creadas les ponemos nombre nosotros mismos y por eso no tienen alma. Pero los seres vivos tienen nombre verdadero. Por qué o quién se los puso se debate mucho.

–¿Qué crees tú?

Petunia se encogió de hombros.

–Lo que todas las brujas. Que la Madre Naturaleza nos puso nombres con los que llamarnos y que todos sabemos cuáles son, pero que a pesar de ello algunos no los aceptan y eligen nombre por sí mismos y esos son los que no pueden ser magos bajo ningún concepto.

–¿Como los Dualistas?

–Como los Dualistas.

Cuervo calló otra vez, seria. Como no quería verla así de pensativa, Petunia intentó burlarse de ella:

–Si yo supiera tu verdadero nombre, siempre me obedecerías y dejarías de engañarme con lo que sabes.

Pero no provocó ninguna reacción en Cuervo. Suspirando, Petunia la Majara siguió enseñándole las runas verdaderas.

* * *

Seis años después, cuando Cuervo cumplió los quince, Petunia la Majara la llevó a un bosque viejo lleno de robles. Si tenía nombre, la bruja no se lo dijo y ella no preguntó. Había crecido desde los nueve años, ya era más alta que su maestra y que el más alto del pueblo, que no llegaba a alcanzar el metro setenta.

Entraron en el bosque envueltas en capas. Era el mes de las lluvias y todo olía a vida aunque se acercara el invierno. Llegaron hasta un claro en donde las esperaban otras siete mujeres, todas muy juntas, intentando darse calor.

–Has tardado –dijo una de liso cabello negro y corto. Ninguna de aquellas mujeres era corriente. Cuervo las miró a todas, asombrada. Una era anciana y tenía el pelo blanco espeso y largo hasta el suelo, trenzado y lleno de plumas. Otra tenía una cresta y tatuajes, como si fuera una criminal. Las había muy jóvenes, pero Cuervo era la que más.

–Os presento a mi pupila, Cuervo –dijo Petunia, poniendo las manos sobre los altos hombros de la chica–. Hoy se te va a revelar tu verdadero nombre, niña.

–No puedes decirle nunca a nadie cuál es tu verdadero nombre –advirtió la anciana.

–Excepto si decides unirte en matrimonio por el rito Natural –añadió otra, de pelo rubio y capa púrpura–. La religión que sigas es cosa tuya, pero los Naturalistas preferimos que los matrimonios sean para siempre.

Cuervo no dijo nada.

–Ven con nosotras –dijo otra, albina. Petunia la soltó y ésta y la anciana la cogieron de las manos. Todas empezaron a cantar mientras recorrían el bosque. Ninguna llevaba zapatos y en sus oídos se quedó grabado el sonido de un riachuelo.

* * *

Cuervo recordaba con cariño a aquellas mujeres, a las que más tarde había conocido personalmente. La anciana había muerto de forma natural hacía años, y Petunia la Majara había sido elegida Matriarca en su lugar. No sabía la suerte de algunas, pero todas estaban conectadas. Podían sentir si algo malo le pasaba a alguna. Como ahora. Estaba siendo testigo de la muerte de la albina, cuyo nombre verdadero no sabía, pero a la que todos llamaban Blanca.

No iba a decir que era el humo lo que la hacía llorar. Blanca se retorcía de dolor en la pila. Habían viajado hasta los Confines, y allí ya no había Naturalistas o Dualistas. No había riñas religiosas que acababan frete a una jarra de cerveza. En aquellas islas quemaban a las brujas, se lo tomaban muy en serio. Cuando la capturaron, Cuervo le dijo que la sacaría de allí.

Pero los habitantes de los Confines sabían de runas antiguas también y la celda era inmune a hechizos. Las ataduras y los guardias que escoltaron a Blanca también. Lo último que Blanca le dedicó fue negar con la cabeza cuando la vio, obligándola a guardar la espada que comenzaba a desenvainar. Entre lágrimas, contempló cómo a su amiga no le daban siquiera el consuelo de morir rápidamente.

Ni siquiera el humo la ahogó. Cuervo fue la última persona en irse de la plaza. Reclamó al día siguiente las cenizas de su amiga, pero el alcalde de la ciudad le dijo que a las brujas no se las enterraba y la amenazó con abrir una investigación contra ella.

Todos allí eran conscientes de que habían venido juntas. Sus cosas estaban fuera de la pensión en la que se habían alojado. Todos se apartaban a su paso, algunos le tiraron piedras o fruta podrida. Furiosa, Cuervo aguantó el camino hasta fuera de la ciudad. Se juró que se las pagarían. Que sus runas no les protegerían de su ira. Nadie se salvaría.

* * *

Ahora Cuervo era Matriarca y repasaba su vida sentada en el claro, esperando. Recordó cómo Petunia la encontró en los bosques después de haberse escapado de unos esclavistas. Cómo sus hermanas la ahogaron en el río para que recordara su nombre. Cómo arrasó las islas de los Confines, demostrándoles que el saber de las brujas era más peligroso que cien ejércitos.

Mientras esperaba en el claro a que una de sus hermanas trajera a una nueva discípula, Cuervo se planteó lo que había perdido y lo que había ganado. Se preguntaba si escogió bien en la vida, si había cambiado el mundo. Tosió y se acurrucó, con un dolor en los huesos que ninguna pócima podía mitigar. Su pelo era ya blanco, fino y largo. No era tan bonito como la cabellera de Blanca, pero le recordaba a ella en cierta medida.

Se dijo que tal vez todas las Matriarcas se plantearan su vida cuando una nueva pupila se sumaba al círculo y las acercaba a la muerte. Siempre habían de ser nueve. Tenían que ser reemplazadas y, de aquella manera, el saber de las brujas nunca se perdería. Pero la chiquilla que se acercaba, colgada del brazo de una bruja joven, Morag, no entendía todavía nada de eso.

No conocía los Nueve Misterios, no se había casado ni lo haría, no tendrá hijos y desde luego iba a sufrir, como todas las brujas. Si vivía lo suficiente, sufriría en su propia piel más de una muerte. Tenía toda una vida por delante, pero la mayor parte de ella giraba en torno al poder y el conocimiento.

Cuervo deseaba ser ella, ser joven de nuevo. Se preguntó si el precio a pagar por el saber de las brujas era la propia vida. Pero no se engañaba, conocía la respuesta desde que miró a los ojos a la Matriarca aquel día en el que recibió su verdadero nombre.

Dímelo.

Tomó la mano de la niña a la que llamaban Golondrina. La miró a los ojos, luego la llevó junto a las demás al río, donde con sus propias manos la ahogó y con sus propios pulmones la resucitó. La niña vomitó a continuación. Y como otras tantas Matriarcas, se humilló una vez más ante el miedo a la muerte.

–Dime tu nombre –le susurró, sin que se enteraran las otras–. Dímelo.

CARMEN SUÁREZ

21 de septiembre de 2013

  • 21.9.13
La luna estaba oculta por un manto de nubes negras y el mar rugía sin que lo vieran. Se apretujaron un poco más en torno a la hoguera. El que se hacía llamar Roma había recogido troncos para alimentarla. Eran cuatro las figuras que la rodeaban, una de ellas no humana.

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–Dicen que van a cruzar por la ribera –comentó el que se hacía llamar Roma.

–¿Y qué? –respondió Alos–. ¿Ahora hacemos caso de rumores?

–Bueno, un poco sí deberíamos –intervino la figura no humana–. Al fin y al cabo, estamos haciendo algo ilegal. Mucho. Se supone que no debemos estar aquí. Menos encender una hoguera.

Se estremecieron, miraron a su alrededor. Las sombras de la noche no llegaban a ellos, pero no podían distinguir qué ocultaban. El que se hacía llamar Roma escupió a un lado, se quitó arena de los pantalones y acercó las manos a la hoguera.

–Pero tenemos que esperar –dijo Lira. Lo hizo como si hubiera estado soltando un discurso y aquella fuera su última frase. Apretó los labios y se caló el gorro de lana hasta las cejas.

–A mí me da igual que esto sea ilegal –gruñó Alos–. Tengo frío y no voy a esperar el puto ataque tras la valla cuando pueden aparecer por aquí.

–A lo mejor allí estaríamos más calentitos –comentó la figura no humana.

–Deberíamos regresar –soltó el que se hacía llamar Roma–. Pasen por la ribera o desembarquen en la playa, creo que ya hemos cumplido.

–Todavía no es la hora –dijo autoritaria Alos–. Así que pega tu culo a la arena y cállate.

El que se hacía llamar Roma se sentó.

–Si no vemos la luna –dijo Lira, de nuevo como si la mitad de la frase se hubiera perdido antes de pronunciarla.

–Puedo saber la hora que es por experiencia –explicó Alos con tono de suficiencia.

–Yo lo sé por el congelamiento de mi culo –bromeó la figura no humana. Pero nadie rio. Pasó el tiempo y el calor, las sombras estaban ganando la batalla. En silencio, contemplaron el fuego cada vez más menguante. Ya no tenían más troncos para alimentarlo y el escaso calor que proporcionaba desapareció paulatinamente, hasta que la oscuridad los cubrió como un manto. Sólo quedaron unos vivos rescoldos rojos, el ruido distante de las olas y la luna oculta tras las nubes.

La mañana despertó a María en el sótano de la base como cada día, con temblores y explosiones. Era un ruido inconstante, como un corazón con arritmia. A veces era una vibración fuerte y otras un simple rumor que no parecía haberse producido.

–Hoy han decidido levantarse temprano para bombardear, ¿eh? –comentó su compañera de litera, desde arriba–. Calisto ha pasado por aquí y dice que cuando terminen tenemos que salir a quitar escombros.

–¿No hay noticias? –preguntó María quitándose las legañas, notando en la garganta el sabor de su propia sangre.

–No –respondió su compañera de litera.

María fue al servicio y se provocó el vómito. Entre los restos de su estómago brilló la sangre que había tragado durante la noche.

–Qué asco –comentó–. Ojalá regrese pronto Úrsula y me arregle la boca. Estoy harta de que me sangren las encías.

–¿Cuántos van ya?

María se tocó los dientes.

–Dos nada más. No se me ha caído ningún otro –respondió. Se enjuagó la boca con cuidado y regresó a la litera. Se puso las botas y la chaqueta. Bostezó mientras se recogía el pelo. Salió de la habitación mientras el bombardeo continuaba, las paredes temblaban y nadie prestaba ya atención a las grietas que aparecían. En aquel estrecho pasillo se apelotonaban catorce personas, todas esperando para acceder a la oficina de Calisto, de la que salían gritos y discusiones. María se abrió paso como pudo hasta el fondo del pasillo, donde una puerta daba al comedor. Allí las paredes seguían siendo de color tierra y el suelo de cemento, pero hacía más calor. Catorce mesas con sus bancos y un mostrador agrietado eran todo el mobiliario.

La alarma empezó a sonar y los ocupantes de tres largas mesas del fondo se levantaron al unísono. Todos iban uniformados de negro y llevaban cortes de pelo parecidos. Eran figuras no humanas, más altos que el resto de los presentes. María cogió una bandeja de comida envasada y se sentó sola, en un rincón, como el resto. El comedor era silencioso, nadie comía junto a otros. A excepción de las figuras no humanas. Sólo los restos de la alarma y las vibraciones de las bombas persistían aquella mañana.

Cuando María terminó, tiró la bandeja, hizo una mueca y salió por una puerta que no era por la que no había entrado. En su camino se cruzó con otras personas que, como ella, parecían estar en sus últimos días. Algunos habían perdido hasta las uñas o parte de la piel por tratar con residuos. María se coló en la sala de mandos.

–¿Hay noticias? –preguntó sin miramientos. Era una habitación pequeña con un único ocupante. Una figura no humana sentada ante un monitor, de espaldas a ella, respondió:

–No. Seguimos sin encontrarles.

–La playa no es tan grande.

–Hace un año vimos los restos de una hoguera, así que suponemos que se los llevaron o desertaron.

–Alos jamás desertaría.

–Tampoco Ra-Had-Ta Joreki, pero aquí estamos, sin noticias de ellos.

–Se han perdido –dijo María, mirando la vieja pantalla–. Seguro que se han perdido y ni siquiera lo saben.

–¿Cómo puedes perderte sin saberlo? –preguntó la figura no humana.

–Hay cosas extrañas allá fuera –respondió María.

–Llevaban a Lira.

–Ella también está perdida. Y si lo sabe, no puede decírselo a los otros.

–Deberíamos actualizar el entrenamiento –dijo la figura no humana–. Creo que hace tiempo que dejó de ser útil su pérdida parcial de habla.

–Así no podrán sonsacarles nunca información. –María metió las manos en los bolsillos, se tocó los dientes con la lengua. Más sangre– Oye, ¿ha regresado Úrsula?

–Parcialmente –respondió la figura no humana–. Tenemos su cabeza y un brazo, pero el resto creemos que se lo comieron los caníbales del sector cuatro.

–Mierda –soltó María.

–Ra-Kan-Ra Soreki podría arreglarte si le dejaras.

–Paso. Llámame si se encuentra algo de Alos.

–Ipa María –llamó la figura no humana, girándose hacia ella. María tenía la mano en el picaporte–. Ipa Alos no está perdida. Es hora de asumirlo.

–Mi hermana no está muerta –sentenció María, saliendo. Dio un portazo.

Alos se levantó en la oscuridad, sintiéndose sola de repente. Sin saber cuánto tiempo había pasado.

–¿Estáis ahí? –preguntó. No distinguió si tenía los ojos abiertos o cerrados, ni siquiera si sus palabras habían salido de su boca. Había perdido el sentido de su propio cuerpo.

–Estás tú –respondió Lira. Alos extendió un brazo que no veía y sintió en él el tacto de otras manos que no sabía de quiénes eran. Era una sensación extraña, aquella.

–Vámonos –pidió el que se hacía llamar Roma–. No creo que Calisto se enfade con nosotros por regresar ya.

–Pies húmedos –dijo Lira.

–A mí me llega el agua por la cintura –respondió la Ra-Had-Ta Joreki–. Y estaba más alejado del mar que tú.

–A mí me llega a las rodillas –dijo preocupado el que se hacía llamar Roma.

–Ni siquiera os oigo chapotear –se extrañó Alos. Sus manos se aferraron en la oscuridad. Estaban secas, pero era como si una extraña fuerza los empujara a cada uno a un lugar.

–Dónde estoy –preguntó Lira, con un tono aterrorizado en la voz.

–No te pierdas, Lira –ordenó Alos–. No os soltéis ninguno. El amanecer llegará.

–Me llega el agua por el cuello –comentó la figura no humana, con curiosidad–. ¿Creéis que puedo ahogarme?

–Nadie se va a ahogar. –Alos tiró de sus manos. Todos lo hicieron al mismo tiempo, como si fueran un único pensamiento– ¡NO!

Volvió a extenderla, tanteó en la oscuridad, pero no encontró otras manos.

–¡Alos! –gritó el que se hacía llamar Roma–. ¡Comandante! ¿Dónde estáis? ¡Algo me está arrastrando hacia el fondo!

–¡Miedo! –gritó Lira–. ¡Quema!

–Vaya, qué curioso. Parece que esto quiere ahogarme –comentó la figura no humana.

–¡Soldados! –llamó al orden Alos–. ¡No entréis en pánico! ¡El amanecer llegará!

Lira gritó como cuando hacía aquello, pero Alos no vio ninguna luz púrpura, no sintió el calor. Sólo había frío y, a sus pies, los rescoldos rojos de la hoguera. Giró, tanteando, buscándolos.

–¡No sirven! –gritó Lira–. ¡Soltarme!

–¡Lira, cálmate! –ordenó Alos.

–¡No quiere soltarme! –Era la voz del que se hacía llamar Roma. Alos giró hacia él y avanzó a ciegas, tanteando, sin tocar nada.

–No quiere soltarme –dijo la figura no humana, con un deje divertido. Alos giró y avanzó en la oscuridad, sin alcanzarle.

–¡Soltarme! –lloraba Lira. Alos giró de nuevo, histérica, y tropezó con la hoguera. Su rostro dio contra la arena, fría. Los rescoldos estaban más rojos.

María frotó los cristales de sus gafas. Se apoyó en el palo de la escoba y miró en derredor. Eran ruinas de las ruinas de una ciudad. Se preguntó si de verdad antes había habido allí calles, cafeterías, sitios donde la gente comía comida de verdad, hablaba sin temor a llamar la atención de algún monstruo. Si los niños habían corrido por allí, jugado. Si dos amantes se habían besado. Se preguntó por la historia sin contar de las miles de almas que seguían allí, esperando. No sabía a qué.

Una figura no humana se acercó a ella. Ra-Kan-Ra Soreki hizo una floritura con las manos.

–Te saludo, Ipa María. Ten-Kan-Gen-Sol-Tic Aberi me ha comunicado que tenías un problema bucodental.

María asintió. La figura no humana hizo amago de tocarla, pero retrajo la mano, pensándoselo mejor.

–Me resultaría un gran honor si Ipa María visitara la enfermería más tarde –dijo. Deshizo la floritura con las manos y se alejó. Ella siguió allí, observando el lugar destruido. Un brillo en unos cascotes le llamó la atención. Tal vez fuera dinero viejo. Le gustaban las monedas, podía tirarlas contra los rateros de las alcantarillas, que odiaban los metales.

Se alejó del grupo de limpieza, sin dejar el escobón. A los tres pasos se percató de que aquel montón de escombros estaba siempre a la misma distancia. No se lo pensó más. Sacó su arma y disparó. No tardó ni medio segundo y por poco se le escapó el camaleón, al que ahora veía. Con un chillido de dolor, el ser a medias humanoide a medias lagarto se arrastró por el suelo, hacia ella, con las mandíbulas abiertas dispuestas a comerla. En el fondo de su boca estaba el rostro de Alos, pero María no se dejó engañar una segunda vez y apuntó.

Una bota aplastó la cabeza del camaleón con un desagradable crujido. Galatea, con sus más de dos metros de estatura, sonrió.

–Has estado rápida –comentó.

–Nunca me fio cuando salgo –respondió María.

–¿Qué has visto dentro? –preguntó con curiosidad Galatea, agachándose y sacando un gran cuchillo.

–El rostro de Alos –respondió María, sin apartar la vista del filo que comenzaba a despellejar al camaleón. Su piel serviría para el equipo de exploración. Sintió de nuevo la sangre inundar su boca.

–Ya. Yo vi una vez un banquete, cuando me moría de hambre. Mordí al camaleón y estaba tan enfurecida porque todo hubiera sido una trampa para cazarme que lo asfixié con mis propias manos.

María se encogió de hombros y regresó a la entrada, donde limpiaba el resto. Un grupo de figuras no humanas salió de la base, comandadas por Calisto. Todos iban armados. Se acercó a ellos. Los ojos negros de Calisto le sonrieron, no así el amasijo sin labios que ahora era su boca.

–Vamos a la playa donde encontramos los restos de la hoguera –le dijo a través de su implante biomecánico–. Al parecer hay actividad rara. Ten-Kan-Gen-Sol-Tic Aberi ha detectado que algo está pasando.

–¿Puedo ir? –preguntó María, ansiosa.

–No deberías –dijo Calisto–. Pero yo no te he ordenado nada. Tenemos que esperar a la partida de la comandante Hilda.

María soltó el escobón y corrió dentro de la base. Se descontaminó en treinta segundos y se quitó el mono del exterior. Empujó a humanos y figuras no humanas, llegó a su habitación escupiendo un nuevo diente. Cayó en una esquina, rodeado de sangre. Se puso el uniforme negro de exploración y la máscara de supervivencia. Deshizo el camino, pasando por la armería.

Cuando llegó al exterior la partida de la comandante Hilda subía por una alcantarilla. María jadeó, pero se puso en la formación. Hilda y Calisto intercambiaron unas palabras y emprendieron la marcha. Subieron por montañas de escombros, por montones de excrementos secos de siras. Esquivaron a un grupo de caníbales que daban cuenta de un camaleón. Treparon las alambradas puestas allí por los abuelos de sus abuelos y se internaron en lo salvaje. La playa no quedaba muy lejos.

María recordó que hacía un año un grupo de libertarios habían intentado asaltarles y que por eso Alos y su equipo se habían adelantado para explorar el terreno y hacer guardia. Pero ir a la playa era ilegal. Era un misterio lo que ocultaban las aguas del mar o la arena, suficientes horrores aguardaba la ciudad como para enfrentarse a las profundidades marinas. Ella nunca había visto el mar. Se le movió otro diente y sangró más.

El agua era más azul de lo que se esperaba.

Alos extendió sus manos hacia los rescoldos. Quemaban como si nunca se hubieran apagado. El calor atravesó sus guantes y le alcanzó la piel, pero no le importó. Alos gritó de dolor a pesar de su aguante.

–¡Comandante! –gritó el que se hacía llamar Roma.

–¡Miedo! –gritó Lira.

–No sé dónde estáis –dijo preocupado la figura no humana–. No os encuentro. ¿Dónde estoy yo? ¿Por qué quieren ahogarme?

Alos se incorporó sintiendo el dolor más horrible que había conocido. Más que aquella vez que un siras le arrancó la pierna de un mordisco, más que cuando Lira se asustó y la atravesó con el Códex. Más que cuando la operaron sin anestesia en ambas ocasiones y le tuvieron que poner implantes biomecánicos.

Las brasas en sus manos parecieron arder como si fueran el sol. No necesitó mirar para saber que la piel estaba derritiéndose y cayendo. Corrió hacia donde creía que debía estar el agua, entre las voces y los gritos del que se hacía llamar Roma y Lira. Chapoteó, la arena se hundió bajo sus pies, el agua la zarandeaba. El mar, pensó ella, tengo que llegar al mar.

–¡Comandante! –llamó el que se hacía llamar Roma–. ¡No puedo…!

–¡Soportarlo más! –terminó Lira. Chilló y volvió a sonar como cuando usaba el Códex. No hubo resplandor ni calor.

–Creo que nos morimos. –La voz de la figura no humana sonó triste– Me gustaba esta existencia.

–¡Os salvaré! –gritó Alos mientras se adentraba en el mar–. ¡Soy vuestra comandante y os salvaré!

–Ha sido un honor, Ipa Alos –dijo la figura no humana.

Alos se hundió en el mar.

Un chillido distorsionó la imagen de la playa. María corrió. Una figura no humana fue la primera en levantarse, empapada de una materia roja, pringosa, apartándose de su salto de algo invisible. Lira, con extrañas quemaduras, estalló. El Códex, como un látigo de color púrpura y calor, la rodeó antes de golpear directamente a una criatura imposible de definir que intentaba huir hacia el interior de lo salvaje.

Se perdió con un último chillido de dolor. Tras ella fueron las figuras no humanas, con las armas preparadas. María cayó de rodillas junto a Roma. Su cuerpo presentaba magulladuras, signos de estrangulamiento. Pero respiraba. Se aferró a su mano. María miró en derredor. Alos no estaba.

–¡Alos! –chilló, mirando en todas direcciones, angustiada–. ¡Alos!

Pero Alos ya no podía oírla.

CARMEN SUÁREZ
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3 de agosto de 2013

  • 3.8.13
"Está bien", concedió él. "Mi hermana, como te he dicho, jamás había sido una persona deprimida. Pero algo ocurrió allí que no contó a nadie. En mi opinión, creo que simplemente algo dentro de ella se rompió y, por tanto, se suicidó. Al parecer se colgó del techo, era una casa de madera antigua, por lo que tenía vigas".

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—¿Cómo estaban sus zapatos? –preguntó ella. La pregunta cogió desprevenido a Félix.

—¿Qué…? Pues, no sé, tirados en un rincón. Nunca me lo he planteado.

Ruta puso rostro pensativo.

—Mira, puede que me meta donde no me llaman, pero aunque apenas he tenido roce con la muerte, he tenido que investigar en muchas ocasiones. Parece ser que la gente, cuando se suicida de esa manera, ahorcándose, suelen dejar los zapatos a un lado, bien colocados. Es, al fin de cuentas, una forma de demostrar que se han suicidado por propia voluntad. Normalmente un asesino no pone bien los zapatos de su víctima o no se los quita. Pero si estaba en una casa propia, seguramente no llevaría zapatos de calle, sino que llevaría zapatillas o algo así. Si sabía que se iba a ahorcar, lo normal es quitárselos antes porque si no se le caerían al suelo. A mucha gente le da coraje sentir que se le caen los zapatos.

Félix se sintió perplejo ante el torrente de palabras.

—Sí que te informas en profundidad –comentó. Ruta sonrió como excusándose-. Pero se demostró que había sido un suicidio. Hasta escribió una nota, si bien lo único que puso fue que me dieran sus libros.

—Qué curioso. –Ruta se echó hacia atrás en la silla, mirando el techo– Si lo hubiera escrito yo, como si fuera una novela gráfica, hubiera puesto que, al final, tú eras el asesino, que mataste a tu hermana.

Félix la miró atónito.

—¿Cómo puedes…? Es decir, ¿en qué cabeza cabe decirle eso a alguien que ha perdido a un ser querido?

Ruta se encogió de hombros.

—Te hablo en sentido figurado. Obviamente, tú no serías tú. Hubiera puesto a un niño algo más enfermizo y mucho más taimado. O puede que a uno excesivamente alegre. No es por ofender, pero tú pareces bastante normalito. No tienes aspecto de asesino. En mis novelas, tú serías el ayudante o interés romántico de la valiente heroína que descubre el crimen.

Félix sacudió la cabeza y la enterró entre sus manos.

—¿Tú te estás escuchando? –dijo débilmente.

—Mira, no es por ofender, pero sería una historia de la leche.

—Preferiría no habértela contado, entonces. –Félix se quitó las manos de la cara y se calló, dispuesto a ignorar a aquella insensible. Ruta lo miró, tampoco dijo nada durante un rato. Volvieron a pasar los niños, gritando y riendo. Ella se inclinó hacia él, seria.

—Supongo que te pareceré demasiado extraña. ¿Quieres saber por qué? Porque a mí también se me rompió algo. Pero al contrario de tu hermana, se me rompió siendo demasiado pequeña. Yo ya nací así, rara. ¿Sabes lo que es no controlar los impulsos? De pequeña lamía las paredes de los edificios porque quería saber qué sabor tenían. También hice cosas demasiado extrañas para una niña. Pero el día que supe que era distinta fue cuando tenía trece años.

—No quiero saberlo –interrumpió Félix.

—Me da igual. Tú me has contado algo íntimo y yo te voy a contar algo íntimo. Mi historia es más breve. Simplemente, un día, tiré a un niño en una excursión. De un edificio. Llevaban muchos años acosándome en el colegio, pero aquello no fue el motivo. Lo tiré de una quinta planta porque quería ver cómo era un cerebro espachurrado. Por curiosidad intelectual, lo llaman. Aunque todo el mundo concluyó que fue porque era acosada. Por desgracia para mi yo de entonces y por suerte para él, sobrevivió porque no calculé las cuerdas de tender. Era un convento de monjas y ellas, obviamente, también tienden. Sobre todo sábanas. No veas qué cantidad de sábanas. Así que sobrevivió.

—Eso es horrible. –Félix estaba atónito. Ella se encogió de hombros.

—No tengo interés en matar a nadie, si te sirve de consuelo. No tengo alma de asesina. En mi caso fue simple y llanamente que quería ver eso. Desde entonces comprendí que era distinta a los demás, por lo que dediqué los siguientes años a aprender qué podía y qué no podía hacer. Por suerte apareció Internet, por lo que me permitió consultar todo lo que quería o contactar con personas que habían vivido lo que yo deseaba saber.

—Eras una inconsciente, entonces –sentenció Félix. Ruta fue a responder, pero sus palabras las ahogaron las de megafonía, que anunciaba que el tren se pondría en marcha pronto. Félix se levantó rápidamente, cogió su maletín y se separó de ella. La dejó allí, con la palabra en la boca. No quería volverla a ver, nunca.

Dos años después, olvidado ya el incidente, entró en una librería buscando un regalo para el hijo de un amigo. Era una librería corriente, a la que solía ir cuando tenía ganas de comprarse alguna novela. Entre los cómics encontró una novela gráfica que le pareció muy bien dibujada, con muchos detalles. Le recordaba en cierta manera a las ilustraciones japonesas de Fuyuko Matsui. El título era Algo roto y empezaba con un dibujo de él y Ruta en la terminal.

Lo compró inmediatamente, olvidándose del regalo. Salió a la calle y corrió hacia su casa, a pocos metros. La llave temblaba cuando encontró la cerradura. Cerró dando un portazo y se sentó en el sofá, en donde abrió el cómic con manos temblorosas.

Félix tragó saliva. Le había mentido, Ruta los dibujó a ambos a la perfección. Incluso de pequeño se parecía enormemente a él. Lo presentaba como el asesino de su hermana, un niño sin ningún tipo de gracia cuya única habilidad consistía en imitar ser quien no era.

Él mismo escribió la supuesta nota de suicidio. La historia de ella también cambiaba. En esta el chico moría, pero como se habían perdido no relacionaron al uno con la otra, lo atribuyeron a un accidente. La primera parte terminaba como su encuentro, con él yéndose, abandonándola según las palabras de Ruta.

Hubo un interludio para contar cómo se había hecho la cicatriz, apenas dos páginas. En ellas una joven Ruta se colaba en casa de su vecino porque quería saber qué hacía y por qué la miraba tanto. Pero él al descubría, la agarraba e intentaba violarla mientras la amenazaba con un cuchillo. Le cortó la cara, pero Ruta logró pegarle una patada en la entrepierna y salió huyendo.

En su casa sólo estaba su hermano, que al contarle ella lo sucedido, fue a hablar con el vecino para aclararlo, pues Ruta solía mentir a menudo. Aquel hombre desapareció. Nadie supo por qué, pero ella intuyó que su hermano, que apareció con los nudillos destrozados, tuvo algo que ver. Jamás se lo dijo a nadie.

El cómic continuaba en un epílogo extraño. En él, ella buscaba durante un año al hombre de la estación. Cuando lo localizó, le investigó. Hasta contactó con su familia con la excusa de que un amigo la había contratado para hacerle un regalo. Les pidió que mantuvieran el secreto. Finalmente consiguió su dirección y lo espió.

Así supo a qué librería acudía con regularidad. Era justamente a la que él había ido. Ella vendió el cómic a aquella tienda. Sólo le quedó esperar. Un día lo vio comprar el cómic y salir corriendo, ella le siguió. Le dio tiempo para terminarlo antes de llamar a la puerta. Félix tragó saliva y sonó el timbre.

CARMEN SUÁREZ
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27 de julio de 2013

  • 27.7.13
Una voz por megafonía anunció que el tren se iba a retrasar. Félix, molesto, se sentó en uno de los incómodos asientos de plástico duro frente a una ventana que daba a la estación. Pensó en sacar un libro para ponerse a leer, pero lo descartó. Apenas le quedaban cien páginas del que tenía y las quería reservar para el viaje en sí. Se planteó ir a por un periódico, pero la pereza le pudo, por lo que se quedó allí sentado, con los brazos cruzados y viendo el ir y venir de la gente.

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No pasó mucho tiempo hasta que los duros asientos se llenaron de pasajeros cansados. A su lado se sentó una joven de pelo teñido de azul, corto. Ocultaba los ojos tras unas enormes y redondas gafas oscuras. A pesar de ellas, se vislumbraba una vieja cicatriz vertical en la mejilla. Quitando su extravagante color de pelo, no había nada en ella que llamara la atención.

Félix se fijó en que, de hecho, vestía con bastante buen gusto. Aunque no fuera ropa cara, estaba bien combinada y cuidada. Le echó algo menos de treinta años y se preguntó qué estaría haciendo allí. Ella se percató de su escrutinio, pues giró la cabeza en su dirección.

—¿Quiere algo? –preguntó ella. Detectó un ligero acento, suave.

—No, nada –respondió él–. Simplemente me llamó la atención su pelo y su ropa.

—¿Mi ropa? –Pareció no entenderle.

—Sí, viste usted muy bien. –A Félix nunca le gustó tutear a desconocidos o a personas con una cierta importancia. Aquello siempre había sentado la creencia de que era más formal de lo que en realidad era. Sin embargo, ella no pareció molesta por el trato.

—Vaya, pues muchas gracias –dijo ella–. Siempre intento parecer lo más aseada posible. No me gusta la gente que no le presta atención a la ropa. Aunque menos a aquellos que fingen no prestarle atención.

—¿Trabaja en algo relacionado con la moda? Perdone la indiscreción, es que me resulta extraño que alguien cuide tanto lo que viste a no ser que sea importante para su vida.

Ella calló un segundo, como si pensara. Se quitó las gafas, colocándolas sobre su cabeza. Tenía los ojos oscuros, castaños, nada especial. Lo único llamativo era la cicatriz. Estaba situada a un centímetro de su ojo derecho y bajaba recta hacia la mitad de la mejilla.

—No trabajo en la moda –dijo ella finalmente, tras pensarlo unos minutos–. Simplemente, me educaron para que cuidara los detalles. Soy artista, dibujo novelas gráficas y algún cómic por Internet de vez en cuando. La ropa es importante para ayudar a definir visualmente a un personaje.

—¿De verdad? –Félix pensó en los cómics que había leído. Pocas veces se había fijado en la ropa, y así se lo reconoció a la desconocida. Ella sonrió y abrió su bolso, sacando un tomo de una súper-heroína famosa.

—Si te fijas –dijo ella, inclinándose y enseñándole algunas páginas–, no hay ningún personaje que destaque por su ropa. ¿Que uno es multimillonario excéntrico? Pues el clásico traje negro de chaqueta. ¿No sería más normal que, si fuera de verdad excéntrico, llevara ropa acorde a su forma de ver la vida? ¿No sería más normal verle en, no sé, patines por su propia oficina o con camisas coloridas al menos? No hay nada destacable. Ellas, además, siempre visten como modelos. ¿Cuándo has visto tú a una adolescente que no se vistiera acorde a su estado de ánimo? Ésta está deprimida y en vez de aparecer despeinada, sin maquillar y mal vestida, sale con un modelo de revista y sólo se sabe que está triste por su expresión que también podía decir que no queda helado.

Ante aquel torrente de palabras, rápidas y entusiastas, Félix se quedó atónito. Ella torció el gesto, como si se arrepintiera de todo lo que acabara de decir. Pareció encogerse un poco cuando guardó el cómic.

—Perdona, no debería atosigarte –se excusó–. Me pasa a veces, que hablo mucho y muy rápido.

—No pasa nada –dijo él–. A mí no me importa en absoluto.

—Gracias. Suelo mostrarme a veces excesivamente confiada a la hora de hablar. ¡Y luego, cuando lo pienso, creo que cualquiera podría usar eso en mi contra!

—Creo que a eso se le llama paranoia –dijo él, dudando. Pero ella sonrió y asintió.

—Sí, justamente. Pero ese tipo de cosas me ayudan después a configurar historias en mis viñetas. Ten en cuenta que escribir historias incluye un montón de repaso de anécdotas. Es difícil no hablar de ello cuando en ocasiones las usas para transmitir emociones.

—Estoy de acuerdo contigo –corroboró él–. En mi caso, tengo un trabajo normal en una oficina normal. Simplemente me encargo de la contabilidad, no es creativo en absoluto. Creo que, por ese motivo, no soy especialmente hablador o imaginativo. Apenas recuerdo experiencias, suelen ser las mismas una y otra vez.

—En mi caso a veces me confundo –dijo ella–. No sé si son experiencias que he vivido, que he soñado o que he inventado. A veces creo que he cometido el peor de los pecados y me siento mal y luego me planteo si aquello no fue un sueño, puesto que no hay pruebas más que los recuerdos.

—Los recuerdos pueden ser engañosos –reconoció él–. Mira, justamente tengo un recuerdo muy vergonzoso. Me levanté una noche, de pequeño, y no sé por qué oriné en el fregadero. Creo que era porque la puerta del baño estaba cerrada. Mi madre apareció entonces y me preguntó que qué estaba haciendo. Como no recuerdo lo que pasó a continuación, no sé si fue un sueño, si es un recuerdo verdadero o si caminé sonámbulo.

—De ese tipo, sí. –La desconocida sonrió– ¿Ves? Es complicado saber de qué hablamos cuando contamos anécdotas. Una vez conocí a un guionista que se inventaba sus anécdotas. Decía que había nacido en Vietnam y que había estudiado en China. Hasta te hablaba algunas palabras. Era un mentiroso concienzudo. Cuando me enteré, se lo eché en cara. Y me respondió que, inventándose su vida, nadie podía entonces saber quién era en realidad.

—Eso ya está en el extremo de la paranoia –rio Félix. Ella asintió, sonriendo. Por los altavoces anunciaron de nuevo el retraso y algunos se levantaron para ir al servicio.

—Por cierto, me llamo Ruta –dijo ella, tendiéndole la mano.

—Félix, encantado de conocerte. –Le sorprendió el gesto. Normalmente las mujeres que conocía daban dos besos o no hacían gesto alguno. Pero ella le apretó la mano con seguridad.

—Ruta es un nombre polaco –explicó ella antes de que preguntara nada–. Significa “Ruth”, que es de origen hebreo. Mi abuela era polaca y a mis padres siempre les gustó Ruta.

—Es un nombre original y bonito –corroboró él–. Me recuerda a un personaje de un libro. No sé si lo habrás leído.

—¡Sí! ¡Claro! –Sonrió– Es de mis libros favoritos de la infancia. Mi hermano me los regaló porque, precisamente, salía una bruja con dicho nombre.

—¿Tienes hermanos? –preguntó él.

—Uno mayor y otro menor –respondió ella–. Ambos trabajan en Londres. El mayor como ingeniero y el menor como bailarín. ¡Ya ves! No soy el punto creativo de mi familia. Aunque supongo que haberme hecho ilustradora ayudó a mi hermano a contemplar opciones creativas.

—Yo no tengo hermanos –dijo Félix–. Tuve una hermana mayor, pero se suicidó cuando tenía ocho años y ella catorce. Es un recuerdo un poco triste, pero este sí sé que es un recuerdo.

—No tienes que hablar de ello si no quieres.

—Es extraño. Cuanto más tiempo pasa, menos me importa hablar de ello. Es como si sólo cuando comparto mis recuerdos con ella la hiciera real.

—No es tan extraño –dijo ella–. Los recuerdos, a veces, nos mantienen vivos.

—Supongo que sí –dijo él–. Aunque tampoco creas que me resultó traumático. Tenía ocho años y vivía con mi padre. Mi hermana había ido a visitar a mi madre, que trabajaba en Alemania. Iba a estar sólo un año, por lo que habían decidido que nosotros nos quedáramos aquí, con mi padre, y ella se fuera allí. Mi hermana la visitó y, al parecer, le pasó algo terrible. Mi madre nunca supo qué, dice que no la dejó sola en ningún momento. Mi hermana tampoco era una persona depresiva. Bueno, no quiero amargarte con esto. Sí que resulta raro contarle el suicidio de mi hermana a una desconocida.

—Ya no tanto –dijo ella–. Al menos conocemos nuestros nombres, y eso ya es importante.

—No suelo ser muy hablador y, quitando el suicidio de mi hermana, no me ha pasado nada remarcable. Pero hay algo en ti que hace que quiera hablar. O puede que esté muy aburrido.

—Ciertamente, la situación es surrealista –dijo ella con una sonrisa. Cruzó las piernas–. Estamos esperando que nuestro tren salga charlando cada uno con una persona a la que probablemente no volveremos a ver en la vida. ¿No crees que es el mejor momento para hablar? Al fin y al cabo, no nos podemos perjudicar usando los secretos del otro.

—No soy tan paranoico –dijo él–. No creo que la muerte de mi hermana sea algo que alguien pueda usar en mi contra. Fue doloroso en un determinado momento de mi vida, pero ya no. Todos maduramos y nos curamos las heridas.

—Razón de más para que hablemos. Venga, reconozco que tengo curiosidad.

Félix miró en derredor. Unos niños pasaron cerca, gritando y riendo. Un cansado padre les llamó, preocupado, con otra niña pequeña en brazos dormida. Al otro de Ruta había un tipo siniestro leyendo el periódico. A su lado, sin embargo, no había nadie. Estaba sentado en el último asiento. Se decidió entonces.

Continuará...
CARMEN SUÁREZ
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