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El saber de las brujas

Era un pequeño pueblo casi vertical. En la vieja lengua se llamaba Desvlan, pero ya no eran aquellos tiempos y su nombre se había modernizado en un Villa Vista del Mar. Las casas se encajonaban en un acantilado, hasta el cual hacía siglos llegaba el mar. Ahora las aguas se hallaban a kilómetros, aunque se seguían viendo, pero en cien años no habían golpeado aquellas paredes de roca.

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En el pequeño pueblo vivía una bruja. Era conocida como Petunia la Majara, pero a ella acudían todos los que querían remedios para callos, varicelas y filtros de amor. Ella no hacía filtros de amor, pero en el pueblo de al lado se podían conseguir por buen precio, y los afectados recurrían a ella para conseguir remedios.

La casa de la bruja no estaba apartada, pero tampoco era céntrica. Era una más y sólo sabías que allí vivía por los cuervos. Se apoyaban en aquella casa como si no hubieran más. Creaban sus nidos para su frustración. Petunia la Majara intentaba apartarlos todas las mañanas con un escobón, pero sin éxito alguno.

Más suerte tenía su pupila. Era una niña escurridiza, de piel morena y pelo cortado como un muchacho. Escalaba hábilmente por la pared del acantilado y se dejaba caer en el tejado exterior de la casa, gritando y espantándolos. Los cuervos remontaban el vuelo, con graznidos indignados, pero luego regresaban y picoteaban las migajas que la niña había dejado. A ella le gustaban los cuervos.

Como no tenía nombre, y nadie se atrevía a preguntárselo porque era de mala educación, todos la llamaban Cuervo. En Villa Vista del Mar conservaban las viejas tradiciones. Aunque los Dualistas insistían en que lo de los nombres verdaderos era una patraña inventada por los Naturalistas, la costumbre estaba arraigada. Nunca se preguntaba a un desconocido por su nombre, sino que se daba por educación al presentarse.

Cuervo no era así. La niña no hablaba mucho, nunca había dicho cómo se llamaba. Ella, al fin y al cabo, no era del pueblo y todos pensaron que vendría de algún sitio moderno donde lo adecuado era preguntar. Pero no lo hicieron.

Ciertamente, los habitantes de Villa Vista del Mar no eran como ella. Bajitos y de pómulos altos, todos tenían la piel curtida por el viento, casi rojiza, y los cabellos grises o dorados. Con orgullo, decían que descendían de los mismísimos Baranos, casa nobiliaria famosa por su belicosidad, procedente del continente. Ellos eran isleños, de otro reino, pero nunca callaban al hablar de su herencia cultural.

Petunia la Majara había acogido a Cuervo hacía tres años. A nadie le pareció mal, pues todo pueblo que se precie debía tener una bruja, por lo que pudiera pasar. Así que procuraban molestar lo menos posible a Petunia la Majara. Por si estaba dándole clases importantes a la niña.

–A ver, repite conmigo –le decía Petunia la Majara a Cuervo–. Fsez.

–S...

–¡Mal! –Petunia la Majara no estaba tan loca como los demás creían. Era una mujer de manos huesudas y pelo gris alborotado. Su casa era pequeña y acogedora. Del techo colgaban tantas plantas que era como si la misma naturaleza habitara en su desván y aquellas fueran sus raíces. El fuego siempre estaba encendido y el suelo era barrido cuatro veces al día. Le daba lecciones de brujería a Cuervo en la mesa de la cocina. Sobre ella había un libro enorme y estaba abierto por una página de caligrafía torpe. Señaló la palabra.

–Pronuncia más claramente el sonido de la efe antes de pasar a la ese –le indicó. Cuervo no era habladora tampoco en la casa, pero sabía leer desde antes de que Petunia la encontrara, algo raro en una niña.

–Fff-sez –probó otra vez.

–¡Mal! –clamó Petunia–. ¡El otro día te oí pronunciarla! ¡Deja de mentirme, niña escuchimizada!
Cuervo sonrió. Ambas sabían que no era tonta, pero por algún motivo que a Petunia se le escapaba, hacía cosas mal a propósito.

–Fsez –pronunció claramente, casi mejor que Petunia.

–¿Ves? No sé por qué insistes en mentir tanto.

Cuervo no respondió. Pasó las páginas, borrada ya toda sonrisa.

–Oye, Petunia –dijo de pronto–. ¿Por qué todo tiene que tener un nombre verdadero? ¿Quién le ha puesto nombre verdadero a las cosas?

–A las cosas no, niña –dijo Petunia–. A las cosas inanimadas creadas les ponemos nombre nosotros mismos y por eso no tienen alma. Pero los seres vivos tienen nombre verdadero. Por qué o quién se los puso se debate mucho.

–¿Qué crees tú?

Petunia se encogió de hombros.

–Lo que todas las brujas. Que la Madre Naturaleza nos puso nombres con los que llamarnos y que todos sabemos cuáles son, pero que a pesar de ello algunos no los aceptan y eligen nombre por sí mismos y esos son los que no pueden ser magos bajo ningún concepto.

–¿Como los Dualistas?

–Como los Dualistas.

Cuervo calló otra vez, seria. Como no quería verla así de pensativa, Petunia intentó burlarse de ella:

–Si yo supiera tu verdadero nombre, siempre me obedecerías y dejarías de engañarme con lo que sabes.

Pero no provocó ninguna reacción en Cuervo. Suspirando, Petunia la Majara siguió enseñándole las runas verdaderas.

* * *

Seis años después, cuando Cuervo cumplió los quince, Petunia la Majara la llevó a un bosque viejo lleno de robles. Si tenía nombre, la bruja no se lo dijo y ella no preguntó. Había crecido desde los nueve años, ya era más alta que su maestra y que el más alto del pueblo, que no llegaba a alcanzar el metro setenta.

Entraron en el bosque envueltas en capas. Era el mes de las lluvias y todo olía a vida aunque se acercara el invierno. Llegaron hasta un claro en donde las esperaban otras siete mujeres, todas muy juntas, intentando darse calor.

–Has tardado –dijo una de liso cabello negro y corto. Ninguna de aquellas mujeres era corriente. Cuervo las miró a todas, asombrada. Una era anciana y tenía el pelo blanco espeso y largo hasta el suelo, trenzado y lleno de plumas. Otra tenía una cresta y tatuajes, como si fuera una criminal. Las había muy jóvenes, pero Cuervo era la que más.

–Os presento a mi pupila, Cuervo –dijo Petunia, poniendo las manos sobre los altos hombros de la chica–. Hoy se te va a revelar tu verdadero nombre, niña.

–No puedes decirle nunca a nadie cuál es tu verdadero nombre –advirtió la anciana.

–Excepto si decides unirte en matrimonio por el rito Natural –añadió otra, de pelo rubio y capa púrpura–. La religión que sigas es cosa tuya, pero los Naturalistas preferimos que los matrimonios sean para siempre.

Cuervo no dijo nada.

–Ven con nosotras –dijo otra, albina. Petunia la soltó y ésta y la anciana la cogieron de las manos. Todas empezaron a cantar mientras recorrían el bosque. Ninguna llevaba zapatos y en sus oídos se quedó grabado el sonido de un riachuelo.

* * *

Cuervo recordaba con cariño a aquellas mujeres, a las que más tarde había conocido personalmente. La anciana había muerto de forma natural hacía años, y Petunia la Majara había sido elegida Matriarca en su lugar. No sabía la suerte de algunas, pero todas estaban conectadas. Podían sentir si algo malo le pasaba a alguna. Como ahora. Estaba siendo testigo de la muerte de la albina, cuyo nombre verdadero no sabía, pero a la que todos llamaban Blanca.

No iba a decir que era el humo lo que la hacía llorar. Blanca se retorcía de dolor en la pila. Habían viajado hasta los Confines, y allí ya no había Naturalistas o Dualistas. No había riñas religiosas que acababan frete a una jarra de cerveza. En aquellas islas quemaban a las brujas, se lo tomaban muy en serio. Cuando la capturaron, Cuervo le dijo que la sacaría de allí.

Pero los habitantes de los Confines sabían de runas antiguas también y la celda era inmune a hechizos. Las ataduras y los guardias que escoltaron a Blanca también. Lo último que Blanca le dedicó fue negar con la cabeza cuando la vio, obligándola a guardar la espada que comenzaba a desenvainar. Entre lágrimas, contempló cómo a su amiga no le daban siquiera el consuelo de morir rápidamente.

Ni siquiera el humo la ahogó. Cuervo fue la última persona en irse de la plaza. Reclamó al día siguiente las cenizas de su amiga, pero el alcalde de la ciudad le dijo que a las brujas no se las enterraba y la amenazó con abrir una investigación contra ella.

Todos allí eran conscientes de que habían venido juntas. Sus cosas estaban fuera de la pensión en la que se habían alojado. Todos se apartaban a su paso, algunos le tiraron piedras o fruta podrida. Furiosa, Cuervo aguantó el camino hasta fuera de la ciudad. Se juró que se las pagarían. Que sus runas no les protegerían de su ira. Nadie se salvaría.

* * *

Ahora Cuervo era Matriarca y repasaba su vida sentada en el claro, esperando. Recordó cómo Petunia la encontró en los bosques después de haberse escapado de unos esclavistas. Cómo sus hermanas la ahogaron en el río para que recordara su nombre. Cómo arrasó las islas de los Confines, demostrándoles que el saber de las brujas era más peligroso que cien ejércitos.

Mientras esperaba en el claro a que una de sus hermanas trajera a una nueva discípula, Cuervo se planteó lo que había perdido y lo que había ganado. Se preguntaba si escogió bien en la vida, si había cambiado el mundo. Tosió y se acurrucó, con un dolor en los huesos que ninguna pócima podía mitigar. Su pelo era ya blanco, fino y largo. No era tan bonito como la cabellera de Blanca, pero le recordaba a ella en cierta medida.

Se dijo que tal vez todas las Matriarcas se plantearan su vida cuando una nueva pupila se sumaba al círculo y las acercaba a la muerte. Siempre habían de ser nueve. Tenían que ser reemplazadas y, de aquella manera, el saber de las brujas nunca se perdería. Pero la chiquilla que se acercaba, colgada del brazo de una bruja joven, Morag, no entendía todavía nada de eso.

No conocía los Nueve Misterios, no se había casado ni lo haría, no tendrá hijos y desde luego iba a sufrir, como todas las brujas. Si vivía lo suficiente, sufriría en su propia piel más de una muerte. Tenía toda una vida por delante, pero la mayor parte de ella giraba en torno al poder y el conocimiento.

Cuervo deseaba ser ella, ser joven de nuevo. Se preguntó si el precio a pagar por el saber de las brujas era la propia vida. Pero no se engañaba, conocía la respuesta desde que miró a los ojos a la Matriarca aquel día en el que recibió su verdadero nombre.

Dímelo.

Tomó la mano de la niña a la que llamaban Golondrina. La miró a los ojos, luego la llevó junto a las demás al río, donde con sus propias manos la ahogó y con sus propios pulmones la resucitó. La niña vomitó a continuación. Y como otras tantas Matriarcas, se humilló una vez más ante el miedo a la muerte.

–Dime tu nombre –le susurró, sin que se enteraran las otras–. Dímelo.

CARMEN SUÁREZ

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