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Triste perro normando

He regresado al lugar del accidente. Triste turrón sin familia, triste perro normando. Sé que estás muerto y yo sigo vivo. Sé que eres remoto, casi negro, que serás tela de araña, arcabuz abandonado. Vengo a asomarme a tu cadáver, vengo directo al verbo, a la caseína de tu último cielo. Necesito que nos salves de nuevo. Como en aquella noche en que te clavaste el tenedor y nos dejaste ver más allá de los faroles del Santo Entierro.

Traigo encerrado en mi puño un demonio amarrado a su cama. Tengo en mi puño al grandioso ejército romano. Has de llevarlo contigo, llevarlo a tu metrópoli de perros asqueados y asesinados. He de verte. Mi niña se me va. No hay tiempo.

Por aquel entonces no te hallé. Busqué dolorido tus latidos en la gravilla, llamé a tu salto de canguro, a la sangre que se tragó el follaje. No te hallé. Sí encontré el puñetazo sobre la hierba, la Carta a los Corintios sobre el asfalto negro, el poco dinero de tu cárcel. Pobre perro de chirridos, perro normando, grandote, de cabeza humana y humor de perros. Perro creado para la matanza pero arrojado a la amistad del bisonte con el Hombre.

Solito y blando, fregona sucia, niño arrasado. Perro, soy tu asesino. Aquel que se quita el chaleco y busca tu cueva. Cruzabas la carretera con tus ojos de maíz tostado, tu voz de extranjero, con la guardia de los pobres, zapatos de contrabando, flores marchitas en la nariz. Triste perro normando que cantabas la canción de los cosacos con el mal gusto de la hoja seca en tu lengua.

El coche dejó tu sombrero de soldado sin guerra posado en las piedras. Y nos envolvía la niebla con dientes, un campo de batalla brillante, brillante por la cartulina de los muertos, por el gato montés encepado. Aquella noche llovían escudos de a ocho, oro anciano, lingotes de agua potable. Los faros del coche alumbraban la Rusia helada.

Me he apeado del coche y la tierra me dispara el zumo mineral de las tumbas que nadie ve. Tumbas desordenadas en un puzzle de caminos. Esas tumbas donde rueda la botella de whisky y arden los libros de caballerías. Quedo petrificado ante las costumbres de cristal en mi cara, ante la insolencia del sapo que se cuela en tu garganta. Una joya de fríos azules hiela mi rostro. Azules apiñados, azules de galerías recorridas por vaginas que quieren ser blancas y estrechas de nuevo. Azules árabes, azules de estufa, azules chechenos en los ojos.

Se me va, perro normando. Mi mujer se me va. Necesito encontrarte, necesito un último favor. Tú ya estás muerto en los mapas y en los candelabros. Aún así, he de encontrarte. Mi niña se me va. Necesito tu ayuda.

Llévate lo que te traigo. No es un paquete, no es una flor nerviosa, ni la ceniza de algún rey. Se me va, perro. El cirujano toma el cerebro entre sus manos, el tabaco se cuela en la sangre. Cuando hacía prácticas de tiro en el campo y prometía formar un comando que vengara a las chiquitas de Alcàsser. Cuando veíamos pasar ataúdes ante las iglesias y pensábamos que eran coches cubanos enamorados del pan de molde. Cuando nos mordíamos la madera del cuerpo y nos reíamos con los santos que se enfurecían por estar hechos con lacas y soplete.

La noche libra al lobo de todos sus precintos; el toro mueve un barril de Brent huyendo del escanciador. Llueve sobre los caminantes. Sobre la carretera y su gramática felina. Llueven chucherías de pintor, llueven lágrimas condecoradas. Llueven cartas de triunfo sobre los cuarteles grises de una vida gris.

Me estoy mojando con disfraces entre rejas, con la cara de ella dando vueltas alredededor de varias manzanas, mintiendo con la biblia de los niños en nuestros juegos, dejando a los ladrones el arsenal de risas que guardaba a la sombra de un viejo árbol.

He vuelto para buscarte. Despedazado o compuesto, labrado o asoldado por la tierra. Vuelvo para buscarte como aquella otra noche. Noche de cerrojos, de manchas cerrándose, de oscuridad infinita atravesada por las vagonetas de una mina. ¿Lo recuerdas?

Íbamos en mi coche, amontonando calendarios de la mar, risas con cuadros y música en almenas. Ella conducía, ella gobernaba el universo, ella dominaba el amor del alfarero. Y tú apareciste tras el telón.
Nuestros gritos. La astronomía con antifaz. El coche invade las cosechas. Tu lástima de vagabundo en el plato.

He de encontrarte, perro normando. Tengo en mi puño cerrado un demonio armado en la cama. Tengo encerrado en mi puño al invencible ejército romano. Te lo entrego, perro. Sálvanos de nuevo. Llévate el cáncer de mi niña. Dos años después, lo sé. Es mucho tiempo. Por favor, llévate a tu playa el cáncer que la está matando. ¿Dónde estás, perro normando?

A Ana María Hidalgo, in memoriam

J. DELGADO-CHUMILLA

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