Era una batalla entre el amarillo y el rojo y el azul. Los gases del planeta estaban enfrascados en una lucha de millones de años. Aquí y allá una explosión. Todo silencio. Eran las dos y treinta y tres minutos de la tarde en el meridiano de Greenwich de la Tierra. El tiempo en la nave era un espejismo. La noche estaba en un lado, el día en el otro. Sólo los separaba un pasillo. A veces la luz era débil y, otras, actuaba sobre planetas que derramaban una vidriera de colores sobre la nave. Como ahora.
Patricia se soltó de la correa. La gravedad cero de la nave la mantuvo unos instantes. Se impulsó con los pies con cuidado. Las fracturas de muñeca eran comunes. Tenía que tener cuidado. Se posó sobre el cristal. Arriba y abajo no tenían sentido. El planeta era hermoso. Era peligroso. La nave no se precipitaría sobre él. Aunque alguien pudiera desearlo. Fundirse con aquella amalgama de colores.
Una voz por megafonía la devolvió a la realidad.
–Doc, tenemos otra fractura. –La voz pertenecía a Ramírez, una piloto de la nave. Patricia se movió hacia las correas que la ayudarían a trasladarse. Recorrió el curvo pasillo hasta que la luz se perdió. Pasó por delante del comedor, la puerta entreabierta, una pantalla con números rojos: 462.
Más de un año sin noticias de la Tierra.
En la enfermería esperaba el capitán. Patricia recordó su sorpresa la primera vez que lo vio. Era el más joven de los capitanes que había conocido. Prácticamente imberbe. Pelirrojo, de pequeño tamaño. Más apropiado para ser piloto. Pero no lo era. Nunca lo había visto dar muchas órdenes. No eran necesarias. Se encargaba más de coordinar. Ni siquiera había tenido que mediar entre discusiones.
Patricia miró el reloj. Eran las dos y cuarenta minutos de la tarde en el meridiano de Greenwich de la Tierra.
–Según Ramírez, nos acercamos a Talos –dijo el capitán. Patricia le entablilló la muñeca con cuidado–. Allí podremos atracar. Ivanova dice que no ha conseguido contactar con la base, pero que es probable que el fallo esté en nuestro sistema.
–¿Crees que habrá alguien?
–¿Por qué no habría de haberlo? –La irritación en su voz era palpable. Patricia terminó de entablillar. Le dijo que tuviera cuidado. Ordenó el instrumental médico. Al levantar la mirada ya se había ido.
Llevaban cuatrocientos sesenta y dos días terrestres sin contactar con la Tierra. Los mismos que llevaban sin contactar con nadie. Los puertos del borde este estaban abandonados. Patricia se preguntaba si no habrían muerto. Si estaban el más allá. Una ridícula idea literaria, se burló Ramírez cuando se lo contó.
–Mira, no. Yo siento los mandos bajo mis manos –añadió Ramírez tras reírse–. Me entran ganas de mear y me entra sueño. Si esto es el más allá o el cielo o lo que coño quieras decir, entonces es una mierda. Algo ha pasado, ¿vale? Algo lógico y racional. Ya lo verás.
Se acercaban por primera vez a un puerto mayor. Patricia salió del centro médico. Se dirigió hacia el comedor a través de los pasillos metálicos. Parte de la tripulación estaba allí, jugando al ajedrez o a las damas o a cualquier otra cosa. Graves el geólogo flotaba mientras zurcía calcetines. Una ventana daba a la oscuridad del espacio. Una ventana daba a la luz amarilla y roja y azul del planeta. Lo dejaban atrás.
–Ramírez dice que tardaremos un mes en llegar –dijo Cho, otro piloto. Eran cuatro en total. Dos en cabina, dos descansando. Patricia se preguntó dónde estaría el cuarto piloto.
–Pueden pasar muchas cosas en un mes –dijo Graves el geólogo.
–¿Lo dices por algo en especial? –preguntó Ivanova. Era la ingeniera encargada de las comunicaciones.
–Lo digo porque espero que nadie se vuelva loco. –Graves el geólogo cuidaba sus puntadas. Sus dedos se movían mecánicamente. Un hilo negro flotaba. No había arriba, no había abajo.
–¿Tú qué opinas, Bray? –preguntó Cho.
–No opino nada –respondió Patricia–. Llevamos más de un año viéndonos las caras y todavía no nos hemos matado. Por algo se empieza.
–No era ese el tipo de locura –repuso Graves. Nadie le prestó atención. Patricia volvió a contemplar el planeta. La hora local del meridiano Greenwich eran las tres y once minutos de la tarde.
* * * * *
La despertó la luz. La despertó el ruido. Qué había sido primero no estaba segura. El capitán acababa de entrar en el camarote. Daba vueltas.
–¡Bray! –gritaba–. ¡Bray! ¡Una emergencia!
Patricia no estaba despierta del todo. Su cuerpo sí. Se movió por inercia. Soltó las correas que la ataban a la cama. El capitán parecía incapaz de lograr estabilidad. Batallaba en la gravedad cero.
–¿Qué ha pasado? –preguntó ella. Tenía ya el maletín. Un ojo abierto. La mano sobre la primera amarra.
–Una desgracia –respondió el capitán–. Es Walker.
El cuarto piloto. Patricia se lanzó al pasillo, siguió al capitán. Todas las luces de la nave estaban encendidas. Pero no la alarma. Algunos estaban en las puertas de sus habitaciones.
–¿Qué ha pasado, Irving? –preguntaban al pasar el capitán.
–Regresad a la cama –ordenaba él.
Se detuvieron frente a la puerta de la habitación de Walker. Patricia maniobró para alcanzar el pomo. El capitán tenía una expresión que nunca le había visto.
Cuando Patricia iba a clase, hubo una dedicada a métodos de suicidios en naves espaciales. La gravedad cero era un inconveniente para el ahorcamiento. Cortarse las venas tampoco era común. Saltar al espacio y desengancharse de la nave era una de las opciones favoritas. Pero había otras formas, más silenciosas. No gastaban material esencial como un traje de astronauta. El medio era el mismo: una jeringuilla. Fácil de conseguir. Todas las habitaciones tenían maletines médicos. Era necesario. Los fármacos eran esenciales para vivir en una nave. Para sobrevivir meses de viaje espacial.
En sus casi treinta años de servicio en el espacio, Patricia no había tenido que afrontar un suicidio. Buscó el pulso a Walker.
–Todavía vive –dijo–. Pero tengo que saber qué se ha tomado.
Junto a Irving estaba Ivanova. Llevaba ropa de laboratorio. Ambos se adentraron en la habitación. La registraron. El maletín médico flotaba bajo la cama. Estaba abierto.
Patricia se preguntó por qué. Walker debía de saber que estaban a un mes de Talos. El capitán se frotó la muñeca entablillada. Tenía los dedos morados. Tendría que ocuparse de ello después. Inyectó a Walker una solución. Ayudaría a estabilizarlo.
–Hay que llevarlo a la enfermería –dijo. Ivanova la miró fijamente unos instantes. Asintió. Patricia miró la hora. Era la una y trece minutos de la mañana en el meridiano Greenwich de la Tierra.
Pronto se concentró la tripulación en la puerta de la enfermería. Esperaban noticias. Patricia podía oír a Graves el geólogo decir “ya lo advertí”. Ramírez le respondió algo que impuso el silencio. Siguió tratando a Walker. El capitán la observaba. Necesitaba que estuviera fuera. Necesitaba que controlara la situación. Se dijo que era un crío. Se dijo que había capitaneado doce expediciones previamente. Llevaban cuatrocientos sesenta y tres días sin tener noticias de la Tierra. Cuatrocientos sesenta y tres días sin noticias de ningún puerto de la galaxia. Un murmullo creció en la puerta.
–Vivirá –dijo–. No sé cuánto, puede que lo vuelva a intentar. Pero esta vez vivirá.
–Gracias –respondió el capitán. Patricia se sorprendió. Él salió de la enfermería. El murmullo fue acallado. No oyó bien sus palabras. Walker se removió, abrió un poco los ojos, los volvió a cerrar. Cayó en la inconsciencia.
Patricia deseó poderse sentar en una silla sin tener que amarrarse a ella. Algo golpeó la puerta. Oyó alboroto. Pensó que no habría sitio en la enfermería para muchos heridos. La voz del capitán. Llamó al orden, los mandó a sus puestos. Su tono no era el que Patricia esperaba. Era otro.
La puerta se abrió al cabo de unos minutos. El capitán entró.
–Doctora, no deje a nadie que no sea yo entrar en la enfermería –ordenó. Los restos del tono autoritario permanecían–. Sobre todo no deje entrar a Graves. Algo raro pasa con él y no le quiero cerca de Walker.
–Enciérrelo –aconsejó ella–. Si detecta que un tripulante puede ser nocivo, lo mejor es encerrarlo. Los demás lo comprenderán si Graves no los tiene ya de su lado.
El capitán no respondió.
–Deja que te arregle la muñeca. La has forzado –dijo Patricia. El capitán asintió. Se frotó el entablillado. Eran las tres menos tres minutos de la madrugada en el meridiano Greenwich de la Tierra.
* * * * *
Los días pasaron lentamente. Más de un año sin poder comunicarse con el exterior. No sabían qué les aguardaba en Talos. Era una colonia. Era estable. El capitán insistía en que allí habría alguien. Nadie respondía. Nadie asentía. Graves el geólogo estaba encerrado en su habitación. No había aliviado la tensión. Ya no era lo mismo. Como si de repente todos hubieran despertado. Como si su vagabundeo por el espacio en busca de respuestas hubiera sido un sueño. Sólo Ramírez seguía insistiendo en que había una razón lógica detrás de todo. Patricia se preguntaba si lo decía porque estaba convencida. Si lo decía porque era lo que tenía que decir.
Walker despertó cinco días antes de llegar a Talos. El planeta estaba a la vista. Era un hermoso círculo parcialmente iluminado de tonos azules y blancos. Un planeta de océanos. Patricia lo contemplaba desde la ventana de la enfermería. Walker abrió los ojos. Emitió un quejido
–No estoy muerto –aseguró con sorpresa.
–No lo estás –confirmó Patricia. Le tomó la tensión.
–¿Por qué? –No había enfado en su voz. Había curiosidad– Tenía que morir. Así es como tenía que suceder.
Patricia no pudo evitar resoplar.
–No tienes por qué morir –repuso ella–. No me hagas traer a Ramírez para que te dé una lección de lógica. Esto no es una novela. Nadie tiene por qué morir.
Walker sonrió. Cerró los ojos.
–Me gustaría volver a pilotar con Ramírez –dijo. Patricia no respondió. Su respiración se ralentizó. El planeta se acercaba. Ella quería gritar, quería correr. Quería volver a sentir la gravedad bajo sus pies. Tomar un baño, beber de un vaso, comer carne de verdad. Iba a tomarse unas vacaciones cuando todo terminara.
Fue en ese último pensamiento cuando se dio cuenta de que no esperaba hallar el planeta vacío. No. Por primera vez pensaba que Ramírez tenía razón. No estaban muertos. Vivían. Llegarían a casa. Pensar lo contrario era absurdo. Era contraproducente. Walker había sido víctima de la desesperación. Todos eran víctimas de ella. Llevaban más de un año sin noticias de la Tierra. Más de un año vagabundeando por los bordes de la galaxia en busca de respuestas. La desesperación era natural. Era lógica. Pero todo cambiaría. Sólo tenían que esperar cinco días más. Había una explicación razonable detrás de todo. El azul del planeta hacía que la estancia pareciera un acuario. Ya no le importaba la hora que era en el meridiano Greenwich de la Tierra.
Patricia se soltó de la correa. La gravedad cero de la nave la mantuvo unos instantes. Se impulsó con los pies con cuidado. Las fracturas de muñeca eran comunes. Tenía que tener cuidado. Se posó sobre el cristal. Arriba y abajo no tenían sentido. El planeta era hermoso. Era peligroso. La nave no se precipitaría sobre él. Aunque alguien pudiera desearlo. Fundirse con aquella amalgama de colores.
Una voz por megafonía la devolvió a la realidad.
–Doc, tenemos otra fractura. –La voz pertenecía a Ramírez, una piloto de la nave. Patricia se movió hacia las correas que la ayudarían a trasladarse. Recorrió el curvo pasillo hasta que la luz se perdió. Pasó por delante del comedor, la puerta entreabierta, una pantalla con números rojos: 462.
Más de un año sin noticias de la Tierra.
En la enfermería esperaba el capitán. Patricia recordó su sorpresa la primera vez que lo vio. Era el más joven de los capitanes que había conocido. Prácticamente imberbe. Pelirrojo, de pequeño tamaño. Más apropiado para ser piloto. Pero no lo era. Nunca lo había visto dar muchas órdenes. No eran necesarias. Se encargaba más de coordinar. Ni siquiera había tenido que mediar entre discusiones.
Patricia miró el reloj. Eran las dos y cuarenta minutos de la tarde en el meridiano de Greenwich de la Tierra.
–Según Ramírez, nos acercamos a Talos –dijo el capitán. Patricia le entablilló la muñeca con cuidado–. Allí podremos atracar. Ivanova dice que no ha conseguido contactar con la base, pero que es probable que el fallo esté en nuestro sistema.
–¿Crees que habrá alguien?
–¿Por qué no habría de haberlo? –La irritación en su voz era palpable. Patricia terminó de entablillar. Le dijo que tuviera cuidado. Ordenó el instrumental médico. Al levantar la mirada ya se había ido.
Llevaban cuatrocientos sesenta y dos días terrestres sin contactar con la Tierra. Los mismos que llevaban sin contactar con nadie. Los puertos del borde este estaban abandonados. Patricia se preguntaba si no habrían muerto. Si estaban el más allá. Una ridícula idea literaria, se burló Ramírez cuando se lo contó.
–Mira, no. Yo siento los mandos bajo mis manos –añadió Ramírez tras reírse–. Me entran ganas de mear y me entra sueño. Si esto es el más allá o el cielo o lo que coño quieras decir, entonces es una mierda. Algo ha pasado, ¿vale? Algo lógico y racional. Ya lo verás.
Se acercaban por primera vez a un puerto mayor. Patricia salió del centro médico. Se dirigió hacia el comedor a través de los pasillos metálicos. Parte de la tripulación estaba allí, jugando al ajedrez o a las damas o a cualquier otra cosa. Graves el geólogo flotaba mientras zurcía calcetines. Una ventana daba a la oscuridad del espacio. Una ventana daba a la luz amarilla y roja y azul del planeta. Lo dejaban atrás.
–Ramírez dice que tardaremos un mes en llegar –dijo Cho, otro piloto. Eran cuatro en total. Dos en cabina, dos descansando. Patricia se preguntó dónde estaría el cuarto piloto.
–Pueden pasar muchas cosas en un mes –dijo Graves el geólogo.
–¿Lo dices por algo en especial? –preguntó Ivanova. Era la ingeniera encargada de las comunicaciones.
–Lo digo porque espero que nadie se vuelva loco. –Graves el geólogo cuidaba sus puntadas. Sus dedos se movían mecánicamente. Un hilo negro flotaba. No había arriba, no había abajo.
–¿Tú qué opinas, Bray? –preguntó Cho.
–No opino nada –respondió Patricia–. Llevamos más de un año viéndonos las caras y todavía no nos hemos matado. Por algo se empieza.
–No era ese el tipo de locura –repuso Graves. Nadie le prestó atención. Patricia volvió a contemplar el planeta. La hora local del meridiano Greenwich eran las tres y once minutos de la tarde.
* * * * *
La despertó la luz. La despertó el ruido. Qué había sido primero no estaba segura. El capitán acababa de entrar en el camarote. Daba vueltas.
–¡Bray! –gritaba–. ¡Bray! ¡Una emergencia!
Patricia no estaba despierta del todo. Su cuerpo sí. Se movió por inercia. Soltó las correas que la ataban a la cama. El capitán parecía incapaz de lograr estabilidad. Batallaba en la gravedad cero.
–¿Qué ha pasado? –preguntó ella. Tenía ya el maletín. Un ojo abierto. La mano sobre la primera amarra.
–Una desgracia –respondió el capitán–. Es Walker.
El cuarto piloto. Patricia se lanzó al pasillo, siguió al capitán. Todas las luces de la nave estaban encendidas. Pero no la alarma. Algunos estaban en las puertas de sus habitaciones.
–¿Qué ha pasado, Irving? –preguntaban al pasar el capitán.
–Regresad a la cama –ordenaba él.
Se detuvieron frente a la puerta de la habitación de Walker. Patricia maniobró para alcanzar el pomo. El capitán tenía una expresión que nunca le había visto.
Cuando Patricia iba a clase, hubo una dedicada a métodos de suicidios en naves espaciales. La gravedad cero era un inconveniente para el ahorcamiento. Cortarse las venas tampoco era común. Saltar al espacio y desengancharse de la nave era una de las opciones favoritas. Pero había otras formas, más silenciosas. No gastaban material esencial como un traje de astronauta. El medio era el mismo: una jeringuilla. Fácil de conseguir. Todas las habitaciones tenían maletines médicos. Era necesario. Los fármacos eran esenciales para vivir en una nave. Para sobrevivir meses de viaje espacial.
En sus casi treinta años de servicio en el espacio, Patricia no había tenido que afrontar un suicidio. Buscó el pulso a Walker.
–Todavía vive –dijo–. Pero tengo que saber qué se ha tomado.
Junto a Irving estaba Ivanova. Llevaba ropa de laboratorio. Ambos se adentraron en la habitación. La registraron. El maletín médico flotaba bajo la cama. Estaba abierto.
Patricia se preguntó por qué. Walker debía de saber que estaban a un mes de Talos. El capitán se frotó la muñeca entablillada. Tenía los dedos morados. Tendría que ocuparse de ello después. Inyectó a Walker una solución. Ayudaría a estabilizarlo.
–Hay que llevarlo a la enfermería –dijo. Ivanova la miró fijamente unos instantes. Asintió. Patricia miró la hora. Era la una y trece minutos de la mañana en el meridiano Greenwich de la Tierra.
Pronto se concentró la tripulación en la puerta de la enfermería. Esperaban noticias. Patricia podía oír a Graves el geólogo decir “ya lo advertí”. Ramírez le respondió algo que impuso el silencio. Siguió tratando a Walker. El capitán la observaba. Necesitaba que estuviera fuera. Necesitaba que controlara la situación. Se dijo que era un crío. Se dijo que había capitaneado doce expediciones previamente. Llevaban cuatrocientos sesenta y tres días sin tener noticias de la Tierra. Cuatrocientos sesenta y tres días sin noticias de ningún puerto de la galaxia. Un murmullo creció en la puerta.
–Vivirá –dijo–. No sé cuánto, puede que lo vuelva a intentar. Pero esta vez vivirá.
–Gracias –respondió el capitán. Patricia se sorprendió. Él salió de la enfermería. El murmullo fue acallado. No oyó bien sus palabras. Walker se removió, abrió un poco los ojos, los volvió a cerrar. Cayó en la inconsciencia.
Patricia deseó poderse sentar en una silla sin tener que amarrarse a ella. Algo golpeó la puerta. Oyó alboroto. Pensó que no habría sitio en la enfermería para muchos heridos. La voz del capitán. Llamó al orden, los mandó a sus puestos. Su tono no era el que Patricia esperaba. Era otro.
La puerta se abrió al cabo de unos minutos. El capitán entró.
–Doctora, no deje a nadie que no sea yo entrar en la enfermería –ordenó. Los restos del tono autoritario permanecían–. Sobre todo no deje entrar a Graves. Algo raro pasa con él y no le quiero cerca de Walker.
–Enciérrelo –aconsejó ella–. Si detecta que un tripulante puede ser nocivo, lo mejor es encerrarlo. Los demás lo comprenderán si Graves no los tiene ya de su lado.
El capitán no respondió.
–Deja que te arregle la muñeca. La has forzado –dijo Patricia. El capitán asintió. Se frotó el entablillado. Eran las tres menos tres minutos de la madrugada en el meridiano Greenwich de la Tierra.
* * * * *
Los días pasaron lentamente. Más de un año sin poder comunicarse con el exterior. No sabían qué les aguardaba en Talos. Era una colonia. Era estable. El capitán insistía en que allí habría alguien. Nadie respondía. Nadie asentía. Graves el geólogo estaba encerrado en su habitación. No había aliviado la tensión. Ya no era lo mismo. Como si de repente todos hubieran despertado. Como si su vagabundeo por el espacio en busca de respuestas hubiera sido un sueño. Sólo Ramírez seguía insistiendo en que había una razón lógica detrás de todo. Patricia se preguntaba si lo decía porque estaba convencida. Si lo decía porque era lo que tenía que decir.
Walker despertó cinco días antes de llegar a Talos. El planeta estaba a la vista. Era un hermoso círculo parcialmente iluminado de tonos azules y blancos. Un planeta de océanos. Patricia lo contemplaba desde la ventana de la enfermería. Walker abrió los ojos. Emitió un quejido
–No estoy muerto –aseguró con sorpresa.
–No lo estás –confirmó Patricia. Le tomó la tensión.
–¿Por qué? –No había enfado en su voz. Había curiosidad– Tenía que morir. Así es como tenía que suceder.
Patricia no pudo evitar resoplar.
–No tienes por qué morir –repuso ella–. No me hagas traer a Ramírez para que te dé una lección de lógica. Esto no es una novela. Nadie tiene por qué morir.
Walker sonrió. Cerró los ojos.
–Me gustaría volver a pilotar con Ramírez –dijo. Patricia no respondió. Su respiración se ralentizó. El planeta se acercaba. Ella quería gritar, quería correr. Quería volver a sentir la gravedad bajo sus pies. Tomar un baño, beber de un vaso, comer carne de verdad. Iba a tomarse unas vacaciones cuando todo terminara.
Fue en ese último pensamiento cuando se dio cuenta de que no esperaba hallar el planeta vacío. No. Por primera vez pensaba que Ramírez tenía razón. No estaban muertos. Vivían. Llegarían a casa. Pensar lo contrario era absurdo. Era contraproducente. Walker había sido víctima de la desesperación. Todos eran víctimas de ella. Llevaban más de un año sin noticias de la Tierra. Más de un año vagabundeando por los bordes de la galaxia en busca de respuestas. La desesperación era natural. Era lógica. Pero todo cambiaría. Sólo tenían que esperar cinco días más. Había una explicación razonable detrás de todo. El azul del planeta hacía que la estancia pareciera un acuario. Ya no le importaba la hora que era en el meridiano Greenwich de la Tierra.
CARMEN SUÁREZ