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XXV CATA DE MORILES - DEL 21 AL 23 DE OCTUBRE DE 2023

Mostrando entradas con la etiqueta Escuela de Periodismo [Juan Pablo Bellido]. Mostrar todas las entradas
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19 de septiembre de 2023

  • 19.9.23
Negar la realidad no ayuda a solucionar ningún problema: numerosos estudios académicos y científicos, promovidos por entidades de reconocido prestigio, avalan la incidencia negativa que las redes sociales tienen sobre la salud mental de muchas personas. Pero la culpa –si es que podemos referirnos en estos términos– no recaería en los usuarios de estas tecnologías sino en las propias empresas que diseñan estas redes sociales y que aprovechan una vulnerabilidad biológica para manipularnos.


Ya lo adelantábamos en el artículo anterior: la segregación de dopamina ante la incertidumbre es la culpable de que estos sistemas funcionen tan bien para generar comportamientos que perduren en el tiempo, ya que nuestro cerebro no deja de generar este neurotransmisor en grandes cantidades ante el miedo a que la recompensa se termine.

El ser humano ha evolucionado para recibir la aprobación o desaprobación de su tribu, de su círculo más próximo o cercano, en un momento determinado. Pero no está preparado para recibir la aprobación –y, mucho menos, la desaprobación– de personas ajenas a su propia tribu. Y, por si fuera poco, cada cinco minutos. La evolución no ha tenido tiempo material para planificar ese escenario.

Por desgracia, muchos adolescentes –y algunas personas más talluditas– confunden con la realidad los premios que otorgan las redes sociales: likes en forma de corazones; Me gusta que se muestran con pulgares hacia arriba... Sin embargo, hay que recalcar que se trata de una popularidad falsa y frágil, que no perdura en el tiempo.

Pese a ello, estas dinámicas llevan a muchos usuarios a un círculo vicioso del que es muy difícil salir. Les recomiendo encarecidamente la lectura de El valor de la atención: Por qué nos la robaron y cómo recuperarla (Ediciones Península, 2023), en el que su autor, el periodista Johann Hari, alude a estudios que avalan el crecimiento de la depresión y de la ansiedad entre adolescentes a partir de 2011. Igual ocurre con los intentos de suicidio: han aumentado un 62 por ciento entre los jóvenes de 15 a 19 años y un 189 por ciento entre los niños de 10 a 14 años.

Este aterrador patrón, que se mantenía estable desde que había registros, apunta directamente a las redes sociales. Y es que, al adelantarse la edad de uso de estas tecnologías tremendamente adictivas, éstas penetran en el tallo cerebral de los niños y consiguen, en muy poco tiempo, afectar su autoestima y su identidad. El asunto es serio, créanme.

Uno de los casos más paradigmáticos de los últimos años es la denominada Dismorfia de Snapchat, una afección de salud mental derivada del Trastorno Dismórfico Corporal (TDC) en el que una persona puede pasar horas pensando en sus defectos físicos menores o percibidos, ya sean imperfecciones de la piel, peso o una sonrisa torcida y que lleva a muchos pacientes jóvenes a acudir a cirujanos plásticos para parecerse a los selfies que se han hecho aplicando filtros de Snapchat (o de Instagram, da igual).

La Generación Z (es decir, la formada por personas nacidas a partir de 1996) es la primera de la historia que dispuso de redes sociales en la preadolescencia. Y se ha demostrado que esa generación es más propensa a la ansiedad y a la depresión, según numerosos psicólogos y psiquiatras, que consideran que estamos “adiestrando” y condicionando a toda una generación de gente para que, cuando se sienta incómoda, sola, insegura o asustada, coja su propio chupete digital (el teléfono), una herramienta que está atrofiando nuestra capacidad de enfrentarnos a esas situaciones.

¿Y podrá la especie humana adaptarse a esta nueva realidad? Muchos autores son pesimistas porque la capacidad de procesamiento de datos de las tecnologías aumenta exponencialmente cada año, mientras que la mente humana ha necesitado varios millones de años de evolución para alcanzar el nivel que tiene ahora. Da miedo, ¿a que sí?

JUAN PABLO BELLIDO

12 de septiembre de 2023

  • 12.9.23
En el artículo anterior nos preguntábamos por qué son tan eficaces las recompensas variables que rigen el modelo de crecimiento de las redes sociales. Y apuntábamos, a modo de tráiler peliculero, a la dopamina, una sustancia que segrega el cerebro y que es la que nos hace sentir bien cuando recibimos una recompensa. Pero, además, esta molécula que se produce en nuestro organismo de manera natural y que está presente en diferentes áreas del cerebro, también es la que hace que nos sintamos bien con la mera expectativa de lo que puede ocurrir, es decir, simplemente imaginando lo que puede pasar.


Aunque la historia de la dopamina es confusa y, aún hoy, su funcionamiento no está del todo claro, hay cierto consenso a la hora de afirmar que si las recompensas que podemos llegar a obtener fueran siempre igual, nos acostumbraríamos a saber lo que va a ocurrir y, por tanto, no generaríamos la misma cantidad de dopamina que si no sabemos si habrá recompensa o no, ya que el cerebro no es capaz de acostumbrarse a ese estímulo y, por ende, la dopamina de la imaginación previa se seguiría liberando.

En 1958, los químicos suecos Arvid Carlsson y Nils-Ake Hillarp demostraron que la dopamina es un importante neurotransmisor, es decir, una molécula que transmite información desde una neurona a otra. Estudios posteriores la relacionan con diferentes funciones críticas del cerebro como pensar, moverse, dormir, estar atentos o estar motivados.

A partir de los años setenta del siglo XX, la comunidad científica empieza a obsesionarse con este neurotransmisor y este interés llega al público general que, debido a que los estudios de la época estaban muy orientados a su efecto en las adicciones a las drogas, la llama popularmente “la molécula de la adicción” o la “molécula del placer”.

Pero la realidad es mucho más compleja. Hoy día sabemos que la dopamina no es la causante principal del placer, es decir, que la cantidad de placer que experimenta una persona no es igual a la cantidad de dopamina que segrega. Lo que sí sabemos es que es muy importante en los sistemas de recompensa. ¿Pero cuál es su rol exactamente?

Aquí es donde aparecen los estudios de Robert Sapolsky, profesor de Biología y Neurología de la Universidad de Standford, que investiga los efectos de la dopamina en el cerebro mediante experimentos similares a los de Skinner, aunque él utiliza un mono entrenado para que, al emitirse una señal, pulse diez veces un botón para obtener una recompensa en forma de comida. Mientras esto sucede, el profesor está monitorizando los niveles de dopamina que segrega el cerebro del simio.

Sapolsky observa que, sorprendentemente, y al contrario de lo que muchos pensaban, la dopamina se libera en el momento en el que el mono observa la señal, no cuando recibe la recompensa. Se demuestra así que la dopamina actúa sobre la anticipación de la recompensa: es lo que lleva al mono a pulsar el botón hasta que llega la comida.

De manera similar ocurre en la naturaleza cuando un león huele una presa, cuando un mono observa fruta en lo alto de un árbol o un elefante sediento escucha el sonido de un río. La explicación biológica es que nuestro cuerpo libera energía y nos hace sentir bien para afrontar un esfuerzo porque cree que la recompensa está cerca.

De este modo, Robert Sapolsky demostró que, en un escenario de recompensa fija, el mono descubría que iba a conseguir la recompensa con seguridad, por lo que su organismo generaba menos dopamina, ya que sabía que, en el momento en el que lo necesitara, obtendría comida.

Sin embargo, en un escenario de recompensa variable, la incertidumbre empujaba al mono a repetir una y otra vez la tarea, porque creía que, en algún momento, la comida podía llegar a terminarse. De algún modo, en este contexto, el mono se encontraba ante su máquina tragaperras particular y la dopamina lo mantenía enganchado a ella.

Gracias a Sapolsky sabemos que la clave para aumentar la dopamina e incentivar un comportamiento determinado es la incertidumbre: cuanto más impredecible es la obtención de la recompensa, más dopamina se generará y más tiempo pasará el mono pulsando el botón. Así, los estudios de Sapolsky permitieron ofrecer una explicación biológica a las observaciones que hizo Skinner sobre los sistemas de recompensa variable y que, mal que nos pese, han inspirado el modo de funcionar de las redes sociales.

JUAN PABLO BELLIDO

5 de septiembre de 2023

  • 5.9.23
La Tecnología Persuasiva es un campo del conocimiento que busca modificar la actitud o el comportamiento de las personas a través de la persuasión, un término que el matemático francés Blaise Pascal definió como "el arte de agradar y de convencer, ya que los hombres se gobiernan más por el capricho que por la razón".


La persuasión, cuyos métodos son conocidos desde hace siglos, se utiliza normalmente en campos como el marketing, la política o la religión. Y, obviamente, la Tecnología Persuasiva también se puede poner en práctica en interacciones personales, ya sean éstas tradicionales o a través de las redes sociales.

El centro de referencia a nivel mundial de esta rama del conocimiento es el Laboratorio de Tecnología Persuasiva de la Universidad de Stanford en Palo Alto (California, Estados Unidos) donde estudian el modo de utilizar todo lo que se sabe de psicología y de técnicas de manipulación para incorporarlo a nuevas tecnologías.

Se sabe que muchos de los actuales responsables de diseño de redes sociales tan conocidas como Facebook, X o Instagram pasaron por este laboratorio y se formaron en la implementación de estas técnicas para explotar o sacar rendimiento de una vulnerabilidad de la psicología humana que se lleva estudiando, al menos, desde hace siete décadas.

No en vano, durante los años cincuenta del siglo XX, el psicólogo estadounidense Burrhus Frederic Skinner (1904-1990) quiso averiguar cómo afectaba la distribución de recompensas entre los animales y, por ende, en los seres humanos. Su experimento más conocido es la Caja de Skinner, un recipiente o jaula dotada de una palanca que, al pulsarla, ofrece una recompensa en forma de comida, mientras algún tipo de señal –óptica o acústica– indica el momento idóneo para accionar esa palanca.

Burrhus Frederic Skinner ideó varios escenarios en su experimento. En primer lugar, decidió ofrecer comida cada vez que el animal (una rata o una paloma) pulsaba la palanca y comprobó que los animales repetían el ejercicio hasta saciarse. Así, una vez habían llenado la tripa, dejaban de hacerlo hasta que, nuevamente, volvían a sentir hambre.

La segunda variante consistía en ofrecer comida cada determinado número de pulsaciones (lo que viene a ser una recompensa de ratio fijo) o cada determinado tiempo (recompensa de intervalo fijo). En este caso, los animales pulsaban más veces la palanca y durante más tiempo pero, en cuanto aprendían las variables, dejaban de comportarse de manera compulsiva.

El tercer escenario ideado por Skinner se basaba en ofrecer comida unas veces sí y otras no, pero sin un patrón determinado. Es decir, siguiendo el famoso sistema de recompensa variable. Y el resultado fue sorprendente, pues los animales no paraban de pulsar la palanca, incluso cuando no desencadenaba la distribución de recompensa alguna. En efecto, las palomas o las ratas se comportaban de manera compulsiva, albergando la esperanza, quizás, de que la comida volviese a aparecer por la rampa.

En este punto cabría preguntarse si este sistema de recompensa variable podría funcionar con los humanos. Y, obviamente, la respuesta solo puede ser afirmativa. De hecho, si analizamos las máquinas tragaperras, comprobamos que el funcionamiento es idéntico al de la Caja de Skinner: luces que emiten la señal para que el sujeto actúe, una palanca para intentar conseguir la recompensa y un premio emitido de forma variable.

Sin embargo, a pesar de que todo el mundo sabe que estas máquinas están diseñadas para que el jugador pierda dinero, mucha gente sigue utilizándolas desde hace decenas de años y, de hecho, provocan serios problemas de adicción que derivan en ludopatías.

¿Por qué, entonces, son tan eficaces estas recompensas variables? La respuesta se encuentra en una sustancia que segrega el cerebro llamada dopamina, que es la que nos hace sentir bien cuando recibimos una recompensa. Pero, además, también es la que hace que nos sintamos bien con la mera expectativa de lo que puede ocurrir. Y en este complejo entramado, que analizaremos en un próximo artículo, es donde radica el éxito de las redes sociales. ¿Da miedo o no?

JUAN PABLO BELLIDO

22 de agosto de 2023

  • 22.8.23
Tal y como apuntábamos en el artículo anterior, las redes sociales tienen como finalidad última la de modificar nuestro comportamiento a medio plazo: cambiar lo que hacemos, lo que pensamos… Cambiar lo que somos, en definitiva. Y ese proceso de mutación en nuestra personalidad debe producirse de manera imperceptible, sin que nos demos cuenta. De lo contrario, si fuésemos capaces de descubrir el engaño, nos rebelaríamos contra estas tecnologías.


La práctica totalidad de las redes sociales que conocemos persiguen tres objetivos fundamentales que, sin duda, distan mucho de la finalidad que le presupone el común de los mortales. Ni son herramientas –ya hablaremos de eso más adelante– ni su objetivo último es el de mejorar las relaciones sociales o propiciar la comunicación con nuestros seres queridos. No seamos ingenuos, por favor.

El éxito económico de cualquiera de estas plataformas depende de que nos convirtamos en buenos espectadores de anuncios; que trabajemos como buenos captadores de nuevos usuarios y, sobre todo, que nuestras próximas decisiones –comerciales o electorales– sean predecibles.

Obviamente, para poder hacer buenas predicciones se necesita disponer del mayor número de datos posible. Que se lo digan a los meteorólogos si no. Y es aquí donde entra en escena el capitalismo de vigilancia, un procedimiento que aprovecha el control infinito de todo lo que hacemos las personas en Internet, donde todo se rastrea, se mide y se almacena: qué imágenes miramos; cuánto tiempo nos detenemos en cada fotografía; quiénes conforman nuestro círculo familiar; qué noticias políticas nos generan rechazo…

Decía mi abuela que "un grano no hace granero, pero ayuda al compañero". Y el refrán nos viene que ni pintado para entender que, en efecto, un dato concreto sobre algún aspecto o rasgo específico de nuestra personalidad no entraña riesgo alguno para nuestra integridad. Sin embargo, la combinación de datos –infinitos datos– sobre cada uno de nosotros permite trazar un perfil que nos vuelve absolutamente predecibles para estas compañías.

La minería de datos permite averiguar si una persona se siente sola o enferma; si acaba de dejar una relación amorosa; si consume pornografía y qué tipo de pornografía… Cómo es su personalidad, a qué partido podría votar, de qué equipo es, qué programas le gustan…

En un momento dado, las empresas tecnológicas disponen de más información concreta sobre nosotros que nosotros mismos. De hecho, serían capaces de responder a más preguntas sobre nosotros mismos en menos tiempo del que cada uno de nosotros necesitaría para poder pensar o recordar la respuesta.

Así que no se engañen: el modelo de negocio de las redes sociales no busca informar, formar o entretener a sus usuarios. Solo tratan de asegurar a sus anunciantes el mayor éxito posible. Y eso representa el sueño de cualquier agencia de publicidad: tener el éxito asegurado en una campaña.

En efecto, las redes sociales venden a sus anunciantes certeza y, para ello, se valen de las predicciones que son capaces de hacer en función de nuestro comportamiento. Porque todos los datos que obtienen de nosotros –la mayoría de ellos aportados por nosotros voluntariamente– permiten hacer predicciones sobre lo que vamos a hacer y sobre lo que somos: qué ciudad estamos pensando visitar; en qué hotel podríamos alojarnos; qué musical representan en las proximidades...

La estrategia, claro, requiere de nuestra colaboración activa. Por eso, cuando necesitan rellenar algún espacio de nuestra personalidad que quedó incompleto, nos animan a participar en dinámicas de grupo que no sabemos muy bien quién inició: etiquetados masivos en Facebook; encuestas en stories de Instagram; "comparte esto con las personas que más quieres"... Nos engañan como quieren, en serio.

Piensen que Meta (la compañía que dirige Facebook, Instagram y WhatsApp) no solo vende nuestros datos personales: se vale de esos datos para construir modelos unipersonales que predicen nuestras acciones. Y, en esta industria, quien tenga el mejor modelo, gana.

Las redes sociales disponen de información sobre el tiempo de conexión de cada usuario, las horas de consumo –y, por tanto, los hábitos de consumo–, el número de clics, los ‘Me gusta’… Y una vez han sido capaces de construir, con nuestra inestimable ayuda, ese modelo unipersonal para cada usuario –que podríamos denominar “yobot”–, el objetivo, nuevamente, es triple: que incrementemos nuestras interacciones (engagement); que aumentemos cada vez más nuestro tiempo de uso; y que descendamos por la pantalla (scroll) hasta una mayor profundidad para, así, poder ver más anuncios.

De verdad, no se engañen: el objetivo principal de crecimiento de cualquier red social, sea del tipo que sea, es que los usuarios volvamos una y otra vez; que invitemos a nuestros familiares y amigos para que, a su vez, inviten a sus familiares y amigos. Y cada uno de esos espurios objetivos tiene su algoritmo concreto que trabaja de manera coordinada con los demás. ¿Da miedo o no?

JUAN PABLO BELLIDO

8 de agosto de 2023

  • 8.8.23
Desde que decidí enfocar mi interés académico en las redes sociales, hace ya más de una década, vengo alertando del daño que estas plataformas causan a la sociedad por el despiadado empleo de técnicas como el sistema de recompensa variable, el capitalismo de vigilancia o la minería de datos. Pero es como predicar en el desierto, créanme.


Las extraordinarias posibilidades que las redes sociales ofrecen como herramientas de comunicación o de información no pueden hacernos perder de vista las preocupantes adicciones que generan, su innegable impacto en la salud mental –especialmente entre los adolescentes– y su perniciosa influencia en la cada vez más mermada capacidad de concentración y de atención de los estudiantes. Eso por no hablar de su más que probada incidencia en las tasas de suicidio de adolescentes en el mundo occidental o en su poder para fomentar la polarización social y las teorías de la conspiración.

Tal y como recomiendan en The Wire –que los usuarios de FilmAffinity consideran la mejor serie de la historia, nada más y nada menos– “para conocer la verdad hay que seguir el rastro del dinero”. Y, en ese sentido, resulta paradójico comprobar que, a día de hoy, las empresas tecnológicas estadounidenses son las más ricas de la historia de la humanidad.

Sirva como ejemplo de esta realidad la cuenta de resultados declarada por la compañía Meta, titular de redes sociales tan potentes como Facebook, WhatsApp e Instagram, que cerró el año 2022 con un beneficio neto declarado –insisto en el concepto– de 23.200 millones de dólares o, lo que es lo mismo, 21.273 millones de euros. Beneficios netos, es decir, descontados impuestos, alquileres, gastos de oficina y salarios de sus cerca de 90.000 empleados.

Inevitablemente, me viene a la memoria una reflexión de Edward Rolf Tufte, profesor emérito de la Universidad de Yale y reputado experto en evidencia estadística y en diseño de información, que no hace mucho advertía que solo hay dos industrias que llaman "usuarios" a sus clientes: las de drogas y las redes sociales.

Analizando someramente los datos que ofrecen varios portales de información económica, puede comprobarse que, en la última década, y a excepción de Amazon, el negocio de Silicon Valley no se ha centrado tanto en la venta de productos o de espacios publicitarios como en la venta de sus usuarios. No de ellos físicamente, claro, pero sí de su capacidad de atención y de su información personal.

Un lema publicitario sostiene desde hace años que “si no pagas por un producto es porque tú eres el producto”. Y, en efecto, hay muchos servicios en Internet que creemos que son gratuitos pero que, en realidad, están financiados por anunciantes. En ese sentido cabe preguntarse por qué estas empresas asumen este coste. Y la respuesta es clara: lo hacen a cambio de poder mostrarnos anuncios. Es decir, pagan porque nosotros somos el producto, porque nos han convertido en meros espectadores de anuncios.

Para que me entiendan, podríamos decir que en Carrefour o Mercadona los clientes somos nosotros y los yogures o el café son los productos que se venden. Sin embargo, para Facebook o Instagram, sus clientes son los anunciantes, los que pagan; y nosotros, los usuarios, somos el producto que se vende. Por tanto, para las redes sociales solo somos rentables si invertimos nuestro tiempo en ver anuncios, en crear contenidos o en captar nuevos usuarios. Y todo eso, piénsenlo, a costa de perder nuestra vida.

Parece evidente que nos encontramos ante un mercado nuevo, que no había existido hasta ahora: un mercado en el que se comercia con futuros humanos a gran escala. Un mercado cuya cuenta de resultados depende, en definitiva, del cambio gradual, ligero e imperceptible que cada usuario va registrando en su modo de comportarse y en su manera de concebir la realidad. Y eso, créanme, da bastante miedo.

JUAN PABLO BELLIDO

1 de agosto de 2023

  • 1.8.23
La gran aliada de la desinformación es la ignorancia. Y, mal que nos pese, la manifiesta falta de criterio de las audiencias se ve tristemente alimentada por otro hecho incontestable: hoy por hoy, el consumo de información –o, mejor, de desinformación– se hace principalmente en formatos o soportes que omiten la contextualización del hecho noticioso, de manera que el lector carece de elementos que, en su caso, le permitirían formarse un juicio sólido sobre la validez de los argumentos expuestos.


Los medios, claro, son conscientes de esa desnudez intelectual a la que es sometida la mayor parte de sus potenciales lectores y, ante esa situación tan propicia para el fraude, es fácil caer en la tentación de zarandearlos e invitarlos –a empujones, si hiciera falta– a que accedan a un determinado portal web mediante la adulteración del titular que, de este modo, abandona su ser como elemento esencial de la información para travestirse en un tosco señuelo.

No nos dejemos engañar. Y no permitamos que esto siga ocurriendo. Es preciso renovar, si fuera necesario, nuestro compromiso con la verdad, con la realidad y con nuestra profesión. Hagamos un uso responsable de todos los ingredientes que tenemos a nuestro alcance para engendrar buenos titulares y que nuestro querido y recordado Antonio López Hidalgo enumeraba casi de corrido: "actualidad, concisión, precisión, claridad, veracidad y garra". No hay más.

Cualquier periodista sabe que el mejor gancho posible para ganar lectores es una buena historia, una información de alcance que afecte a un sector significativo de la población y que, por sí misma, capte la atención del respetable. Si el hecho que se pretende transmitir reúne todas las características para llegar a ser noticioso basta con ser precisos en el encuadre, exquisitos en el tratamiento de las fuentes, clarificadores en la redacción del cuerpo de la información y, finalmente, sagaces en la elección de los elementos de titulación ya que, en efecto, “un mal título puede arruinar una buena información”.

Como sostuvo Miguel Ángel Bastenier, columnista, editor y maestro de periodistas fallecido en 2017, “el titular es la justificación de que vale la pena leer el texto (cuando lo vale). No hay derecho a pasarse ni un adarme”. Por el contrario, el uso del titular-anzuelo solo parece quedar reservado para aquellos que tienen muy poco o nada que contar al lector, de ahí que, en ocasiones, se vean empujados a tirar de adornos superfluos y cintillos llamativos. Y sentenciaba: “la mejor defensa de una información no es añadir 'urgente' o 'exclusiva', sino un buen titular que responda a lo que se cuenta”.

No sé en qué momento los profesionales del Periodismo pondremos pie en pared. Pero se hace necesario que sea más pronto que tarde o lo terminaremos lamentando. Como defendía Antonio López Hidalgo, nunca debemos perder de vista que el titular debe recoger los elementos esenciales de la información y, por tanto, no debe transformarse en una especie de adivinanza o de acertijo que someta al receptor a un frívolo juego del que solo podrá salir accediendo al chantaje del clic.

El titular no puede abrir interrogantes porque, precisamente, le corresponde cerrarlos dando respuesta a ellos. El titular no alude, enuncia. Y, por si fuera poco, define al autor de la información que, en el peor de los casos, puede presentarse ante la sociedad como un vulgar buhonero que trata de colocar su mercancía a base de tretas y medias verdades.

¿Merece la pena poner en riesgo el prestigio profesional, la credibilidad, por unos cuantos retuits? ¿Es lícito sacrificar la esencia misma del Periodismo por un balance económico menos negativo? Nuestro oficio podría terminar sucumbiendo ante tanta indolencia, ante tanta mediocridad y ante esos intereses inconfesables que, en lugar de mostrarnos el camino, nos apartan cada vez más de la realidad y de la gente. De nosotros depende.

JUAN PABLO BELLIDO

25 de julio de 2023

  • 25.7.23
Leer información relevante se ha convertido en misión prácticamente imposible. En la actualidad, las noticias que nos tropezamos en Facebook o nos envía alguien por WhatsApp se presentan aisladas del natural contexto mediático que suponía su ubicación en la página, la jerarquía que aplicaba el propio medio e, incluso, la identificación de la cabecera que, a menudo, pasa desapercibida en las noticias que se viralizan a través de las redes sociales.


Por desgracia, la "gran apuesta" de los medios de comunicación en estos últimos años ha sido la de tratar de posicionar sus contenidos en redes sociales. Al precio que sea. Por ello, muchas veces, comparten bodrios que, ni siquiera por disimular, cumplen los más elementales requisitos para poder ser denominados “noticias”, aunque quieran hacerse pasar como tales. Y, en ellos, juega un papel esencial el titular, que no deja de ser el gancho definitivo que atrapa al lector incauto, ávido de informaciones insólitas, extravagantes o extraordinarias.

Esta “predilección por lo extraño” es fácilmente constatable en la práctica totalidad de medios de comunicación generalistas de España, gracias a esos plugins o widgets que ofrecen en una zona relevante de la web cuáles han sido las noticias más leídas, más compartidas y más comentadas.

En efecto, estas nuevas herramientas de monitorización de datos permiten a cada medio conocer en tiempo real cuáles son las preferencias de su audiencia. Y ante esta realidad, las redacciones digitales no pueden escapar de los supuestos intereses de sus lectores, más preocupados por el último posado en biquini de la famosa de turno que por el devenir de la guerra en Ucrania.

Así las cosas, los periodistas, espoleados por sus superiores jerárquicos –cuando no por sus propios libros de Estilo–, se sienten empujados a pervertir los géneros periodísticos y a violentar los elementos de titulación para arañar el máximo número posible de clics y, con ello, algunos eurillos en publicidad. No se engañen: pan para hoy y hambre –hambruna– para mañana.

La situación, créanme, en ciertamente preocupante. Porque a base de fomentar la microlectura en redes propicias para ello, como Twitter o Instagram, se está dando paso a una generación perdida –otra más–, esta vez formada por esa multitud de leedores de titulares con escaso o ningún juicio crítico para discernir entre la verdad y la mentira. Y por eso, luego, pasa lo que pasa en las campañas electorales, que no escarmentamos.

JUAN PABLO BELLIDO

18 de julio de 2023

  • 18.7.23
El clickbait es un fenómeno que envenena el periodismo actual y que, de no ser neutralizado con algún antídoto certero –algo que se nos antoja poco probable–, terminará empujando a los profesionales de la información –a todos– a transformarse en simples vendedores de humo que prostituyen, día sí, día también, uno de los elementos esenciales de la noticia: el titular.


Aunque el clickbait –que podría traducirse como “ciberanzuelo”– es un neologismo que se acuñó por vez primera en 1999 para describir la producción de contenidos sensacionalistas en Internet con el objetivo de generar visitas sus orígenes son bastante más añejos.

Facebook, el gigante tecnológico que en apenas dos décadas ha conseguido variar el rumbo de las empresas periodísticas a base de algoritmos y ecuaciones que parecen premiar el sensacionalismo y el amarillismo por encima del rigor y de la honestidad.

Twitter es la otra gran red social transformadora del Periodismo contemporáneo –y no necesariamente para bien–. Su transversalidad y su capacidad para viralizar titulares de 280 caracteres terminó tentando a muchos profesionales de la comunicación y a grandes empresas del sector que, al albur de los retuits y de los likes, se dejaron caer en brazos del amarillismo, sacrificando así la calidad periodística en pro del tráfico web y, por ende, de los ingresos publicitarios. Como diría Bill Clinton, “es la economía, estúpidos”.

JUAN PABLO BELLIDO

11 de julio de 2023

  • 11.7.23
No es un secreto que el periodismo ha sido una de las profesiones más afectadas por la precariedad laboral en los últimos años. Los periodistas, aquellos que se dedican a informar, analizar y contextualizar los acontecimientos de nuestra sociedad y a difundirlos de manera comprensible para el mayor número de personas posible, se encuentran cada vez más atrapados en un laberinto de contratos temporales, salarios bajos y condiciones laborales lamentables. Esta realidad no solo atenta contra la calidad del periodismo, sino que también pone en peligro la salud del sistema democrático en el que vivimos.


En tiempos pasados, el periodismo era una vocación de referencia. Era el oficio de aquellos que buscaban la verdad y la compartían con el mundo. Sin embargo, hoy en día nos encontramos en una era en la que la noticia se ha convertido en un producto, en una mercancía que se vende y se consume de forma masiva. Esta comercialización ha logrado una serie de consecuencias perjudiciales para los profesionales de la información.

La primera y más evidente es la reducción de costes. Los medios de comunicación, tanto tradicionales como digitales, se enfrentan a un entorno económico cada vez más competitivo y, en muchos casos, a una disminución en sus ingresos. Para contrarrestar esta situación, recurren a la contratación de periodistas a bajo coste, a menudo sin ofrecer contratos estables y con condiciones de trabajo inadecuadas.

Este fenómeno se ha agravado con la irrupción de las nuevas tecnologías y el aumento de las redes sociales. El periodismo digital ha abierto un amplio abanico de posibilidades, pero también ha supuesto un golpe para la profesión en términos de remuneración y estabilidad laboral. La inmediatez y la gratuidad de la información en Internet han llevado a muchos medios a recortar plantillas y a confiar en la colaboración gratuita o mal remunerada de periodistas independientes.

Además, la paulatina implantación de las redes sociales y la aparición de los denominados "periodistas ciudadanos" han generado una gran cantidad de contenido sin ningún tipo de filtro o control de calidad. Esta sobreabundancia de información, muchas veces carente de rigor y de veracidad, dificulta aún más la labor de los profesionales del periodismo y reduce su valor en la sociedad.

La precariedad laboral en el periodismo no solo se manifiesta en los contratos temporales y en los bajos salarios, sino también en las largas jornadas laborales y en la falta de reconocimiento profesional. Los periodistas se ven sometidos a una presión constante para producir noticias rápidamente, sin el tiempo ni los recursos necesarios para investigar a fondo o para profundizar en los temas. Esta falta de tiempo y recursos afecta directamente a la calidad y la objetividad de la información que se ofrece al público.

La falta de estabilidad y las condiciones precarias también tienen un impacto negativo en la libertad de expresión y en la independencia de los periodistas. Muchos profesionales se ven obligados a autocensurarse por miedo a perder su empleo o a sufrir represalias por parte de los poderes económicos o políticos. Esto pone en peligro el papel fundamental que desempeña el periodismo en la vigilancia de los poderes establecidos y en la denuncia de las injusticias.

Es responsabilidad de los medios de comunicación, de las empresas y de la sociedad en su conjunto tomar conciencia de esta situación y actuar en consecuencia. Los medios deben apostar por la calidad en lugar de la cantidad, por el periodismo de investigación en lugar de la mera reproducción de titulares sensacionalistas. Además, es fundamental que se establezcan normas y leyes que protejan los derechos laborales de los periodistas y garanticen su independencia.

La sociedad también tiene un papel importante que desempeñar. Como consumidores de información debemos ser conscientes de la importancia de apoyar a los medios de comunicación que ofrecen un periodismo de calidad y rechazar aquellos que se basan en el sensacionalismo o en la desinformación. Además, debemos valorar y reconocer el trabajo de los periodistas, ya que son los encargados de mantenernos informados.

En conclusión, la precariedad laboral en el periodismo es una realidad alarmante que amenaza la calidad de la información, la libertad de expresión y la salud de nuestra democracia. Es necesario adoptar medidas urgentes para garantizar unas condiciones laborales dignas y estables para los periodistas, así como para fomentar un periodismo de calidad y comprometido con la verdad. Solo así podremos asegurar un futuro en el que la información sea, de verdad, un pilar fundamental de nuestra sociedad.

JUAN PABLO BELLIDO

4 de julio de 2023

  • 4.7.23
En unos tiempos en los que la información fluye con una rapidez abrumadora, resulta innegable que la población menor de 35 años muestra un escaso interés por la información que ofrecen los medios tradicionales de comunicación, un fenómeno que se encuentra estrechamente relacionado con el papel preponderante que han adquirido las redes sociales a la hora de informarse. O de desinformarse, según se mire.


Con todo, es importante dejar por sentado que el desinterés que los jóvenes muestran hoy día por la información tradicional no es exclusivo de esta generación. A lo largo de la historia, cada nueva generación ha buscado su propio medio de comunicación y ha mostrado un menor interés por los canales informativos de sus predecesores. Sin embargo, lo que diferencia la actualidad de épocas pretéritas es, probablemente, la velocidad y la magnitud del cambio.

Los jóvenes de hoy crecieron en un mundo en el que las redes sociales ya eran una parte integral de la sociedad. Desde edades tempranas han estado expuestos a una avalancha constante de información fragmentada, titulares sensacionalistas y opiniones polarizadas. Esta sobreexposición a contenido rápido y superficial ha llevado a una pérdida de paciencia y a una falta de interés por los medios de comunicación tradicionales, que se caracterizan por un enfoque más lento y detallado.

Las redes sociales, con su inmediatez y personalización, han captado la atención de los jóvenes de una manera sin precedentes. Plataformas como Twitter, Facebook, Tik Tok e Instagram se han convertido en la principal fuente de noticias e información –o desinformación– para este segmento de la población.

La posibilidad de seguir cuentas afines a sus intereses, recibir notificaciones instantáneas y participar en debates en tiempo real ha generado una sensación de conexión y participación que los medios tradicionales no han logrado igualar.

No obstante, no debe perderse de vista que las redes sociales se basan en algoritmos que priorizan la relevancia y la viralidad, lo que puede conducir a la formación de burbujas de desinformación en las que los usuarios solo reciben contenido afín a sus propias opiniones. Esto limita la exposición a diferentes perspectivas y puede terminar reforzando posiciones extremas o polarizadas.

Además, el contenido en las redes sociales tiende a ser más superficial y propende a la desinformación. Los titulares destacados y las imágenes impactantes dominan los feeds de noticias, lo que dificulta la obtención de una comprensión completa y precisa de los acontecimientos. La falta de verificación de los hechos y la propagación de noticias falsas son problemas comunes que minan la confianza en la información proporcionada a través de estos canales.

En contraste, los medios de comunicación tradicionales, a pesar de sus imperfecciones, siguen siendo una fuente más confiable y rigurosa de información. Los periodistas profesionales, comprometidos con la verificación de los hechos y el análisis profundo, desempeñan un papel fundamental en la sociedad al informar de manera objetiva y contextualizada. Sin embargo, la falta de interés de los jóvenes por este tipo de información amenaza con socavar el periodismo de calidad y debilitar la democracia.

Es necesario, por tanto, fomentar el pensamiento crítico y la alfabetización mediática en la población joven. Es fundamental que los jóvenes comprendan la importancia de acceder a diferentes fuentes de información, contrastar datos y comprobar la fiabilidad de las noticias que consumen. Las instituciones educativas y los propios medios de comunicación deben trabajar para promover la importancia de la información veraz y rigurosa.

No obstante, también es responsabilidad de los medios de comunicación tradicionales adaptarse a los nuevos tiempos y explorar formas de llegar a la audiencia joven. La transformación digital y la presencia en las redes sociales son aspectos clave para mantenerse a flote en el tormentoso panorama mediático actual. Además, los medios deben ser más ágiles y flexibles en la presentación de la información, ofreciendo formatos más atractivos y accesibles para las nuevas generaciones.

En conclusión, el escaso interés que la población menor de 35 años muestra por la información que ofrecen los medios de comunicación tradicionales es una realidad innegable en la sociedad actual. Las redes sociales se han convertido en la principal fuente informativa para esta generación, presentando desafíos y consecuencias que deben ser abordados.

Es necesario, por tanto, fomentar el pensamiento crítico y la alfabetización mediática entre los jóvenes, al tiempo que los medios de comunicación tradicionales deben adaptarse y reinventarse para mantener su relevancia en un entorno digital en constante evolución. Solo así podremos garantizar una sociedad informada, comprometida y capaz de afrontar los desafíos del siglo XXI.

JUAN PABLO BELLIDO

27 de junio de 2023

  • 27.6.23
El Periodismo y la Comunicación Institucional son dos campos relacionados pero que difieren en su enfoque, en sus objetivos y en sus prácticas. Mientras que el Periodismo se basa en la búsqueda de la verdad, en la independencia y en la pluralidad de fuentes, la Comunicación Institucional se centra en la promoción de la imagen y de los intereses de una organización o de una institución específica. Y en un mundo cada vez más complejo y saturado de información, completamente abducido por el denominado "Periodismo de Declaraciones", es crucial comprender las diferencias entre ambos y cómo pueden afectar nuestra percepción de la realidad.


El periodismo, en su forma más pura, es un pilar fundamental de cualquier democracia. Su objetivo primordial es informar, investigar y cuestionar a los poderes públicos para ofrecer a los ciudadanos los hechos necesarios para que se puedan formar opiniones informadas. Los periodistas son, por tanto, los vigilantes de la sociedad, responsables de arrojar luz sobre los abusos de poder, la corrupción y las injusticias. Su labor consiste en mantener a los poderes establecidos bajo escrutinio constante y garantizar la transparencia en la esfera pública.

La comunicación institucional o corporativa, por su parte, se desarrolla dentro de las organizaciones –públicas o privadas– y tiene como objetivo principal gestionar y promover la imagen de la institución o empresa a la que defienden. A diferencia del periodismo, la comunicación institucional está intrínsecamente vinculada a los intereses y objetivos de la organización que representa. Los profesionales de la comunicación institucional trabajan, por tanto, para proteger y mejorar la reputación de la institución, utilizando estrategias de relaciones públicas y de marketing para influir en la percepción pública.

El periodismo se sustenta en principios éticos y deontológicos que garantizan la objetividad, la imparcialidad y la veracidad de la información. Los periodistas están comprometidos con la búsqueda de la verdad, incluso cuando esta pueda ser incómoda o poner en peligro los intereses del poder. Su responsabilidad es informar con precisión, contextualizar los hechos y ofrecer una diversidad de perspectivas para que los ciudadanos puedan formar sus propias opiniones.

La comunicación institucional, en cambio, tiene una perspectiva más estratégica y selectiva. Su objetivo no es la búsqueda de la verdad sino la promoción de una imagen favorable de la organización para la que trabajan. Esto implica la selección y difusión de información que beneficie los intereses de la institución, omitiendo o minimizando los aspectos negativos. Y aunque la mayoría de los profesionales de la comunicación institucional actúan de manera ética, existe el riesgo inherente de que la búsqueda de la verdad se vea comprometida en aras de la imagen o de la propaganda.

En la era de las redes sociales y de la sustitución de fuentes de información, la línea entre el periodismo y la comunicación institucional se ha vuelto cada vez más difusa. Las instituciones y los gobiernos han aprovechado las plataformas digitales para difundir su propia versión de los hechos, desafiando la credibilidad de los medios de comunicación tradicionales. La desinformación y las noticias falsas se han convertido en armas poderosas para manipular la opinión pública y erosionar la confianza en el periodismo.

Sin embargo, es vital que, como sociedad, preservemos y protejamos el periodismo independiente y de calidad. A pesar de sus imperfecciones, el periodismo sigue siendo una de las mejores herramientas para garantizar la rendición de cuentas y mantener el equilibrio de poder en nuestras sociedades democráticas. Los periodistas no solo deben enfrentar los desafíos de la desinformación y las restricciones gubernamentales, sino también la creciente presión económica y la precarización laboral.

En contraste, la comunicación institucional ha ganado terreno en la esfera pública, utilizando técnicas de persuasión y de manipulación para influir en la opinión pública. Los ciudadanos deben ser conscientes de las estrategias de relaciones públicas y de los mensajes sesgados que pueden recibir de las organizaciones y gobiernos. Es importante, en ese sentido, ejercer un pensamiento crítico y buscar fuentes de información independientes y verificables para obtener una imagen más completa y precisa de la realidad.

En conclusión, el periodismo y la comunicación institucional son dos campos con objetivos y enfoques diferentes. Mientras que el periodismo busca la verdad y la transparencia, la comunicación institucional tiene como objetivo principal la promoción de la imagen de una organización o institución. En un mundo donde la información es manipulada y distorsionada con frecuencia, es crucial que los ciudadanos sean conscientes de estas diferencias y busquen fuentes de información confiables y diversas. El periodismo independiente y de calidad sigue siendo esencial para la salud de nuestras sociedades democráticas y para la defensa de nuestros derechos y libertades fundamentales.

JUAN PABLO BELLIDO

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