Fueron contados los meses que Herminio Trigo estuvo destinado en Montilla. Suficiente tiempo para que él, con su flamante diploma bajo el brazo, aprendiese una lección: la de las pronunciadas desigualdades sociales. Era esta una barrera que impedía mirar al futuro con las debidas dosis de confianza. Se había preparado a conciencia para consagrarse a la enseñanza. Sin embargo, la teoría académica se quedaba corta. La realidad le abrió los ojos.
Microescuelas de El Coto (ARCHIVO)
“Efectivamente, los alumnos que tuve en el Beato Juan de Ávila eran de una extracción social baja, muy modesta, pero lo que sí tenían era un gran deseo de aprender: tenían mucho interés. Eso es algo que lo he notado en muchas ocasiones. He comprobado que muchos de los alumnos de clases bajas se preocupan mucho por la formación, porque es la forma de prosperar y de conseguir algo, porque los padres no tienen recursos económicos para darle. Se esfuerzan en aprender para tener en sus manos un instrumento importante que es la formación. Esto pude verlo en la escuela pública del Beato Juan de Ávila”.
José Ferreira Gutiérrez, que también desarrolló su magisterio en este mismo espacio, no coincidió con Herminio Trigo. Les separó algún tiempo. Él se incorporó unos años después, en 1968, y permaneció en este puesto hasta que estas microescuelas echaron el cierre, en el curso 1979-1980. Es decir, fue testigo allí del cambio de régimen, entre el tardofranquismo y la naciente democracia.
El país estaba evolucionando en lo político, pero el desempleo y la penuria seguían estando a la orden del día. Para ayudar a los estudiantes que no residían en Montilla (llegaron a ser un alto porcentaje, cerca de un tercio de los pupilos), se habilitó un servicio de cocina y comedor. Ángela Salas era la responsable de este departamento, uno de los primeros –si no el pionero– de estas características que funcionaron en Montilla.
“El alumnado era muy variopinto, tanto en su status social como en sus características familiares y de costumbres. Había estudiantes del campo, en concreto de la Sierra, y de los barrios y calles cercanos al colegio, con diferentes formas de vivir y de entender las cosas. Intentar compaginar esto era francamente difícil”.
“Aparte, el centro, en sí mismo, arrastraba una fama peyorativa. Estaba considerado como un colegio de menor categoría. Ya por el hecho de su ubicación estaba marcado. Que estuviera en El Coto, lejos del centro urbano, ayudaba a que se pensara así. Y con esto se daba a entender que por el hecho de ser de familias más humildes, tenían forzosamente que ser peores alumnos, cuando es una cosa sin fundamento, un razonamiento que es totalmente falso”.
“Mi experiencia me dice que los mejores alumnos que he tenido no procedían de familias con poder adquisitivo, sino todo lo contrario, porque también la necesidad despierta lo más esencial, que es el poder de la supervivencia. Era un reto trabajar allí, un compromiso, porque, para mí, es vital defender la igualdad de oportunidades. Fue una experiencia que ha marcado mi trayectoria como maestro de una manera crucial”.
José Ferreira, flanqueado por Manuel Ruz Feria y Rafael Delgado (J.P. BELLIDO)
Ferreira, que tiene una voluntad de hierro –como ya nos avisa su apellido de manera rotunda–, se forjó en las adversidades de este destino profesional. Tenía en mente una cartografía con los domicilios de los alumnos: calle Juan Colín, Pozo Dulce, San Sebastián, tramo bajo de Enfermería, Barreruela, Cruz, Marqués de la Vega de Armijo, Santa María, Juego de Pelotas, Melgar, Molinos Baja, calle Granada... En definitiva, el contorno del Paseo de Abajo. Y también, cada mañana, tenía que bregar (él y toda la comunidad escolar) con las incomodidades de unas aulas que parecían prefabricadas. Y que, no obstante, abría su recibidor cada día, sin fecha de caducidad.
“Es cierto que se edificaron aprisa y corriendo para remediar la escasez de plazas escolares, como un albergue provisional, pero como sucede con todo lo que se hace con este planteamiento, al final se posterga de forma indefinida. Llegó un momento en que los plazos se alargaron de tal forma que se hizo casi imposible trabajar en aquellas condiciones”.
“Hay que tener en cuenta que estas microeescuelas tenían el techo a una altura que, prácticamente, se podía alcanzar con las manos. El aislamiento era ineficaz, era una fibra que no protegía y que cuando había alguna rotura, algún desprendimiento, producía un picor espantoso. El calor era insoportable. El frío, ya podéis imaginar, pues no había calefacción”.
“Recuerdo que, en los mejores años, tuvimos como paliativo en el invierno una estufa de butano que, al que le cogía más cerca, lo asfixiaba, pero a quienes estaban más distantes, no había forma de que se calentaran. Para la iluminación había unos ventanales laterales que tenían unas cristaleras sin más protección: era un vidrio sin ningún elemento más que lo reforzara y que impidiese el paso del aire. Cuando soplaba el viento, aparte del sonido de la vibración, el frío que entraba resultaba terrible”.
Con el comienzo de la Transición, los viejos símbolos franquistas fueron desapareciendo de las paredes. Pero no fue fácil. Hubo bastante resistencia de algunas autoridades que no se resignaban a aceptar las nuevas normas de convivencia democrática.
El autoritarismo de la dictadura iba quedando atrás, aunque su huella tardó en borrarse. Una canción del grupo madrileño Asfalto recrea bien aquellos grises días de escuela, en los que el alumnado, “sentado frente a una cruz y a ciertos retratos”, aprendía las asignaturas entre bostezo y bostezo, al son de gloriosos himnos pesados.
Francisco Franco, a su paso por Montilla, en 1965 (MANUEL GONZÁLEZ CANDELAS)
Un día, el del cuadro al que alude esta composición musical del llamado rock urbano, que es una perfecta descripción de lo vivido por toda una generación de chavales, pasó cerca de allí. Es su crónica en directo de la dictadura. La de una jornada que cambió el resto de la vida de Herminio Trigo.
“Curiosamente, estando esa primavera en Montilla dando clase, coincidió con una visita de Francisco Franco que venía a Córdoba y pasaba por Montilla. Le hicieron desviarse por el pueblo, pasó por la Corredera y por el Ayuntamiento. Por supuesto, suspendieron las clases y fuimos a verlo al centro del pueblo. Ya teníamos una idea aproximada de lo que significaba el franquismo y, al verlo a él, veíamos la represión, veíamos la dictadura”.
“La estábamos viviendo y no éramos conscientes de ello, porque no sabíamos que fuera existía otro mundo de libertades. Supuso una experiencia muy curiosa, fuimos a ver a Franco y el coche apenas se detuvo y pasó a dos metros de nosotros en la parte más estrecha de la calle, con la escolta que llevaba y toda su parafernalia. Y, en ese momento, yo tuve una sensación muy extraña, muy rara. Por primera vez en mi vida, yo sentía lo que significaba ese personaje, y tenerlo tan cerca de mí, me provocó una reacción extraña. No era de odio, pero sí de rechazo a esa situación y a aquella persona”.
En tan reducido espacio de tiempo, apenas le dio tiempo a conocer más a fondo el paisaje y a los vecinos, pero Montilla dejó una profunda huella en el joven maestro Herminio Trigo. Tenía pocas horas libres, porque había clase de mañana y tarde, lo que limitaba bastante su vida extraescolar. Estaba en el pueblo de lunes a viernes y, los fines de semana, volvía en tren a Córdoba.
“Paraba en la casa de la sobrina del arcipreste que murió, ella vivía en el barrio de las Casas Nuevas, entrando al pueblo a mano derecha. Julio Anguita y los demás se quedaban en una pensión existente en la plaza donde está la Tercia”.
Lo de las fondas y casas particulares como domicilio era una práctica habitual para estos maestros nada sedentarios, cuyo rastro fugaz ahora nos ayuda a recomponer Manolo Ruiz Hidalgo, que compartió trabajo y tertulia con este grupo: “En una casa privada de la parte del matadero viejo se quedaba Julio Anguita, y otros compañeros estaban en posadas o donde buenamente podían”.
Herminio Trigo, junto a sus alumnos del Cortijo del Alcaide, unos meses después de abandonar Montilla (ARCHIVO DE HERMINIO TRIGO)
“Para reunirnos, uno de los bares favoritos era el de Juanito Márquez, que también era conocido por Casa la Viuda, en plena calle Corredera, siempre bastante concurrido y animado. No es que pasáramos por allí de modo asiduo, pero citarnos en este punto estratégico entraba en nuestras costumbres en el tiempo libre”.
De Ruiz Hidalgo te puedes fiar. Es un cronista meticuloso que, por principio, suele apuntalar sus recuerdos y anotaciones con el dato exacto. En este sentido, su narración nos sirve para reconstruir la estancia de Anguita en Montilla. El llamado Califa Rojo no se lo tomó como una plaza de paso, sino que se introdujo en la vida cotidiana y cultural del pueblo.
“Había una compañía teatral de aficionados constituida en los años cincuenta a la que pertenecían Agustín Gómez, Pepe López Vela, Isabelita Márquez Feixas y algunas muchachas y muchachos más. Yo también participé en este grupo haciendo de apuntador en las piezas teatrales que se representaban. Hubo un cierto parón a causa del servicio militar pero, a la vuelta del cuartel, Agustín Gómez consiguió darle una relativa continuidad, la reactivó”.
“Agustín, que con el tiempo se convirtió en un escritor de referencia en el cante jondo, tenía diversas habilidades artísticas. Contaba con una voz entre barítono y tenor, con un tono que era propicio para la ópera y la zarzuela, y de hecho, participó en más de un concurso, donde los temas eran líricos, no eran flamencos, pero es que, además, el flamenco lo tenía en su casa en la figura de su padre, El Lucero”.
“Fue entonces, en esta renovada etapa, cuando se integraron una serie de maestros, entre ellos Julio Anguita. Julio tenía una impronta de actor nato, parecía que había nacido para esto. Lo veía encima de las tablas y decías: está actuando de una manera natural, y por si esto fuera poco, lograba gran éxito, en particular con el público femenino”.
Estas innatas condiciones de Anguita para la escena también le ayudaron a entrar como colaborador en la primitiva emisora de Radio Popular, que funcionaba en la sede de los jesuitas en Montilla, según recuerda Trigo, con quien, pasados los años, habría de compartir tareas de gobierno en el Consistorio de la capital cordobesa.
El periodista Francisco Solano Márquez Cruz, en el pregón de la Feria de El Santo 2015 (J.A. AGUILAR)
“Sabía lo que se estaba haciendo en Radio Popular, la emisora local de la Cope en la que llegó a colaborar Julio y Agustín. También entonces conocí al periodista Paco Solano, que estaba empezando en aquella emisora, aunque no tuve mucha relación con él”.
“No disponía de receptor de radio para escuchar lo que hacían, pero sí me hablaron del grupo de teatro. Julio Anguita era un entusiasta del teatro. Formó parte del elenco en la representación de la obra 'Llama un inspector', una comedia dramática en tres actos que se hizo en el Teatro Garnelo”.
Otro hecho llamativo hace aún más evidente la rápida aclimatación de Anguita: su alta como socio en el Casino Montillano. Mi amigo Miguel de la Torre Luque-Romero, conspicuo integrante de esta sociedad, me facilita el dato oportuno. Miguel tiene un doctorado en esto de la hostelería después de haber pasado casi toda su vida entre restaurantes, bares y tabernas con una profesionalidad acreditada, junto a su mujer, Antoñi Tejada.
Ahora liberado de las ataduras del negocio y del trato con los clientes, siempre complejo, es lo que se dice de misa diaria en la repostería o ambigú del Casino. Entro con él y, al instante, me pone en contacto con Manolo García Gómez, que ha documentado este curioso caso. No hay detalle que se le escape a este tenaz cronista. Él, que ha estudiado a fondo una galería de personajes relevantes, también ha seguido la pista del líder comunista, escrutando a fondo el archivo y los libros de registros del Casino.
Según sus averiguaciones, Anguita entró a formar parte de esta asociación el 25 de febrero de 1964: “En nuestras actas —me explica— aparece dado de alta en esta fecha, pero con el nombre de Julián Anguita González y, curiosamente, a su lado aparece el registro de otro socio que fue representante de Falange Española”.
Bajo el epígrafe Un jefe político entre nuestros socios, capítulo 26 del libro El Casino Montillano. Apuntes para su historia, García Gómez abunda en la relación de Anguita con esta centenaria casa, especificando en su escrito que algunos aún lo recuerdan como socio de este casino.
Julio Anguita, con un medio de vino, durante una visita a Montilla (FRANCIS SALAS)
A Manolo Ruiz Hidalgo, que lo trató y compartió charlas y cafés con él, no le resulta extraña la entrada de Anguita en el Casino Montillano: “Es que era normal que algunos maestros estuviesen afiliados, porque era gente inquieta que, así, podían canalizar sus conocimientos en conferencias y otras actividades culturales. Utilizaban el Casino como lugar donde explayarse, organizando charlas y debates. Y como eso era una cosa que le gustaba a él, es muy probable que figurase como socio”.
En cambio, la presencia de Herminio Trigo pasó más inadvertida, aparte de que fue considerablemente más transitoria. “Mis contactos con la sociedad local se redujeron a los compañeros de profesión, como Agustín Gómez, que entró en nuestra charpa, igual que Manuel de César, maestro y poeta. Eran los dos con los que más traté, además de con Julio y con Rafael Balsera, que nos adentró en un mundo nuevo. No tuve ocasión de conectar con más personas de la sociedad de Montilla”.
El oficio de maestro es itinerante por naturaleza, como sucede con otros funcionarios y empleados de la Administración. Encadenan un destino con otro hasta que se afianzan en el lugar deseado. Trigo, después de Montilla, fue a parar a la escuela rural de El Alcaide, cerca de Córdoba. Y, a modo de renovación en una especie de ciclo constante, a las microescuelas fueron afluyendo otros compañeros.
Su cuadro docente no estaría completo sin Valeriano Rosales Rabadán, que era vecino de Pepe Ferreira en los Pisos de los Maestros. Este maestro recientemente fallecido, fue el que lo acompañó el primer día. “Después conocí a Luis Muñoz Santiago, que era el director del Beato Juan de Ávila; Pepe Calderón; Antoñita Aguilar; Aurora y Manoli Velasco; Mari Carmen González Reina; Ginés Rodríguez Palma; Rafael López; Paco Enríquez; Loli de la Cruz; Pepito Jurado; Pablo Casado; Anita del Arco-Calderón o Ignacio Enríquez”.
“A Isabel Canalejo, que era hermana de aquel famoso alcalde de Belmez, Rafael Canalejo Cantero, que ganó en el popular concurso televisivo 'Un millón para el mejor', la tuve de vecina también en las viviendas de los maestros. Tampoco puedo dejar atrás, entre otros, a Ramón Sainz Pardo, con el que compartí muchos años y que fue el primer director de la Coral Montillana de los Antiguos Alumnos Salesianos”.
“Yo venía de Burgos, donde había tenido una unitaria en la que tenía alumnos de todos los cursos en una sola clase con 58 niños, porque era la única escuela en el pueblo. Noté la diferencia al llegar a Montilla: era mucho más llevadero al ser menor el cupo de matriculados por aula”.
Comedor de las Microescuelas de El Coto (ARCHIVO DE MANUEL BERRAL CEREZO)
Precariedad, salarios bajos e insuficientes, inflación… Todo empujaba a que los maestros buscasen una doble ocupación. Ferreira simultaneó tareas. Impartió formación en las microescuelas y también Educación Física en el Instituto Inca Garcilaso y en la Laboral, la Escuela de Formación Profesional.
“En efecto, era una forma de contrarrestar la escasa remuneración económica que recibíamos. Poseía los dos títulos, el de profesorado de Educación Física y el de la carrera de Magisterio, ambas en Madrid. Por concurso oposición, gané la plaza de maestro y por concurso de méritos, la de profesor de Gimnasia. El poder compaginarlo me venía muy bien: era un buen complemento salarial y, además, se podían compatibilizar horarios, sin que se solapasen ambas actividades. Adaptaba las clases sin problemas, mañana, tarde y noche”.
El último curso de las microescuelas fue el de 1979-1980. Dejó un regusto agrio en el claustro de profesores, porque era algo muy evidente y también doloroso constatar la decadencia de este grupo escolar. No se daban los mínimos exigibles para mantenerlas activas. La falta de mantenimiento y ciertos actos vandálicos precipitaron su final.
“Al volver del verano, las gamberradas dejaron maltrecho el recinto. Era imposible abrir en tan mal estado, por lo que hubo una reunión y se decidió no entrar a clase hasta que la situación se normalizase, o bien se agilizara el traslado a un nuevo edificio, que es lo que finalmente ocurrió. Pero no fue sencillo”.
“Como medida de presión, estuvimos unos días encerrados en la Biblioteca Municipal, y aquello hizo que reaccionaran el Ayuntamiento y la Delegación de Educación. Se pusieron las pilas, se preparó y limpió el nuevo colegio, cuyas obras ya estaban terminadas, con su toma de luz y servicios necesarios para poder empezar el curso escolar sin incidencias, aunque, eso sí, con un poquito de retraso sobre las fechas habituales en el calendario educativo”.
Días de microescuelas en Montilla (I)
“Efectivamente, los alumnos que tuve en el Beato Juan de Ávila eran de una extracción social baja, muy modesta, pero lo que sí tenían era un gran deseo de aprender: tenían mucho interés. Eso es algo que lo he notado en muchas ocasiones. He comprobado que muchos de los alumnos de clases bajas se preocupan mucho por la formación, porque es la forma de prosperar y de conseguir algo, porque los padres no tienen recursos económicos para darle. Se esfuerzan en aprender para tener en sus manos un instrumento importante que es la formación. Esto pude verlo en la escuela pública del Beato Juan de Ávila”.
José Ferreira Gutiérrez, que también desarrolló su magisterio en este mismo espacio, no coincidió con Herminio Trigo. Les separó algún tiempo. Él se incorporó unos años después, en 1968, y permaneció en este puesto hasta que estas microescuelas echaron el cierre, en el curso 1979-1980. Es decir, fue testigo allí del cambio de régimen, entre el tardofranquismo y la naciente democracia.
El país estaba evolucionando en lo político, pero el desempleo y la penuria seguían estando a la orden del día. Para ayudar a los estudiantes que no residían en Montilla (llegaron a ser un alto porcentaje, cerca de un tercio de los pupilos), se habilitó un servicio de cocina y comedor. Ángela Salas era la responsable de este departamento, uno de los primeros –si no el pionero– de estas características que funcionaron en Montilla.
“El alumnado era muy variopinto, tanto en su status social como en sus características familiares y de costumbres. Había estudiantes del campo, en concreto de la Sierra, y de los barrios y calles cercanos al colegio, con diferentes formas de vivir y de entender las cosas. Intentar compaginar esto era francamente difícil”.
“Aparte, el centro, en sí mismo, arrastraba una fama peyorativa. Estaba considerado como un colegio de menor categoría. Ya por el hecho de su ubicación estaba marcado. Que estuviera en El Coto, lejos del centro urbano, ayudaba a que se pensara así. Y con esto se daba a entender que por el hecho de ser de familias más humildes, tenían forzosamente que ser peores alumnos, cuando es una cosa sin fundamento, un razonamiento que es totalmente falso”.
“Mi experiencia me dice que los mejores alumnos que he tenido no procedían de familias con poder adquisitivo, sino todo lo contrario, porque también la necesidad despierta lo más esencial, que es el poder de la supervivencia. Era un reto trabajar allí, un compromiso, porque, para mí, es vital defender la igualdad de oportunidades. Fue una experiencia que ha marcado mi trayectoria como maestro de una manera crucial”.
Ferreira, que tiene una voluntad de hierro –como ya nos avisa su apellido de manera rotunda–, se forjó en las adversidades de este destino profesional. Tenía en mente una cartografía con los domicilios de los alumnos: calle Juan Colín, Pozo Dulce, San Sebastián, tramo bajo de Enfermería, Barreruela, Cruz, Marqués de la Vega de Armijo, Santa María, Juego de Pelotas, Melgar, Molinos Baja, calle Granada... En definitiva, el contorno del Paseo de Abajo. Y también, cada mañana, tenía que bregar (él y toda la comunidad escolar) con las incomodidades de unas aulas que parecían prefabricadas. Y que, no obstante, abría su recibidor cada día, sin fecha de caducidad.
“Es cierto que se edificaron aprisa y corriendo para remediar la escasez de plazas escolares, como un albergue provisional, pero como sucede con todo lo que se hace con este planteamiento, al final se posterga de forma indefinida. Llegó un momento en que los plazos se alargaron de tal forma que se hizo casi imposible trabajar en aquellas condiciones”.
“Hay que tener en cuenta que estas microeescuelas tenían el techo a una altura que, prácticamente, se podía alcanzar con las manos. El aislamiento era ineficaz, era una fibra que no protegía y que cuando había alguna rotura, algún desprendimiento, producía un picor espantoso. El calor era insoportable. El frío, ya podéis imaginar, pues no había calefacción”.
“Recuerdo que, en los mejores años, tuvimos como paliativo en el invierno una estufa de butano que, al que le cogía más cerca, lo asfixiaba, pero a quienes estaban más distantes, no había forma de que se calentaran. Para la iluminación había unos ventanales laterales que tenían unas cristaleras sin más protección: era un vidrio sin ningún elemento más que lo reforzara y que impidiese el paso del aire. Cuando soplaba el viento, aparte del sonido de la vibración, el frío que entraba resultaba terrible”.
Época de cambios
Con el comienzo de la Transición, los viejos símbolos franquistas fueron desapareciendo de las paredes. Pero no fue fácil. Hubo bastante resistencia de algunas autoridades que no se resignaban a aceptar las nuevas normas de convivencia democrática.
El autoritarismo de la dictadura iba quedando atrás, aunque su huella tardó en borrarse. Una canción del grupo madrileño Asfalto recrea bien aquellos grises días de escuela, en los que el alumnado, “sentado frente a una cruz y a ciertos retratos”, aprendía las asignaturas entre bostezo y bostezo, al son de gloriosos himnos pesados.
Un día, el del cuadro al que alude esta composición musical del llamado rock urbano, que es una perfecta descripción de lo vivido por toda una generación de chavales, pasó cerca de allí. Es su crónica en directo de la dictadura. La de una jornada que cambió el resto de la vida de Herminio Trigo.
“Curiosamente, estando esa primavera en Montilla dando clase, coincidió con una visita de Francisco Franco que venía a Córdoba y pasaba por Montilla. Le hicieron desviarse por el pueblo, pasó por la Corredera y por el Ayuntamiento. Por supuesto, suspendieron las clases y fuimos a verlo al centro del pueblo. Ya teníamos una idea aproximada de lo que significaba el franquismo y, al verlo a él, veíamos la represión, veíamos la dictadura”.
“La estábamos viviendo y no éramos conscientes de ello, porque no sabíamos que fuera existía otro mundo de libertades. Supuso una experiencia muy curiosa, fuimos a ver a Franco y el coche apenas se detuvo y pasó a dos metros de nosotros en la parte más estrecha de la calle, con la escolta que llevaba y toda su parafernalia. Y, en ese momento, yo tuve una sensación muy extraña, muy rara. Por primera vez en mi vida, yo sentía lo que significaba ese personaje, y tenerlo tan cerca de mí, me provocó una reacción extraña. No era de odio, pero sí de rechazo a esa situación y a aquella persona”.
En tan reducido espacio de tiempo, apenas le dio tiempo a conocer más a fondo el paisaje y a los vecinos, pero Montilla dejó una profunda huella en el joven maestro Herminio Trigo. Tenía pocas horas libres, porque había clase de mañana y tarde, lo que limitaba bastante su vida extraescolar. Estaba en el pueblo de lunes a viernes y, los fines de semana, volvía en tren a Córdoba.
“Paraba en la casa de la sobrina del arcipreste que murió, ella vivía en el barrio de las Casas Nuevas, entrando al pueblo a mano derecha. Julio Anguita y los demás se quedaban en una pensión existente en la plaza donde está la Tercia”.
Lo de las fondas y casas particulares como domicilio era una práctica habitual para estos maestros nada sedentarios, cuyo rastro fugaz ahora nos ayuda a recomponer Manolo Ruiz Hidalgo, que compartió trabajo y tertulia con este grupo: “En una casa privada de la parte del matadero viejo se quedaba Julio Anguita, y otros compañeros estaban en posadas o donde buenamente podían”.
“Para reunirnos, uno de los bares favoritos era el de Juanito Márquez, que también era conocido por Casa la Viuda, en plena calle Corredera, siempre bastante concurrido y animado. No es que pasáramos por allí de modo asiduo, pero citarnos en este punto estratégico entraba en nuestras costumbres en el tiempo libre”.
De Ruiz Hidalgo te puedes fiar. Es un cronista meticuloso que, por principio, suele apuntalar sus recuerdos y anotaciones con el dato exacto. En este sentido, su narración nos sirve para reconstruir la estancia de Anguita en Montilla. El llamado Califa Rojo no se lo tomó como una plaza de paso, sino que se introdujo en la vida cotidiana y cultural del pueblo.
“Había una compañía teatral de aficionados constituida en los años cincuenta a la que pertenecían Agustín Gómez, Pepe López Vela, Isabelita Márquez Feixas y algunas muchachas y muchachos más. Yo también participé en este grupo haciendo de apuntador en las piezas teatrales que se representaban. Hubo un cierto parón a causa del servicio militar pero, a la vuelta del cuartel, Agustín Gómez consiguió darle una relativa continuidad, la reactivó”.
“Agustín, que con el tiempo se convirtió en un escritor de referencia en el cante jondo, tenía diversas habilidades artísticas. Contaba con una voz entre barítono y tenor, con un tono que era propicio para la ópera y la zarzuela, y de hecho, participó en más de un concurso, donde los temas eran líricos, no eran flamencos, pero es que, además, el flamenco lo tenía en su casa en la figura de su padre, El Lucero”.
“Fue entonces, en esta renovada etapa, cuando se integraron una serie de maestros, entre ellos Julio Anguita. Julio tenía una impronta de actor nato, parecía que había nacido para esto. Lo veía encima de las tablas y decías: está actuando de una manera natural, y por si esto fuera poco, lograba gran éxito, en particular con el público femenino”.
Escuela, teatro y casino
Estas innatas condiciones de Anguita para la escena también le ayudaron a entrar como colaborador en la primitiva emisora de Radio Popular, que funcionaba en la sede de los jesuitas en Montilla, según recuerda Trigo, con quien, pasados los años, habría de compartir tareas de gobierno en el Consistorio de la capital cordobesa.
“Sabía lo que se estaba haciendo en Radio Popular, la emisora local de la Cope en la que llegó a colaborar Julio y Agustín. También entonces conocí al periodista Paco Solano, que estaba empezando en aquella emisora, aunque no tuve mucha relación con él”.
“No disponía de receptor de radio para escuchar lo que hacían, pero sí me hablaron del grupo de teatro. Julio Anguita era un entusiasta del teatro. Formó parte del elenco en la representación de la obra 'Llama un inspector', una comedia dramática en tres actos que se hizo en el Teatro Garnelo”.
Otro hecho llamativo hace aún más evidente la rápida aclimatación de Anguita: su alta como socio en el Casino Montillano. Mi amigo Miguel de la Torre Luque-Romero, conspicuo integrante de esta sociedad, me facilita el dato oportuno. Miguel tiene un doctorado en esto de la hostelería después de haber pasado casi toda su vida entre restaurantes, bares y tabernas con una profesionalidad acreditada, junto a su mujer, Antoñi Tejada.
Ahora liberado de las ataduras del negocio y del trato con los clientes, siempre complejo, es lo que se dice de misa diaria en la repostería o ambigú del Casino. Entro con él y, al instante, me pone en contacto con Manolo García Gómez, que ha documentado este curioso caso. No hay detalle que se le escape a este tenaz cronista. Él, que ha estudiado a fondo una galería de personajes relevantes, también ha seguido la pista del líder comunista, escrutando a fondo el archivo y los libros de registros del Casino.
Según sus averiguaciones, Anguita entró a formar parte de esta asociación el 25 de febrero de 1964: “En nuestras actas —me explica— aparece dado de alta en esta fecha, pero con el nombre de Julián Anguita González y, curiosamente, a su lado aparece el registro de otro socio que fue representante de Falange Española”.
Bajo el epígrafe Un jefe político entre nuestros socios, capítulo 26 del libro El Casino Montillano. Apuntes para su historia, García Gómez abunda en la relación de Anguita con esta centenaria casa, especificando en su escrito que algunos aún lo recuerdan como socio de este casino.
A Manolo Ruiz Hidalgo, que lo trató y compartió charlas y cafés con él, no le resulta extraña la entrada de Anguita en el Casino Montillano: “Es que era normal que algunos maestros estuviesen afiliados, porque era gente inquieta que, así, podían canalizar sus conocimientos en conferencias y otras actividades culturales. Utilizaban el Casino como lugar donde explayarse, organizando charlas y debates. Y como eso era una cosa que le gustaba a él, es muy probable que figurase como socio”.
Enseñar al que no sabe
En cambio, la presencia de Herminio Trigo pasó más inadvertida, aparte de que fue considerablemente más transitoria. “Mis contactos con la sociedad local se redujeron a los compañeros de profesión, como Agustín Gómez, que entró en nuestra charpa, igual que Manuel de César, maestro y poeta. Eran los dos con los que más traté, además de con Julio y con Rafael Balsera, que nos adentró en un mundo nuevo. No tuve ocasión de conectar con más personas de la sociedad de Montilla”.
El oficio de maestro es itinerante por naturaleza, como sucede con otros funcionarios y empleados de la Administración. Encadenan un destino con otro hasta que se afianzan en el lugar deseado. Trigo, después de Montilla, fue a parar a la escuela rural de El Alcaide, cerca de Córdoba. Y, a modo de renovación en una especie de ciclo constante, a las microescuelas fueron afluyendo otros compañeros.
Su cuadro docente no estaría completo sin Valeriano Rosales Rabadán, que era vecino de Pepe Ferreira en los Pisos de los Maestros. Este maestro recientemente fallecido, fue el que lo acompañó el primer día. “Después conocí a Luis Muñoz Santiago, que era el director del Beato Juan de Ávila; Pepe Calderón; Antoñita Aguilar; Aurora y Manoli Velasco; Mari Carmen González Reina; Ginés Rodríguez Palma; Rafael López; Paco Enríquez; Loli de la Cruz; Pepito Jurado; Pablo Casado; Anita del Arco-Calderón o Ignacio Enríquez”.
“A Isabel Canalejo, que era hermana de aquel famoso alcalde de Belmez, Rafael Canalejo Cantero, que ganó en el popular concurso televisivo 'Un millón para el mejor', la tuve de vecina también en las viviendas de los maestros. Tampoco puedo dejar atrás, entre otros, a Ramón Sainz Pardo, con el que compartí muchos años y que fue el primer director de la Coral Montillana de los Antiguos Alumnos Salesianos”.
“Yo venía de Burgos, donde había tenido una unitaria en la que tenía alumnos de todos los cursos en una sola clase con 58 niños, porque era la única escuela en el pueblo. Noté la diferencia al llegar a Montilla: era mucho más llevadero al ser menor el cupo de matriculados por aula”.
Precariedad, salarios bajos e insuficientes, inflación… Todo empujaba a que los maestros buscasen una doble ocupación. Ferreira simultaneó tareas. Impartió formación en las microescuelas y también Educación Física en el Instituto Inca Garcilaso y en la Laboral, la Escuela de Formación Profesional.
“En efecto, era una forma de contrarrestar la escasa remuneración económica que recibíamos. Poseía los dos títulos, el de profesorado de Educación Física y el de la carrera de Magisterio, ambas en Madrid. Por concurso oposición, gané la plaza de maestro y por concurso de méritos, la de profesor de Gimnasia. El poder compaginarlo me venía muy bien: era un buen complemento salarial y, además, se podían compatibilizar horarios, sin que se solapasen ambas actividades. Adaptaba las clases sin problemas, mañana, tarde y noche”.
Despedida amarga
El último curso de las microescuelas fue el de 1979-1980. Dejó un regusto agrio en el claustro de profesores, porque era algo muy evidente y también doloroso constatar la decadencia de este grupo escolar. No se daban los mínimos exigibles para mantenerlas activas. La falta de mantenimiento y ciertos actos vandálicos precipitaron su final.
“Al volver del verano, las gamberradas dejaron maltrecho el recinto. Era imposible abrir en tan mal estado, por lo que hubo una reunión y se decidió no entrar a clase hasta que la situación se normalizase, o bien se agilizara el traslado a un nuevo edificio, que es lo que finalmente ocurrió. Pero no fue sencillo”.
“Como medida de presión, estuvimos unos días encerrados en la Biblioteca Municipal, y aquello hizo que reaccionaran el Ayuntamiento y la Delegación de Educación. Se pusieron las pilas, se preparó y limpió el nuevo colegio, cuyas obras ya estaban terminadas, con su toma de luz y servicios necesarios para poder empezar el curso escolar sin incidencias, aunque, eso sí, con un poquito de retraso sobre las fechas habituales en el calendario educativo”.
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