Durante algunos veranos en la década de los noventa, El Coto, ese filo en uno de los extremos del Paseo de Abajo, fue un cine al aire libre. Lo abrió Juan Muñoz, que hacía de portero, taquillero y hasta de proyeccionista, si era preciso. Juan moría por el cine. Llevaba y traía las bobinas de celuloide como el material más preciado de un pueblo a otro, como un ángel ambulante del cinematógrafo.
A diario iluminaba la noche con un fabuloso cargamento de ficciones y de personajes imaginarios de proverbial belleza. Era un exalcalde de Cabra que sacrificó su vida por servir a su gran pasión, el inextinguible fulgor de las estrellas de la pantalla. Juan, que también da nombre al auditorio de su pueblo, montó aquel efímero tinglado del Séptimo Arte en la parcela donde años atrás estuvieron las microescuelas.
De ahí, de ese mundo de carencias en el que la pedagogía alzaba un prodigioso vuelo contra la ignorancia, hubiera salido una buena película entre el neorrealismo italiano y el cine de los planes de desarrollo en España. Y Juan, seguro, la habría seleccionado para su estival fábrica de los sueños.
Hay, además, una curiosa conexión extra: Rafael de la Hoz Arderius, que también diseñó alguna sala de cine como el ahora desvencijado Almirante del Parque Figueroa en Córdoba, hizo el proyecto de las microescuelas. Y a su estrecho colaborador, el arquitecto Gerardo Olivares, se debe el proyecto del anfiteatro de Cabra, que evoca el clasicismo de Grecia y de Roma como hemiciclo cultural a cielo abierto.
Estaban en una especie de llanete al borde del terraplén por el que, en esta ladera, Montilla se precipita hasta los dominios de Santa María. Cinco barracones (había uno más junto al antiguo matadero), constituían este precario grupo escolar, separado con una verja del Paseo de Cervantes, que es la denominación oficial de este espacio de recreo. A su vera, estaba la desaparecida sede ferial del Casino Artesano y un poco más atrás el amplio recinto de las Bodegas Márquez Panadero, también borradas del mapa. Es lo que se encontró Herminio Trigo su primer día de clase.
“Yo llego a Montilla al principio de 1963, era mi primer destino como maestro y era, para mí, una plaza temporal, porque una vez aprobadas las oposiciones lo primero que te daban era un puesto provisional. Y, para estar juntos, un par de amigos que nos conocíamos bien y habíamos estudiado a la vez, elegimos Montilla, con lo cual, para ambos, era una experiencia totalmente nueva”.
Como novato enseñante buscó apoyo y compañía en el claustro de un peculiar centro escolar dividido entre la sección de niños y niñas, cada cual con su correspondiente dirección: Felipe Luque Polonio y Nieves López Soriano, respectivamente. Manuel Ruiz Hidalgo, entonces un docente principiante como muchos de sus colegas, coincidió con Herminio y recuerda bien el tono de aquellos días: “Estuvo muy poco tiempo. La primera impresión es que era un poco distante; como buen cordobés, un poquito distante y seco, con lo que el contacto, al menos conmigo, fue de mínimos”.
Eran años duros, nos dice Manolo Ruiz, memoria viva del flamenco y de la Peña El Lucero. Una época de necesidades con bajas retribuciones para los maestros, lo que los obligaba a estar en el colegio y en alguna oficina a la vez. Le ocurrió al propio Felipe Luque que “como la cosa estaba regular alternó su trabajo en clase dando horas, aparte, en otra dedicación, a pesar de tener sus oposiciones y una responsabilidad mayor como directivo”. Pervivía en estas estrecheces salariales aquello, a modo de funesta sombra, de pasar más hambre que un maestro.
Algo de misión pedagógica tenían aquellos módulos de mampostería allí en medio de la soledad de un arrabal. Y en ellos, tan precarios, como portadores del mensaje de valor de una correcta formación humanística, cada día se juntaban maestros y discípulos para escuchar atentamente el mensaje redentor de la educación.
“Compartimos una cuadrilla que estaba formada por Julio Anguita y José Ruiz Llamas, además de los compañeros con los que hicimos amistad allí en Montilla. Era una peña de colegas de oficio para hacer tertulia y comentar cuestiones del día a día en el trabajo. Y aunque lo intentamos, no pudimos coincidir todos en el mismo centro, para estar unidos en el mismo colegio”.
“A Julio Anguita le dieron el Colegio Gran Capitán, que estaba en el centro del pueblo, en la zona de La Silera, mientras que a mí me destinaron al Colegio Beato Juan de Ávila, que era un conjunto de las llamadas microescuelas provisionales que estaban por el paseo de la feria, en lo que le decían El Coto”.
“Y este era un colegio levantado con el propósito fundamental y urgente de resolver el problema de escolarización, la necesidad acuciante de plazas escolares. Todo el tiempo que estuve en Montilla, en realidad solo unos meses, permanecí allí, en estas escuelas”.
Venían a ser unos doce maestros que, amén de relacionarse entre ellos, mantenían contacto con los de otros colegios públicos, en particular con los que ejercían en el Gran Capitán, al frente del cual estaba Rafael Balsera, una figura decisiva por el calado que tuvo en la personalidad de Trigo y Anguita. Era una influencia que saltaba a la vista. Para Manolo Ruiz Hidalgo no hay mejor forma de expresarlo: “Los volvió a los dos como un calcetín”, nos dice.
“Formamos un grupo de maestros con un coordinador que era el director del Gran Capitán, Rafael Balsera del Pino”, relata Herminio Trigo, que subraya las enormes cualidades intelectuales de Balsera, sus dotes como pensador cuyas reflexiones parecían concitar a su alrededor el valor de un credo, la arrolladora fuerza de un predicador.
“Era un hombre con una cultura muy amplia, una persona que tenía una capacidad de comunicación extraordinaria, muy inteligente y cuando terminábamos las clases, nos reuníamos con él. Recuerdo que como era el comienzo de la primavera, íbamos con él a dar un paseo por los alrededores del pueblo. Y durante aquellos paseos debatíamos sobre toda clase de cuestiones”.
“Él nos abrió una ventana para hacernos pensar que era posible otro tipo de sociedad, diferente a la que vivíamos”. “Estábamos en pleno franquismo, nuestra formación procedía de este régimen con mucha presencia de la religión. Y él nos puso ante otro mundo, el mundo de la reflexión, de la libertad y el mundo de la democracia; en definitiva, nos hizo pensar, debatir y avanzar en una idea que desconocíamos por completo y que nos ilusionó muchísimo. Es decir, Rafael Balsera del Pino nos hizo demócratas”.
Las fotografías de entonces muestran el aspecto modesto y precario de aquellas pequeñas unidades de escolarización. Estaban hechas con escasos elementos, eran diáfanas, rectangulares, ligeramente alargadas con paredes desnudas de ladrillo visto. Las ideó Rafael de la Hoz con cargo a la Diputación en unos años en que el montillano Rafael Cabello de Alba estaba al frente de esta institución provincial.
Este político, abogado y empresario que escaló en el régimen de la dictadura hasta llegar a ser ministro de Hacienda y vicepresidente segundo del Gobierno, estaba orgulloso de aquellas aulas con las que se combatió el analfabetismo en toda la provincia.
Solía hablar de ellas como uno de los grandes logros prácticos de su mandato en la Diputación. Decía que, de esta manera, aunque fuera con medios provisionales, se logró la escolarización de un gran número de alumnos. Gerardo Olivares James vivió de cerca la génesis de estas peculiares construcciones escolares.
“Cuando en 1959 yo empecé a colaborar con Rafael de la Hoz, él estaba haciendo el proyecto de las microescuelas. A mí me interesó mucho porque el Estado español, en concreto el Ministerio de Educación, aportaba una subvención para hacer escuelas rurales en los pueblos, donde había un déficit muy importante de plazas escolares; en la ciudad también, pero sobre todo en los pueblos”.
“La subvención que daban no era muy alta, y el resto del dinero, lo que completaba el presupuesto, se suponía que corría de cuenta del ayuntamiento correspondiente, que tenía que aportar el terreno. La Diputación completaba el montante necesario para este plan. El Ayuntamiento buscaba un suelo, lo donaba y la Diputación hacía la gestión oportuna con el Gobierno central para construir unas microescuelas”.
Es decir, un aulario low cost, de considerable bajo coste, casi minimalista, hecho con lo básico. El concepto anglosajón para describir lo barato ya estaba aquí en una sociedad recién salida de la autarquía en la que de un día para otro podía fallar, y de hecho fallaba, el abastecimiento de materiales de construcción.
Para Gerardo Olivares James eran el perfecto ejemplo de la economía de medios: “Eran pequeñas unidades en cada pueblo, con módulos separados, unos para chicos y otros para chicas, con un pequeño aseo independiente por sexos. Yo le dije a Rafael Cabello de Alba, que era entonces el presidente de la Diputación, que este era un modelo eficaz y barato”.
“Se utilizaron techos de uralita, que era un material de reciente invención en aquella época. Con este sistema tan ahorrativo se podían construir un montón de microescuelas, porque el gasto para la Diputación no era muy grande. El mérito de Rafael de la Hoz es que inventó un sistema con el que se fabricaba las cubiertas a partir del mismo material de las viguetas de hormigón en un contexto histórico de pobreza o escaso desarrollo en España, con difícil acceso a los materiales de obra”.
Naturalmente, en esta finalidad de propagar la enseñanza, un factor esencial fue el ingenio del arquitecto que era capaz de hacer sólido lo improbable, pero a la vez resultaba crucial unas determinantes cualidades de persuasión. Estamos hablando de esa rara virtud para sacar de donde aparentemente no hay nada.
“Era un desastre, no había suficiente cemento ni tampoco una cantidad garantizada de ladrillos”, resume Gerardo Olivares. “Lo que hizo Rafael fue hablar con cada uno de los fabricantes para hacerle ver que con mínimos componentes, se podía hacer un buen número de escuelas. Los puso a todos de acuerdo y, efectivamente, hizo un proyecto que se adaptaba perfectamente a las circunstancias económicas y también a lo que pedía el ministerio”.
“¿Qué es lo que pasó? Pues que a partir de entonces, en vista del éxito, se empezaron a hacer bastantes escuelas en toda la provincia de Córdoba. Se hicieron microescuelas en todos los pueblos y aparejadas a ellas, también se construyeron viviendas para los maestros, porque se suponía que igualmente había que ayudar a los profesores. Pues todo ello se hizo con mínimos elementos, yendo siempre a lo práctico”.
“El Gobierno no se creía que todo aquello se podía hacer, pero Rafael demostró que sí, que se podía hacer, a pesar del poco dinero existente. Llevaban medidas de aislamiento térmico, de seguridad por supuesto, de iluminación, baños independientes, todo en aulas para un máximo de 40 alumnos. Yo no intervine en el proyecto, porque ya estaba en marcha cuando llegué al estudio, pero sí que lo hice posteriormente en la dirección y seguimiento de la obra”.
Planea sobre nuestra conversación la impronta humilde de aquellas microescuelas que estaban hechas con prácticamente nada y cuyo planteamiento trascendió al exterior como una experiencia pedagógica que se quiso imitar en países iberoamericanos. Afloran los recuerdos del día a día con los alumnos entre paredes sobrias, una pizarra y poco más, con cubierta de uralita y un par de filas de pupitres por todo mobiliario.
“Estas microescuelas tuvieron un amplio eco, y se habló de exportarlas a México. Rafael me comentó que los mexicanos estaban muy interesados en aplicar esta misma fórmula constructiva en las áreas rurales de aquel país. Hubo contactos con la Diputación de Córdoba para ver si se podía canalizar esta idea y adaptarla a la realidad compleja de México. Hubo conversaciones avanzadas, aunque Rafael de la Hoz no llegó a ir a aquel país centroamericano”.
“La construcción era muy elemental, con materiales fáciles de conseguir. El éxito de las microescuelas es que apenas había tecnología en ellas, eran de una extrema sencillez. Además, era una época con mano de obra fácil y abundante con lo cual se podía sacar adelante cualquier proyecto”.
“Lo que hizo la Diputación era garantizar la seguridad de la construcción con el concurso de empresas participantes en esta iniciativa a un precio lo más económico posible, muy bajo esencialmente en materiales, carpintería, cristalería con la máxima simpleza. Córdoba, de esta manera, se convirtió en la provincia andaluza con un mayor número de este tipo de unidades escolares”.
Mis primeras letras, las titubeantes iniciales palabras escritas en cartillas de parvulitos están alojadas entre cuatro paredes del Canillo, una de aquellas microescuelas, bajo la atenta mirada de Agustín Gómez. Es un pequeño universo escolar que tampoco es ajeno a mi hermano Miguel, escolarizado en una similar que se dispuso en el Paseo de los Monos o de Las Mercedes, cerca de la jaula de los jabalíes y de los ciervos.
Estuvo matriculado allí dos cursos completos al cuidado de Julio Trenas Cabezas, maestro, poeta, pregonero y omnipresente animador en todo tipo de actos sociales y artísticos. El tiempo acabó derribándolas, pero permanecen incólumes en la memoria de la gente que no olvida algo tan rudimentario y, sin embargo, tan perdurable.
“La distribución era elemental”, reconoce Gerardo Olivares. “Tenían un pequeño vestíbulo de entrada, unos percheros para poder dejar las prendas de abrigo, con una inflexible separación por sexos, porque ya sabes que en esa época el alumnado no se podía mezclar: era pecado”.
“Las que más éxito tuvieron fueron las aulas más reducidas que se destinaban a la primera infancia, a los niños más pequeños. Fue una solución muy útil para contrarrestar el analfabetismo, sobre todo cuando se hicieron también las viviendas de los maestros. En espacios rurales había que comprobar que se disponían de unas mínimas comunicaciones con el casco urbano, porque a menudo se hacían en terrenos agrícolas o incluso, como sucede en Montilla, aprovechando los parques y paseos, gracias a la colaboración de los ayuntamientos, que se habían comprometido a llevar el agua y el alcantarillado”.
Concurrieron una serie de circunstancias que lo hicieron posible. Pero aquí no hay magia que valga para salir del apuro, sino una conjunción de rigor y de creatividad, a lo que había que añadir unas cuantas exigencias básicas, según nos cuenta Gerardo Olivares.
“Todo tenía que estar muy atado y garantizado por cada municipio. Yo me acuerdo de ir a visitar los pueblos para ver los terrenos y comprobar si reunían las condiciones para edificar, es decir, si se disponía de verdad de servicios de agua, saneamiento y electricidad. Una vez hechas estas supervisiones, se daba el visto bueno de conformidad con el ayuntamiento para que la obra comenzase”.
“Claro, los alcaldes estaban encantados porque había una increíble carencia de escuelas, ya que estamos hablando de principios de los años sesenta, cuando se estaba produciendo un extraordinario bum demográfico. Fue un tanto que se apuntó la Diputación de Córdoba, pero evidentemente todo el mérito era del ingenio de Rafael de la Hoz”.
“Era llamativo que con tan escasa partida presupuestaria se pudieran hacer tantas escuelas. Y además había un importante ahorro económico al no tener que abonarse retribuciones extras al arquitecto, ya que Rafael de la Hoz era el arquitecto titular de la Diputación: se supone que este trabajo iba en su sueldo de funcionario.
Para este organismo fue una operación magnífica que contó con la capacidad de Rafael. Salió en los periódicos destacándose un hecho: que con el dinero de la subvención, que estaba muy medido, se pudieran hacer escuelas con tremenda agilidad en tiempo record”.
En cierta ocasión cuando tuve oportunidad de entrevistarlo y de dialogar con él en Málaga, Rafael de la Hoz me habló de la tendencia al sobrediseño en los jóvenes arquitectos. Para él, la Cámara de Comercio de Córdoba, una de sus primeras obras, caía en esta práctica de excesos. Y sin embargo, casi al mismo tiempo, la cara contraria, es decir, la de la pura austeridad la encontramos en estas microescuelas.
“Las escuelas se entregaban con toda el equipamiento completo”, recuerda Olivares. “Se incluía el mobiliario que él mismo Rafael se encargaba de idear, consultando a carpinteros, herreros y otros profesionales para conseguir los mejores precios. Iba todo incluido. En realidad, se componía de contados elementos: una tarima con mesa para el maestro, y luego, aparte, unos asientos que iban enganchados unos con otros para los escolares. Era todo muy fácil, contaba con una entrada al aula, un pequeño vestíbulo, iluminación bilateral y ventanales. El vestíbulo no tenía más de tres o cuatro metros y, a la derecha, tenía una puerta de entrada y salida”.
En la memoria de Herminio Trigo se amontonan los recuerdos, algunos ajados y desvaídos, de aquellas jornadas en las que se estrenaba como maestro, mientras descubría en el trato diario con sus pupilos una penosa realidad social, la de muchas familias que luchaban por salir adelante en medio de la pobreza.
“Para mí era una situación totalmente nueva. Yo esperaba un colegio normal como era el Gran Capitán y, sin embargo, me encontré con otra cosa, con una construcción alargada y con escasez de medios, aunque lo importante es que cumplía perfectamente su función, que era la de escolarizar a la población infantil. Eso era lo básico en aquel tiempo: crear plazas escolares antes que dedicar el dinero a montar centros magníficos”.
“El problema fue que durante mucho tiempo lo que se había concebido como provisional pareció convertirse en definitivo. Es decir, existía esa creencia de que como ya hay escuelas, ya no se construyen más. Pero, en principio, la solución era buena. Las condiciones que se daban para educar allí eran muy justitas. Eran aulas con mucho calor en verano y demasiado frío en invierno, bastante frío. No estaban acondicionadas porque eran construcciones pensadas para lo provisional, para ser reemplazadas, para no ser definitivas”.
“El alumnado que había era de la zona aquella, barrios de gente pobre o con pocos medios económicos. Llegué con mucha ilusión al ser mi primera experiencia como maestro. Era el momento de aplicar los conocimientos que habíamos adquirido en los estudios, en la carrera de magisterio. Pero allí tropezamos con una realidad dura, de muchas carencias”.
“Fuimos, nosotros también, aprendiendo como siempre se aprende en todos los oficios, a base de tropiezos y errores que poco a poco fuimos corrigiendo. Además, allí no conté yo con la ayuda de los padres. Estaba volcado en una idea equivocada, esa de que el maestro era el principal responsable de la educación de sus alumnos”.
“Cuando pasa el tiempo descubres que eso no es así, que la tarea de educar no es únicamente del maestro, sino también de la familia, para que entre todos instruyamos a los críos, compartiendo nuestro método, nuestra estrategia educativa con los padres. Era necesaria una mayor colaboración, pero esto lo descubrí más tarde. Me limitaba a educar y enseñar con la mejor técnica posible”.
“Recuerdo todo aquello con mucho cariño, a los compañeros y al director, que era un maestro formado en los Salesianos, un hombre muy serio, muy profesional y riguroso en su trabajo y en la dirección. Era formal, serio y cumplidor. Era muy exigente para que también nosotros cumpliéramos nuestras obligaciones”.
“Es una dedicación y esfuerzo necesarios en nuestra labor, para que fuéramos eficaces en nuestro trabajo, cosa que luego repercutía en los alumnos. Entre los compañeros había uno que no era maestro, sino alférez provisional; lo habían colocado después de la guerra. No parecía la persona más adecuada para enseñar”.
A diario iluminaba la noche con un fabuloso cargamento de ficciones y de personajes imaginarios de proverbial belleza. Era un exalcalde de Cabra que sacrificó su vida por servir a su gran pasión, el inextinguible fulgor de las estrellas de la pantalla. Juan, que también da nombre al auditorio de su pueblo, montó aquel efímero tinglado del Séptimo Arte en la parcela donde años atrás estuvieron las microescuelas.
De ahí, de ese mundo de carencias en el que la pedagogía alzaba un prodigioso vuelo contra la ignorancia, hubiera salido una buena película entre el neorrealismo italiano y el cine de los planes de desarrollo en España. Y Juan, seguro, la habría seleccionado para su estival fábrica de los sueños.
Hay, además, una curiosa conexión extra: Rafael de la Hoz Arderius, que también diseñó alguna sala de cine como el ahora desvencijado Almirante del Parque Figueroa en Córdoba, hizo el proyecto de las microescuelas. Y a su estrecho colaborador, el arquitecto Gerardo Olivares, se debe el proyecto del anfiteatro de Cabra, que evoca el clasicismo de Grecia y de Roma como hemiciclo cultural a cielo abierto.
Estaban en una especie de llanete al borde del terraplén por el que, en esta ladera, Montilla se precipita hasta los dominios de Santa María. Cinco barracones (había uno más junto al antiguo matadero), constituían este precario grupo escolar, separado con una verja del Paseo de Cervantes, que es la denominación oficial de este espacio de recreo. A su vera, estaba la desaparecida sede ferial del Casino Artesano y un poco más atrás el amplio recinto de las Bodegas Márquez Panadero, también borradas del mapa. Es lo que se encontró Herminio Trigo su primer día de clase.
“Yo llego a Montilla al principio de 1963, era mi primer destino como maestro y era, para mí, una plaza temporal, porque una vez aprobadas las oposiciones lo primero que te daban era un puesto provisional. Y, para estar juntos, un par de amigos que nos conocíamos bien y habíamos estudiado a la vez, elegimos Montilla, con lo cual, para ambos, era una experiencia totalmente nueva”.
Como novato enseñante buscó apoyo y compañía en el claustro de un peculiar centro escolar dividido entre la sección de niños y niñas, cada cual con su correspondiente dirección: Felipe Luque Polonio y Nieves López Soriano, respectivamente. Manuel Ruiz Hidalgo, entonces un docente principiante como muchos de sus colegas, coincidió con Herminio y recuerda bien el tono de aquellos días: “Estuvo muy poco tiempo. La primera impresión es que era un poco distante; como buen cordobés, un poquito distante y seco, con lo que el contacto, al menos conmigo, fue de mínimos”.
Eran años duros, nos dice Manolo Ruiz, memoria viva del flamenco y de la Peña El Lucero. Una época de necesidades con bajas retribuciones para los maestros, lo que los obligaba a estar en el colegio y en alguna oficina a la vez. Le ocurrió al propio Felipe Luque que “como la cosa estaba regular alternó su trabajo en clase dando horas, aparte, en otra dedicación, a pesar de tener sus oposiciones y una responsabilidad mayor como directivo”. Pervivía en estas estrecheces salariales aquello, a modo de funesta sombra, de pasar más hambre que un maestro.
Algo de misión pedagógica tenían aquellos módulos de mampostería allí en medio de la soledad de un arrabal. Y en ellos, tan precarios, como portadores del mensaje de valor de una correcta formación humanística, cada día se juntaban maestros y discípulos para escuchar atentamente el mensaje redentor de la educación.
“Compartimos una cuadrilla que estaba formada por Julio Anguita y José Ruiz Llamas, además de los compañeros con los que hicimos amistad allí en Montilla. Era una peña de colegas de oficio para hacer tertulia y comentar cuestiones del día a día en el trabajo. Y aunque lo intentamos, no pudimos coincidir todos en el mismo centro, para estar unidos en el mismo colegio”.
“A Julio Anguita le dieron el Colegio Gran Capitán, que estaba en el centro del pueblo, en la zona de La Silera, mientras que a mí me destinaron al Colegio Beato Juan de Ávila, que era un conjunto de las llamadas microescuelas provisionales que estaban por el paseo de la feria, en lo que le decían El Coto”.
“Y este era un colegio levantado con el propósito fundamental y urgente de resolver el problema de escolarización, la necesidad acuciante de plazas escolares. Todo el tiempo que estuve en Montilla, en realidad solo unos meses, permanecí allí, en estas escuelas”.
Maestros y discípulos
Venían a ser unos doce maestros que, amén de relacionarse entre ellos, mantenían contacto con los de otros colegios públicos, en particular con los que ejercían en el Gran Capitán, al frente del cual estaba Rafael Balsera, una figura decisiva por el calado que tuvo en la personalidad de Trigo y Anguita. Era una influencia que saltaba a la vista. Para Manolo Ruiz Hidalgo no hay mejor forma de expresarlo: “Los volvió a los dos como un calcetín”, nos dice.
“Formamos un grupo de maestros con un coordinador que era el director del Gran Capitán, Rafael Balsera del Pino”, relata Herminio Trigo, que subraya las enormes cualidades intelectuales de Balsera, sus dotes como pensador cuyas reflexiones parecían concitar a su alrededor el valor de un credo, la arrolladora fuerza de un predicador.
“Era un hombre con una cultura muy amplia, una persona que tenía una capacidad de comunicación extraordinaria, muy inteligente y cuando terminábamos las clases, nos reuníamos con él. Recuerdo que como era el comienzo de la primavera, íbamos con él a dar un paseo por los alrededores del pueblo. Y durante aquellos paseos debatíamos sobre toda clase de cuestiones”.
“Él nos abrió una ventana para hacernos pensar que era posible otro tipo de sociedad, diferente a la que vivíamos”. “Estábamos en pleno franquismo, nuestra formación procedía de este régimen con mucha presencia de la religión. Y él nos puso ante otro mundo, el mundo de la reflexión, de la libertad y el mundo de la democracia; en definitiva, nos hizo pensar, debatir y avanzar en una idea que desconocíamos por completo y que nos ilusionó muchísimo. Es decir, Rafael Balsera del Pino nos hizo demócratas”.
Las fotografías de entonces muestran el aspecto modesto y precario de aquellas pequeñas unidades de escolarización. Estaban hechas con escasos elementos, eran diáfanas, rectangulares, ligeramente alargadas con paredes desnudas de ladrillo visto. Las ideó Rafael de la Hoz con cargo a la Diputación en unos años en que el montillano Rafael Cabello de Alba estaba al frente de esta institución provincial.
Este político, abogado y empresario que escaló en el régimen de la dictadura hasta llegar a ser ministro de Hacienda y vicepresidente segundo del Gobierno, estaba orgulloso de aquellas aulas con las que se combatió el analfabetismo en toda la provincia.
Solía hablar de ellas como uno de los grandes logros prácticos de su mandato en la Diputación. Decía que, de esta manera, aunque fuera con medios provisionales, se logró la escolarización de un gran número de alumnos. Gerardo Olivares James vivió de cerca la génesis de estas peculiares construcciones escolares.
“Cuando en 1959 yo empecé a colaborar con Rafael de la Hoz, él estaba haciendo el proyecto de las microescuelas. A mí me interesó mucho porque el Estado español, en concreto el Ministerio de Educación, aportaba una subvención para hacer escuelas rurales en los pueblos, donde había un déficit muy importante de plazas escolares; en la ciudad también, pero sobre todo en los pueblos”.
“La subvención que daban no era muy alta, y el resto del dinero, lo que completaba el presupuesto, se suponía que corría de cuenta del ayuntamiento correspondiente, que tenía que aportar el terreno. La Diputación completaba el montante necesario para este plan. El Ayuntamiento buscaba un suelo, lo donaba y la Diputación hacía la gestión oportuna con el Gobierno central para construir unas microescuelas”.
Es decir, un aulario low cost, de considerable bajo coste, casi minimalista, hecho con lo básico. El concepto anglosajón para describir lo barato ya estaba aquí en una sociedad recién salida de la autarquía en la que de un día para otro podía fallar, y de hecho fallaba, el abastecimiento de materiales de construcción.
Para Gerardo Olivares James eran el perfecto ejemplo de la economía de medios: “Eran pequeñas unidades en cada pueblo, con módulos separados, unos para chicos y otros para chicas, con un pequeño aseo independiente por sexos. Yo le dije a Rafael Cabello de Alba, que era entonces el presidente de la Diputación, que este era un modelo eficaz y barato”.
“Se utilizaron techos de uralita, que era un material de reciente invención en aquella época. Con este sistema tan ahorrativo se podían construir un montón de microescuelas, porque el gasto para la Diputación no era muy grande. El mérito de Rafael de la Hoz es que inventó un sistema con el que se fabricaba las cubiertas a partir del mismo material de las viguetas de hormigón en un contexto histórico de pobreza o escaso desarrollo en España, con difícil acceso a los materiales de obra”.
Naturalmente, en esta finalidad de propagar la enseñanza, un factor esencial fue el ingenio del arquitecto que era capaz de hacer sólido lo improbable, pero a la vez resultaba crucial unas determinantes cualidades de persuasión. Estamos hablando de esa rara virtud para sacar de donde aparentemente no hay nada.
“Era un desastre, no había suficiente cemento ni tampoco una cantidad garantizada de ladrillos”, resume Gerardo Olivares. “Lo que hizo Rafael fue hablar con cada uno de los fabricantes para hacerle ver que con mínimos componentes, se podía hacer un buen número de escuelas. Los puso a todos de acuerdo y, efectivamente, hizo un proyecto que se adaptaba perfectamente a las circunstancias económicas y también a lo que pedía el ministerio”.
“¿Qué es lo que pasó? Pues que a partir de entonces, en vista del éxito, se empezaron a hacer bastantes escuelas en toda la provincia de Córdoba. Se hicieron microescuelas en todos los pueblos y aparejadas a ellas, también se construyeron viviendas para los maestros, porque se suponía que igualmente había que ayudar a los profesores. Pues todo ello se hizo con mínimos elementos, yendo siempre a lo práctico”.
“El Gobierno no se creía que todo aquello se podía hacer, pero Rafael demostró que sí, que se podía hacer, a pesar del poco dinero existente. Llevaban medidas de aislamiento térmico, de seguridad por supuesto, de iluminación, baños independientes, todo en aulas para un máximo de 40 alumnos. Yo no intervine en el proyecto, porque ya estaba en marcha cuando llegué al estudio, pero sí que lo hice posteriormente en la dirección y seguimiento de la obra”.
Pupitres para el futuro
Planea sobre nuestra conversación la impronta humilde de aquellas microescuelas que estaban hechas con prácticamente nada y cuyo planteamiento trascendió al exterior como una experiencia pedagógica que se quiso imitar en países iberoamericanos. Afloran los recuerdos del día a día con los alumnos entre paredes sobrias, una pizarra y poco más, con cubierta de uralita y un par de filas de pupitres por todo mobiliario.
“Estas microescuelas tuvieron un amplio eco, y se habló de exportarlas a México. Rafael me comentó que los mexicanos estaban muy interesados en aplicar esta misma fórmula constructiva en las áreas rurales de aquel país. Hubo contactos con la Diputación de Córdoba para ver si se podía canalizar esta idea y adaptarla a la realidad compleja de México. Hubo conversaciones avanzadas, aunque Rafael de la Hoz no llegó a ir a aquel país centroamericano”.
“La construcción era muy elemental, con materiales fáciles de conseguir. El éxito de las microescuelas es que apenas había tecnología en ellas, eran de una extrema sencillez. Además, era una época con mano de obra fácil y abundante con lo cual se podía sacar adelante cualquier proyecto”.
“Lo que hizo la Diputación era garantizar la seguridad de la construcción con el concurso de empresas participantes en esta iniciativa a un precio lo más económico posible, muy bajo esencialmente en materiales, carpintería, cristalería con la máxima simpleza. Córdoba, de esta manera, se convirtió en la provincia andaluza con un mayor número de este tipo de unidades escolares”.
Mis primeras letras, las titubeantes iniciales palabras escritas en cartillas de parvulitos están alojadas entre cuatro paredes del Canillo, una de aquellas microescuelas, bajo la atenta mirada de Agustín Gómez. Es un pequeño universo escolar que tampoco es ajeno a mi hermano Miguel, escolarizado en una similar que se dispuso en el Paseo de los Monos o de Las Mercedes, cerca de la jaula de los jabalíes y de los ciervos.
Estuvo matriculado allí dos cursos completos al cuidado de Julio Trenas Cabezas, maestro, poeta, pregonero y omnipresente animador en todo tipo de actos sociales y artísticos. El tiempo acabó derribándolas, pero permanecen incólumes en la memoria de la gente que no olvida algo tan rudimentario y, sin embargo, tan perdurable.
“La distribución era elemental”, reconoce Gerardo Olivares. “Tenían un pequeño vestíbulo de entrada, unos percheros para poder dejar las prendas de abrigo, con una inflexible separación por sexos, porque ya sabes que en esa época el alumnado no se podía mezclar: era pecado”.
“Las que más éxito tuvieron fueron las aulas más reducidas que se destinaban a la primera infancia, a los niños más pequeños. Fue una solución muy útil para contrarrestar el analfabetismo, sobre todo cuando se hicieron también las viviendas de los maestros. En espacios rurales había que comprobar que se disponían de unas mínimas comunicaciones con el casco urbano, porque a menudo se hacían en terrenos agrícolas o incluso, como sucede en Montilla, aprovechando los parques y paseos, gracias a la colaboración de los ayuntamientos, que se habían comprometido a llevar el agua y el alcantarillado”.
Concurrieron una serie de circunstancias que lo hicieron posible. Pero aquí no hay magia que valga para salir del apuro, sino una conjunción de rigor y de creatividad, a lo que había que añadir unas cuantas exigencias básicas, según nos cuenta Gerardo Olivares.
“Todo tenía que estar muy atado y garantizado por cada municipio. Yo me acuerdo de ir a visitar los pueblos para ver los terrenos y comprobar si reunían las condiciones para edificar, es decir, si se disponía de verdad de servicios de agua, saneamiento y electricidad. Una vez hechas estas supervisiones, se daba el visto bueno de conformidad con el ayuntamiento para que la obra comenzase”.
“Claro, los alcaldes estaban encantados porque había una increíble carencia de escuelas, ya que estamos hablando de principios de los años sesenta, cuando se estaba produciendo un extraordinario bum demográfico. Fue un tanto que se apuntó la Diputación de Córdoba, pero evidentemente todo el mérito era del ingenio de Rafael de la Hoz”.
“Era llamativo que con tan escasa partida presupuestaria se pudieran hacer tantas escuelas. Y además había un importante ahorro económico al no tener que abonarse retribuciones extras al arquitecto, ya que Rafael de la Hoz era el arquitecto titular de la Diputación: se supone que este trabajo iba en su sueldo de funcionario.
Para este organismo fue una operación magnífica que contó con la capacidad de Rafael. Salió en los periódicos destacándose un hecho: que con el dinero de la subvención, que estaba muy medido, se pudieran hacer escuelas con tremenda agilidad en tiempo record”.
En cierta ocasión cuando tuve oportunidad de entrevistarlo y de dialogar con él en Málaga, Rafael de la Hoz me habló de la tendencia al sobrediseño en los jóvenes arquitectos. Para él, la Cámara de Comercio de Córdoba, una de sus primeras obras, caía en esta práctica de excesos. Y sin embargo, casi al mismo tiempo, la cara contraria, es decir, la de la pura austeridad la encontramos en estas microescuelas.
“Las escuelas se entregaban con toda el equipamiento completo”, recuerda Olivares. “Se incluía el mobiliario que él mismo Rafael se encargaba de idear, consultando a carpinteros, herreros y otros profesionales para conseguir los mejores precios. Iba todo incluido. En realidad, se componía de contados elementos: una tarima con mesa para el maestro, y luego, aparte, unos asientos que iban enganchados unos con otros para los escolares. Era todo muy fácil, contaba con una entrada al aula, un pequeño vestíbulo, iluminación bilateral y ventanales. El vestíbulo no tenía más de tres o cuatro metros y, a la derecha, tenía una puerta de entrada y salida”.
En la memoria de Herminio Trigo se amontonan los recuerdos, algunos ajados y desvaídos, de aquellas jornadas en las que se estrenaba como maestro, mientras descubría en el trato diario con sus pupilos una penosa realidad social, la de muchas familias que luchaban por salir adelante en medio de la pobreza.
“Para mí era una situación totalmente nueva. Yo esperaba un colegio normal como era el Gran Capitán y, sin embargo, me encontré con otra cosa, con una construcción alargada y con escasez de medios, aunque lo importante es que cumplía perfectamente su función, que era la de escolarizar a la población infantil. Eso era lo básico en aquel tiempo: crear plazas escolares antes que dedicar el dinero a montar centros magníficos”.
“El problema fue que durante mucho tiempo lo que se había concebido como provisional pareció convertirse en definitivo. Es decir, existía esa creencia de que como ya hay escuelas, ya no se construyen más. Pero, en principio, la solución era buena. Las condiciones que se daban para educar allí eran muy justitas. Eran aulas con mucho calor en verano y demasiado frío en invierno, bastante frío. No estaban acondicionadas porque eran construcciones pensadas para lo provisional, para ser reemplazadas, para no ser definitivas”.
“El alumnado que había era de la zona aquella, barrios de gente pobre o con pocos medios económicos. Llegué con mucha ilusión al ser mi primera experiencia como maestro. Era el momento de aplicar los conocimientos que habíamos adquirido en los estudios, en la carrera de magisterio. Pero allí tropezamos con una realidad dura, de muchas carencias”.
“Fuimos, nosotros también, aprendiendo como siempre se aprende en todos los oficios, a base de tropiezos y errores que poco a poco fuimos corrigiendo. Además, allí no conté yo con la ayuda de los padres. Estaba volcado en una idea equivocada, esa de que el maestro era el principal responsable de la educación de sus alumnos”.
“Cuando pasa el tiempo descubres que eso no es así, que la tarea de educar no es únicamente del maestro, sino también de la familia, para que entre todos instruyamos a los críos, compartiendo nuestro método, nuestra estrategia educativa con los padres. Era necesaria una mayor colaboración, pero esto lo descubrí más tarde. Me limitaba a educar y enseñar con la mejor técnica posible”.
“Recuerdo todo aquello con mucho cariño, a los compañeros y al director, que era un maestro formado en los Salesianos, un hombre muy serio, muy profesional y riguroso en su trabajo y en la dirección. Era formal, serio y cumplidor. Era muy exigente para que también nosotros cumpliéramos nuestras obligaciones”.
“Es una dedicación y esfuerzo necesarios en nuestra labor, para que fuéramos eficaces en nuestro trabajo, cosa que luego repercutía en los alumnos. Entre los compañeros había uno que no era maestro, sino alférez provisional; lo habían colocado después de la guerra. No parecía la persona más adecuada para enseñar”.
MANUEL BELLIDO MORA
FOTOGRAFÍA: MANUEL GONZÁLEZ / ARCHIVO
FOTOGRAFÍA: MANUEL GONZÁLEZ / ARCHIVO



















































