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HG Manuel | La fotografía (Final)

El aire, estancado en las lejanías del agua y de la tierra, en el movimiento que la palma dibuja, recogido en el vaivén de las gabarras, en el zumbido de cables y aparejos, de las aves ninguna queda en el cielo, ni de reptiles, ninguno serpea sobre la hierba; el aire ahí apresado detiene los cuerpos y me trae lo que siento, en mí se contrae y reseca como sorbe el otoño la savia de hojas y pétalos. De mi tira hacia el peligro de lo quieto, su centro, su vacío.


Los sentidos traen a brazadas las figuras del mundo, me las arrojan con todo su tacto, su olor, su color, su humedad de vida. Apresadas en sus marcos, son cartulinas, secas figuras que caen sobre ángulos que tienden mis ojos y en ellos posan y aquietan; baraja extendida, estático reposo de la figura en su carta, agotan mi ambiente, me expulsan de mi atmósfera, antes del vuelo hacia el interior del río, del lanchón abandonado.

Sigue tironeando, oscuro, inmisericorde, lo inesperado: intruso en la experiencia: me lleva conducido hacia la grieta por donde me precipita el acontecimiento, vertiginoso remolino del presente.

La foto en su acto y yo en el mío: espacio en asfixia, desesperación contenida, sin escape ni desborde, tensión continua de lo inmóvil. El espacio rompe su estatura; enlazados el cielo y la tierra dibujan su cuerpo extenso en lo plano. Montado en su haz, con la luz rompo la tensión de la superficie y me contraigo, desciendo, comienzo a sumergirme en ella, la recorro y me extiendo: entre el frío y el calor, al fin, neutro reposo y quedo.

La transparencia se va enturbiando con su sustancia, se va llenando de su propio cuerpo, ascienden y descienden sus partículas, se acercan hasta pegarse, se adensa, cuaja. El movimiento rechina sus fisuras y empuja, aplasta, reduce…

El aspecto del mundo entra por la mirada y se fija: no puedo retirarme, separarme de él ni entrar en él. Proyecto mis pensamientos, los lanzo y golpean: el choque resuena metálico contra la superficie del mundo. Sus sordos estallidos se deshacen en los duros relumbres de su eco. Quieren traspasar y salir, remontar y huir; la quimera se hunde en la quietud desesperada. Ellos persisten, se ahíncan; rebotan y rebotan enloquecidos, reiteran su círculo apresado en la paulatina merma de mi cráneo.

Se vacían los sentidos, no hay promesas aquí: se agostan y mueren en el tiempo endurecido. Rígido presente, en él no caben anuncios ni promesas –¿Quién las desea?–. En el cegado pozo de la perspectiva, nada puede ser distinto a lo que ya es. Me alboroto: ¿dónde está el espacio, dónde queda, para colocar mis pasos? El sonido es una finísima cuchilla repleta de silencio, sobre ella se posan las aves: palpita estremecido su canto degollado.

Me contraigo y desciendo. La gravedad: mi abandono hacia el abandono, me aplasta, lo sé porque vivo agazapado en mi aliento; inmóvil sigo la pulsión del propio latido; una leve ondulación o gesto empujará lo inmóvil y romperá el filamento de una retícula; entonces, y seguidas, desbordará una tras otra, se irán deshaciendo los miembros de la figura que me retiene.

Girones de piel se me borran en la luz…

Me desplazo continuamente; pero el cambio es predecible o condicionado como el de las figuras sobre el tablero de ajedrez: quiten las figuras, dejen las reglas y comprenderán el alcance o valor de mis distancias: nada sobre el tablero, los escaques son todos los movimientos. ¿Se han invertido acaso como un reflejo? El agua, el aire, las nubes del cielo, la barcaza con toda su ruina y las orillas, las hojas de palma, y yo, introducido, con todo mi abandono, en ellos vertido; saltamos la ventana del mundo, cruzamos su espacio y quedamos iguales: inmóviles. Alguien, en algún lugar, respira, contiene al que mira y queda fuera, no cabe aquí, donde se recluyó, para enviarme, la mirada.

Se desmorona el lejos, se desmenuza el cerca; tierra en la tierra es lo que fue distancia. El tiempo con su temor huye, salta y escapa de tal ruina.

Mi asunto se reduce a lo que veo. Pero no veo lo que veo. Es tan solo luz petrificada en el ojo, que fue y que estranguló mi huida, antes de que mi cuerpo saliera del completo derrumbe de la estructura del mundo y se desprendieran mis sentidos como escamas. El cosmos arde ahora; su trémula llamita agota la energía de mi idea.

De las cosas, presas aquí, nada emana. Cada olor es un recuerdo; el tacto, sin alcance, sin el descanso del roce, me tortura; la mórbida tersura de un cuerpo, sin caminos al anhelo, es la sed que sueña manantiales. Nada arde en su tempero.

Inmóvil golpeo contra la densa superficie, su profundidad de papel; capa sin horizonte, en ella pasado y futuro quedan ausentes. Sólo yo la paseo con mi argumento. Sólo yo en ella veo y grito. Sólo yo en ella detenido. Sólo yo quiere cruzar el río; quiere alcanzar la otra rivera; irse por ella y andar. Me adentro por una selva de entresijos, entre el evasivo perfil de hojas gigantescas, y las húmedas pulsiones de gotas destrozadas. Un amanecer de pizarra, de cartulina, de hoja garabateada, me recibe. No cabe el sonido en esta dimensión, ni el silencio del viento, de pájaros que estuvieron, ni otro, cualquier silencio, sin causa ni ausencia, un reflejo ya está y lo ocupa.

Comienzo a olvidar la poliárquica sugerencia de mis sentidos, ya pierden la memoria de cuanto percibieron, se adensa la transparencia del mundo en mera composición de paralelogramo

Entre el silencio y la palabra corre el soplo de la vida. Así pues, bajo el pórtico del sonido aguarda mi latido, con exacta precisión me vacía: vierto mi abstracción hacia su fantasma.

Andar… ¡qué simple!, cuando el sentido corre más, tanto como la luz

Pesa la tinta… no se desliza… este bolígrafo no…

Ya… ya no… la luz que aquí me contiene surge o pide a la luz que entra… caída desde todos los reflejos: pleno un cielo que llega… penetra la piel, veo que… la desvanece… repentino el susto me envía hacia atrás, pierdo las zapatillas…

Hasta aquí el texto de Castilla.

Las dos fotografías, la manoseada de la carpeta amarilla y la aportada por el profesor, son estas (tal vez compartan nuestro asombro, pues son, ya se ha dicho, copia de un mismo original):


He de añadir que la copia fotográfica que recibió Castilla no pudo ser cambiada por otra: todas estaban numeradas y selladas en el ángulo inferior izquierdo del dorso, particular registro del profesor Segura. Ni manipulada, en opinión del profesor, y en la de Salices, fotógrafo profesional con el que había colaborado en mis esporádicos trabajos para el diario Crónica del día, al que consulté machaconamente (indulgencias de la amistad).

Al día siguiente, con mucha formalidad, entregué mi informe al negocioso director de la sucursal bancaria. Esta vez no hubo sonrisita ni displicencia; siempre apresurado, lo aceptó sin concederle mayor importancia. Un mero trámite.

No hubo más. Cobré lo acordado y se agradecieron, formalmente, mis servicios.

La policía hizo su trabajo, me consta –por Longui: hizo referencia a las múltiples influencias del despacho del señor Perals– que muy exhaustivo, pero sin resultado; el nombre del señor Castilla aún figura en el listado de desaparecidos.

A principios de agosto, en un día de viento cálido, exasperante, de aburrimiento supino, recibí una llamada de la profesora. Se iba de vacaciones con su hijo y su marido a Antananarivo.

HG MANUEL
FOTOGRAFÍAS: JES JIMÉNEZ / MARTÍN JIMÉNEZ

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