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HG Manuel | La fotografía (XLVII)


El hábito, inconmovible (e insobornable, debo añadir), elige sillón cerca de la luz. Ayer me obligó a permanecer aquí sentado, dispuesto a consumir toda mi paciencia en escrutar el día, todo su camino, todo su trayecto; empeñado en seguir la luz, con cautela, espiando sus transiciones, todas sus figuradas invenciones, sus descubrimientos y matices en los más nimios detalles, en todo cuanto insinuaba o tocaba, por donde resbalaba o se detenía, todos sus encuadres y situaciones, sus distancias y contrastes, sus fugas, desvanecimientos y desbordes, toda la evolución o deslizante permanencia de su historia; así, desde su lenta inauguración o encendido hasta su lenta y minuciosa degradación y apagado final.

Y el día, sumergido en el límbico ámbito de la indiferencia, se disipó en la nube del hastío, calladamente, dulcemente, sin sentir.

Hoy rompió su claridad en burbuja sobre mi sueño y lo expulsó, aquí (pastosidad en la boca, la pegajosa rugosidad del pijama), en el sillón reclinado; me concede, graciosamente, la realidad.

Respiro tranquilo, el ritmo persiste, confiado, como si aguardara la promesa de un motivo, y me acomodo, me refriego la cara, ante la fotografía.

En un principio la he mirado al descuido, superficialmente, con la inocencia del inicio, que es promesa ante la distancia, y algo, a fugada leve, ha surgido. Ese algo, por sorpresa, de un modo harto indeterminado fondea la mirada, algo duro, una sospecha que detiene y suscita la amenaza, se libera el suspiro de lo inmóvil, queda la quietud o trino de un pájaro silente, un vapor le emana, sube y se extiende, encalla sólido en el aire, algo así como un aliento de huida, lo que acto continuo me obliga, en tris o braceo de angustia, a buscar –¿escape del suicida, choque contra el miedo?– la ventana.

En ella, adherido como insecto de pulidas alas venido de nadie se sabe dónde, descubro un ahogo transparente, de pausa. Vaya, me digo, lo pienso, el marco endurece la pausa del día. Entonces me aplico y lo compruebo: en efecto, es un día detenido, sin habla. La curiosidad obliga e indago un poquito, me asomo: calla la mate gravedad de la luz, el asombro de lluvia que emploma el cristal. Yo entonces lo contemplo; fijo en la hosca faz, finjo admirar su extrañeza y aguardo, sin amagar propósito ni doblez alguna; él, pleno y en cerrazón, no devuelve nada salvo cierto filo de amenaza. La prudencia alza el dedo y me toca, la espera no insiste y me levanto; ellas me obligan, tal vez porque el silencio de la calle se viene alzando y bravea: al parecer, no me quiere cerca. Y así, al azar de un orden improvisado, desenvuelvo una, quizás la más repetida entre las muchas y mínimas costumbres ‒la del desayuno, ha poco usada, ya no me sirve‒ que guardo; a esta la sorprendo, cruje desprevenida y se resiste al despliegue, a obrar como debe hacerlo; le sacudo la pamplina y accede entonces a la práctica: atravieso el salón, alcanzo el pasillo, cruzo el pequeño comedorcito si lo hubiera y llego a la cocina, donde el día se distancia y atenúa, allí abro el grifo y bebo el consabido vaso de agua. Todo sin empleo de movimiento.

¿Entonces?

No estoy seguro de que el día quiera recibirme o contenerme, no sé. Y recurro al estupor, eso es todo.

No obstante, invierto mis pasos uno por uno y regreso. Sí, ahí, en el rincón, mi rincón junto a la ventana, está el sillón, mi sillón; aparto un escrúpulo, despabilo la voluntad y me siento. Ya está; bien avenido –siento el rescoldo de mi calor, incubado durante toda la noche–, me acomodo y expongo lo imprescindible, concedo situarme de perfil, simula obediencia mi actitud oblicua a su irruptora voluntad de espacio.

Trae el día camisote de acero, su estatura finge amabilidad y primorea con las formas, les concede palidez de velo blanco. En apariencia todo sigue como estaba: él fluye y ocupa; yo, por avenir, convengo en ello.

Y, aunque él también simula que me ignora, su dureza de mármol lo contradice y me envuelve, me esculpe y da volumen entre las otras cosas, me arrebata la intimidad para concederla magnánimo a la intimidad de la casa: soy uno más entre colores gastados, fregados, manoseados, una sombra entre sombras, y esparce la pobre tibieza de mi cuerpo en todo cuanto toca; ahora soy una cosa más frente a la cosa-lámpara y la cosa-flexo, ante el lomo de cada una de las cosas-libros repartidas en las cosas-anaqueles, sobre la cosa-sillón que me sostiene… su todo lo detiene en un gesto, ocupa, relaciona e iguala dueño del espacio, y…

Pero está aquí, impávido entra, anega la habitación su quieta amenaza; la desidia que contiene manotea mi cara sin escrúpulo, rozan las babillas de sus plumas, sutil galope de patitas: es su piel que se adhiere a la mía y la consume. Trae su celeste enormidad, se aposenta recalado, aprieta con tensión de plomo cuanto esculca y lame, todo lo unta con este barniz de nublo que segrega; huyen dispersas, han desaparecido con prontitud de curianas, las mínimas sombras que guarda, a modo de viejo baúl, esta habitación.

Pero antes, para que yo sepa que está en la habitación, ha entrado en mis ojos, hirió el lacrimal, cruzó la córnea, se arremolinó en el iris, atravesó la pupila despertado pequeños, diminutos órganos sensibles, para organizar lo que ahora voy mirando.

Él manda.

No obstante, decido arriesgarme a su crudeza; me obligo al giro y estiro el cuello, de frente al marco que sostiene el trozo de vidrio que utiliza: la ventana.

En efecto: ahí, el día. Y nadie.

El día y nadie.

Sólo camina este animal que él ha soltado: silencio. Su áspero lomo roza fachadas y portales, las goteantes fauces ventean cualquier inicio o movimiento; respira, urde la fiera agazapada, exhala un ronco latido que hiere cualquier ademán o presencia. Nadie, conmigo, se atreve a pisar donde ella campea: las líneas de las calles, la completa longitud de sus aceras muertas.

Entonces, sí, me resigno. Me resigno.

Vuelvo a la foto.

Ahí, un ojo frío, inmisericorde, que observa tras la palma.

Un ojo que atrapa. Un ojo que mira y detiene el brillo de acero.

Un ojo que impone al infinito condena de quietud. Lo sentencia ab aeterno al acto inmóvil.

El ojo acera la barcaza, las márgenes, el río. Su buril los graba en la dura lámina de aire: el espacio encuentra el exacto centro del instante.

Extraído de su estirpe mineral, carámbano inmutable, el silencio surge y golpea a quien mira con puño de frío.

Lo que fue vida es fósil, huella metálica en el ojo. Sí, el peso del mundo cae sobre mi cráneo. He de volver al pontón, a ese tendajo de harapos, a ese desguace de cosas, inservibles. Pero el aire, su dureza transparente, no lo permite. Soy de la misma sustancia del aire, transparente pez inmóvil en su hielo, no puedo nadar.

HG MANUEL

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