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HG Manuel | La fotografía (XLIV)


Desfilaba el mediodía, vertical sobre la calle tranquila, sucio el azul de nubes pasajeras; empujaba débilmente nuestras nítidas sombras, las prolongaba en las otras sombras, como inertes, maleables proyecciones de la presencia: lámina sutil que cubría las superficies, el aburrido sosiego, de la habitación. Me preguntó el profesor, con notorio interés, por el objeto de su visita.

–Ahí tiene –adelanté la barbilla y le indicaba la carpeta abierta, su contenido.

Pidió permiso y se aproximó al escritorio; vaciló un instante y depositó el sobre que antes le había visto en la mano izquierda; de los bolsillos interiores de la chaqueta extrajo un bolígrafo con prendedor y anillo dorados y un cuaderno moleskine que fue agregando –la atención distraída entre la carpeta amarilla y el enmarcado rostro de la joven Centelles–, a un lado, un claro en el desorden de la atiborrada mesa.

Yo, a la espera, me senté en la silla que me caía más cerca.

–¿Es casado el amigo Castilla? –más que preguntar, el profesor mostraba extrañeza.

–¿Le parece? –respondió desde su retiro la profesora–. No, ni lo ha estado. Una mujer no viviría así; no hay belleza, ni comodidad, ni detalles en esta casa –ni el menor rastro de acritud en sus palabras; puede, quizás sí, decepción por la evidencia.

Tomo asiento, y sin demora se puso el profesor a la tarea. Erguido ante la lectura, procedía metódico y concentrado; leía, repasaba largamente y anotaba en su cuaderno; entremedias, breves pausas cogitativas que acompañaba, atiesado, un codo en el antebrazo cruzado sobre el vientre, con rascadura de índice por la barba. Seguidamente, se puso a evaluar la fotografía de la carpeta; pronto, se le izaron las cejas y se le arrugó la frente.

–¿Alguien ha movido esta foto? –preguntó en alto, obligado por el estupor.

–Yo –respondió la profesora, que había dejado de toser–. Pero muy poco, la he dejado tal como estaba –se defendió.

–Así es –corroboré desde mi silla.

Se levantó el profesor y, codos afuera, se inclinaba sobre su objetivo para encuadrarlo desde distintas posiciones; obtuvo varias capturas y comprobó el resultado, agrandando y reduciendo, pasando y repasando una y otra vez las fotos en la pantalla de su teléfono. Un rápido pestañeo de extrañeza le anticipó varios minutos de meditada evaluación.

Al cabo, se giró hacia nosotros con rostro desconcertado; como si ambos, la profesora y yo, acabáramos de irrumpir en aquella extraña habitación, ella montada en el sillón de orejas y yo a lomos de una silla. Se le aclaró la idea e insinuó un saludo; procedió después con la tercera y última parte de mi encargo.

–Le ha pasado lo mismo que a mí –me gesticuló con susurro la profesora.

Pareó las dos fotografías: la anterior enviada y la recién traída, y se entretuvo con un minucioso examen comparativo; enseguida empleó un par de lápices a modo de regla, y con ambas manos los iba deslizando, lentamente, con breves paradas, sobre la dos superficies.

La profesora y yo admirábamos calladitos tales maniobras; apenas fluctuaba, expectantes, el tenue bombeo de nuestra respiración. Por fin, tras arquear la mirada desde la pared –colgaba el repintado dibujo, enmarcado, de una gorda araña marrón y verde, con largas patas velludas y ganchudos quelíceros, que transformaba su sombra en la de un hombre atravesando el umbral de una puerta entreabierta; obra, por sus gruesas líneas, su tremendismo infantil, seguramente de Amalia– hasta las alturas del cielo sobre los tejados, y de repetir el visaje partiendo ahora desde la fotografía que tenía delante, unió las dos manos para centrarse; permaneció transportado largos minutos –la profesora fue a decir algo, pero se arrepintió–. Luego, se giró en el sillón, a cortos pasitos de impulso, hacia nosotros. Recorrió con la mirada toda la habitación; con minucia interesada, como si buscara gritos, los gestos, dramáticos movimientos en un escenario antiguo, ya clausurado. Por fin, no paraba de mesarse la barba, se decidió a hablar.

–Sospecho, mala consecuencia de una imaginación inquieta, que usted me ha incitado a venir porque, de algún modo, relaciona la desaparición de mi amigo con esto –levantó una mano para señalar el contenido de la carpeta y a su elegante bolígrafo, reposando de tanto febril garabato, sobre la moleskine.

–No es otra mi intención –admití–. Necesitaba testigos de algo que, de otro modo, probablemente se hubiera ignorado. Opinaba, y ahora estoy convencido, que nadie era más adecuado que ustedes. Doña Elvira no se encuentra bien y usted ha lidiado con un largo viaje. No son pocas las molestias que les causo, y lo siento mucho. Quiero…

–Yo estoy encantado –me interrumpió el profesor.

–Y yo –se sumó doña Elvira.

Les di las gracias, sinceramente.

–No se preocupe –el profesor las deshizo rápidamente con ágil manoteo disuasorio– y vamos a lo que interesa.

Unió la punta de los dedos para construir una cabañita, la techó con la barba y se dispuso a exponer.

La profesora y yo actuamos al unísono, serios, muy callados, para dedicarle toda nuestra atención.

–Castilla, mi amigo Castilla –comenzó– debió pasar horas expuesto al soporte de esta fotografía que le envié por correo. La diferencia entre lo que ven en ella nuestros ojos y el resultado obtenido mediante los objetivos de nuestros respectivos teléfonos… –se giró para coger la moleskine y consultarla–, es decir la porción de luz que el sensor ha capturado para convertirla en partículas eléctricas de mayor y menor intensidad, quizá lo explique el plano electromagnético, es decir un desvío en la propagación de la onda luminosa, es decir de polaridad de la luz; o tal vez se justifique por el rango dinámico o conjunto de tonos, entre lo claro y lo oscuro, que la cámara puede captar; o… Son, a modo de ejemplo, razones que se me ocurren, y así podría continuar, en vano, con otra de semejante jaez. ¿Podría beber un poco de agua, por favor?

Sin dilación fui y vine de la cocina con el preciado líquido. Lo apuró el profesor de un buen trago, musitó las gracias al devolverme el vaso y se limpió la humedad de la boca y la barba con un pañuelo.

–Por otro lado, este papel fotográfico, precisamente este, milagrosamente este, por reacción a la luz de un residuo azarosamente adherido, o de un indeseado excipiente químico, fotosensible, añadido a su composición, o… blablablá, es testigo del fenómeno. Lo único seguro es que Castilla debió contemplar durante mucho tiempo esa fotografía

–¡Estoy de acuerdo! –casi gritó doña Elvira.

–Eh, sí, bien –se disturbó el profesor–. Pero la orientación de la luz –señaló hacia la ventana– no coincide con el plano de la imagen, esta parece, exactamente, el reflejo de un espejo. Y a este fenómeno, he de decir, tampoco le hallo explicación.

Comenzó a hojear su cuaderno; detenía el dedo sobre una u otra nota, se demoraba con breves lecturas; entrecerraba los ojos, concentrado…

HG MANUEL

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