A base de inventiva y astucia, Bodegas Alvear tomó ventaja en la carrera publicitaria. Cualquier elemento, incluso lo más increíble, habría de servir en la tarea constante de captar clientela. Y la carretera era, para tal fin, una excelente y eficaz pista de pruebas. Pronto la iniciativa, aunque un tanto pintoresca, se vio acompañada del éxito. En el muelle de carga estaba la clave. En la mercancía transportada también iba adosada la sagaz idea.
“Cuando los camiones de transporte iban a cargar al muelle de la bodega Alvear, al final de la operación, cogíamos una placa esmaltada de publicidad del brandi Alvear y la colocábamos en la parte trasera, en la puerta de atrás, como sello de garantía de que ese vehículo contenía productos exclusivos de nuestra bodega. Estos carteles estaban tan bien hechos que duraban años, los he visto después en varios lugares”.
“Eran tiempos en los que no había una red de autopistas, solo carreteras de doble sentido, con lo que en caso de tráfico intenso, tenías que ir mucho rato detrás de un camión antes de poder adelantarlo. Esto hacía que muchos conductores hicieran buena parte del viaje viendo continuamente el cartel de Alvear delante de ellos, sin más remedio. Había que estar muchos minutos detrás de un camión hasta poder rebasarlo, con lo que te daba tiempo suficiente para leer varias veces la publicidad que tenías delante”.
Era un método infalible y rentable. Y aquello, ese tránsito pegado al cartel, había que recompensarlo de algún modo, porque, a fin de cuentas, lo primordial era hacer amigos. “Fundamos un club de camioneros de Alvear, y ellos nuestros audaces chóferes terminaron por recompensar a los conductores afectados con una caja de tres botellas de brandi, que se entregaban en diferentes bares de carretera y puntos de venta con los que teníamos acuerdos. Desde luego, aquellas placas que se fijaban en la parte de atrás del camión cumplieron su cometido sobradamente”.
Se trababa de suplir las carencias con imaginación desbordante. En este aspecto, el señor Dudda nunca se quedó a oscuras. Cuando más apurado estaba, alguna bombilla, nunca mejor dicho, se encendía en su interior. Estaba en marcha la Operación CB, toda una pantalla con el vino más renombrado e histórico de la bodega:
“Siempre eran ideas caseras, pero daban resultado, porque si tú no tienes dinero para campañas en grandes medios, hay que buscarse la vida de una forma más económica. En esa época, no había bar que no tuviera un luminoso nuestro, pero esto era un asunto directo del departamento comercial de Alvear”.
“Era indispensable que la ubicación del bar fuera la más acertada, con mucho tráfico de transeúntes y vehículos, porque situar el luminoso en una bocacalle o en una esquina perdida no era rentable. Entonces, siempre buscábamos aquellos establecimientos con una posición adecuada. Si reunían esas condiciones, se trataba de llegar a un acuerdo con el dueño”.
“Eran años en los que en los pequeños bares se vendían más CB que en ningún otro lugar. No disponían de mucho espacio, eran bares en una esquina, sin sitio para almacén, lo que les obligaba a apilar las cajas de los productos en un rincón”.
“Y esto nos dio otra idea, diseñar las cajas como si fueran una valla publicitaria para que amontonadas una encima de otra hicieran el efecto de un gran cartel publicitario, así, juntando unas cajas con otras, todo era muy vistoso, muy grande con un logotipo de nuestra marca que llamaba la atención de todo el que entraba en ese local. De modo que en esos bares teníamos una doble promoción, por el luminoso en el exterior y por la pila de cajas en el interior, que era una cosa muy vistosa a la vista de los clientes. Jugada redonda”.
El señor Dudda era como un elemento exótico y diferente en la plantilla. Él, que es un tipo alto y corpulento, llamaba la atención. Su fuerte, además de su afición al tenis que lo mantenía en forma, era exprimir su talento natural para concebir toda clase de reclamos. Demostró que era un verdadero experto para planear e incentivar el consumo de una mercancía, y todo esto sin haber pasado por escuela específica de negocios publicitarios. Todo lo aprendió sobre la marcha.
“Cuando me integré en la plantilla de Alvear después de mi etapa portuense, la gente me veía por allí y decía qué hacemos con el Dudda. Y como yo tenía alguna noción de estrategia comercial, propuse montar el departamento de marketing. Al mismo tiempo, en mis horas libres, puse en marcha una miniagencia de publicidad exterior en Córdoba. En Montilla, trabajaba únicamente en las tardes, era tiempo suficiente para hacer todas estas cosas”.
“Ahora bien, las campañas más eficaces siempre eran las degustaciones directas, porque en los bares si se acerca una chica guapa vestida a la usanza tradicional cordobesa a ofrecer una copa a los clientes después de un menú, esto era irresistible en aquella época. Invitábamos a una ronda de brandi Alvear después de la comida y esto nunca fallaba, la gente lo agradecía. Y si esa estrategia se prolongaba varios días, entonces notábamos como las ventas se incrementaban automáticamente”.
El objetivo nunca varió, había que agradar y conquistar al comprador y al parroquiano. Cualquier ayuda venía bien para incentivar el contacto con las marcas de Alvear, que siempre ha dispuesto de un imbatible repertorio de productos en vinos generosos. Es una empresa con una visión clara, desde antiguo, de los efectos positivos de eso que se llama promoción. No es suficiente con poseer las mejores soleras, es necesario también que se conozcan.
“Pero nunca se dedicaba dinero suficiente a cuestiones publicitarias. Yo diría que no, porque las actividades que nosotros llevábamos a cabo no tenían un presupuesto concreto. Lo ampliábamos a salto de mata, pero no había una asignación cerrada. Hay que entender que estamos hablando de principios y de mitad de la década de los setenta, cuando la mayoría de la gente no sabía qué era eso del márquetin. El personal ni siquiera sabía cómo se escribía esa palabra, ni cuál era la pronunciación correcta: esto de la mercadotecnia era algo totalmente nuevo”.
“Todo lo que hacíamos era en relación con el producto. Como regalo, teníamos unas cajitas de catavinos con el logotipo de la empresa; también disponíamos de un envase regalo con tres botellas, con los tres tipos de vinos más demandados. Y esto se hacía de acuerdo con esas empresas que se dedican y están especializadas en regalos de Navidad. Eran cajas muy llamativas con buena presentación, y también teníamos unas carteras imitación de cuero”.
Gernot se convirtió en un montillano más. Se sentía apreciado en la empresa, incluso se habituó a chascarrillos locales y a nuestra peculiar forma de expresarnos que él adoptó de inmediato como parte de su identidad. Estrictamente, ya era un prusiano amontillado que no dudó en hacer suya la jerga coloquial de su población de acogida. Y también a esto le supo sacar rendimiento publicitario.
“No puedo olvidar que fue muy importante la publicidad móvil en el autobús urbano de Montilla, con unos letreros bien grandes que se paseaban por todo el pueblo entre el barrio y el centro, desde el restaurante Los Arcos hasta Las Camachas. Conocía al conductor del autobús. A veces yo había aparcado malamente mi coche alemán y entonces el chófer me decía a gritos: Dudda, que ya has venenciado más de la cuenta”.
“Tengo unos excelentes recuerdos de Montilla. Y confieso que si entonces no hubiera estado casado con una burgalesa, me hubiese quedado toda la vida allí. No puedo decir cosa más elogiosa. Durante los cinco años que estuve en El Puerto de Santa María, yo reportaba una vez al mes a Fernando Alvear y a Álvaro Alvear”.
“Salía de madrugada de Cádiz y al mediodía tenía un almuerzo con esto señores. Para mí, acudir a Las Camachas a comer era un día de lujo, aunque en la mesa seguíamos hablando todo el rato de la marcha de las cosas y de los negocios en El Puerto”.
“Tuve una gran confianza con la familia Alvear. Tuve una excelente relación que incluso se prolongó una vez que ya abandoné la empresa y me trasladé a Madrid. Tanto es así que hicimos una campaña para Alvear con la agencia Cid en la que trabajé un tiempo como director general. Era una empresa potente, teníamos una sucursal en Canarias, en Barcelona con una delegación muy grande, en Sevilla, donde estuvo al frente de ella Manuel Gutiérrez Molero, hijo de Pepe Gutiérrez, que fue alcalde de Lucena”.
“Pues Manolo Gutiérrez y yo hicimos un trabajo para Alvear, pero los tiempos ya habían cambiado, y se había producido una renovación en los cargos directivos. Álvaro y Fernando ya no estaban al frente de la bodega. Y los nuevos jefes parecía claro que no tenían la misma visión de la publicidad”.
“Lo que hicimos en realidad fue repetir lo ya existente. Reiterar una fórmula que nos había dado buenos resultados durante diez o quince años, y lo concentramos todo en las ferias, en Málaga, en Jerez y en Sevilla, entre otros muchos lugares. Pero nada fuera de serie. Era reincidir en lo que ya había funcionado antes. Terminamos amigablemente bien, sin que importara que yo pudiera trabajar para otras empresas del mismo gremio. Nos despedimos todos amablemente en una buena cena”.
Valora muy especialmente el compañerismo y la confianza que encontró en Montilla. El cariño y afecto es algo que se nota de forma palpable en las fotografías de su fiesta de despedida. Pero su etapa andaluza tocaba a su fin. En poco tiempo había aprendido mucho. Le sirvió para abrirse paso en el competitivo mundo de la publicidad, en el que triunfó con claridad al frente de su propia compañía, después de un breve paso por una multinacional francesa que tenía una importante sucursal en Madrid.
“Tenía una agencia en la Gran Vía de Madrid con treinta personas. Pero al poco tiempo, en año y medio o así, monté mi propia empresa, con la que hice servicios a firmas de primer orden. Puse en práctica lo que aprendí en Montilla en todos aquellos años, un periodo de mi vida realmente extraordinario”.
“Siempre he tenido un sentido del humor muy desarrollado, lo que me ha servido para salir airoso de muchas situaciones. En Montilla, se estilaba mucho eso de poner el 'don' delante del nombre: don Álvaro, don Fernando, etcétera. Pero a mí, como alemán, el 'don Gernot' me sonaba fatal. Así que llegué a un acuerdo con la empresa para que en la bodega fuera el señor Dudda”.
“Era algo que sonaba bien a todo el mundo, siempre fui el señor Dudda, hasta tal punto que, pasado el tiempo cuando volvía de visita a la bodega, los compañeros paraban la máquina de embotellar y salían fuera para darme un abrazo, diciendo: hombre, señor Dudda ¿qué hace usted aquí? Treinta años después no podía andar por el centro de Montilla sin cada treinta metros saludar a alguien. De verdad, la gente me quería”.
“En los años que estuve allí, creé en mi despacho el tacómetro, un aparato para medir la cantidad de palabrotas. Era un botijo con una rendija para meter monedas. El que entraba allí y soltaba un taco tenía que depositar una moneda en el recipiente. Y cuál fue nuestra sorpresa cuando comprobamos que el tacómetro estaba bastante lleno; entonces con el dinero reunido, que era bastante, invité a los empleados a una cena en una peña flamenca”.
“Allí, rompimos el envase y lo que estaba dentro, todas aquellas monedas, se transformaron en vino y en jamón del bueno. Fue una buena invención, con la que conseguí que poco a poco no hubiera más tacos en mi despacho. Conocía a gente que venía con tres o cuatro monedas para poder emplear alguna expresión malsonante”.
“Cuando se estrenó el nuevo edificio de la bodega todo se fue modernizando. Me llamó la atención que, al principio de mi relación con la bodega, todavía había oficinistas con manguitos. Al principio me asusté, porque en el edificio antiguo teníamos empleados que estaban trabajando en el pupitre alto con mangas blancas en los brazos, con tinta y con pluma, haciendo los apuntes de contabilidad. Figúrate mi sorpresa, porque yo venía de hacer mis prácticas en Alemania en una empresa norteamericana, la General Electric. Dónde he ido a parar, me decía”.
“Pero todo esto cambió con las nuevas instalaciones, que tenían una sala de degustaciones, despachos, vestíbulos y diferentes espacios para reuniones en dos plantas. Despachos individuales, con aire acondicionado y toda clase de comodidades para empleados y visitas. De esa forma, Alvear dio un paso enorme para su actualización”.
El sentido práctico con el que se ha guiado en la vida le dice que su estancia en Montilla resultó afortunada. Le tocó la difícil papeleta de consolidar y ensanchar el mercado externo, una misión siempre complicada a pesar del prestigio internacional de la familia Alvear, que fue pionera a la hora de comercializar sus productos en Europa. Aplicó disciplina germana en su cartera de clientes. Y logró una buena cuenta de resultados gracias a su ventajoso conocimiento de las costumbres, gustos y tendencias enológicas en el viejo continente.
“Mi labor en el departamento de márquetin fue bien valorada. Es algo de lo que estoy seguro, porque de lo contrario me habrían echado. Las cuentas de la empresa, los índices de rentabilidad era alto secreto para quienes integraban el consejo de administración. La presidenta de este órgano de gobierno era una de las abuelas de la familia Alvear. Mandaba un montón. No se podía emitir un spot de televisión sin que ella diera su visto bueno. Si a ella no le gustaba una rosa, había que poner un clavel, por decirte un ejemplo tonto”.
“Mientras estuve en El Puerto de Santa María, mis visitas y todo mi programa de trabajo estaban planificado por completo, con una agenda muy cerrada. Tenía que dar cuenta de todo lo que yo hacía, de los viajes por el extranjero para ampliar negocios. Tenía que explicar mi cometido profesional con pormenores: lo que había vendido en Dinamarca, aunque fuera poco, o en cualquier otro país; todo pasaba por el seno del consejo de administración. Allí, esto de vender un barril en tierras danesas, se contaba como una proeza”.
“En Alemania, en mi tierra natal, no fue tan fácil. Sirvió que yo fuera de allí, pero los alemanes no estaban por la labor de comprar vino fino, que no lo conocen, porque las costumbres germanas en comidas y en cenas en casi todas las casas es que se consuman sus propios productos”.
“Además, sabido es que Alemania es un gran productor de vinos, por lo que reservaban los finos y amontillados para restaurantes de gran categoría y para grandes eventos de empresas, casi nunca para las comidas familiares. Alcanzar un gran volumen de ventas allí era muy difícil, yo creo que lo máximo que llegué a vender a un cliente alemán fueron tres bocoyes, que eso es poca cantidad para mantener una bodega”.
“Desde luego, encontré más receptivo el mercado de Holanda y de Dinamarca. Ahora bien, lo que sí se nos daba bien en Alemania era introducir nuestros productos en las colonias de emigrantes españoles. Nuestro vino era, para ellos, un producto de nostalgia, un vino de añoranza, como diría. Eran grandes empresas donde trabajaban muchos españoles, cantidad de origen andaluz, pero ahora la mayoría de estas industrias han desaparecido o se han transformado”.
“Y además, después todos estos españoles y sus descendientes se han asimilado, y ya no necesitaban una solera CB para Navidad. Progresivamente, a medida que pasaban los años, lo iban cambiando por vinos locales. El mundo estaba cambiando y con él, también los hábitos de consumo. Se pasó del producto a granel al embotellado”.
“Yo mismo fui un buen bebedor del vino de Alvear. Tenía por costumbre tenerlo en casa, pero ahora eso ya no ocurre, debido a que soy un cardiópata. Me han hecho tres baipás, y ya tengo 84 años, así que todo esto lo he restringido hasta eliminarlo de mi vida diaria”.
“Tengo severamente prohibido tomar alcohol. La última copa de vino fino la he tomado en Montilla con Rafalito Rodríguez Panadero hace unos dos años. Porque, entonces, yo fui a visitarlo. Cogí el autobús, ya que no puedo conducir, y estuve una semanita con él en la finca que tiene detrás de Las Camachas. Siempre he tenido trato agradable con él, lo aprecio, igual que a Paco Hidalgo”.
Esa consabida creencia de la rigidez alemana no va con él, porque al rigor y la seriedad siempre le ha puesto una sonrisa. El humor le ha servido para aclimatarse. Y también para sobrevivir en un país muy diferente al suyo. No es el único extranjero en las Bodegas Alvear que siempre en este terreno, y en otros, ha sabido practicar un cierto cosmopolitismo.
“Me fascinó trabajar para una bodega antigua y legendaria como es Alvear. Siempre encontré camaradería allí, y muchos recuerdos simpáticos. Cuando Fernando Alvear nos invitaba a comer en algún restaurante o bar por los alrededores de Montilla, llamaban la atención nuestros coches en el aparcamiento. Él tenía un Morris deportivo en aquellos años y yo tenía un coche alemán Opel Rekord, que ya tenía entonces diez años”.
“Resultaba curioso ver juntos un deportivo y un coche alemán casi histórico. Pero de todo lo que entonces ocurrió, lo que más me gustaba eran las conversaciones con Pepe Racero, que era el encargado del laboratorio, porque este hombre tenía un caudal de historias y de historietas que me interesaban muchísimo”.
“Una vez, en un taxi en Barcelona, el conductor empezó a hablarme con un fuerte acento cordobés, y yo con un fuerte acento alemán. Le dije: ¿me permite una pregunta? ¿Usted es casualmente de Córdoba? Y dijo: ¡Coño, sí, yo soy de allí! Hacía muchas comparaciones, un poco exageradas algunas, y entrando en conversación al saber que yo trabajaba en Montilla, comentó que muy probablemente yo habría pasado por su pueblo”.
“Claro, le respondí. Seguro que usted es de Montemayor. Se quedó asombrado. ¡Caramba!, dijo, estoy aquí en Barcelona con un alemán en mi taxi y el capullo me dice que soy de Córdoba, e incluso acierta el nombre del pueblo de donde soy. Es tremendo”.
“Yo procedo de un mundo que ya no existe. Nací en Prusia, en un pueblo que ahora está ocupado por Polonia. Hace poco estuve allí, fui acompañado de mi mujer. Estoy casado con una murcianita. Le enseñé la casa donde yo nací, y el pueblo donde nació mi abuelo y mis antepasados, y se quedó impresionada de todo lo que ha pasado. La gente dice, el Dudda, que soy yo, este ha pasado 27 vidas en una. Y es verdad”.
Las 27 vidas del Señor Dudda (I)
“Cuando los camiones de transporte iban a cargar al muelle de la bodega Alvear, al final de la operación, cogíamos una placa esmaltada de publicidad del brandi Alvear y la colocábamos en la parte trasera, en la puerta de atrás, como sello de garantía de que ese vehículo contenía productos exclusivos de nuestra bodega. Estos carteles estaban tan bien hechos que duraban años, los he visto después en varios lugares”.
“Eran tiempos en los que no había una red de autopistas, solo carreteras de doble sentido, con lo que en caso de tráfico intenso, tenías que ir mucho rato detrás de un camión antes de poder adelantarlo. Esto hacía que muchos conductores hicieran buena parte del viaje viendo continuamente el cartel de Alvear delante de ellos, sin más remedio. Había que estar muchos minutos detrás de un camión hasta poder rebasarlo, con lo que te daba tiempo suficiente para leer varias veces la publicidad que tenías delante”.
Era un método infalible y rentable. Y aquello, ese tránsito pegado al cartel, había que recompensarlo de algún modo, porque, a fin de cuentas, lo primordial era hacer amigos. “Fundamos un club de camioneros de Alvear, y ellos nuestros audaces chóferes terminaron por recompensar a los conductores afectados con una caja de tres botellas de brandi, que se entregaban en diferentes bares de carretera y puntos de venta con los que teníamos acuerdos. Desde luego, aquellas placas que se fijaban en la parte de atrás del camión cumplieron su cometido sobradamente”.
Se trababa de suplir las carencias con imaginación desbordante. En este aspecto, el señor Dudda nunca se quedó a oscuras. Cuando más apurado estaba, alguna bombilla, nunca mejor dicho, se encendía en su interior. Estaba en marcha la Operación CB, toda una pantalla con el vino más renombrado e histórico de la bodega:
“Siempre eran ideas caseras, pero daban resultado, porque si tú no tienes dinero para campañas en grandes medios, hay que buscarse la vida de una forma más económica. En esa época, no había bar que no tuviera un luminoso nuestro, pero esto era un asunto directo del departamento comercial de Alvear”.
“Era indispensable que la ubicación del bar fuera la más acertada, con mucho tráfico de transeúntes y vehículos, porque situar el luminoso en una bocacalle o en una esquina perdida no era rentable. Entonces, siempre buscábamos aquellos establecimientos con una posición adecuada. Si reunían esas condiciones, se trataba de llegar a un acuerdo con el dueño”.
“Eran años en los que en los pequeños bares se vendían más CB que en ningún otro lugar. No disponían de mucho espacio, eran bares en una esquina, sin sitio para almacén, lo que les obligaba a apilar las cajas de los productos en un rincón”.
“Y esto nos dio otra idea, diseñar las cajas como si fueran una valla publicitaria para que amontonadas una encima de otra hicieran el efecto de un gran cartel publicitario, así, juntando unas cajas con otras, todo era muy vistoso, muy grande con un logotipo de nuestra marca que llamaba la atención de todo el que entraba en ese local. De modo que en esos bares teníamos una doble promoción, por el luminoso en el exterior y por la pila de cajas en el interior, que era una cosa muy vistosa a la vista de los clientes. Jugada redonda”.
El señor Dudda era como un elemento exótico y diferente en la plantilla. Él, que es un tipo alto y corpulento, llamaba la atención. Su fuerte, además de su afición al tenis que lo mantenía en forma, era exprimir su talento natural para concebir toda clase de reclamos. Demostró que era un verdadero experto para planear e incentivar el consumo de una mercancía, y todo esto sin haber pasado por escuela específica de negocios publicitarios. Todo lo aprendió sobre la marcha.
“Cuando me integré en la plantilla de Alvear después de mi etapa portuense, la gente me veía por allí y decía qué hacemos con el Dudda. Y como yo tenía alguna noción de estrategia comercial, propuse montar el departamento de marketing. Al mismo tiempo, en mis horas libres, puse en marcha una miniagencia de publicidad exterior en Córdoba. En Montilla, trabajaba únicamente en las tardes, era tiempo suficiente para hacer todas estas cosas”.
“Ahora bien, las campañas más eficaces siempre eran las degustaciones directas, porque en los bares si se acerca una chica guapa vestida a la usanza tradicional cordobesa a ofrecer una copa a los clientes después de un menú, esto era irresistible en aquella época. Invitábamos a una ronda de brandi Alvear después de la comida y esto nunca fallaba, la gente lo agradecía. Y si esa estrategia se prolongaba varios días, entonces notábamos como las ventas se incrementaban automáticamente”.
El objetivo nunca varió, había que agradar y conquistar al comprador y al parroquiano. Cualquier ayuda venía bien para incentivar el contacto con las marcas de Alvear, que siempre ha dispuesto de un imbatible repertorio de productos en vinos generosos. Es una empresa con una visión clara, desde antiguo, de los efectos positivos de eso que se llama promoción. No es suficiente con poseer las mejores soleras, es necesario también que se conozcan.
“Pero nunca se dedicaba dinero suficiente a cuestiones publicitarias. Yo diría que no, porque las actividades que nosotros llevábamos a cabo no tenían un presupuesto concreto. Lo ampliábamos a salto de mata, pero no había una asignación cerrada. Hay que entender que estamos hablando de principios y de mitad de la década de los setenta, cuando la mayoría de la gente no sabía qué era eso del márquetin. El personal ni siquiera sabía cómo se escribía esa palabra, ni cuál era la pronunciación correcta: esto de la mercadotecnia era algo totalmente nuevo”.
“Todo lo que hacíamos era en relación con el producto. Como regalo, teníamos unas cajitas de catavinos con el logotipo de la empresa; también disponíamos de un envase regalo con tres botellas, con los tres tipos de vinos más demandados. Y esto se hacía de acuerdo con esas empresas que se dedican y están especializadas en regalos de Navidad. Eran cajas muy llamativas con buena presentación, y también teníamos unas carteras imitación de cuero”.
De pura cepa prusiana
Gernot se convirtió en un montillano más. Se sentía apreciado en la empresa, incluso se habituó a chascarrillos locales y a nuestra peculiar forma de expresarnos que él adoptó de inmediato como parte de su identidad. Estrictamente, ya era un prusiano amontillado que no dudó en hacer suya la jerga coloquial de su población de acogida. Y también a esto le supo sacar rendimiento publicitario.
“No puedo olvidar que fue muy importante la publicidad móvil en el autobús urbano de Montilla, con unos letreros bien grandes que se paseaban por todo el pueblo entre el barrio y el centro, desde el restaurante Los Arcos hasta Las Camachas. Conocía al conductor del autobús. A veces yo había aparcado malamente mi coche alemán y entonces el chófer me decía a gritos: Dudda, que ya has venenciado más de la cuenta”.
“Tengo unos excelentes recuerdos de Montilla. Y confieso que si entonces no hubiera estado casado con una burgalesa, me hubiese quedado toda la vida allí. No puedo decir cosa más elogiosa. Durante los cinco años que estuve en El Puerto de Santa María, yo reportaba una vez al mes a Fernando Alvear y a Álvaro Alvear”.
“Salía de madrugada de Cádiz y al mediodía tenía un almuerzo con esto señores. Para mí, acudir a Las Camachas a comer era un día de lujo, aunque en la mesa seguíamos hablando todo el rato de la marcha de las cosas y de los negocios en El Puerto”.
“Tuve una gran confianza con la familia Alvear. Tuve una excelente relación que incluso se prolongó una vez que ya abandoné la empresa y me trasladé a Madrid. Tanto es así que hicimos una campaña para Alvear con la agencia Cid en la que trabajé un tiempo como director general. Era una empresa potente, teníamos una sucursal en Canarias, en Barcelona con una delegación muy grande, en Sevilla, donde estuvo al frente de ella Manuel Gutiérrez Molero, hijo de Pepe Gutiérrez, que fue alcalde de Lucena”.
“Pues Manolo Gutiérrez y yo hicimos un trabajo para Alvear, pero los tiempos ya habían cambiado, y se había producido una renovación en los cargos directivos. Álvaro y Fernando ya no estaban al frente de la bodega. Y los nuevos jefes parecía claro que no tenían la misma visión de la publicidad”.
“Lo que hicimos en realidad fue repetir lo ya existente. Reiterar una fórmula que nos había dado buenos resultados durante diez o quince años, y lo concentramos todo en las ferias, en Málaga, en Jerez y en Sevilla, entre otros muchos lugares. Pero nada fuera de serie. Era reincidir en lo que ya había funcionado antes. Terminamos amigablemente bien, sin que importara que yo pudiera trabajar para otras empresas del mismo gremio. Nos despedimos todos amablemente en una buena cena”.
Valora muy especialmente el compañerismo y la confianza que encontró en Montilla. El cariño y afecto es algo que se nota de forma palpable en las fotografías de su fiesta de despedida. Pero su etapa andaluza tocaba a su fin. En poco tiempo había aprendido mucho. Le sirvió para abrirse paso en el competitivo mundo de la publicidad, en el que triunfó con claridad al frente de su propia compañía, después de un breve paso por una multinacional francesa que tenía una importante sucursal en Madrid.
“Tenía una agencia en la Gran Vía de Madrid con treinta personas. Pero al poco tiempo, en año y medio o así, monté mi propia empresa, con la que hice servicios a firmas de primer orden. Puse en práctica lo que aprendí en Montilla en todos aquellos años, un periodo de mi vida realmente extraordinario”.
“Siempre he tenido un sentido del humor muy desarrollado, lo que me ha servido para salir airoso de muchas situaciones. En Montilla, se estilaba mucho eso de poner el 'don' delante del nombre: don Álvaro, don Fernando, etcétera. Pero a mí, como alemán, el 'don Gernot' me sonaba fatal. Así que llegué a un acuerdo con la empresa para que en la bodega fuera el señor Dudda”.
“Era algo que sonaba bien a todo el mundo, siempre fui el señor Dudda, hasta tal punto que, pasado el tiempo cuando volvía de visita a la bodega, los compañeros paraban la máquina de embotellar y salían fuera para darme un abrazo, diciendo: hombre, señor Dudda ¿qué hace usted aquí? Treinta años después no podía andar por el centro de Montilla sin cada treinta metros saludar a alguien. De verdad, la gente me quería”.
“En los años que estuve allí, creé en mi despacho el tacómetro, un aparato para medir la cantidad de palabrotas. Era un botijo con una rendija para meter monedas. El que entraba allí y soltaba un taco tenía que depositar una moneda en el recipiente. Y cuál fue nuestra sorpresa cuando comprobamos que el tacómetro estaba bastante lleno; entonces con el dinero reunido, que era bastante, invité a los empleados a una cena en una peña flamenca”.
“Allí, rompimos el envase y lo que estaba dentro, todas aquellas monedas, se transformaron en vino y en jamón del bueno. Fue una buena invención, con la que conseguí que poco a poco no hubiera más tacos en mi despacho. Conocía a gente que venía con tres o cuatro monedas para poder emplear alguna expresión malsonante”.
El camino a la modernidad
“Cuando se estrenó el nuevo edificio de la bodega todo se fue modernizando. Me llamó la atención que, al principio de mi relación con la bodega, todavía había oficinistas con manguitos. Al principio me asusté, porque en el edificio antiguo teníamos empleados que estaban trabajando en el pupitre alto con mangas blancas en los brazos, con tinta y con pluma, haciendo los apuntes de contabilidad. Figúrate mi sorpresa, porque yo venía de hacer mis prácticas en Alemania en una empresa norteamericana, la General Electric. Dónde he ido a parar, me decía”.
“Pero todo esto cambió con las nuevas instalaciones, que tenían una sala de degustaciones, despachos, vestíbulos y diferentes espacios para reuniones en dos plantas. Despachos individuales, con aire acondicionado y toda clase de comodidades para empleados y visitas. De esa forma, Alvear dio un paso enorme para su actualización”.
El sentido práctico con el que se ha guiado en la vida le dice que su estancia en Montilla resultó afortunada. Le tocó la difícil papeleta de consolidar y ensanchar el mercado externo, una misión siempre complicada a pesar del prestigio internacional de la familia Alvear, que fue pionera a la hora de comercializar sus productos en Europa. Aplicó disciplina germana en su cartera de clientes. Y logró una buena cuenta de resultados gracias a su ventajoso conocimiento de las costumbres, gustos y tendencias enológicas en el viejo continente.
“Mi labor en el departamento de márquetin fue bien valorada. Es algo de lo que estoy seguro, porque de lo contrario me habrían echado. Las cuentas de la empresa, los índices de rentabilidad era alto secreto para quienes integraban el consejo de administración. La presidenta de este órgano de gobierno era una de las abuelas de la familia Alvear. Mandaba un montón. No se podía emitir un spot de televisión sin que ella diera su visto bueno. Si a ella no le gustaba una rosa, había que poner un clavel, por decirte un ejemplo tonto”.
“Mientras estuve en El Puerto de Santa María, mis visitas y todo mi programa de trabajo estaban planificado por completo, con una agenda muy cerrada. Tenía que dar cuenta de todo lo que yo hacía, de los viajes por el extranjero para ampliar negocios. Tenía que explicar mi cometido profesional con pormenores: lo que había vendido en Dinamarca, aunque fuera poco, o en cualquier otro país; todo pasaba por el seno del consejo de administración. Allí, esto de vender un barril en tierras danesas, se contaba como una proeza”.
“En Alemania, en mi tierra natal, no fue tan fácil. Sirvió que yo fuera de allí, pero los alemanes no estaban por la labor de comprar vino fino, que no lo conocen, porque las costumbres germanas en comidas y en cenas en casi todas las casas es que se consuman sus propios productos”.
“Además, sabido es que Alemania es un gran productor de vinos, por lo que reservaban los finos y amontillados para restaurantes de gran categoría y para grandes eventos de empresas, casi nunca para las comidas familiares. Alcanzar un gran volumen de ventas allí era muy difícil, yo creo que lo máximo que llegué a vender a un cliente alemán fueron tres bocoyes, que eso es poca cantidad para mantener una bodega”.
“Desde luego, encontré más receptivo el mercado de Holanda y de Dinamarca. Ahora bien, lo que sí se nos daba bien en Alemania era introducir nuestros productos en las colonias de emigrantes españoles. Nuestro vino era, para ellos, un producto de nostalgia, un vino de añoranza, como diría. Eran grandes empresas donde trabajaban muchos españoles, cantidad de origen andaluz, pero ahora la mayoría de estas industrias han desaparecido o se han transformado”.
“Y además, después todos estos españoles y sus descendientes se han asimilado, y ya no necesitaban una solera CB para Navidad. Progresivamente, a medida que pasaban los años, lo iban cambiando por vinos locales. El mundo estaba cambiando y con él, también los hábitos de consumo. Se pasó del producto a granel al embotellado”.
“Yo mismo fui un buen bebedor del vino de Alvear. Tenía por costumbre tenerlo en casa, pero ahora eso ya no ocurre, debido a que soy un cardiópata. Me han hecho tres baipás, y ya tengo 84 años, así que todo esto lo he restringido hasta eliminarlo de mi vida diaria”.
“Tengo severamente prohibido tomar alcohol. La última copa de vino fino la he tomado en Montilla con Rafalito Rodríguez Panadero hace unos dos años. Porque, entonces, yo fui a visitarlo. Cogí el autobús, ya que no puedo conducir, y estuve una semanita con él en la finca que tiene detrás de Las Camachas. Siempre he tenido trato agradable con él, lo aprecio, igual que a Paco Hidalgo”.
Esa consabida creencia de la rigidez alemana no va con él, porque al rigor y la seriedad siempre le ha puesto una sonrisa. El humor le ha servido para aclimatarse. Y también para sobrevivir en un país muy diferente al suyo. No es el único extranjero en las Bodegas Alvear que siempre en este terreno, y en otros, ha sabido practicar un cierto cosmopolitismo.
“Me fascinó trabajar para una bodega antigua y legendaria como es Alvear. Siempre encontré camaradería allí, y muchos recuerdos simpáticos. Cuando Fernando Alvear nos invitaba a comer en algún restaurante o bar por los alrededores de Montilla, llamaban la atención nuestros coches en el aparcamiento. Él tenía un Morris deportivo en aquellos años y yo tenía un coche alemán Opel Rekord, que ya tenía entonces diez años”.
“Resultaba curioso ver juntos un deportivo y un coche alemán casi histórico. Pero de todo lo que entonces ocurrió, lo que más me gustaba eran las conversaciones con Pepe Racero, que era el encargado del laboratorio, porque este hombre tenía un caudal de historias y de historietas que me interesaban muchísimo”.
“Una vez, en un taxi en Barcelona, el conductor empezó a hablarme con un fuerte acento cordobés, y yo con un fuerte acento alemán. Le dije: ¿me permite una pregunta? ¿Usted es casualmente de Córdoba? Y dijo: ¡Coño, sí, yo soy de allí! Hacía muchas comparaciones, un poco exageradas algunas, y entrando en conversación al saber que yo trabajaba en Montilla, comentó que muy probablemente yo habría pasado por su pueblo”.
“Claro, le respondí. Seguro que usted es de Montemayor. Se quedó asombrado. ¡Caramba!, dijo, estoy aquí en Barcelona con un alemán en mi taxi y el capullo me dice que soy de Córdoba, e incluso acierta el nombre del pueblo de donde soy. Es tremendo”.
“Yo procedo de un mundo que ya no existe. Nací en Prusia, en un pueblo que ahora está ocupado por Polonia. Hace poco estuve allí, fui acompañado de mi mujer. Estoy casado con una murcianita. Le enseñé la casa donde yo nací, y el pueblo donde nació mi abuelo y mis antepasados, y se quedó impresionada de todo lo que ha pasado. La gente dice, el Dudda, que soy yo, este ha pasado 27 vidas en una. Y es verdad”.
Entregas anteriores
Las 27 vidas del Señor Dudda (I)
MANUEL BELLIDO MORA
FOTOGRAFÍA: MANUEL BELLIDO MORA (CEDIDAS)
FOTOGRAFÍA: MANUEL BELLIDO MORA (CEDIDAS)

















































