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Que 70 años no son nada

Tomo el título de aquel viejo tango, cambiando lo de 20 años por 70, para celebrar una fecha que a algunos, quizás, no les haya pasado desapercibida. Me refiero a que en el 24 de mayo cumplía nada menos que setenta años Robert Allen Zimmerman, alias Bob Dylan.


¡70 años! Y yo creyendo todavía que “Los tiempos están cambiando”, tal como nos profetizaba, allá por la década de los sesenta, el genio de Duluth, Minnesota. ¡Hay que ser ingenuo para no darse cuenta de los fríos tiempos en los que vivimos, de los turbios vientos que azotan hasta los rincones más recónditos de los cinco continentes y en los que apenas caben atisbos de esperanzas!

Posiblemente, para sentir un poco el palpitar de algo vivo, haya que arrimarse a esos jóvenes “indignados” que han poblado ciudades españolas para enfrentarse a políticos cínicos, a banqueros insaciables o a los “Señores de la Guerra” que dominan el planeta Tierra.

Y arrimándome a ese rescoldo de esperanza, para el veinticuatro de mayo preparé mi manera particular de celebrar tantas décadas de buena música, y también de sueños que han alimentado mi existencia: ese día solamente sonarían en mis equipos las viejas y las nuevas canciones de Dylan.

Así, nada más levantarme, y mientras me preparo el café, acudo a aquellos elepés o cedés que contienen esas canciones que me han acompañado a lo largo de los años. Pequeñas joyas que se encuentran en The Freewhelin, The times they are a-changin o esa doble maravilla que es Blonde on Blonde.

Puesto que soy muy madrugador, tengo la oportunidad de llevar a cabo la marcha matutina que realizo todos los días, con hora y media de recorrido, antes de prepararme para ir a la Facultad. El agradable frescor de la mañana me va acompañando al tiempo que asoman a mi mente muchos de los recuerdos asociados a momentos vividos y relacionados con las múltiples canciones que archivo en mi memoria de este trovador de los siglos veinte y veintiuno.

Revivo con toda nitidez su primera venida a nuestro país. Por entonces, no eran tan habituales las llegadas de aquellos cantantes y grupos que estaban en la cima de los más renombrados. Y como no podía ser de otro modo, los que admirábamos a Bob Dylan no podíamos perdernos el concierto programado en Madrid a comienzos de los ochenta.

Así, Manolo Bellido, Miguel Rueda y yo nos preparamos para no dejar pasar semejante evento. ¡Sería imperdonable! Nos montamos, pues, en el Talbot Horizon verde camino de la capital del reino.

Como tres grandes devotos, que peregrinan para a conocer, ¡por fin!, a uno de sus ídolos, salimos de Montilla muy temprano. Yo conducía el coche, con la promesa de que a la vuelta nos repartiríamos los tiempos al volante.

No voy a extenderme en la actuación de Santana que ocupó la primera parte, antes de que Dylan saliera al escenario del estadio que, si no recuerdo mal, estaba totalmente ocupado. El placer de escuchar allí en directo, en vivo, esa misma voz aguda y nasal que tantas veces había sonado en nuestros equipos, era confirmar que nuestras vibraciones y sentimientos musicales no iban mal encaminados.

Como esos devotos que han cumplido con una antigua promesa, así nos sentíamos en medio de la noche madrileña una vez cerrada la actuación. Pero tocaba volver a casa. Con la satisfacción de haber asistido a un evento histórico, nos montamos otra vez en el coche, y regresamos a través de una carretera que por entonces solo tenía dos carriles, por lo que si a uno le tocaba un camión por Despeñaperros tendría que armarse de una gran dosis de paciencia.

De nuevo conduzco, con la esperanza de ser relevado al volante. Manolo y Miguel se acomodan atrás. Al poco tiempo se me van evaporando las esperanzas: ambos dormitan como benditos.

Solo hicimos parada en Andújar. Y allí tampoco estaban en condiciones de suplirme. Llegamos a Montilla hacia las ocho y media. Manolo tenía que estar en la emisora de Cabra para trabajar esa mañana. De Miguel, no recuerdo si continuó acompañando al dios Morfeo o ya tuvo dosis suficiente. Lo que sí sé es que yo no pude dormir, porque tenía tal tensión pegada al cuerpo que me lo impedía.

Como decía anteriormente, ese veinticuatro de mayo solo escuché canciones de Dylan. Ya por la tarde, sonaron los últimos discos, con mención especial para Modern Times. Y cómo no, otra vez los compases de esa maravilla que es la banda sonora de Pat Garrett and Billy the Kid.

¡Setenta años, nada más y nada menos! Y me digo: ¿Hasta cuándo uno se mantiene vivo? ¿Qué puede esperar uno en esta sociedad que ha creado un falso culto a la juventud, mientras no le abre esperanzas laborales? ¿Se acaba la vida cuando a uno le llega la jubilación? ¿Merece la pena seguir luchando o la vida es una pasión inútil?

Cuando uno ya ha llegado a una edad en la que no valen engaños, al momento de contemplar esa “curva” de la que nos hablaba Gonzalo Pérez, se está a punto de tirar la toalla; se tiene la tentación de proclamar a los cuatro vientos: continuad vosotros porque yo me apeo de este absurdo tren.

Pienso, no obstante, en algunos de los grandes creadores que han hecho de su vida un camino de lucha, trabajo y lucidez. Y acuden a mi mente dos de ellos por los que siento una gran admiración: Manoel de Oliveira y Oscar Niemeyer.

Hay algo en ambos que verdaderamente me fascina, y me hago la pregunta: ¿Cómo es que un hombre de 103 años, como es el portugués Manoel de Oliveira, ha podido presentar recientemente su última película El extraño caso de Angélica y que a partir de los ochenta haya dado luz nada menos que a veinte filmes?

Sus películas, para aquellos que no lo conozcan, no tienen nada que ver con las grandes superproducciones que ahora se estilan; son artesanales, hechas con grandes dosis de poesía y de creatividad personal. En ellas, la belleza forma parte intrínseca de la trama. Una belleza en la que cree firmemente como componente indispensable de la vida.

¿Y qué decir del genial arquitecto brasileño Oscar Niemeyer que, con la misma edad de Manoel de Oliveira, sigue en activo, proyectando obras magníficas como es el Centro Cultural Internacional que lleva su nombre, en Avilés, y que se ha convertido en un referente arquitectónico como es el museo Guggenheim de Bilbao?

Para mí, tanto Dylan como los dos grandes autores citados son auténticos ejemplos en los que todos deberíamos mirarnos, en el sentido de que la vida es lucha, es compromiso con uno mismo y con los demás, es reto constante, es un desafío a nuestras capacidades creativas, es un mirar siempre adelante, cargados de esperanzas, porque, a pesar de todas las adversidades que nos rodean, amigos míos, estos grandes hombres a través de sus vidas y de sus obras nos dicen que “los tiempos están cambiando”.

AURELIANO SÁINZ
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