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Solidaridad pepina

Una ola de solidaridad ha convertido a los pepinos en objeto de protección. Líderes políticos, medios de comunicación o ciudadanos europeos que consienten con su silencio el cierre de fronteras a la libre circulación del amor o el hacinamiento en centros de internamiento a quienes escapan del miedo, de la desesperación y de la violencia, han dotado de derechos humanos a unos tiernos pepinos indefensos de la ira alemana.

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Un silencio que calla que, a la misma hora que los pepinos asesinos son maltratados, en Europa se están realizando pruebas falométricas a los homosexuales que solicitan asilo o que miles de europeos nacidos en el otro lado del Mediterráneo no pueden reagrupar a sus familias.

O que más de cuatrocientos hombres y mujeres han muerto en su intento de atracar en la orilla del Mare Nostrum donde habita la hipocresía y la indecencia. Un continente, Europa, que ha olvidado demasiado rápido las veces que ha huido de sí mismo.

Ajenos a todo lo que no sea aumentar los beneficios, los oligarcas de la industria agroalimentaria, que reciben la mitad del presupuesto comunitario a través de la Política Agrícola Común (PAC), no han tardado en exigir indemnizaciones que les ayuden a recuperar los millones de euros no ganados.

Son los mismos que reciben ayudas por no producir; y que seguramente no sabrán que su negocio llevará este año a 44 millones de personas más a la pobreza extrema, consecuencia de la grave crisis alimentaria que emana de la especulación del mundo rico sobre los alimentos básicos. La crisis que no nos cuentan, que no vemos, que ignoramos, que silenciamos para no cuestionar la crisis de conciencia de este mundo rico y cínico.

Una tragedia humana que se solucionaría con permitir que se produjera de acuerdo a la demanda mundial y si las grandes potencias dejaran de subvencionar la no producción, para evitar que caigan los precios agrícolas en Occidente. Un modelo político y social que consiente con su amoralidad e indecencia que un pepino tenga más valor que el hambre que sufren 22 millones de niños.

Curiosamente, estos defensores de la agricultura financiada con dinero público son los que critican las ayudas a la industria cinematográfica española o los que vierten su rabia contra el PER –la prestación por desempleo de los jornaleros andaluces y extremeños-.

Una mutación ideológica que les lleva a apoyar el librecambismo pero, por el contrario, se transmutan en comunistas seguidores de la economía centralizada, cuando de agricultura se trata.

Gracias a periódicos, radios y televisiones conocemos las aventuras y desventuras de los pepinos pero ignoramos las condiciones denigrantes en las que viven los inmigrantes en Europa, a los que les cerramos las fronteras y les negamos un trocito de tierra que les sirva para encontrar la paz que buscan los hombres y mujeres libres.

El mundo necesita más solidaridad humana y menos solidaridad pepina. Los pepinos no están en riesgo de morir pero uno de cada seis habitantes del mundo -1.000 millones de almas- esperan de nosotros algo más que esta solidaridad facilona para con unos pepinos, que ha puesto de relieve cómo Europa aún no se ha librado de la furia de los nacionalismos.

Más de un inmigrante habrá pensando que en Europa es más esperanzador tener pepitas que corazón, para que ministros, maquinarias comunicativas, ciudadanos y esfuerzos económicos se pongan en marcha para salvar este mundo loco de la indecencia y del cinismo en el que vive.
RAÚL SOLÍS
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