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Mostrando entradas con la etiqueta In Memoriam [Antonio López Hidalgo]. Mostrar todas las entradas
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30 de septiembre de 2023

  • 30.9.23
Este hombre y la mujer andan cogidos de la mano. Todavía no se han abrazado. Andan juntos sin saber adónde van. Es la primera vez que ambos caminan sin rumbo, porque ahora el ayer ya no importa y el mañana solo existirá si son capaces de crearlo entre los dos. Lo saben sin haberlo aprendido sin antelación.


Ineluctables ante un destino ineludible, avanzan paso a paso hundiendo los guijarros en la tierra. Sin darse cuenta, la proximidad de los viñedos les percata de que la ciudad se ha quedado a una distancia prudente.

Se han buscado tanto, sin que cada cual supiera a quién quería encontrar, que se han quedado solos, voluntariamente solos, y ahora que la luna es clara se miran de frente con un deseo irrefrenable. "Así que eras tú a quien andaba buscando", acierta a decir ella.

Él apenas sonríe. La mira fijamente, apenas sin parpadear, porque el rostro que lo observa lo vio en los sueños, no en los sueños de estos días, sino en aquellos otros que el tiempo difumina con una pátina de sombras y de olvidos. Pero no cabe duda. "Es ella", piensa.

Ella quiere besarlo. No se atreve a decírselo. Sencillamente lo besa con una ternura que él nunca conoció. Apenas le ha tentado los labios con los suyos, y sabe, sin saberlo en realidad, que se quedará en ellos por mucho tiempo.

Ahora es él quien la besa con firmeza, y ella se deja llevar por un huracán de posibilidades que la aturde, pero no quiere regresar. Ya nunca podrá regresar a esa región que habitaba sola. Tampoco quiere. Tiene una luz en los ojos que es nueva y que él detecta como un objeto propio y necesario. Propio no en el sentido de dominio, sino como pieza imprescindible de su mismo destino.

La abraza con la certidumbre de que nunca más saboteará otras habitaciones, ni sudará las sábanas de otras mujeres que nunca amó, ni aceptará propuestas con embargos, ni buscará los fines de semana una botella con dos vasos y una compañera para sortear el maleficio de los días de pecado que ya purgó. Ahora abraza a esta mujer, la aprieta contra su cuerpo creyendo que el contacto íntimo e innecesario nunca lo separará de ella.

Vuelven a la ciudad cuando todavía el bullicio agota las calles, y los locales nocturnos les devuelven una música pegajosa con letras de bolero y melodía de canción italiana de otros años, mientras las parejas se besan en las esquinas de los bares, esquivos a estos dos transeúntes que cruzan la ciudad de punta a punta, ausentes de ellos mismos, componiendo una identidad nueva que les devuelva los años que se fueron sin pena ni gloria, vacíos como globos que estallan en mitad del silencio, y donde solo había oxígeno, el aire que vuelve a ser solo aire, perdido en medio de un horizonte sin aristas posibles.

En el hotel, la mujer observa la maleta sobre la cama y el equipaje a medio hacer, el billete de avión sobre la cama con un destino que no conoce, un libro con una página doblada que advierte de las páginas leídas, una botella de whisky irlandés, llaves, varios bolígrafos, una grabadora, cintas de cassette vírgenes, un par de libretas con nombres y direcciones tachados, con anotaciones ilegibles, sin fecha, escritas al azar, aunque indicativas del estado de ánimo de este hombre.

Ella no dice nada. Solo observa este reducto de soledad de donde se dispone a sacar a este hombre que la mira. Ella comienza a desnudarse con una seguridad y maestría que él aprecia en su medida. Deja su blusa blanca que huele a perfume en una silla y el sujetador de un color burdeos indefinido sobre la propia camisa.

Él observa unos pechos turgentes y blancos, con un botón claro en el borde del vacío, un botón pequeño, incluso infantil, rosáceo o color caramelo, pero nunca supo de qué color son los caramelos. Sentada en la silla se despoja de los vaqueros y de unas bragas también color burdeos que le esconden un pubis negro y recortado a la medida que él descubre cuando ella tira las bragas al suelo, como si improvisara la escena que una película que ya ha visto o que en un momento determinado se atrevió a soñar.

Ella está sentada en la silla, se echa hacia atrás y abre las piernas. "Sabes ahora dónde está el paraíso y cómo se entra al paraíso", pregunta ella sin sarcasmo alguno. Él observa, con una luz opaca, esa mancha oscura que lagrimea entre sus piernas, ese mundo claro que se abre ante sus ojos.

Mira un coño que es distinto a todos los coños que conoció en otra vida, y sabe que ahí se puede perder para siempre, que es donde se quiere extraviar premeditadamente, conscientemente.

No apaga la luz. Al contrario. Enciende la lámpara de la mesita de noche. No quiere vivir a oscuras un espectáculo sin igual. "La vida ya no está para sandeces", piensa. La mujer le mira con media sonrisa, porque sabe que este hombre se dispone a espolear su cuerpo a placer. Y piensa que ya era hora que un hombre le calmara, de una vez por todas, esos sueños que vagaban sin dueño por doquier.

Columna publicada originalmente en Montilla Digital el 28 de enero de 2012.

ANTONIO LÓPEZ HIDALGO

23 de septiembre de 2023

  • 23.9.23
Es de madrugada y este hombre no puede dormir. Abre la terraza y la noche, como siempre, es oscura y enigmática. El firmamento está poblado de estrellas minúsculas e incandescentes, o de estrellas inmensamente grandes que desde su ángulo de visión las encuentra curiosamente minúsculas, aunque él sabe que se engaña y que nunca podría medir con precisión su volumen ni su influencia vital.


Mirando desde este espacio parcial y concreto es consciente de la medida reducida de su existencia y de la inmensidad del universo, del abismo que se abre por doquier y que nunca alcanzará a indagar. Entra en la habitación y cierra la puerta de la terraza, y entre estas cuatro paredes sí puede abarcar el mundo que afuera se le escapa.

Ahora, reducido a simples pensamientos deshilvanados, no le importa viajar con la imaginación a paisajes inexistentes o a cordilleras elevadas desde donde se divisa, como una meseta llana y pulcra, la vida que ha vivido.

No sabe qué hace en esta ciudad o a qué ha venido, por qué, en ocasiones, volvemos allá adonde fuimos felices con la sensación contrastada de que allí no encontrará la felicidad, pero también con la intuición siempre presente de que cualquier día es bueno para torcer el rumbo de los acontecimientos cotidianos.

Ahora que es de noche y no sabe adónde ir ni dónde se encuentra exactamente ni por qué, comienza a hacer el equipaje. No lo ha meditado. Muchas veces en la vida, se ha guiado por estos impulsos inexplicables, y desde entonces anduvo de allá para acá.

A veces a este hombre no le ha importado vagar de una ciudad a otra sin más, sin otro fin que sentir sus pasos a su lado, como si otro, que no es otro sino él mismo, caminara a su lado, siempre siguiendo su sombra de peregrino improvisado, de vagabundo primario e inconsciente.

Aprendiz de viajero, sonámbulo de noches solas, devoto de una soledad que alimenta con una fidelidad a prueba de cualquier soborno. El equipaje es ligero; el camino, cualquiera; el pasado, un retorno imposible, una ciudad a la que tal vez nunca tuvo que volver.

Porque ahora se acuerda de esa mujer que el otro día encontró sentada en un banco del parque, una mujer enigmática como la noche y tierna y apetitosa como un trozo de pan recién horneado. Sonríe con estas metáforas improvisadas que le gustan.

Le gusta comparar a esta mujer con un trozo de pan o de bizcocho, o con un racimo de uvas, o como una lluvia improvisada que de repente cala hasta los huesos, se mete adentro donde las vísceras y los sentimientos componen un mosaico ilegible, un legajo intraducible, un manuscrito de letra minúscula y correcta que advierte al caminante de que el azar es ocioso y ventisquero, caprichoso y desconcertante.

Deja la maleta abierta sobre la cama para que, quien la pueda observar unas horas más tarde, entienda que hay viajes trucados por el destino y que la suerte, en un porcentaje indescifrable, es ingrediente de un cóctel que otras manos voltean, receta cuyo formulario nadie logra desentrañar sino una vez consumados los hechos que van a ocurrir.

El hombre baja a la taberna y pide un café negro y una copa de aguardiente. Hace ya mucho que no bebe aguardiente ni baja a estas horas de la noche a estos establecimientos que con los años cada vez escasean más, residuos de una vida agotada que se consume a su pesar.

Después pasea por las calles vacías cuando el día se abre irreductiblemente sin que él se aperciba de una claridad que echaba de menos. A media mañana se siente agotado, vuelve al hotel y en la habitación encuentra la maleta abierta sobre la cama.

Se recuesta a su lado, como si su presencia le devolviera una paz que ahora necesita, y se sume en un sueño ligero del que no huye. Cuando despierta, la tarde está avanzada. Se ducha, se viste como para ir de fiesta, se descubre una sonrisa ligera y sólida en su semblante que no logra domeñar.

Piensa si será la sonrisa de otro que habita en él mismo, dos criaturas diferentes que no logran habituarse a vivir en el mismo cuerpo. Suelta una carcajada rotunda que no logra contener con estas gilipolleces que de vez en cuando se le ocurren y le desconciertan.

Se dirige con paso firme y pausado al parque. En su banco está sentada la mujer del otro día, esperándolo. Ahora no sonríe. Ella tiene una mirada llena que no encontró el otro día. Te esperaba, le dice. Por eso vine, le explica él.

Quiere esbozar una sonrisa, pero no lo hace. Prefiere decir: “No puedo olvidarte”. Ella le mira fijamente. Tampoco sonríe. Y le dice: “Tampoco yo”. Él, sin saber cómo ha sido, se ve dibujando con su mano los labios de esta mujer. Ella atrapa con sus manos los dedos de este hombre, los besa tal vez. Siempre lo quiso hacer.

Después se pone en pie, coge la mano derecha del hombre con su mano izquierda y comienzan a andar. Ninguno sabe a dónde va y tampoco saben si este viaje que ahora comienza tiene regreso. A veces, piensa él, hay viajes que no se agotan.

No sabe por qué pero ha visto sobre la tierra del parque una copa de aguardiente que ha golpeado contra sus zapatos. La copa se vuelca sin romperse y derrama su contenido. Su olor anisado inunda toda la atmósfera de un aire edulcorado.

No sabe si esta imagen improvisada guarda algún sentido. Y esboza otra sonrisa que tampoco sabe si es suya o de aquel otro que habita su mismo cuerpo. Ella le mira y sonríe, porque ambos saben que lo que les va a ocurrir lo soñaron algún día, y se someten sin resistencia a acometer cuanto el destino les depara.

Columna publicada originalmente en Montilla Digital el 14 de enero de 2012.

ANTONIO LÓPEZ HIDALGO

16 de septiembre de 2023

  • 16.9.23
El hombre lee: “Sé feliz en el momento. Toda felicidad que dura es desdicha”. Apenas esboza una mueca, un conato de sonrisa. No lee el libro, descifra su propio destino. La frase es de Marcel Schwob. El escritor francés fue autor de cabecera de Borges, de Faulkner o de Tabucchi. Este hombre prefiere a estos tres escritores antes que a Schwob, pero piensa también que algunas frases de El libro de Monelle son dardos certeros y muestran, tal vez sin pretensiones, la auténtica caligrafía con la que se escribe la vida.


Le gusta la historia de Monelle pero prefiere la historia real en la que se basó Schwob para escribir estos relatos. En 1890 conoció a una joven prostituta de la que se enamoró sin reparos y sin solución. Louise, así se llamaba, murió de tuberculosis y Schwob nunca aceptó esa pérdida. Así que la buscó por las noches en las calles donde ya no podía estar. Acaso se buscaba a sí mismo también. Suele ocurrir.

En 1894, consciente de que el dolor era insobornable, comenzó a escribir: “Monelle me encontró en la llanura, por donde yo andaba errante, y me tomó de la mano”. Después añadió una segunda frase a un libro que todavía hoy, más de un siglo después, conmueve por su belleza y singularidad: “No te sorprendas –me dijo- soy yo y no soy yo. Me volverás a encontrar y me perderás”.

Borges acertó a escribir: “En todas partes del mundo hay devotos de Marcel Schwob que constituyen sociedades secretas”. El hombre cierra el libro, porque en el libro lee su misma vida. Es lo que ocurre con estos escritores que, indagando en sus propias llagas, muestran sin intenciones las heridas ajenas. Es inevitable. El dolor es de todos.

Piensa si la mujer que encontró sentada en un banco del parque se parece a Louise o a Monelle. O si acaso todos escondemos a una joven prostituta o una virgen en nuestras vísceras. Es posible que sí. La literatura, después de todo, es una impostura de la vida.

Este hombre no está seguro de nada de lo que piensa. Y tampoco le importa. La duda también es ingrediente imprescindible del dolor y de la vida. Mira el libro abierto sin leer. Lee hacia adentro. No el tiempo pretérito que sucumbió con acierto o sin fortuna, sino el tiempo venidero que no logra doblegar a su antojo. Pero también gusta del riesgo y de los percances imprevistos. Entonces recurre de nuevo a Schwob: “Piensa en el momento. Todo pensamiento que dura es contradicción”.

Un día vino a la ciudad, en parte a reconstruir el pasado para construir su futuro. Lo hizo sin nostalgia. Sencillamente por el simple placer de atar los nudos sueltos de su existencia. Por olfatear los olores de la niñez, por beber el vino de la adolescencia, por ver y encontrar en otras miradas ajenas su perfil extraviado de hombre errante.

Vino para no quedarse. Solamente quería arañar al olvido las piezas de un puzle incompleto que le inquietaba. Después se marcharía a otro lugar. Daba igual. El mundo es ancho y enigmático. No es como un libro, que cabe entre las manos y se puede abarcar con la mirada la inmensidad de sus propuestas, aunque también sea cierto que cualquiera puede naufragar o enloquecer entre aquellas palabras que insinúan un mundo inalcanzable y real.

Este hombre sabe que los sueños son reales. Por eso hay que atraparlos aunque en ello le vaya la vida. Quizás comenzó a hacer el equipaje pero enseguida desistió del intento. Sabía que no podría partir sin volver a ver a la mujer que encontró sentada en el parque. Alguna otra vez le ocurrió con otra mujer o con otras mujeres. Ya no recuerda.

Pero siempre hay un momento definitivo que es imposible obviar porque el tiempo comienza a mostrar fechas de caducidad en los frascos en los que el olvido es invisible. Después, no se sabe cuándo, el olvido adopta sus propias formas y envuelve el entorno de una pátina indisoluble que todo lo enturbia y oscurece.

Este hombre teme a la oscuridad y sabe que la oscuridad es semilla del miedo y que el miedo siempre anida en las almas volubles y dubitativas. Una vez más piensa que la joven prostituta de Schwob en nada se parece a la mujer que encontró sentada en un banco del parque y sabe, no obstante, que él busca en ella el mismo sentimiento de enajenación y perdición que Schwob encontró en Louise y que inventó en Monelle.

Columna publicada originalmente en Montilla Digital el 7 de enero de 2012.

ANTONIO LÓPEZ HIDALGO

9 de septiembre de 2023

  • 9.9.23
El hombre mira a la mujer que está sentada a su lado en un banco del parque. Mientras la observa, piensa que la vida es caprichosa y sorpresiva, sinuosa y sugerente. Hasta el momento en que la encontró allí sentada, la imaginó como era y como nunca fue, le modificó los ademanes a su antojo, le inventó un pasado que nunca vivió, le puso en los labios media sonrisa que le infantilizaba y en los ojos una mirada tierna que siempre soñó.


Pero nada más conocerla, la aceptó tal como era. No tenía una belleza de infarto, pero sí un atractivo diferente a otras mujeres que había conocido. Soñó con ella con una serenidad que nunca había sentido y al despertar se sintió liviano en su propio cuerpo.

Hasta la tarde, que era cuando iba al parque para ver ponerse el sol, logró sacarla de sus pensamientos. Dejó a un lado su vida pendiente y pensó si dar un giro a su monotonía diaria sería buen aliciente para esquivar el desasosiego.

Le había visto a esta mujer en su modo de andar un vacío interior que le desconcertada y que no le dejaba manejar con destreza sus encrucijadas más firmes. Comió sin hambre y después se vistió con una parsimonia calculada. Eligió una camisa clara y una chaqueta discreta hecha ya a sus formas.

Mientras caminaba en dirección al parque, supo que aquel día le cambiaría la vida. Ahora se sentía un impostor de sí mismo que había optado por dejar a un lado otra vida ya deshecha por las circunstancias. Cuando la vio sentada en el banco, sonrió con esa sensación de victoria de haber vencido en una guerra que todavía no había estallado.

No le preguntó el nombre. "Para qué", se dijo. Después escrutó sus ojos cansados, sus labios desconcertantes. Ella miraba las ramas altas de los árboles. O tal vez miraba el cielo todavía azul. "Hoy es un día distinto", dijo ella. Después le miró a él.

"Tú sabes que hay días que pueden alterar toda una vida", le dijo. Volvió a mirar un cielo que poco a poco se apagaba. Era el último día del año. Bastarían unas horas para que un nuevo día y un nuevo año abrieran las hojas del calendario. Atrás no solo quedaban 365 días de nefasto recuerdo sino un futuro de incierto pronóstico y de aun más difícil diagnóstico.

Se había ido ya la luz cuando le mujer le propuso pasear por las afueras de la ciudad. La noche era fría y clara. Durante un buen trecho ninguno pronunció palabra. Al rato ella se detuvo. "Pensé que nunca te iba a conocer", le dijo ella. "No quieres saber cómo era mi vida", le dijo, "por qué hoy vine a buscarte, qué hombre desató la ira que muerdo, la paz que no hallo".

"No me importa de dónde vengas", le dijo el hombre. "Solo me interesa la mujer que veo, la que existe ahora". El hombre quiso besarla, pero no se atrevió a romper el silencio que ella buscaba. La mujer se le acercó con paso decidido. "Bésame", le dijo, "y después acompáñame a casa". Mientras la besaba soñó que la estaba besando. A veces, la vida y los sueños se confunden inevitablemente.

La dejó a la puerta de la casa. Le hubiese gustado subir, haber compartido con ella la noche. Sin embargo, optó por callar la propuesta. Regresó solo y con la sensación de no haber acertado en su decisión última. Durmió con una pesadez cómoda que le devolvió el sentido común cuando amaneció.

El nuevo día le pareció más azul que el anterior. Por la tarde, de nuevo, iría al parque. Pensaba que la mujer también iría. Cuando llegó, se sentó en el mismo banco, abrió un libro y se sumió en una lectura liviana que le devolvió otros sueños más insolventes.

Cuando anocheció, cerró el libro, miró el banco en el que se sentó la muchacha la otra tarde. Se preguntó una sola vez por qué no había acudido a la cita. Después entendió que no habían quedado en nada, aunque él esperaba que ella hubiera aparecido con su presencia frágil de mujer sola. Sonrió, no supo por qué. Después comenzó a caminar sin rumbo, como había hecho toda su vida.

Columna publicada originalmente en Montilla Digital el 1 de enero de 2012.

ANTONIO LÓPEZ HIDALGO

2 de septiembre de 2023

  • 2.9.23
La mujer que ayer se sentó en un banco del parque no logra olvidar al hombre que vio allí también sentado. No lo conoce de nada. Lo sabemos. Pero su imagen, sola y enérgica, ocupa un espacio cada vez mayor en su cerebro y su cerebro, acaso sin pretenderlo, bifurca extrañas órdenes a sus manos.


Y entonces ella, frente al cuarto de baño, escruta arrugas apenas incipientes, la luz apagada de sus ojos que hoy brilla como si el sol alimentara su luz, su piel de melocotón todavía inexplorada por manos expertas. Sabe que algunas sensaciones solo alcanzan a ser reales cuando otras manos que no son las suyas las exploran en su propia piel. En realidad, no lo sabe. Lo sospecha solo desde hace unos instantes, desde el sueño que dejó apagado entre entras las sábanas anoche.

Pero los sueños no se apagan. Nadie sabe cómo agonizan los sueños y qué materiales son los más efectivos para mitigar sus efectos o para prolongar su color. He ahí que esta mujer, a sus cuarenta años, ha roto con un hombre que conocía de tanto tiempo atrás y con quien pensaba andar todo el trecho de vida restante.

Ella no sabe cómo ocurrió. Fueron tal vez unas palabras inoportunas, un gesto vacío, una mirada que buscaba otro paisaje. No lo sabe. Pero le dijo adiós. Adiós definitivamente. Como si cada despedida, según el tono de la voz, anunciara un paréntesis infranqueable.

Aquel adiós, sin embargo, fue breve y decidido. Después se puso a andar. No importaba a dónde. Fue así como se sentó en un banco del parque. No solía ir al parque para nada. Ahora no logra olvidar el parque y a un hombre sentado en un banco que la miraba fijamente.

Sabe, ahora sí, que su vida ha cambiado, aunque no ocurra nada más. Algunas veces, no debe ocurrir nada extraordinario para que la vida nos dé un vuelco. Puede ocurrir después y, en realidad, ocurre más tarde, cuando ya estamos alerta y sabemos que el azar, como el maleficio, nos ronda siempre por segunda vez y nos abandona definitivamente cuando no somos capaces de dirigir la mirada a la persona que nos mira y que nos miró siempre, aun cuando nosotros no sabíamos de otros ámbitos ya habitados por nuestros sueños y franqueados por nuestros propios pies.

Ahora esta mujer se ha metido bajo la ducha y, cuando frota la espuma de jabón contra su piel, siente como si se desprendiera de otra piel que nunca fue ella suya y ahora le sobrara. Es entonces cuando se siente desvergonzadamente desnuda, cuando al mirar al espejo y desprenderse de la toalla, descubre su propio cuerpo, todo entero frente al espejo aún mojado, sin que ningún hombre dibujara con sus manos parcelas de ternura, esa agresividad dulce que le atraviesa el esqueleto y que, desde anoche o quizás desde siempre, no la deja dormir en paz.

Se viste con una premura inusitada, pero midiendo cada minuto. Porque ahora, se dice, el tiempo importa. El tiempo es lo que importa. Restar tiempo al destino. Viste un vaquero usado que anuncia unas formas nada detestables, una blusa blanca mal abrochada que insinúa más de lo que contiene, el pelo suelto, el perfume que siempre conservó para un día como hoy. Se mira frente al espejo y sabe ahora que a los años se les puede sobornar sin estrategias demasiado rígidas.

La mujer se ha sentado en el banco del parque donde estaba sentado el hombre que vio ayer. Apenas ha esperado cinco minutos para verlo, porque el hombre, cada tarde, se acerca al lugar a distinta hora, pero hoy quería saber si la mujer acudiría a una cita que no tenía concertada.

El hombre mira al banco donde se había sentado la mujer ayer, pero observa que no está y, cuando se dirige a su banco, detesta, algo confundido y feliz, que la mujer le espera. Sonríe y ella sonríe también. Le dice algo divertido: “Pensé que este era mi banco”.

Ella le dice: “Sí, lo sabía. Por eso me senté”. Después esboza apenas una sonrisa. A él le gustan sus dientes, sus labios, su media sonrisa, su atrevida timidez. Y solo logra responder: “Aquí las tardes son breves y acogedoras. ¿Lo sabía?” La mujer suelta una carcajada rotunda, y después lo mira sin fisuras. “Sí, lo sé desde ayer”, le dice. Ambos piensan que hoy la luz se prolongará aun cuando se haya puesto el sol.

Columna publicada originalmente en Montilla Digital el 24 de diciembre de 2011.

ANTONIO LÓPEZ HIDALGO

26 de agosto de 2023

  • 26.8.23
El hombre está sentado en un banco del parque. De vez en cuando, le gusta andar un trecho y después sentarse en este banco del parque. Las tardes de otoño son breves, pero se prolongan en exceso después de haber echado una breve cabezada en el sillón de orejas. Le quita el sonido a la televisión y le gusta poner su propia voz a las imágenes en movimiento que poco a poco se mezclan con las otras imágenes de un sueño liviano.


Sentado en un banco del parque, mide el paso del tiempo con una melancolía matemática, y no le importa contar los años vividos y las aventuras truncadas. Le gusta, sobre todo, deleitarse en los éxitos. Éstos nunca fueron acontecimientos deslumbrantes, pero él los celebra como piezas imprescindibles de este puzle que es su vida.

Se trata de algunos viajes gratos, de noches que se prolongaron hasta el amanecer para huir de las pesadillas, de mujeres que buscaron sus hombros donde apoyarse cuando la vida les confundía convulsos intereses con los impulsos del corazón.

Nunca llora, pero alguna vez los ojos se le humedecen y en las comisuras de sus labios esboza apenas un conato de sonrisa que alivia con unas palabras que tampoco pronuncia. “La vida”, dice entonces. Y en esas dos palabras sintetiza toda una existencia de hombre vagabundo que alguna vez fue feliz.

Mira a esta mujer joven que se ha sentado en otro banco. Calcula su edad, y sospecha que no ha cruzado el umbral de los cuarenta. Piensa que es aún joven, pero que ambos, de haberse conocido en otras circunstancias, hubiesen alcanzado a ser felices juntos.

Viste como si tuviese una cita ya cerrada. Sin embargo, su mirada algo extraviada en ella misma le dice que el encuentro ya tuvo lugar y que las esperanzas puestas en el mismo se han chamuscado como alas de pollo olvidadas al fuego.

Él piensa que la tristeza, en ocasiones, cuando no es obsesiona ni demasiado gris, embellece a algunas mujeres. Y éste es el caso. Piensa que le gustaría conocerla más a fondo. Decirle algunas palabras que ahora desconoce y que no le importaría proponerle algún despropósito que mitigara la contrariedad en la que se halla perdida.

La mujer mira a este hombre que está embebido en sus pensamientos. Ha observado que alguna vez la mira para después de nuevo meterse en sus interioridades que deben obsesionarle o bien lanza una mirada panorámica al parque como si contara cada árbol y en cada uno intentara descifrar tantas incógnitas que lo mantienen ensimismado.

La mujer mira con discreción a este hombre. Sabe por su pelo encanecido que ha cruzado el ecuador de la vida y en su serenidad despierta sabe que cobija otra vida que solo él maneja a su antojo. Y es esa seguridad que esconde sin intenciones donde ella quisiera reconocerse ahora mismo.

La mujer ve en este hombre una belleza sólida y diferente que le perturba los pensamientos. Le gustaría importunarle su soledad, sentarse a su lado y escrutar su mirada de espía jubilado. Ella piensa que posiblemente la comparación no sea la más afortunada, y ríe de esas extravagancias que se le ocurren.

Vuelve de un encuentro con un hombre al que ha dejado de amar en solo unos instantes. Fueron unas palabras inoportunas, una excusa torpe, esa sensación que anuncia catástrofes que aún no han ocurrido y que no deben ni pueden ocurrir. Ha mirado a este hombre y sabe ahora que no se ha equivocado apostando por otro futuro que desconoce y que no alcanza a vislumbrar.

La tarde se apaga como una fiesta sin vino. Vuelve a mirar a este hombre, ahora de manera descarada y convencida, pero ella sabe que un caballero, incluso con tanta ciencia como este hombre acumula, no se acercará a saludarla y proponerle cualquier despropósito. Se pone en pie y vuelve a mirarle con intención. Después comienza a caminar sin rumbo.

El hombre también la mira, muy fijamente, tal vez con ternura. Sabe que posiblemente no volverá a verla y esa sensación, que no es nueva, le recuerda que la vida se repite de vez en cuando con pequeñas variantes. Afortunadamente. Después de ríe a carcajadas sin razón alguna. Solo él se escucha en este parque vacío. La noche, lo sabe, nos vuelve a dejar a todos solos.

Columna publicada originalmente en Montilla Digital el 17 de diciembre de 2011.

ANTONIO LÓPEZ HIDALGO

19 de agosto de 2023

  • 19.8.23
Nadie se cansa de soñar. Es la única adicción a la que nadie logra escapar nunca. Este hombre que apenas conocemos tampoco puede burlar los sueños. Los sueños no son viento ni tormenta. Pero anidan el aire y en el agua. No se les puede exterminar porque no podemos caminar por la vida como impostores de aquel otro que siempre quisimos ser.


La única recompensa por estar vivos no es colmar las más abyectas ambiciones que nos delatan, sino ser propietarios de sueños únicos e imposibles. Nadie tiene acceso a esa caja que es otra vida dentro de nuestra propia vida, sueños dentro de otros sueños, universos inmensos en este estrecho hábitat.

Este hombre sabe que necesita de los sueños para sobrevivir y que sin ellos la existencia es un océano vacío que confunde sus orillas con la arenas de todos los desiertos que nos desorientan y confunden. No hay mayor error que pensar que nuestros sueños alcanzan el valor de nuestra nómina o de nuestro patrimonio o de nuestra fortuna, o la dimensión de nuestra altura, o la flexibilidad de nuestra inteligencia.

Los sueños cruzan fronteras infranqueables y se adueñan de identidades que fagocitan y exprimen hasta la extenuación. Cuando el hombre duerme, la noche lo vuelve indefenso y extraviado en el laberinto de los sueños que no maneja a su antojo, busca la luz del día para huir de su más íntimo fracaso que todos conocen y que solo él pretende ignorar. No hay insecticida posible contra los sueños. Cuando se les rehúye, siempre vuelven después como un enjambre de abejas a ocupar el lugar que les negamos.

Este hombre sospecha que los sueños de aquel otro hombre son tóxicos como la prima de riesgo que el sistema maneja a su antojo. El hándicap del sistema en el que este y aquel hombres andan inmersos es que no puede expropiar los sueños, ni desvalijarlos, ni controlar sus ausencias o sus posibilidades.

El sistema le expropiará la vivienda, le condenará a una nómina indecorosa, le apretará el cinturón hasta hacerle vomitar bilis, le esclavizará hasta el extremo de que a su dueño lo confundirá con otro dios y a su dios lo expulsará del templo de sus ensoñaciones, porque el hombre, cualquier hombre, teme más al peligro que acecha que a la miseria que lo ciega y lo domina.

Por eso, este hombre no busca pelea, rechaza el bullicio colectivo que todo lo impregna de turbio desencanto y espera a que otro día le devuelva uno de tantos sueños que el sistema no logra arrancarle de cuajo, porque mientras los sueños aniden en lo más hondo de este hombre, la posibilidad certera de que el mundo puede cambiar es una sospecha que el sistema, en lo más hondo de su estructura, en lo más oscuro de ese silencio que nunca logrará apagar, no podrá vencer.

Ha amanecido pero este hombre vuelve a cerrar los ojos, porque prefiere habitar sueños disparatados que morder los bordes de una vida que no le gusta y que le mata, y a la que está condenado a volver para vencerla o malgastarla.

Columna publicada originalmente en Montilla Digital el 10 de diciembre de 2011.

ANTONIO LÓPEZ HIDALGO

12 de agosto de 2023

  • 12.8.23
Este hombre un día se embriagó de sueños desmesurados, y está bien que así sea, porque esa ambición sin límites le permitió traspasar barreras infranqueables, le ayudó a diseñar una existencia digna sin tener que atenerse a normas trasgresoras ni mucho menos a vulnerar principios elementales.


Los sueños reconfortan no solo el paladar sino también los resquicios del alma por donde se escurren las lágrimas que nunca traspasan la red de unas pestañas sedientas de lluvias interiores. Este hombre sabe que hay que administrar los sueños con la misma sabiduría con la que gestionamos las horas de cada día.

El tiempo y los sueños son ingredientes indisolubles de un mismo cóctel, piezas de un puzle siempre incompleto que nos persigue de por vida sin que sintamos su presencia a nuestro lado.

Este hombre mira de vez en cuando el reloj para otear las horas, pero sabe también que las horas no son el tiempo, sabe que las horas son pequeñas piezas abstractas que delimitan un tiempo que no alcanzamos a conceptualizar en toda su extensión.

Él sabe que vivimos en un tiempo que no es nuestro ni de nadie y que, cuando seamos tierra de la propia tierra, el tiempo vagará por el espacio ilimitado del universo a la espera de que otros hombres que nazcan lo inventen una vez más para medir su vida desbaratada.

Los sueños son agujeros negros en el tiempo, porque los sueños traspasan su corteza para sumergirse en otro tiempo que solo existe en nosotros y que con nuestra muerte ese tiempo menor y difuso de los sueños sucumbe también y por siempre.

Es cierto, como ya sospechaba Borges, que un hombre podría infiltrarse en los sueños de otro hombre, y que una vez nosotros fallecidos, este hombre estaría condenado a deambular sin rumbo en un limbo que es este sueño ajeno, sin propietario en un universo condensado de tiempos personales y asimismo desconectado de un tiempo real e infinito.

El hombre que un día traspasó las fronteras de uno de sus sueños para habitar otro sueño de un desconocido es este hombre de sueños desmesurados que un día se equivocó de ruta y ahora naufraga sin brújula en un océano de nadie. Él lo cuenta a los más próximos y estos a su vez sospechan que este hombre en realidad navega por ese otro océano que nadie conoce y donde el crepúsculo nunca se pone.

Cualquiera puede trasgredir un sueño ajeno, por propia voluntad o bien movido por el azar, y puede reordenar el cauce de los ríos y la tala de los bosques, e iluminar el cielo con lluvias de pirotecnia, levantar muros donde antes la tierra era de todos e inventar otras lenguas para confundir a sus semejantes.

Pero siempre se corre el riesgo de que el hombre propietario del primer sueño despierte porque la luz del sol lo llame o un presentimiento fatal lo desvele en mitad de la noche, y entonces aquel otro intruso, que modificaba a su antojo un sueño que no era suyo, vagará por un tiempo inexistente hasta que el primer hombre, ya reconfortado de un miedo del que huye, de nuevo sucumba a la tentación onírica de olvidarse de su misma vida para inventar otra diferente o mejor que no existe y que siempre quiso.

Columna publicada originalmente en Montilla Digital el 3 de diciembre de 2011.

ANTONIO LÓPEZ HIDALGO

5 de agosto de 2023

  • 5.8.23
Hoy el sol irradia una luz natural y esta luz, para el hombre que mira sin saber adónde, es necesaria como el pan de cada día. La expresión no sería correcta. Le han detectado azúcar en la sangre, y por esta razón evita el pan de cada día. Se conforma, además le divierte, con ingerir picos.


El pan de cada día lo conforman también las noticias de los informativos audiovisuales. Éstas no le alimentan ni le divierten. Es más, le aturden y le enfurecen. Sobre todo por la actitud que han adoptado sus vecinos y los vecinos de sus vecinos.

Escucha a alguno o algunos que el periodista interpela al azar a la hora de la cena, y sus declaraciones no solo no le estimulan el apetito, sino que le hacen llorar de rabia. Suele quejarse más del malestar que le provocan los males ajenos que los propios.

Escucha a una mujer joven justificar las medidas de austeridad impuestas por este Gobierno saliente y aquellas otras que implantará este Gobierno entrante, y piensa que el mundo se ha extraviado primero en el confort de una riqueza falsa que nunca fue real y ahora delira en los bastiones de una pobreza azul que cree virtual y que en nada le recuerda la miseria genética en la que siempre vivió.

Y antes envenenado por el exceso de glucosa en sus venas y ahora sediento como consecuencia del café amargo ingerido, sueña y duda de aquellos días que imaginó felices con tan pocas herramientas en los bolsillos.

Este traje le viene ancho y no quiere acostumbrarse a su pena diaria, ni alimentarse como un parásito de su propio dolor y, mucho menos, vivir la vida que otros le diseñan desde otros ámbitos y que en nada se asemeja al mundo de sus sueños deshabitados.

Ahora, consciente de que el mundo no cambiará hasta que sus vecinos asuman la pobreza como una forma de vida y no como un estado de ánimo pasajero, y recuperen aquellos valores de integridad que les hacían grandes siendo tan pequeños, se ha sentado en su sillón de orejas, ha abierto un libro entre otros muchos, ha cerrado con llave la habitación.

Hoy la mañana es fría. Busca en los rescoldos del fuego de anoche un calor que le atraviesa los huesos. Ahora no mira las cenizas ya frías, porque una luz natural atraviesa este espacio que ilumina su vida.

Columna publicada originalmente en Montilla Digital el 26 de noviembre de 2011.

ANTONIO LÓPEZ HIDALGO

29 de julio de 2023

  • 29.7.23
Éste es un tiempo difícil y el hombre que observa las estrellas fugaces que cruzan el cielo lo sabe. De vez en cuando, se asoma a la ventana y mira el mundo ancho que sus ojos no alcanzan a abarcar; o se sienta en la arena como si metiera su vida entera en el mar y, aunque el horizonte es finito, admira la falsa infinitud que su imaginación le propone; o bien pasea por las mismas calles de todos los días y adivina otra ciudad distinta a la de ayer.


Sin embargo, la fosa donde lo ha hundido este tiempo de infortunio le rompe los sueños más verosímiles en sus propias manos y, aún así, con los coágulos recientes de una herida que no cicatriza, avanza sin rumbo por los atajos que le oferta la noche.

No hay estrellas fugaces hoy. Tampoco ayer. El hombre que observa un cielo estrellado sabe que el universo es todo movimiento pero, a esa hora en que la ciudad duerme, en el firmamento reina una paz estática y medida que no tranquiliza a nadie, porque la quietud que él mastica es el anticipo improvisado de la desgracia.

Mañana volverá sobre sus propios pasos. No obstante, comprobará que todos los días son el mismo día y que también el tiempo está estancado no solo en su memoria sino también en la de quienes le rodean y le quieren o le odian. Los demás son escépticos a los cambios y prefieren morir en un rincón conocido y reconocido por sus semejantes que abrirse a otro paisaje que nadie ha dibujado en sus biografías.

Todos saben que el miedo es la sensación que les habita y saben también que el miedo es una pomada que endurece la piel, que oscurece y oculta la piel, y sobre esa misma piel los demás solo percibimos una capa gelatinosa, como baba de caracol que humedece el cuerpo.

Y eso es el miedo que va de adentro afuera pero también de afuera para adentro, y en ese punto en el que se bifurcan los miedos interiores y los ajenos, la piel es ya transparente, como si no la hubiera, pues nadie quiere entender en realidad que, cuando el miedo es un sentimiento común, el advenimiento de otros tiempos de bonanza se transmuta en días de vigilia que nadie desea sentir en la propia piel que el miedo hizo cenizas en este futuro sombrío.

Columna publicada originalmente en Montilla Digital el 19 de noviembre de 2011.

ANTONIO LÓPEZ HIDALGO

22 de julio de 2023

  • 22.7.23
Este hombre cuenta con los dedos, como cuando era un niño, las últimas monedas con las que no alcanza para cerrar el mes. La crisis financiera, la recesión económica, las reformas laborales y otras palabras nuevas para él, que nunca entendió en su concepto preciso, son las razones por las que sus sueños se han estrellado como un huevo contra el futuro y se ha hecho añicos.


Ahora ya no es un niño y sabe que cuando las cuentas no salen, con dedos o sin dedos, algo va mal, y que cuando esa situación de inestabilidad no depende de él ni de cualquiera con quien se tropieza por la calle, la solución siempre es una falsa solución. Eso sí: si es que la hay.

Cuando el poder de adquisición se reduce como los días en invierno, hasta el mismo punto que una tarde nublada oculta las montañas más próximas, la oscuridad suplanta a la luz y las tinieblas configuran formas imposibles de descifrar que no tranquilizan el alma.

La sociedad de consumo, cuando el consumo no es posible, es la peor de las pesadillas, porque las pesadillas violentan toda esperanza emergente y debajo de la almohada nada más podemos esconder aspiraciones livianas que en nada pueden sustituir a los sueños que nos hicieron crecer cuando todavía contábamos con los dedos tantas sospechas que no pudieron ser posibles.

Posiblemente estas sospechas ni siquiera alcanzaron a ser proyectos, porque el olvido, cuando la vigilia recorta la intensidad de la luz, amenaza no solo con romper las esperanzas desmenuzadas día tras día, sino que también oxida toda posibilidad de que otro tiempo nunca soñado alcance a ser real, aunque ya se sabe que la vida se alimenta de la ficción y sin ficción no es viable la realidad que nos mueve y conmueve.

Afortunadamente, la ficción es maleable como el barro, pero llegados aquí es necesario que las manos sepan moldear el horizonte desdibujado que otros resquebrajaron y rompieron por nosotros, contra nosotros y, sobre todo, sin nosotros y a nuestro pesar.

Columna publicada originalmente en Montilla Digital el 12 de noviembre de 2011.

ANTONIO LÓPEZ HIDALGO

15 de julio de 2023

  • 15.7.23
El hombre que mira a las nubes no busca el rastro de la lluvia inminente ni piensa que la lluvia le pueda devolver la nostalgia que no quiere. Se ha cansado de mirar al frente y atrás, después de toda una vida caminando cabizbajo.


Ahora mira al cielo y deduce que el universo también debe ser finito, aunque inmenso observado desde este ángulo en el que las cosas se muestran pequeñas y cercanas. El hombre piensa que toda una vida, ni varias vidas vividas en una sola, bastarían para abarcar las dimensiones de una realidad que se nos muestra ilimitada y agotadora.

Ahora la lluvia, aunque todavía son menudas gotas de agua, le devuelve una inquietud ajena, nueva para él. Se pellizca los brazos porque teme que su identidad se le haya evaporado con este viento incipiente y que alguien que cruce por el lugar le devuelva otra experiencia trocada que confunda con la propia y que no coincida con sus esperanzas últimas.

El hombre no teme a las tempestades exteriores que mutan esta naturaleza conocida por otra cuya imagen rehúye a regañadientes. Teme, sobre todo, a los huracanes interiores que le tiñen el alma de un color que desconoce.

Mira de nuevo a las nubes y no ve el sol que busca y le ilumina, mientras la lluvia, densa como una nuez, le nubla la vista, y se imagina nadando a brazadas huecas en un mar cercano, náufrago de él mismo, consciente de que cualquiera se ahoga en el lago de sus propios sueños confundiéndolo con el océano de ilimitadas orillas.

Columna publicada originalmente en Montilla Digital el 5 de noviembre de 2011.

ANTONIO LÓPEZ HIDALGO

8 de julio de 2023

  • 8.7.23
Sabemos que el tiempo no existe. Alguien escribió que Dios creó el tiempo y el hombre inventó las horas. Podría ser. Tampoco sabemos si la memoria existe. Probablemente seamos hijos del olvido. Ahora no recuerdo. Eso piensa este hombre.


Ahora mira este arroyo que desborda las orillas después de una riada reciente. La lluvia ha menguado y el cielo, al abrirse, muestra un sol tímido un tanto gris, como si fuera un huevo redondo. Ve a dos jóvenes zambullirse en sus aguas claras. Junto a un tronco, encuentra sus ropas en un desorden buscado.

Ahora mira otra vez y no ve el arroyo, sino la tierra cuarteada, y no hay árboles, y el canto de los jilgueros y los verderones se ha disipado con el viento y esta primavera desacostumbrada.

Ahora observamos a este hombre desde donde no puede adivinar nuestra presencia y advertimos que no tiene mirada, y que su edad suma treinta más tal vez –o más- y que en su gesto de abandono no hay una expresión de desengaño sino de apatía, y que en los treinta años ya vividos que ahora recuerda cuando ha cumplido los cincuenta solo hay momentos desvencijados que no suman una vida, sino una existencia umbría y un destino esquilmado de desaciertos.

Este hombre no sueña. Mira este arroyo de su primera juventud. Y nada más ve que el tiempo, aunque inexistente, se le agota por instantes. También es cierto que la realidad es otra. Pero esta ya no le interesa tanto como la anterior, aquella que tuvo que haber vivido.

Columna publicada originalmente en Montilla Digital el 28 de octubre de 2011.

ANTONIO LÓPEZ HIDALGO

1 de julio de 2023

  • 1.7.23
Mírame sin parpadear, congela el tiempo en tus ojos y quédate así para siempre, frente a mí, le dice él. A ella le hubiese gustado que esa propuesta que ahora él hace la hubiese ofrecido cuando ella era más joven y la sangre le borboteaba indomable. Creo que ya no tiene sentido, dice ella. No hay rencor en sus palabras y en su mirada no hay melancolía ni deseo, solo una brisa de viento frío y delgado muy parecida al vacío que deja el dolor cuando ya no duele ni importa.


Ella, aunque sabe de los destrozos que dejan a su paso los vendavales, vive a la intemperie, sin refugio inútil y sin propuestas determinantes. Así fue desde entonces, desde que cada cual emprendió solo un camino que no sabía a dónde les llevaría.

Como casi siempre, no conduce a ninguna parte. Y a ella ese puerto indeterminado, impreciso, a veces inhabitable, ha acabado por gustarle. Aborrece los horarios preestablecidos, las palabras sonoras pronunciadas sin pasión, el futuro diseñado al detalle como si fuese un apartamento a estrenar.

Te acostumbraste a otra vida, le dice. Ella no sabe si pregunta o corrobora. Da igual. Sonríe. No sabe bien por qué. Me acostumbré a otra vida, pero no sé bien a cuál, le dice, y eso me gusta. Él percibe una despedida definitiva en sus palabras, una distancia invisible que les separa.

Ella pide un gin tonic, lo mira sin parpadear, como él le propuso en un principio. Es ahí donde él advierte cuándo se fue ella, cuándo se equivocó él, cuándo todo se fue a la mierda. Con perdón, piensa él, confundido y tal vez algo triste o equivocado. Después pide otro gin tonic para cerrar el acuerdo.

Columna publicada originalmente en Montilla Digital el 3 de enero de 2015.

ANTONIO LÓPEZ HIDALGO

24 de junio de 2023

  • 24.6.23
El peligro existe. También se inventa o se imagina. Sobre todo se imagina. Y de ese empeño baldío nace sin apenas apercibirlo. Está al lado nuestro, acurrucado como un gato manso o como un lince al acecho. Duerme casi siempre, cerca de nuestros ojos. Sentimos sus latidos de fiera salvaje y de vecino cordial. Sigue nuestros pasos adonde vayamos, para socorrernos o para destriparnos. Nadie sabe. Nunca sabremos.


Esta mujer mira por la ventana y ve la sombra de un águila. Pero es imposible. Es de noche. Una noche desapacible. Escucha un piano. All the things you are. Reconoce la música, el ritmo desasosegado del jazz, el saxo. Esta noche, como cualquier otra, no le gustaría estar sola. Pero ahora no quiere estar con nadie.

En la soledad no hay ningún peligro, se dice. Conoce la noche y conoce el peligro. En ocasiones, aliados. Pero la soledad puede ser más mansa que un gato y más fiera que un lince. O tan acogedora como una noche de invierno, fría.

Art Tatum & Ben Webster. El piano y el saxo, el bajo, la batería ponen fondo musical a una noche como esta. Ella no quiere estar con nadie ahora. Y en eso no ve peligro alguno. Al contrario, comienza a entender que quiere estar con ella misma. Que no es poco. Sin nadie más.

Columna publicada originalmente en Montilla Digital el 27 de diciembre de 2014.

ANTONIO LÓPEZ HIDALGO

17 de junio de 2023

  • 17.6.23
No le dije que se fuera, solo que nuestra relación no iba bien, que no iba a más, que se había alagado en un lugar incierto. Le dije, claro, que la quería, que siempre la quise, que no la olvidaría. Pero que quería estar solo. Me miró sin sorpresa, adivinando la soledad que me estragaba el alma. Ella no dijo nada.


Como siempre, no dijo nada. Le gusta dejar hablar a los otros. Ella no niega. Tampoco afirma. Siempre igual. Aquella vez tampoco dijo nada. Subió la escalera, entró en su habitación y preparó un bolso con algunos objetos personales. Cuando salió no dijo adiós. Fue la última vez que la vi.

Dejó la casa vacía con su ausencia. No me costó acostumbrarme a la nueva situación de soltero enfermizo. Hacía tiempo que la deseaba. Por la mañana escribía sin desmayo y, a la hora del almuerzo, salía a beber solo y sin descanso.

No la echo de menos pero, a veces, cuando el sol se pone y el viento empuja sin piedad los cristales de las ventanas, una sensación extraña me devuelve una sombra imprecisa que identifico, sin defecto, con su cuerpo volátil de gacela enjaulada.

Entonces, no puedo evitar preguntarme por dónde andará, que habrá sido de ella, con quién matará las noches inmisericordes de otras navidades muertas. Y pienso también, cuando vuelva, porque volverá algún día, si lograré acostumbrarme de nuevo a su solvente presencia, a sus cenas frugales, a su sonrisa hipnótica.

Me preguntará, presumiblemente, qué fue de mí todos estos años. Y yo, oyendo el viento ya manso, le diré que, después de todo, no pude olvidarla. No me creerá. Me parece lógico. Y eso es lo que más temo.

Columna publicada originalmente en Montilla Digital el 20 de diciembre de 2014.

ANTONIO LÓPEZ HIDALGO

10 de junio de 2023

  • 10.6.23
Bajó las escaleras deprisa, casi pisándose los zapatos, atropellado por la confusión o la desdicha o el miedo, mirándose las manos todavía ensangrentadas, cual si fuesen las manos de alguien distinto a él que no conocía ni quería conocer. Vagabundeó por las calles sin saber a dónde ir, sin pedir socorro, enajenado o aturdido. Quién sabe. Lo vieron entrar a este bar, dirigirse en los aseos, abrir el grifo y meter la cabeza en el lavabo lleno de agua fría.


Después se miró en el espejo y reconoció su rostro con otra mirada, una mirada fría, afilada, de ave de presa, de león solitario. Salió sin decir nada, igual que había entrado. Buscó en los bolsillos el paquete de tabaco, el móvil, algún billete para tomar un brandy, las llaves de la casa. Pero no encontró nada.

En la textura del tejido percibió que la chaqueta no era la suya y que los zapatos, demasiado ajustados, le molestaban al andar, y que aquella barba medio crecida no era suya, y sintió que los pies le llevaban de un lugar a otro contra su propia voluntad, sin que pudiera optar entre una calle u otra.

Y fue cuando se sentó a la mesa de un restaurante, y el camarero lo saludó ceremonioso, y comenzó a servirle un menú que detestaba. Allí empezó a darse cuenta de que habitaba un cuerpo que no era el suyo. Lo supo en aquel mismo instante porque, a través de los cristales ahumados que daban a la glorieta, vio su cuerpo pasear ausente de él mismo.

No le desconcertó observar la visión de él mismo en otro lugar, sino la decisión con la que andaba, la seguridad con que saludaba a los viandantes y el conocimiento minucioso de una plaza en la que nunca había puesto los pies. El camarero le interrumpió para entregarle la cuenta, y fue ahí cuando no supo qué decir ni qué hacer.

Se levantó sin decir palabra y se fue detrás de él mismo o de quien había sido hasta entonces. Y desde ese mismo instante nadie sabe dónde anda ni qué fue de él. Ahora entiendo, doctor, por qué dice que es tan difícil encontrarnos a nosotros mismos.

Columna publicada originalmente en Montilla Digital el 22 de noviembre de 2014.

ANTONIO LÓPEZ HIDALGO

3 de junio de 2023

  • 3.6.23
He leído estos días a un maestro de la brevedad. Hoy, precisamente, en que la incontinencia verbal –y otras incontinencias- es uno de los rasgos más visibles y definitorios de un momento histórico confuso y posiblemente cada vez más vacío, pero repleto de cachivaches inservibles.


Hablo de Alejando Zambra, un escritor chileno aun joven (Santiago de Chile, 1975), que ha escrito tres joyas breves y perfectas: Bonsái (2006), La vida privada de los árboles (2007) y Formas de volver a casa (2011). Las tres obras están enhebradas con precisión de orfebre, selladas en una estructura cerrada y laberíntica en la que encajan todas las piezas y en la que el tiempo va y vuelve al antojo del escritor.

Zambra hace literatura y al mismo tiempo explica el proceso de creación. Su proceso y su necesidad. Da la impresión de que a veces se repite. Y lo explica: “Sabía poco, pero al menos sabía eso: que nadie habla por los demás. Que aunque queramos contar historias ajenas terminamos siempre contando la historia propia”. Por supuesto que es así.

Su estilo es contenido y, entre párrafo y párrafo, el lector puede subrayar frases que son perlas, porque su vida es también la nuestra, porque la melancolía es un salón colectivo, pues, como señala Zambra, “a nadie le hace bien tanta proximidad con el pasado, pero podemos ayudarlo a encontrar un lugar distinto”.

En La vida privada de los árboles vuelve sobre este concepto: “La memoria no es ningún refugio”. Unas páginas atrás escribe otro sentimiento que todos compartimos: “Está bien, era sin compromisos, como debe ser: se ama para dejar de amar y se deja de amar para empezar a amar a otros, o para quedarse solos, por un rato o para siempre. Ése es el dogma. El único dogma”.

Me gusta coleccionar frases de libros, escritas en lavabos o autobuses, las que escucho en tabernas o en la calle. Me gusta esa filosofía del pueblo fragmentada en múltiples pildoritas que escuchamos y se olvidan y después alguien recuerda en otro lugar remoto del mundo.

Adolfo Bioy Casares se dolía también de esta enfermedad que le llevaba a recoger en cuadernos, servilletas o billetes de metro o autobús, lo que tuviera en la mano, frases leídas u oídas que le impresionaron, reflexiones que le inspiraron o le hicieron reír, de personajes célebres o de criaturas anónimas. Pasó a la historia de la literatura por La invención de Morel y una obra sobresaliente, en ocasiones en solitario o en compañía de Borges y de Silvia Ocampo, que le valió en 1990 el Premio Cervantes.

Pero también publicó una compilación de frases que fue recogiendo por medio mundo con el título De jardines ajenos, y que hoy es una rareza bibliográfica que pocos lectores conocen. De entre la brumosa cantidad de frases absurdas, curiosas o sorpresivas allí recogidas, siempre me impresionó la que el ayatolá Jomeini pronunció pidiendo la pena de muerte para 600 conspiradores en junio de 1980. “Nadie tiene derecho a perdonar”. Por supuesto. Pero sí tienen derecho a morir en nombre de nobles causas que en el pasado siglo se llevó por delante a más de cien millones de víctimas.

Son frases que hacen historia. Estos días de recurrente crisis se oyen también algunas frases de oscuro pronóstico y que solo pueden anunciar turbulencias por encima y debajo de las nubes. Pero el ciudadano no sabe desentrañar su contenido, precisamente porque está en las nubes, narcotizado de miedo y de ilusiones chamuscadas.

Cuando nuestros nietos alcancen a leer todas estas frases que hacen historia, entenderán por qué un día, en esos dichos deshilachados, nos vendieron un futuro a saldo que nadie quería, y que los libros salvarán del olvido para hacer historia.

Un tiempo que todavía hoy es un presente que tenemos la obligación de defender ajenos a esos cantos de sirena que pronostican que nadie tiene derecho a perdonar, pero sí a una condena sin piedad posible en medio de un barullo que nos desconcierta y enajena. Como si este tiempo ya no fuera nuestro, sino simples retazos de un sueño del que nos despertaron a palos para meternos en una pesadilla de la que, sea como sea, habrá que salir. Aunque en el empeño se nos vaya el alma.

Columna publicada originalmente en Montilla Digital el 17 de junio de 2012.

ANTONIO LÓPEZ HIDALGO

20 de mayo de 2023

  • 20.5.23
Hubo un tiempo en que los días eran claros y te llenaban el alma, y los viajes solo eran breves desplazamientos hacia donde ibas buscando trozos de tu propia vida que habías ido dejando diseminada por los caminos. La voz de Antonio Machado era la prolongación de nuestra propia voz. Recuerdo el olmo seco y la tumba de Leonor. “A Leonor. Antonio”, rezaba la tumba. Así, sencillamente.


Se ve que el epitafio lo redactó el poeta y que en ocasiones a la rosa no hay que tocarla más, como también advertía Juan Ramón. Paseamos entre los álamos del Duero y buscamos la casa de Leonor hoy ya derruida. Sabíamos que el tiempo todo lo barre, excepto la memoria, y que es el recuerdo, en definitiva, el que nos hace seguir estando vivos entre los demás.

Hay un día también en que todo se oscurece y la vida se estrecha como un camino que tiene fin. Y después hay que buscar otro sendero, porque el camino somos nosotros mismos, y en ocasiones hay que atajar por carreteras secundarias y tierras pantanosas que nadie conoce o que todos abandonamos a un lado antes de sentir las botas atrapadas en el lodo. Ese mismo día las lluvias más pertinaces pronostican un tiempo de nubes bajas y los escrutinios del tiempo no anuncian un receso en esta tormenta inaudita.

Nada que ver con aquellos viajes a Murcia llenos de calor y de gozo, buscando las habas y los limones de sus huertas, un mar templado de posibilidades y un futuro sin puertas de emergencia por donde entrábamos y salíamos a nuestro aire, conscientes de que la vida brotaba a borbotones.

Sobraba la alegría y los excedentes de juventud los paliábamos con frases prestadas de escritores consagrados y con ocurrencias repentinas que nos sobraban y que solo los pocos años nos regalan cuando la sangre bulle desafiante. Después vino el chapapote de Galicia y las ferias fueron acumulando un cansancio desordenado en las venas, y todo era un volcán de felicidad que nadie pensó jamás que pudiera extinguirse.

Pero alguien apaga los fuegos que nosotros mismos prendemos y nos dejan ciegos en mitad de la noche, y cuando amanece tampoco hay luz, porque también la luz, como el camino, anida en nosotros mismos. Y comenzamos a mirarnos por dentro a ver dónde dejamos olvidadas las llaves de la casa, los libros leídos, los amigos de siempre.

Con el tiempo suelen ser preguntas recurrentes. Siempre las mismas. Y tanto insistimos en responderlas que nos van cuarteando el rostro con sus epigramas y nos habitan la mirada con las mismas incógnitas que escondemos en el corazón, y vemos ahí que nuestras preguntas son idénticas a las de los demás. Y que nada nos diferencia, sino el tiempo transcurrido entre una fecha y otra, entre una desesperanza y otra ilusión nueva.

Somos siempre los mismos y dejamos en la tierra a aquellos otros que son parte de nosotros y nos habitan y nos recrean más allá de cuando nos fuimos, y estando en ellos somos y seremos por siempre nosotros mismos.

Así que otra vez estamos aquí, dando vueltas a la misma mesa, recorriendo una vez más las orillas del río Duero, recordando que también ahora, hace ya un siglo, don Antonio publicó Campos de Castilla, y que aquellos versos le salvaron la vida.

A finales de 1912, escribió a Juan Ramón Jiménez: “Cuando perdí a mi mujer pensé pegarme un tiro. El éxito de mi libro me salvó, y no por vanidad, ¡bien lo sabe Dios!, sino porque pensé que si había en mí una fuerza útil, no tenía derecho a aniquilarla”.

Así también pienso yo. Que en ocasiones las palabras nos salvan. Del mismo modo que también pienso que a veces las palabras sobran y que el silencio reconforta, como el sueño cuando la tarde es cálida y limpia. Ahora busco el silencio que no tuve entonces, ese vacío de palabras que me dejará por un tiempo mudo, ausente de un tiempo presente que no necesito y de un futuro incierto que he de aprender a domeñar.

Y en ese horizonte desdibujado siempre encuentro tu sonrisa invulnerable y tus ansias siempre renovadas por voltear el destino de mil maneras distintas hasta exprimirlo del todo. Miro al frente y no sé andar solo, y tampoco sé si quiero. Me siento en un banco del parque, como aquel otro hombre que yo me inventé aquí y que allí encontró su destino, y sé que no hay camino, sino estelas en la mar.

Siempre vuelve el poeta con sus versos tan manidos cuando te recuerdo pensando que es imposible que te hayas ido sin despedirte, sin haber programado un nuevo viaje por tierras inventadas y páramos desconcertantes.

En fin, aquí sigo, Felipe, esperando entender algún día esas razones que nunca entenderá el corazón, porque el corazón, al menos el mío, no admite ya explicaciones ni excusas, y tal vez ya no puede ni quiere entender nada, cuando nos arrebatan una juventud tan limpia como la tuya.

De tu hermano, que te quiere.

Columna publicada originalmente en Montilla Digital el 27 de mayo de 2012.

ANTONIO LÓPEZ HIDALGO

17 de abril de 2023

  • 17.4.23
Le dije "quédate. Siéntate y quédate aquí para siempre". Ella sonrió. Siempre lo hacía, mostrando unos dientes blancos y bien alienados. Tenía en esa sonrisa, que la infantilizaba, una mueca de gratitud que nunca comprendí del todo. De eso hace ya mucho tiempo, o tal vez no tanto.


Aquí el mar es siempre muy azul. A ella le gusta despertar oyendo las olas rompiéndose en la playa. Y por la noche le gustaba observar los barcos de arrastre que faenaban más allá, antes de donde se pone el sol. Creo que se quedó aquí porque echaba de menos el mar, o porque en ninguna otra parte del mundo el mar es tan manso como aquí.

Por la mañana caminaba por la orilla buscando conchas y estrellas de mar, pero siempre volvía con las manos vacías, como si esa vocación baldía apenas fuese el pretexto para salir a respirar el aire limpio que ella ama.

A veces, se me quedaba mirando. No sé qué buscaba en esas pesquisas. De todo eso hace mucho. Por la mañana la observo caminando por la playa, sucia de arena. No recuerdo cuándo fue la primera vez que la vi así. Pero de eso hace tanto. Hay en ese acto tan simple una belleza que nunca lograré olvidar. Ni falta que hace.

Columna publicada originalmente en Montilla Digital el 6 de septiembre de 2014.

ANTONIO LÓPEZ HIDALGO

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