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Rafael Soto | La obsesión de Alejandra Balaguer Jiménez

Hacía treinta años, dos meses y cuatro días desde que la luz del sol acarició por primera vez las mejillas de Alejandra Balaguer Jiménez. Mujer corriente, sin más virtudes o vicios que cualquier otra persona, ni ninguna característica personal reseñable. Antes del traumático evento, se ganaba la vida como mejor podía trabajando de guionista en una productora audiovisual.


Los padres de Alejandra habían muerto hacía tres años, ocho meses y un día en un accidente de coche. Su única familia era un gato con ojos de búho, Paquito, que recogió de la calle hace dos años, cinco meses y ocho días con respecto al evento que cambió su vida. También tenía un novio, José Luis Rodríguez Penella, con quien nunca se ponía de acuerdo sobre la fecha de su aniversario, pero con quien en realidad llevaba cinco años, once meses y una semana.

La joven tenía una inquietud muy peculiar. Una vez, sus padres la llevaron a un evento nocturno cuando apenas contaba con seis años, diez meses y un día de vida. Mientras iba por la calle de la mano de su madre, se encontró con varios coches aparcados que tenían los faros delanteros encendidos. Se quedó petrificada al comprobar lo que podía verse en una pared cercana: su sombra y la de sus padres tenían tal definición que parecían tener vida por sí mismos.

La niña permaneció quieta a pesar de la insistencia materna en continuar el camino. Con timidez, movió la mano que tenía libre y comprobó cómo la sombra también la movió. La pequeña Alejandra estaba aterrorizada y, como suele ocurrir con los pequeños del hogar, no supo expresarlo de otra manera que llorando.

Desde aquel momento, Alejandra Balaguer Jiménez sintió una inquietud irracional hacia su sombra. Si bien, hasta aquel día, había tenido una vida normal. Por desgracias, aquella peculiar circunstancia se agravó cuando se cumplieron treinta años, dos meses y cuatro días desde que su madre le dio la vida, cinco años, once meses y una semana desde que empezara con su novio José Luis y dos años, cinco meses y ocho días desde que recogiera al gato de los ojos grandes.

Aquella noche, Alejandra volvía tarde a su casa. Había bebido de más, pero no lo suficiente como para perder el control sobre sí misma. Aunque conocía a la perfección el camino de vuelta, permanecía alerta ante unas calles que, en apariencia, estaban huérfanas de almas. En una de estas vías, aunque muy bien iluminada, se asustó por un ruido inesperado. Pensó en que lo más probable es que lo hubieran producido gatos callejeros. Y, de hecho, así había sido.

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Sin embargo, cuando se dio la vuelta, Alejandra Balaguer Jiménez comprobó con horror cómo la seguía su propia sombra. Una sombra multiplicada por la presencia de varias farolas de luces blanquecinas. Algo aturdida por el alcohol, inquieta por la soledad de la calle y asustada por su propia sombra, la joven corrió como una loca hacia su casa. Y, una vez allí, comprobó que al encender las luces también podía ver una sombra, aunque mucho menos definida, en las paredes de su hogar.

Para evitar el enfrentamiento con este miedo tan peculiar, decidió no encender ninguna luz, esperar hasta el día siguiente y dormir. Por desgracia, apenas pudo pegar ojo y, en cuanto amaneció, abrió las persianas con ansiedad: la luz reflejaba su sombra, así como la de los muebles. Asustada, Alejandra volvió a cerrar las persianas, se aseó como mejor pudo sin una sola luz encendida y se dirigió a la calle con el ánimo de desayunar y reflexionar sobre ello.

Era un pensamiento absurdo. ¿Qué le iba a hacer su propia sombra? Nunca le había hecho nada. Era un miedo irracional. Y, sin embargo, no podía quitarse de la cabeza la imagen de una silueta oscura extendiendo una mano sobre ella mientras dormía. Estuvo varias horas paseando hasta que llegó el mediodía. En un momento en el que se distrajo de sus propias cavilaciones, Alejandra cayó en la cuenta de que su sombra ya la estaba siguiendo otra vez. Así que, con horror, volvió corriendo a su casa en un intento desesperado de huir de aquel ente.

Ya de vuelta, horrorizada y sin aliento, decidió no volver a salir nunca más, así como evitar las luces encendidas. Al fin y al cabo, podía hacer su trabajo desde casa y las reuniones solía hacerlas en línea. Paquito ronroneaba, deseoso de recibir atención para, después, hacer como si pasara de su dueña. Por desgracia, Alejandra Balaguer Jiménez llevaba doce horas abstraída en sus propias obsesiones. A partir de entonces, la compra vendría a domicilio y el buzón quedó desatendido.

Por desgracia, no solo se sale a la calle para trabajar, sino que también se hace para hacer vida social y para sacar los deshechos. Alejandra invitó a su novio, José Luis Rodríguez Penella, a quedarse en su casa el tiempo que quisiera, siempre que estuvieran a oscuras. El joven abrazó con escepticismo la medida y pensó que se le pasaría. Al fin, cortó con ella a las tres semanas, cuatro días y doce horas del fatídico encuentro de la joven con su sombra.

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Las amistades de Alejandra se inquietaron por ella. Los invitó a su casa para compensar su imposibilidad de salir pero, al final, ella misma los descuidó, obsesionada como estaba por su sombra. Y, falta del amor incondicional de sus padres, el amor condicionado la abandonó. La más leal de sus amistades, Juana Miralles Fernández, le dio de lado tres meses, ocho días y quince horas después del traumático evento.

Para entonces, su única compañía eran Paquito y los insectos que pululaban por la basura acumulada. Para evitar salir, de noche, tiraba las bolsas por la ventana, lo que le valió un conflicto con sus vecinos. Sin embargo, nunca salía del umbral de la puerta. Las ratas colonizaron con éxito el hogar de Alejandra Balaguer Jiménez a los cuatro meses y veinticuatro días exactos de su reencuentro con su sombra.

A los cinco meses, ocho días y doce horas, la chica se dio cuenta de que la pantalla del ordenador, así como la del móvil, también generaban una sombra en las paredes. Así que, devastada por su novio y sus amistades pérdidas, absorbida como estaba por su obsesión y carcomida por un sentimiento de incomprensión, decidió dejar de trabajar, así como apagar los aparatos electrónicos.

Lo único que se asemejaba a una luz en el hogar de Alejandra Balaguer Jiménez eran los ojos de Paquito que, ante la ausencia de comida, se cebaba con las ratas que se habían adueñado del apartamento. En cuanto a la dueña, se metió en la cama y allí se dejaba morir, un día tras otro.

Por fin, a los cinco meses, veinte días y dos horas, la oscuridad que envolvía aquel antro se apiadó de la chica, ya escuálida y acompañada de manera constante y fiel por Paquito, y le habló con voz penosa: “Alejandra Balaguer Jiménez, soy aquello de lo que has estado huyendo durante tanto tiempo. ¿No ves lo que te has hecho con tus obsesiones? Me temías a la luz del sol y he acabado rodeándote por completo. Tienes mi palabra de que jamás te he hecho daño, que no podría aunque quisiera, y que jamás deberás de preocuparte por mi existencia. ¡Vive tu vida con alegría!”.

Sin embargo, mientras hablaba, aquella carcasa de sangre, órganos y huesos que había sido Alejandra Balaguer Jiménez exhaló su último aliento. Aunque, bien pensado, la verdad es que llevaba muerta cinco meses, veinte días y dos horas.

Haereticus dixit

RAFAEL SOTO

AYUNTAMIENTO DE MONTILLA


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