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Daniel Guerrero | El desierto de Doñana

Todos los desiertos que conocemos en el mundo antes fueron otra cosa: lugares repletos de vegetación, lagos o espacios en los que el agua y la vegetación no escaseaban. No nacieron siendo esos inmensos territorios áridos, llenos de arena o rocas, inhóspitos para la vida, como los del Sahara, Gobi, Australia o Kalahari, entre otros.


El mayor desierto del mundo, el Sahara del norte de África, era hace 6.000 años una región de sabanas y exuberantes y frondosas praderas, con lagos y regada por abundantes lluvias, donde corrían animales de gran tamaño y en la que los seres humanos dejaron sus pinturas rupestres dibujadas en la piedra.

También el de Gobi, entre China y Mongolia, era hace milenios un paisaje, a gran altitud, con mesetas de estepas y campos herbáceos, al menos durante la estación húmeda. Y el de Kalahari, en África del Sur, fue anteriormente un gran lago de agua dulce llamado Makgadikgadi. Incluso el de Arabia, que se extiende por Arabia Saudí y Egipto, albergaba hace unas decenas de miles de años un gran número de lagos en los que chapoteaban hipopótamos y búfalos de agua.

Aquellos vergeles originales son ahora páramos desérticos donde las condiciones extremas de calor o frío los convierten en lugares desnudos, secos, despoblados, en los que a la vida le cuesta adaptarse. Al menos, a esa vida cómoda y sedentaria a la que el hombre civilizado está acostumbrado y a la que no renuncia aunque esquilme al planeta.

Pero han sido los ciclos geológicos y climáticos los que han transformado tales espacios en desiertos, cuando se retiraron las últimas glaciaciones y se alteraron las épocas de lluvias. El Sol y el calor completaron la tarea al evaporar cualquier vestigio de humedad que pudiera haber en ellos. Es decir, la disminución de las precipitaciones y el aumento de la evaporación son las condiciones que generan los desiertos que hoy conocemos.

Esas condiciones pueden ser debidas a causas naturales o a la acción del hombre. Tanto es así que, si nadie lo remedia, será el ser humano y su actividad económica los que condenarán al Parque de Doñana, esa joya ecológica Patrimonio de la Humanidad, a acabar como un desierto más del mundo. Va camino de ello.

No importa que sea uno de los más importantes ecosistemas mediterráneos húmedos, con una costa que todavía sigue siendo una franja virgen sin asfaltar, excepto esa espinita letal de Matalascañas, y una marisma que alterna un lago en invierno y un secarral en verano que atrae especies de ambos ambientes.

Para muchos, y por muchas razones (ideológicas, económicas, culturales), no es más que un terreno desperdiciado y despreciado que solo sirve para que aniden aves migratorias, se solacen el lince ibérico, los ciervos o el tejón, bajo la mirada escrutadora del águila imperial, y se distraigan unos cuantos turistas amantes de la naturaleza que apenas cubren el coste de los guardas que los guían.

No es de extrañar, pues, que para algunas de las poblaciones de su entorno, el Coto de Doñana sea, simplemente, un hándicap, un obstáculo o un freno a su economía que lastra el desarrollo y el progreso de aquellas poblaciones y su fuente primordial de ingresos: el cultivo intensivo de la fresa y otros frutos rojos.

Y hacia esos detractores va dirigida, oportunamente en período electoral, una iniciativa legislativa de la Junta de Andalucía, consistente en aprobar la ampliación del regadío agrícola hasta aquellas fincas que lo tenían prohibido pero que regaban sus tierras con agua de pozos ilegales.

Tampoco importa que la zona tenga prácticamente agotados sus recursos hídricos debido a la sobreexplotación del acuífero del subsuelo que nutre la reserva natural y su comarca. Ni que ello contribuya a acelerar la falta de agua que determina la aparición de un desierto.

Con todo, no es la primera amenaza que acecha tan emblemático espacio. Ya, en los años sesenta del siglo pasado, tuvo que sortear un plan agrario que lo reduciría a su mínima expresión, a un simple jardín forestal. También hubo de enfrentarse al proyecto de una carretera que, como una herida lacerante, lo atravesaría desde Huelva a Cádiz.

O a aquel gasoducto para transportar derivados del petróleo que transcurriría desde el puerto onubense hasta una refinería en Badajoz (Extremadura). Sin olvidar a la presión urbanística que aun se cierne sobre la costa, al dragado del río Guadalquivir que nunca se descarta sino que se aplaza o a la contaminación de afluentes que alimentan el parque a causa de residuos agrícolas o escapes de agua ácida y lodos tóxicos procedentes de la minería, como el acontecido en Aznalcóllar, hace justo 25 años, y del que sus responsables salieron impunes.

No hay que ser adivino para predecir que Doñana será un desierto. Y lo será no por factores climáticos o naturales, sino por obra y gracia de la estulticia humana y del egoísmo materialista de la sociedad en la que vivimos, solo interesada en el rédito inmediato y el máximo beneficio, aunque ello suponga pan para hoy y hambre para mañana.

Su transformación en una área estéril, seca, tórrida y vacía no sucederá al cabo de milenios de evolución geológica y climática, sino de forma progresivamente acelerada, de pocas décadas, en virtud de la mano del hombre y su sinrazón económica, medioambiental y política.

Porque, aunque es cierto que la debida preservación del Parque de Doñana plantea problemas sociales y económicos a la comarca, al restringir unos usos y una actividad centrados en la agricultura de regadíos que debería de ser compatible y sostenible con la existencia de un espacio natural protegido, no se consigue escapar a la dicotomía de una cosa o la otra.

Al parecer, no hay medios ni voluntad, ni antes ni ahora, para compatibilizar ambas necesidades, las ecológicas y las productivas, y ofrecer alternativas que permitan la conservación de un espacio natural junto a la garantía económica y laboral de los pueblos del entorno que carecen de más medios de vida que la agricultura.

Y ello pasa por llevar agua al Parque no para ampliar regadíos sino para alimentar sus recursos hídricos y contrarrestar la falta de precipitaciones. Y por disminuir el número de regadíos, cerrar los pozos ilegales y estimular, con rebajas fiscales, subvenciones e infraestructuras, la instalación de empresas, cuya actividad no sea perjudicial al medio ambiente, que ofrezcan una alternativa socioeconómica a una población obligada a abandonar sus cultivos tradicionales.

Si en la actualidad no hay agua ni subterránea ni superficial, si los científicos nacionales y foráneos advierten del “insostenible punto crítico” por el que atraviesa la reserva y si una sequía extrema está dejando el acuífero en niveles nunca vistos y los embalses medio vacíos, la sorprendente decisión de la Junta de Andalucía de legalizar cerca de mil hectáreas de nuevos regadíos va en contra del Parque de Doñana y a favor de su transformación irremediable en desierto.

Lo que perjudicaría a la postre, aunque parezca contradictorio, a los propios agricultores por la degradación, erosión, aridificación y desertización de un territorio que acabará afectando al suelo limítrofe destinado a labores agrícolas.

Asistiremos entonces a un caso más de empobrecimiento y destrucción de ecosistemas bajo el impacto del hombre, que se sumará a los 12 millones de hectáreas que cada año se pierden por la desertización del suelo. Tal será el legado que dejaremos a las generaciones futuras: el desierto de Doñana.

DANIEL GUERRERO
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