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BODEGAS NAVARRO - PILYCRIM L'ORIGINAL - MONTILLA-MORILES

COLEGIO PROFESIONAL DE PERIODISTAS DE ANDALUCÍA

Mostrando entradas con la etiqueta Mirada crepuscular [Daniel Guerrero]. Mostrar todas las entradas
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27 de marzo de 2023

  • 27.3.23
"Somos polvo de estrellas". Esta hermosa frase de Carl Sagan, astrónomo y divulgador científico estadounidense, me vino a la mente cuando leí que habían hallado moléculas de uracilo –uno de los “ladrillos” o cuatro bases nitrogenadas (adenina, guanina, citosina y uracilo) que componen el ARN, el ácido ribonucleico presente en todas las células de los seres vivos y que “copia” el ADN, entre otras funciones, cuando la célula se divide para multiplicarse– en las muestras extraídas de un asteroide por la sonda espacial japonesa Hayabusa 2.


Se trata de un hallazgo sorprendente pero no inesperado, además de un éxito absoluto del ingenio astronáutico de Japón, miembro “reciente” de la industria espacial, que ha sido capaz de enviar, en 2018, una sonda hacia el asteoide Ryugu, situado a millones de kilómetros, “aterrizar” en él para recoger esas muestras y enviarlas a la Tierra en una cápsula que cayó sobre el desierto de Australia en 2020.

Y aunque ya se habían encontrado compuestos similares en algunos meteoritos ricos en carbono, de los que existía la duda de si estarían contaminados por el contacto o exposición al ambiente terrestre, esta es la primera vez que se tienen muestras directas de un asteroide, selladas antes de viajar a la Tierra, que no dejan lugar a la duda: nuestro planeta fue “fecundado” por otros cuerpos celestes con las sustancias orgánicas complejas que favorecieron la aparición y evolución de la vida hace millones de años.

De ahí que la frase de Sagan retumbe en mi cerebro con renovado fulgor, máxime si se recuerda al completo (“Somos polvo de estrellas reflexionando sobre estrellas”), ya que lo que asumimos como una metáfora poética parece convertirse en profecía científica, al preconizar que estamos constituidos por elementos que procedieron de estrellas muertas en el remoto pasado del Universo.

Y es que asteroides como Ryugu, junto a meteoritos o cometas, están formados con el material procedente de la nube molecular que dio origen al Sistema Solar, hace unos 4.500 millones de años. Gracias a ellos, estos elementos orgánicos llegaron a la Tierra y otros planetas a través de impactos meteoríticos en los albores del tiempo.

Una sonda similar, la Osiris-Rex, fue lanzada por la NASA en 2016 hacia el asteroide Bennu, otro cuerpo celeste rico en sustancias orgánicas, donde llegó en 2018, para también recoger muestras “in situ”, estando previsto que regrese el próximo septiembre. ¿Confirmará esta sonda los hallazgos de Ryugu y las hipótesis sobre el origen orgánico extraterrestre? Seguramente, sí. Queda poco para saberlo.

Lo que no podrá saberse –todavía– es si sería condición indispensable para el surgimiento de la vida en la Tierra la aportación de estos elementos orgánicos llegados desde espacio mediante meteoritos, puesto que se desconoce cómo surgió la vida a partir de los elementos “no vivos” que la constituyen.

Como fuera, aquellas primeras formas de vida, que aparecieron en el mar, se dotaron del ADN y ARN que les permitiría multiplicarse y evolucionar, gracias a esos “ladrillos” procedentes del espacio. Para secundar esta hipótesis, los científicos japoneses también hallaron más de diez aminoácidos en el suelo del asteroide, como el ácido nicotínico, presente en la vitamina B3, molécula que ayuda a los seres vivos a extraer energía de los nutrientes, crear reservas de grasa y preservar el ADN.

Desde esas primeras células hasta culminar en la vida consciente que reflexiona sobre su origen en las estrellas no hay más que un paso cósmico. Y eso es, justamente, lo que hace extraordinariamente bella a la frase de Carl Sagan y lo que las muestras del asteroide Ryugu parecen confirmar: “Somos polvo de estrellas”.

DANIEL GUERRERO

13 de marzo de 2023

  • 13.3.23
Oponer resistencia a la Inteligencia Artificial (IA) es una lucha perdida, puesto que ya ha venido y lo ha hecho para quedarse. Y como todos los avances para los que no estamos preparados, pues son disruptivos, causa recelo y dudas. Tantas dudas y recelos que, en mi caso, me ponen en estado de alerta ante el avance imparable de la IA en tareas que, por ignorancia, creía libres de tal tecnología. Y es que no confío en ella. No me fío en absoluto de la IA como tampoco lo hacía, en su día, del microondas, de internet y hasta del teléfono portátil, mal llamado móvil.


Reconozco que temo aquellas tecnologías que me arrollan porque las desconozco y no las domino, a pesar de que supongan avances impresionantes para muchos profesionales en incontables indicaciones o trabajos. Apenas les aprecio utilidad práctica en el ámbito doméstico, en el que, como mucho, las empleamos fundamentalmente para calentar agua o café, curiosear páginas web o intercambiar ”guasaps” por mero entretenimiento. Tengo que admitirlo: soy así de simple y analógico.

Con la IA me sucede lo mismo. De entrada, me cuesta creer que lo que nos venden por IA sea realmente inteligente. A lo sumo, admito que son sofisticados programas de almacenamiento y gestión de datos, algoritmos programados para extraer información entre miles de millones de ejemplos y bases relacionados con la cuestión encomendada.

Por ello soy visceralmente reacio a considerar ese artilugio cibernético equivalente a la mente humana. Podrá ser muy útil de ayuda, como una enciclopedia inabarcable, en procesos que requieren datos y tiempo ingentes. Pero reconocerle inteligencia, capaz de construir un pensamiento original (bastaría un simple poema), creo que es adjudicarle una facultad de la que carece, a menos que redefinamos el concepto de inteligencia, esa que nos hace interrogar lo que somos y poner en cuestión lo existente para superar nuestras limitaciones.

Lo de artificial no lo discuto, por obvio. Con todo, admito que se trata de programas sumamente complejos para buscar, seleccionar y comparar datos con los que elaborar una respuesta mecánica a un problema determinado. Pero los considero incapaces de acometer reflexiones para las que no están diseñados, es decir, que no pueden pensar por sí mismos e interrogarse sobre su propia capacidad supuestamente inteligente. No llegan al extremo, tan humano, de elucubrar y emocionarse con hallazgos frutos de su sabiduría o ignorancia. Ese saber que no se sabe nada.

Pero si el calificativo de IA me enerva, más me inquieta aún su aplicación en procesos cotidianos que nos avocan a una dependencia indeseada y que poco a poco acabará embotando capacidades propias que dejamos de practicar. Nos vuelve cómodos y torpes, y lo que es peor, controlables y manipulables.

Máquinas cada vez más listas y personas progresivamente inútiles y obedientes. Tanto, que ya nos cuesta aparcar porque el coche lo hace solo y mejor, y si lo dejamos, conduce por nosotros. También confiamos en que nos guíe con el navegador sin saber dónde estamos. Sibilinamente, para que nos vayamos acostumbrando a esa dependencia, se va extendiendo el hábito de pedir a un asistente electrónico que ponga la música que nos gusta y encienda las luces al llegar a casa.

Incluso le hacemos preguntas a un ChatGPT que, muy prudente él, elude respuestas comprometidas por ser políticamente incorrectas: “No soy capaz de tener creencias u opiniones personales” (OpenAI). Ya hasta le ganan la partida a todo un campeón mundial de ajedrez (Deep blue).

Dentro de poco, porque se está en ello, llegarán a diagnosticarnos en función de los síntomas y datos analíticos que les proporcionemos, sin que ningún médico de “carne y hueso” nos ausculte y mire a los ojos. E irán reemplazando al ser humano en cada vez más actividades y tareas.

Llegarán a conocerte mejor de lo que puedas conocerte tú mismo, en virtud del rastro que vamos dejando, a través de móviles, internet, tarjetas bancarias, compras on line, etc., en el enjambre digital. Pronto estaremos, si es que no lo estamos ya, eficazmente clasificados en todo tipo de registros alimentados por una IA que continuamente nos escruta y controla. Lo grave es que le permitimos ingenuamente que lo haga, ignorando que lo enumerado más arriba es, simplemente, lo menos “dañino” que puede causarnos la IA cuando se aplica “sin maldad”.

Porque podría servir, y de hecho sirve, para otros propósitos menos benévolos, como la desinformación, la elaboración de noticias falsas y para la pura y simple manipulación. Ya Iñigo Domínguez, en su artículo “Robots más listos y humanos más tontos” lo expone de forma clara, por lo que me ahorraré el esfuerzo.

Añadiré, sin embargo, que la publicidad y la propaganda se elaboran en muchos casos con ayuda de IA para “personalizar” mensajes y “seducir” (iba poner embaucar) a los destinatarios, consiguiendo influir en sus decisiones, no solo para comprar, sino incluso a la hora de votar.

Son sistemas expertos en inundarte de (des)información por todos los soportes y canales comunicativos posibles hasta lograr que renuncies a seleccionar tal avalancha de mensajes, y conseguir que te creas los “empaquetados” según tus gustos y tendencias. Eso es lo alarmante y peligroso de la IA: su uso para objetivos ocultos o espurios.

Y es que la tecnología con IA que se utiliza para reconocimiento facial no sólo sirve para “copiar” rasgos de personas desaparecidas o crear rostros falsos y presentarlos como si estuvieran vivos (Deep fake), sino que puede utilizarse para rastrear, localizar y vigilar a personas de manera automática, violando sus derechos.

Gracias a la IA, capaz de aprender simulando los procesos inductivos y deductivos del cerebro humano, se pueden construir armas autónomas –“armas con cerebro”, como las bautiza Javier Sampedro– que decidan su objetivo, pudiendo matar sin intervención humana.

O fabricar drones autónomos, no teledirigidos, que destruyan infraestructuras, edificaciones o poblaciones (militares o civiles) con sólo “educarlos y entrenarlos” para tal misión. De hecho, esta tecnología se utiliza ya para fabricar armas, lo que mueve a Antonio Guterres, secretario general de la ONU, a clamar contra su uso: “Las máquinas con el poder y el criterio para matar sin implicación humana son políticamente inaceptables y moralmente repugnantes, y la ley internacional debe prohibirlas”.

No se trata, pues, de ser catastrofista, sino de ser cauteloso y tener presente los riesgos que supone el “mal uso” de la IA, puesto que las consideraciones éticas, morales, culturales y emocionales escapan de los millones de big data con que estas máquinas elaboran sus respuestas y articulan sus conclusiones.

Y ya que está entre nosotros, deberíamos de estar pendientes de que la IA sea utilizada respetando siempre unos límites que impidan que se vuelva en contra nuestra. Máxime cuando esta tecnología es susceptible de un uso malicioso e interesado, opuesto al bien general.

De lo contrario, servirá para ahondar desigualdades y generar división, abusos, discriminación y manipulación. Un peligro del que nos vienen advirtiendo cada vez más pensadores y líderes sociales (Stephen Hawking, Éric Sadin, José Antonio Marina, Yuval Noah Harari, Víctor Gómez Pin y hasta ¡Elon Musk!, entre otros) cuando resaltan la ya innegable soberanía electrónica en la actividad económica, pero también, en gran medida, en la del ocio, las comunicaciones y la información.

Y es que, por muy bien diseñadas y entrenadas que estén estas máquinas, si su “inteligencia” se limita a seguir instrucciones de un programa y no se rige con criterios éticos o morales, poca inteligencia demostrarán poseer, aunque sean capaces de resolver y responder cuestiones sumamente complejas. Lo que no me deja más tranquilo.

DANIEL GUERRERO

27 de febrero de 2023

  • 27.2.23
Digámoslo sin demora: la guerra en Ucrania es ilegal, innecesaria, ilógica, inmoral e injusta. No existen razones ni amenazas o disputas que justifiquen la invasión militar rusa en territorio ucranio. Tampoco hay nazis ni antisemitas gobernando la república cosaca. Por no haber, no hay siquiera fuerzas enemigas (OTAN) estacionadas en aquel país, por mucho que Vladimir Putin blandiese esa excusa, entre otras, para enviar sus soldados a matar y morir en el país vecino.


Como mucho, existía y existe la voluntad de los ucranianos de acercarse a Occidente, alejándose de la órbita soviética, para disfrutar de la libertad (formal) y del consumismo (real) de los que gozan los países capitalistas de Europa y EE UU.

Pero tal aspiración no suponía ninguna novedad que no hubiera sido explorada anteriormente y materializada, por ejemplo, por países bálticos de la antigua URSS, como Lituania, Letonia o Estonia, sin que Moscú mostrase su oposición como hace ahora con Kiev.

¿Por qué, entonces, esa brutal reacción de Rusia contra su antigua República Popular de Ucrania? ¿Qué peligro presenta esa frontera que no la tenga, también, la de Finlandia, próxima a la base de Severomorsk (sede de la Flota del Norte)?

¿Es que los 1.300 kilómetros de frontera entre Finlandia y Rusia son menos estratégicos que los 1.974 terrestres y poco más de 300 marítimos que la separan de Ucrania? ¿Acaso son más importantes militarmente los puertos navales mediterráneos de Crimea que los del ártico de Kola?

¿O es, quizás, que una Ucrania integrada en la UE es un ejemplo intolerable de emancipación nacional ante el resto de las repúblicas bajo influjo soviético? ¿La integración de Finlandia en la UE en 1995 y su petición de formar parte de la OTAN en 2022 no es el mismo escenario pro-occidental infausto que se le quiere hurtar a Ucrania?¿Qué oscuras y perversas intenciones existen para violar la integridad soberana de un Estado y hacer añicos el delicado equilibrio de la legalidad internacional para obrar de manera tan violenta y asesina?

La respuesta se encuentra en la iluminada mente de Putin, quien sigue empeñado en jugar una mortal partida en el flanco europeo por no se sabe qué objetivos o intereses estratégicos. Puede que pretenda debilitar u obstaculizar Europa como proyecto continental unitario, o averiguar la capacidad del continente para protagonizar su propia defensa o, incluso, testar hasta qué punto estaría dispuesta la OTAN (y EE UU) a cumplir sus compromisos defensivos con Europa.

Puede, quién sabe, que solo pretenda dar un aviso a navegantes a todas sus exrepúblicas con idénticas veleidades occidentales. O, simplemente, busca afianzar su liderazgo en la cúspide del Kremlin y ante una población que muestra signos evidentes de cansancio por las cortapisas a la libertad, las persecuciones políticas y los tics autoritarios de su Presidente, un antiguo agente de la KGB.

En todo caso, nada se sabe a ciencia cierta porque lo que mueve al mandatario ruso se esconde tras una nebulosa opaca dentro de su cabeza. Se trata de una incógnita infranqueable e incognoscible, pero que alimenta desde hace un año una guerra ilegal, innecesaria, inmoral e injusta en Ucrania. Y una incógnita que parece dispuesta a ir hasta las últimas consecuencias, sin importar si perjudica a civiles ucranianos, a ciudadanos rusos, a los europeos y cualesquiera se interpongan en su camino.

En otras palabras, la guerra va para largo sin que las razones para ello hayan sido explicadas, discutidas o negociadas, de manera diplomática y pacífica, en ningún foro o mesa de diálogo, como corresponde a países civilizados y democráticos.

Y tal vez en esto radique parte del problema: suponer democracia y civilización en naciones que todavía se guían por viejas nociones imperiales, más próximas al feudalismo que al Estado de Derecho. Y que usan la fuerza como único medio válido y eficaz de resolver sus disputas.

La historia tampoco ayuda a apaciguar los ánimos. Porque el conflicto bélico estalla, para más inri, entre países que comparten un legado histórico de más de mil años y que propició lo que actualmente son Ucrania y Rusia. Se trata de una historia de encuentros y desencuentros que culmina en la actual guerra, con la que Putin busca asegurarse, al menos, las tierras al este del río Dniéper, cuyos habitantes mantienen fuertes lazos con la vieja Rusia, compartiendo idioma y la religión ortodoxa.

Esa “rusificación” cultural vivió su momento más dramático cuando, en la década de los treinta del siglo pasado, las políticas de colectivización de Stalin provocaron una hambruna que causó la muerte de millones de ucranianos, lo que obligaría al dictador a repoblar el este de Ucrania con ciudadanos de Rusia y de otras repúblicas que ni siquiera sabían ucraniano ni tenían lazos con la región. Sus descendientes son los prorusos que ahora Putin dice querer defender de los “nazis” que gobiernan Ucrania.

A todo ello se suma que la Crimea que Moscú transfirió a la República Socialista Soviética de Ucrania en 1954, y en la que ubicó la base de la Flota rusa del Mar Negro, acabaría siendo anexionada y ocupada a la fuerza por Rusia en 2014, al tiempo que instaba y apoyaba el levantamiento secesionista del Donbás, justamente la región oriental situada en la margen izquierda del Dniéper, hasta que se constituyó en sendas repúblicas independientes, las de Luhansk y Donetsk, que ya han sido reconocidas e integradas en la Federación Rusa.

Estas dos almas que tiran de Ucrania hacia Oriente y Occidente nunca han hallado un punto de convivencia común sin tensiones, lo que explica que los últimos líderes del país, tanto el proamericano Victor Yushenkpo, como el prorruso Vitor Yanukovich o el proeuropeo Petró Poroschenko y el actual Volodymir Zelenski, hayan sido incapaces de cohesionar una sociedad multicultural y multiétnica tan dividida y polarizada.

Sea por lo que fuere, no cabe duda de que la peor forma de dirimir estos conflictos es la guerra que lleva ya un año desarrollándose en suelo Ucranio, con decenas de miles de muertos en ambos bandos y sin que existan visos de cesar tal matanza fratricida. Un año de guerra ilegal, innecesaria, ilógica, inmoral e injusta a la que asistimos impotentes, intentando ayudar al agredido, mientras procuramos que el agresor desista de sus intenciones mediante sanciones económicas.

¿Cómo acabará esto? Sólo Putin podría saberlo, porque solo él sabe lo que quiere. El resto de atónitos espectadores intentamos comprender la evolución de los acontecimientos y el contexto en que se producen y condiciona. Poco más. Y así desde hace un año.

DANIEL GUERRERO

13 de febrero de 2023

  • 13.2.23
Hay revuelo gubernamental por la ley del solo sí es sí. Y no es para menos. La intención con la que se elaboró esa norma por parte del Ministerio de Igualdad pudo haber sido buena, pero su puesta en vigor ha resultado ser, cuando menos, contraproducente judicialmente.


Más que proteger a la mujer víctima de violación u otras agresiones sexuales, ha favorecido al delincuente sexual, permitiéndole unas rebajas de penas que han soliviantado a todo el mundo, menos a los responsables ministeriales que redactaron la ley, pues no admiten ninguna corrección de un texto legal manifiestamente mejorable.

Achacan sus efectos indeseados a los jueces, quienes suelen interpretar cualquier ley y fallar toda sentencia según los términos que la misma ley establece. Sin embargo, parece que el entuerto cometido no tiene fácil solución, a la vista de las tensiones que provoca entre los socios del Gobierno.

Unas tensiones más teatrales que reales, puesto que afloran en un momento en el que parece aconsejable delimitar perfiles que diferencien a los protagonistas de una coalición que han de competir en las próximas elecciones que tenemos por delante.

Dan la impresión, desde las gradas de la calle, que están tomando posiciones para ver quién es más guapo electoralmente. Porque, de lo contrario, no se entiende que perfeccionar una ley sea motivo de tanta discusión y enfrentamiento.

Para cualquier profano en Derecho, como el que suscribe, resulta evidente que algo falla en la ley cuando su efecto más inmediato no es el endurecimiento de las condenas, sino la reducción de las mismas a los reos. A los legos en la materia no les cuesta trabajo comprender que no son los jueces los causantes de este desaguisado, sino la propia ley que permite tal lectura.

De ahí que la gente no se explique por qué no se aborda su corrección sin más, sin tantas algaradas ni sobreactuaciones de cara a la galería, máxime cuando en el Gobierno hay jueces y abogados con experiencia al respecto y cuentan con asesores legales y toda una panoplia de expertos jurídicos que conocen perfectamente cómo armar un texto legal blindado a las interpretaciones.

El cálculo electoral y la soberbia parecen presidir las negociaciones hasta el extremo de impedir la enmienda de una ley que causa más daño que amparo a las víctimas de la violencia sexual. En el poco tiempo que lleva vigente, cerca de 500 condenados por delitos sexuales han visto reducidas sus condenas y decenas de ellos, con penas bajas es verdad, han sido excarcelados.

¿Acaso no es motivo suficiente este resultado indeseado de la ley para acometer su reforma sin demora ni discusión? Flaco favor se les está haciendo a las mujeres, que asisten atónitas al espectáculo encarnizado que protagonizan quienes presumen de portar la bandera del feminismo y, por consiguiente, la de la lucha contra las desigualdades que aun penalizan a la mujer y la del combate contra la violencia de género.

Si la gran ley que iba a materializar ese ideal de justicia es ésta por la que ahora se pelean, mejor sería que se dedicasen a otra cosa más apropiada con los egos intransigentes que exhiben con mutua desconfianza. Así no se trabaja por el bien general, sino por el interés partidista, para ver quién se pone la medalla ante la opinión pública.

Los tertulianos de cualquier taberna del país sabrían qué hacer para corregir una norma con absoluto respeto al espíritu que la inspira: centrar todo el peso de la prueba del delito en la no existencia de consentimiento expreso, en el “solo sí es sí”.

Y graduar las condenas, que han de castigar tanto los abusos como las agresiones –unificados en la ley solo como agresiones–, en función de si, además, se ejerce violencia e intimidación en el ilícito penal, lo que implicaría el aumento de las penas mínimas y evitaría la reducción de condenas y las excarcelaciones. Es decir, se mantendría la agresión sexual como único delito, pero diferenciando si hubo violencia o no. ¿Significaría esto recuperar la denostada ley anterior?

Hay que comprender que el objetivo de la actual Ley de Libertad Sexual, que se pretende corregir, es procurar que cualquier acto no consentido contra la libertad sexual sea tipificado como un delito de agresión, exista o no violencia, puesto que lesiona esa libertad, que es considerada un bien jurídico cuya esencia se defiende.

A los artífices de la ley no les agrada la introducción de grados entre agresiones con violencia o intimidación o no porque temen que se volvería a diferenciar la existencia de ataques más graves o menos graves a la libertad sexual.

A su juicio, de alguna manera se estaría otorgando más importancia a la violencia que al ataque a la libertad sexual. Mientras que los partidarios de la reforma lo que persiguen es recortar en lo posible el arbitrio judicial, al reducir o acotar el margen interpretativo, agravando las penas cuando concurran violencia o intimidación. ¿Será posible compatibilizar ambos objetivos?

Si se empeñan con buena voluntad y sin ánimos torticeros, claro que sí. No hay que ser un togado jurista para hallar lo que tienen en común ambas propuestas, manteniendo el concepto de libertad sexual y el consentimiento como eje central de la ley. Es decir, sin tocar el artículo 178 del Código Penal. Y sin hacer distinción entre abuso y agresión, pues se conserva que cualquier lesión a esa libertad sexual sea tipificado como delito de agresión sexual, ya que esa libertad sexual es un bien jurídico esencial, o sea, el tipo básico o derecho a proteger.

De ahí que agravar la pena sin cambiar la esencia del delito, incluyendo la violencia y la intimidación como agravantes, no es recuperar la ley anterior, sino perfeccionar una excelente Ley de Libertad Sexual que es muy necesaria y oportuna.

Tampoco significaría recriminar a la víctima la ausencia de resistencia a la hora de ponderar el empleo de violencia o intimidación en el ataque que sufre. ¿Se pondrán de acuerdo Unidas Podemos y PSOE durante la tramitación parlamentaria de la reforma? Depende de los cálculos electoralistas de ambos partidos, socios coaligados en el Gobierno.

Y eso es más difícil que dominar Derecho, pues entra de lleno en el terreno de la Política, campo abonado a la demagogia, a la manipulación y al fariseísmo cuando olvida su fin, que es el bien común. En este caso, el de las mujeres que todavía tienen que aguantar palabras, tocamientos, agresiones, violaciones y ataques a su integridad física que menosprecian y socavan su libertad sexual. Ya es hora de que solo sí sea sí.

DANIEL GUERRERO

30 de enero de 2023

  • 30.1.23
No voy a hacer una reseña de la novela de Pío Baroja, cuyo título copio para esta columna, sino reflejar la actitud de una gran parte de la ciudadanía a la hora enfrentarse a una realidad que desborda sus conocimientos. Y que, en vez de informarse más ampliamente o acudir a quienes atesoran esos conocimientos, prefiere las explicaciones de los que inventan patrañas que satisfacen su propia ignorancia.


Ejemplo de lo que digo son aquellos que, hasta ayer mismo, negaban la pandemia del coronavirus que ha azotado a la humanidad, causando millones de muertos, y desconfiaban de las vacunas, considerándolas instrumentos para manipular a las personas.

O los que se niegan aceptar que en nuestro planeta se esté produciendo un cambio acelerado del clima debido a la acumulación de gases de efecto invernadero generados por la actividad humana. También, esos otros que aseguran estar convencidos de que la Tierra es plana y que el hombre no ha pisado la luna. O esa especie de majaderos, con ínfulas intelectuales, que escribe artículos para rebatir que el ser humano con su inteligencia sea fruto de la selección natural, pues le parece más lógico el creacionismo.

Todos esos desconfiados, que se guían exclusivamente por bulos y comentarios en bares y peluquerías, engrosan las filas de los que, como se lee en un pasaje de El árbol de la ciencia, piensan que “creer en el ídolo o en el fetiche es símbolo de superioridad” y que hacerlo “en los átomos es señal de estupidez”.

Se sienten más cómodos en la ignorancia y con las supersticiones que dan sentido a sus vidas que en la orfandad carente de finalidad que se descubre gracias al pensamiento racional y su fruto, la ciencia. Con todo, estos paranoicos constituyen los más inofensivos de los ignaros. Porque los hay peores y mucho más peligrosos.

Hay quienes huyen de la razón y la ciencia porque las creencias en dogmas religiosos les proporcionan más confianza y seguridad. Es la actitud de los que rechazan toda transfusión sanguínea o de sus derivados, indicada por la medicina para compensar cualquier pérdida grave de sangre, por accidente o enfermedad, incompatible con la vida, debido a que su fe se lo impide.

O los que no admiten los trasplantes de órganos o tejidos por idénticas cuestiones morales, muy respetables como opinión personal pero sumamente peligrosas, sobre todo cuando afectan a terceras personas que dependen de la tutela de tales fanáticos.

Lo mismo cabría decir de quienes no son partidarios del aborto, incluso en aquellos supuestos de violación o de malformación del feto. Aunque, para la ciencia, el desarrollo embrionario no es más que un conjunto de células todavía sin diferenciación, los antiabortistas consideran que se trata ya de un ser humano y, por ende, interrumpir un embarazo es matar a una “persona” no nacida, un nasciturus.

Nadie ni nada obliga a estas personas a abortar si es contrario a sus ideas, pero los que constriñen la naturaleza a sus creencias pretenden que hasta los que buscan la luz en la ciencia tampoco lo puedan hacer, aún cuando abortar no es para ninguna mujer una decisión ni agradable ni placentera, sino una necesidad que adopta en uso de su plena libertad y responsabilidad.

Estos antiabortistas son peligrosos por ese afán de imponer sus creencias a todos, incluso a los que no comparten sus opiniones rebatidas por la ciencia. Se comportan como fanáticos dispuestos a entronizar sus prejuicios, como antaño lo hicieron contra el divorcio, el matrimonio homosexual y otras rémoras parecidas.

Todos ellos pertenecen a la familia de los que también cuestionan agriamente la existencia de una violencia machista contra las mujeres y que ellas, las mujeres, por su mera condición femenina, se vean abocadas a tropezar con infinitos techos de cristal cada vez que intentan alcanzar posiciones laborales o sociales que generalmente suelen estar ocupadas por hombres.

A lo sumo, en muestra de condescendencia, admiten cierta violencia intrafamiliar de la que es víctima tanto la mujer como el hombre, y que la mujer podría aspirar, pues nada se lo impide, a las más altas responsabilidades profesionales y sociales si tuviera preparación y voluntad para ello, no mediante cuotas que corrijan faltas de oportunidad.

Estos negacionistas del papel de la mujer son reaccionarios porque rechazan el feminismo al considerarlo una ideología perniciosa, propia de “feminazis”, en vez de una lucha por la igualdad en derechos y obligaciones entre el hombre y la mujer. Y hacen todo lo posible para que se mantengan los roles y los estereotipos que discriminan en función del sexo, tal y como la sociedad machista y patriarcal los ha transmitido a través de la tradición y las costumbres.

Niegan, por tanto, derechos y libertades a la mitad hembra del género humano. Se trata de un negacionismo pernicioso porque procura que no se instauren medidas contra una violencia machista que cada año causa víctimas mortales, y que es contrario a cuantas ayudas y políticas se destinen a erradicar esta lacra de manera eficaz.

Quienes lo comparten rechazan, sin más, una realidad de la que son reacios por cuestiones ideológicas, morales, culturales y económicas. Y como todos los anteriores, hacen lo indecible por que se imponga al conjunto de la sociedad sus dogmas y su particular modelo social, aquel en el que la mujer permanece subordinada al hombre como si estuviera incapacitada para disfrutar de los mismos derechos que el varón.

Es, pues, una mentalidad cavernícola, muy alejada del pensamiento científico que nutre la moderna sociología, que sirve para justificar la desigualdad histórica de la mujer, como explica la historiadora Marga Sánchez en su libro Prehistorias de mujeres (Destino).

Sin embargo, todos los que comulgan con estos prejuicios pueden –y, de hecho, la mayoría lo hace– actuar de buena fe, convencidos de “su” razón, aunque discrepen de la verdad científica con argumentos morales o emocionales. Lo más grave es que coexisten con grupos mucho más peligrosos: los que tergiversan el conocimiento para manipular a la gente por intereses espurios de poder y riquezas.

No son ignorantes. Conocen los frutos del árbol de la ciencia, pero los utilizan a su antojo y conveniencia, mediante medias verdades, falsos enfoques, argumentos falaces y francas mentiras, con tal de conservar privilegios y poltronas. Representan el mal para la convivencia pacífica y la tolerancia en cualquier sociedad humana civilizada.

Me refiero a los que se valen de la democracia solo si les beneficia. En caso contrario, no tienen empacho en cuestionar sus resultados y en deslegitimar al vencedor que gana la confianza popular. Comienzan entonces a extender sospechas de fraude electoral y teorías conspiratorias que socavan la confianza en el sistema democrático y sus instituciones, el sistema más racional de convivencia.

Estos populistas manipuladores son expertos en retorcer la sociología y la estadística, ciencias que estudian la sociedad humana y las probabilidades de cuantificar la realidad y analizar sus modificaciones, para que respalden sus pronósticos y expectativas. Y lo hacen adrede y con mala fe. Porque no aceptan, diga lo que digan las urnas, que los ciudadanos se alejen de sus postulados y prefieran otras opciones políticas a la hora de ser gobernados.

En su versión más extrema y violenta, cegados por la sinrazón y las ambiciones, no dudan en incitar y promover revueltas, turbas y disturbios que no sólo destrozan el anclaje físico de la democracia (manifestaciones, obstruccionismo, ocupaciones de edificios, etc., como en Washington y Brasilia), sino que también deterioran la credibilidad y la confianza en el procedimiento más justo y menos arbitrario de administrar nuestra gobernanza como colectivo heterogéneo de individuos.

Estos sectarios que desconfían de los mecanismos democráticos cuando les son adversos son los patógenos más letales para la salud social y la convivencia, y perviven cuando nos dejamos deslumbrar con sus ídolos y fetiches en vez de guiarnos por el cuestionamiento crítico y racional de la propaganda embaucadora con la que nos seducen.

No son exclusivos de nuestro tiempo, tan convulso. Siempre, por todas partes a lo largo de la historia, han proliferado los charlatanes que pretenden conducirnos con promesas de paraísos en la tierra, intentando que la razón y la ciencia los ampare.

Olvidan, como escribió Pío Baroja en su novela y descubren los que se decantan por el átomo ý no por los ídolos y fetiches, que “la ciencia no tiene nada que ver con eso; ni es cristiana, ni es atea, ni revolucionaria, ni reaccionaria”. Pero, al parecer, no aprendemos.

DANIEL GUERRERO

16 de enero de 2023

  • 16.1.23
Los sectores más inmovilistas de la derecha española, aquella que irradia toda la gama de azules reaccionarios –esto es, la que va desde el celeste del PP hasta el verdoso de Vox (el anaranjado de Ciudadanos no cuenta porque se está difuminando)–, se desgañitan y claman al cielo estos días por las reformas que ha emprendido el Gobierno para determinados delitos del Código Penal, en concreto, los de sedición y malversación.


Según quienes padecen daltonismo cian, el Gobierno no tiene legitimidad (aunque tenga la de las urnas y sea el Parlamento quien los apruebe) para acometer cambios en nuestro ordenamiento jurídico si a esa derecha no le gustan o no le interesan.

Está convencida de que solo ella conoce lo que conviene al país y, por ende, es la única capacitada para saber qué se puede hacer o no en democracia y cómo interpretar el verdadero espíritu de la Constitución, a pesar de que, de continuo, la incumplan olímpicamente.

Resulta curioso, además, que tal potestad se la arrogue una formación que deriva de quienes en su día estuvieron en contra de ella y se negaron o abstuvieron a votarla en el referéndum constitucional. Por eso, sería risible si no fuera repugnante, esa propensión, tan habitual de la derecha en la actualidad, a expedir certificados de constitucionalidad y de patriotismo cada vez que quiere descalificar a quienes no hacen seguidismo de su ideario ni comparten su estrategia ni sus modos.

Para la derecha nacional, todo Gobierno que no esté encabezado por ella, aunque surja de las urnas, no puede ser otra cosa más que irresponsable, desleal, prácticamente ilegal y, por supuesto, deleznable. Calificativos que se tornan aun más duros, como traidor o vendepatrias, si quien gobierna osa introducir cambios legales que persiguen racionalizar y actualizar, adaptándolas a la realidad del país, las normas que garantizan nuestros derechos y libertades y, por tanto, una convivencia basada en el respeto, la igualdad y la tolerancia. Entonces, los atronadores gritos celestes se multiplican porque, para ellos, todo avance progresista es querer romper España.

Y no se equivocan. Tales cambios afectan al modelo social que propugna la derecha (recuérdese su negativa al divorcio, al aborto, al matrimonio homosexual, a la eutanasia, a la Dependencia, su desconfianza del feminismo, etcétera); a su creencia cuasi religiosa en la economía neoliberal, tan apreciada por la fuerza del capital (recuérdense sus objeciones al incremento del salario mínimo, al Ingreso Mínimo Vital, a la reforma laboral, a ampliar y garantizar prestaciones y subsidios, a regular y contrarrestar abusos del mercado, etcétera).

No olviden el “atrincheramiento” de la derecha en las instituciones (recuérdese su férreo bloqueo a la renovación del CGPJ y del Tribunal Constitucional, entre otros, generando conflictos entre los poderes del Estado por asegurarse su influencia en ellos) y su sectario concepto de país, en el que las élites disfrutan de privilegios y prebendas que son negados al resto de la ciudadanía.

No hay duda: por supuesto que se intenta romper esa España de unos pocos, por muy poderosos, pudientes y conservadores que sean, para construir un país que sea de todos, en el que quepamos todos, de cualquier clase y condición, sin excluir a nadie.

Ante esta lucha tan titánica y agotadora, un nuevo alarido, que desgraciadamente no será el último, brota de las gargantas de esta derecha intransigente y reaccionaria a causa de las modificaciones que impulsa el Gobierno para “desjudicializar” y normalizar, en términos políticos, el “conflicto” catalán y encauzar las relaciones con Cataluña a través del diálogo, la lealtad institucional y el sometimiento a la legalidad.

El afán independentista de una parte de la población y del Ejecutivo de aquella Comunidad Autónoma es tan legítimo y defendible, en democracia, como cualquier otro. Incluso como el de la derecha. Y, puestos a comparar, unos y otros cometen acciones que violan de forma intencionada la Constitución, como celebrar un referéndum de autodeterminación u obstruir órganos y poderes del Estado. Sin embargo, para la derecha política y mediática de este país, los únicos criminales son los independentistas. ¡Curiosa vara de medir!

En su esfuerzo por reconducir la situación, el Gobierno ha decidido modificar varios artículos del Código Penal (relativos a los delitos de malversación y sedición) que fueron utilizados para condenar con penas desorbitadas a los autores de las iniciativas soberanistas que provocaron aquel conflicto.

Un conflicto que viene de antiguo, por la recurrente aspiración secesionista catalana, y que de vez en cuando enturbia las relaciones entre Cataluña y el Gobierno de la nación. Se trata, por tanto, de un problema de indudable carácter político.

Aun así, las modificaciones no se acometen para contentar a los perjudicados, sino por adecuar las penas a la debida proporcionalidad con que, en función de la gravedad, estos delitos deben ser aplicados. Y para evitar que vuelvan a ser utilizados para judicializar problemas políticos de enconada conflictividad como los protagonizados por los independentistas catalanes. Es verdad que estos promovieron movilizaciones y altercados, pero tales hechos, en cualquier democracia consolidada, solo caben ser considerados de graves desórdenes públicos y de desobediencia.

Porque acusar de sedición a quienes implementaron leyes, en función de su potestad como Gobierno de la Generalitat y refrendadas luego por el Parlamento regional, mediante las cuales se puso en marcha una convocatoria de consulta a la población catalana sobre la independencia, es pretender propinar un castigo ejemplarizante de injusta y extremada dureza.

Y porque, además, el delito de sedición, versión edulcorada del de rebelión en ausencia de violencia, era un anacronismo del Código Penal que estuvo justificado cuando se instauró en 1822, época en la que proliferaron los levantamientos militares en España, como el del general Elio (1814), el de Riego (1820) o el de Torrijos (1831), entre otros muchos. Una situación absolutamente distinta a la actual y, más aun, con lo sucedido en Cataluña en 2017.

Pero cuando se es incapaz de abordar políticamente las exigencias de aquella Comunidad histórica a través del diálogo, la comprensión y los intereses compartidos en el marco de la Constitución, se echa mano para acallarlas, que no solucionarlas, a la vía judicial, tachando de "rebelión" aquellos desórdenes, como hizo el fiscal general de entonces, siguiendo directrices del Gobierno encabezado por Mariano Rajoy.

A todas luces, tal proceder supuso un uso torticero de la justicia y una injusticia política que pone de relieve la mediocridad de los dirigentes políticos que recurrieron a ellos. Por eso se deroga el delito de sedición y se crea el de desórdenes públicos agravados, con penas más reducidas.

Y lo mismo sucede con la malversación, delito que cometen los funcionarios públicos que tienen a su cargo la custodia, administración y destino de fondos que pertenecen a la colectividad. Incluía, en su redacción de 1995, la figura de la autoridad o funcionario que, con ánimo de lucro, sustrae o consiente que un tercero con idéntico ánimo lucrativo sustraiga caudales públicos. Pues bien, ese delito se modificó expresamente, en 2015, para poder aplicárselo a Artur Mas por haber empleado dinero público en la convocatoria de un referéndum consultivo.

Se trata, una vez más, de otro ejemplo notorio de la incapacidad para afrontar complejas situaciones políticas por parte de dirigentes de un partido que, precisamente, por aquellos tiempos, estaba siendo investigado por múltiples casos de corrupción que se castigan como malversación. Y que incluso fue condenado por ello. Tal es el talante de quienes no toleran que se practique ninguna otra política que no sea la suya.

La modificación del delito de malversación no impide el castigo de los corruptos, que son quienes malversan patrimonio público por afán de lucro. Porque, por lo demás, se crea un nuevo delito, el que castiga el enriquecimiento ilícito con penas de multa, cárcel e inhabilitación, según los casos, y que afecta a las autoridades cuyo patrimonio se incremente, durante el ejercicio del cargo público, en más de 250.000 euros sin justificar.

Queda a la vista, pues, la indigna actitud que caracteriza a la derecha española, que niega legitimidad a cualquier otra formación para gobernar España, aun contando con el beneplácito electoral y mayoría parlamentaria. Tampoco le permite ejercer sus funciones y trasladar a los demás poderes del Estado, como establece la Constitución, las mayorías resultantes de la voluntad popular.

Aparte de su gravedad, esta actitud es intolerable porque, si para lograr sus propósitos tiene que manipular, a través de sus correligionarios en la judicatura y los medios de comunicación, las normas y leyes que regulan el funcionamiento ordinario de las instituciones, se presta a ello sin complejos ni reservas, a pesar del daño que causa a la credibilidad y a la confianza en el sistema democrático que nos dimos los españoles en 1978. Eso sí es romper literalmente España.

Esta miopía torpe de la derecha es de tal magnitud que es capaz de precipitar a un abismo al país con tal de poder maniobrar en su propio beneficio e impedir que gobiernen los elegidos por los ciudadanos. Es una miopía letal.

Induce el mismo fanatismo de los que se creen portadores de una verdad absoluta. Y da miedo. Porque, si hoy, disfrutando de un régimen democrático, la derecha se comporta de este modo, ¿qué haría en momentos más indómitos que los del presente? La respuesta ha de buscarse en nuestra propia historia.

DANIEL GUERRERO

2 de enero de 2023

  • 2.1.23
No puedo sino comenzar esta columna rogando el perdón de los lectores por incumplir mi palabra. Hace poco más de dos años me despedía de ellos mediante un artículo en el que confesaba, tras más de diez años publicando una columna semanal, que ya no tenía nada nuevo que contar. Pensaba que me repetía. Pero he aquí que traiciono lo dicho y, encima, por escrito. Vuelvo a las andadas.


La culpa no es solo mía. Algo tiene que ver en esta reaparición la amistad que me une con el editor de estas cabeceras digitales, Juan Pablo Bellido. Ya lo explicará él, si lo cree conveniente, en cualquier ocasión. Lo cierto es que, atendiendo a su solicitud –junto a la de familiares y mis propios deseos–, aquí me hallo: inaugurando y reanudando otra etapa de mi vida.

Esos gerundios aclaran en parte las causas de este retorno. Por un lado, porque inauguro nueva década existencial, una década en la que comienzo a sobrevivir, desde el primer día de enero, la provecta edad de los septuagenarios, lo que me lleva a pensar que ya no solo soy mayor sino irremediablemente viejo. Viejo en edad biológica y apariencia física, pero no tanto en capacidad cognitiva y claridad mental. Que todo hay que decirlo.

Y, por otro lado, porque reanudo aquella colaboración que mantenía con los medios de Andalucía Digital que tanto he echado de menos. Acaso esa nostalgia se deba a que un periodista, aunque envejezca, nunca deja de escrutar la realidad para intentar comprenderla, y ésta tampoco deja de presentar nuevos aspectos y aristas que requieren comprensión y explicación.

Por tanto, inauguro la séptima década de mi vida con una percepción del “tiempo de ayer” vertiginosamente fugaz. Y es que, al cabo de tanto tiempo, parece que fue ayer cuando estuve en el colegio y en la universidad, cuando me eché novia y aparecieron los nietos; cuando presumía de pelambrera azabache que devino nívea, cuando… tantas cosas se fueron acumulando en mi mochila que, al rememorarlas, es como si acabaran de ser obtenidas o realizadas.

Sin embargo, esa sensación acelerada del tiempo no es igual con las experiencias nuevas. Al contrario, se enlentece hasta el punto de que, lo que sucedió hace solo un par de años, se recuerda como si fuera mucho más antiguo. Se difumina de la memoria reciente.

De ahí que los viejos siempre anden contando batallitas que conservan intactas en la memoria remota. Y de que a mí me parezca que fue mayor el tiempo que he estado ausente de la tribuna de firmas de este periódico. Por lo que sea, siento que debo aceptar la generosa invitación de mi amigo para volver al redil de colaboradores. Solo espero que Bellido no se arrepienta de su decisión ni que los lectores se vean defraudados por este retorno.

Para ser honestos, debo señalar que lo que expondré en este espacio será la visión crepuscular de un incrédulo que no es experto ni especialista en nada, salvo de haber transitado por situaciones y expectativas similares a las que nos depara el convulso presente.

Pero no se alarmen: no me gusta pontificar ni aventurar consejos no solicitados. Me limitaré a ser testigo forzoso de lo que pasa para intentar comprender la realidad con mis propios recursos, es decir, desde mi humilde opinión de veterano fisgón y cascarrabias.

Durante el lapso de tiempo que he permanecido alejado y mudo, han acontecido hechos a cual más sorprendente e inquietante. El peor de todos, la guerra en suelo europeo. Algo inimaginable y que, no obstante, ahí está, desarrollándose ante nuestros propios ojos, matando gente inocente, violando leyes y acuerdos internacionales, amenazando con usar armamento nuclear, chantajeando economías de terceros países, tomando como rehén al resto del mundo y despojando a la humanidad de su mayor logro, la racionalidad y la sensatez en las relaciones entre países y entre seres humanos.

Una guerra en el corazón de la civilizada Europa que nos retrotrae a las vetustas y sanguinarias trifulcas territoriales, y que ignora todos los mecanismos existentes (desde la ONU hasta la legalidad internacional y los pactos, convenios o acuerdos multilaterales) para dirimir disputas y conflictos mediante el diálogo y la diplomacia de manera pacífica.

Al parecer, dos guerras mundiales no han sido suficientes para aborrecer en esta parte del mundo esta forma de matarnos entre nosotros por meras lindes geográficas, lingüísticas o geopolíticas. Tampoco ha bastado siquiera la certeza absoluta de una mutua aniquilación asegurada, en caso de conflagración nuclear, que nos abocaría a lo más terrible de nuestras peores pesadillas.

Me avergüenza lo que ocurre en Ucrania. Y siento un asco nauseabundo de la actitud del líder de Rusia por agredir a un país que, aunque comparte historia y sangre eslava, busca su propio camino autónomo y democrático como nación independiente. Que ello suponga un peligro para la vieja madre rusa, que reacciona enrabietada a zarpazos, solo pone de relieve la debilidad y los complejos de Rusia, no la fortaleza de una Ucrania que se defiende a costa de sacrificios inmensos.

En estos instantes, cuando escribo estas líneas, existe cierto estancamiento en los enfrentamientos y emergen tibias posibilidades para una negociación. Pero nadie sabe cómo salir de esto. Ni siquiera Putin, quien solo dispone de dos opciones: o arrasa Ucrania, con lo que la imagen y la fiabilidad de Rusia quedarán maltrechas durante lustros, o abandona las hostilidades y regresa a sus fronteras, consiguiendo idéntico resultado para su imagen y fiabilidad a escala internacional y, lo que es peor, el quebranto de su autoridad como mandatario en su propio país. Ninguna de las dos es de su agrado. El tiempo y las circunstancias determinarán su elección.

Otro hecho sorprendente, inesperado por la eternidad de su protagonista, fue la muerte de la reina de Inglaterra, una señora longeva como persona y como monarca, que sobrevivió incólume a gobiernos, guerras y múltiples conflictos nacionales y familiares en su patria.

Su desaparición causó conmoción en un Reino Unido todavía sumido en la mala digestión del abandono del proyecto de una Europa en común, pues nada de lo que prometieron los euroescépticos se ha cumplido ni ha servido para que la “pérfida Albión” recobre su antiguo e imperial esplendor.

El nuevo rey Carlos III no atina, pese a su dilatada preparación como príncipe, a portar la corona con la “majestuosidad” que cabía esperar, pues no hace más que meter la pata incluso para firmar un papel. Si el futuro se presenta negro para Europa, no menos oscuro pinta para el Reino Unido, donde se suceden primeros ministros incapaces de administrar las consecuencias de un desdichado Brexit. Dios salve a todos, ingleses incluidos.

Y en nuestro país, tras todas las crisis posibles, Pedro Sánchez continúa gobernando. ¿Quién lo habría adivinado? Va a acabar la Legislatura contra todo pronóstico, en especial, el catastrófico que pronosticaba esa derecha “trifásica” del PP, Ciudadanos y Vox. Según ella, el Gobierno Frankenstein, con sus socios bolivarianos, filoterroristas y separatistas, tenía los días contados por ilegal, usurpador del poder, okupa de las instituciones, derrochador de caudales públicos, traidor a la patria, antimonárquico, embustero e insolvente.

Y ahí lo tienen, sacando leyes que parecían imposibles para una coalición gubernamental tan nefasta: subida espectacular del salario mínimo, recuperación del convenio colectivo en la negociación laboral, incremento de las pensiones en función del IPC, los ERTE y la vacunación frente a las amenazas económicas y sanitarias de la pandemia. Tampoco conviene dejarse atrás los topes (vía reducción de impuestos, excepcionalidad ibérica y subvenciones) a las alzas de precio energéticas o el reconocimiento de nuevos derechos, entre otras.

Un balance que despierta perplejidad por las condiciones en que ha tenido que hacerse. No seré yo quien lo haga, pues se acerca un apretado período electoral que propiciará la rendición de cuentas por unos y otros. Aun así, será difícil disentir de algunas de esas iniciativas, incluida la exhumación de Franco de aquel mausoleo vergonzoso para su exaltación en la Basílica de Cuelgamuros.

Por eso solo diré que, sin ser transexual, ni obrero con salario mínimo, ni becario, ni mujer agredida por violencia machista, ni necesitado del Ingreso Mínimo Vital, sino simple ciudadano que tiene la suerte de comparar la situación actual con la de nuestros padres y abuelos, que la cosa no es tan catastrófica. Dista mucho de ser la peor época de España. A pesar de la opinión de quienes reclaman ayudas para el dentista sin dejar de costearse móviles de última generación o gama.

A estas alturas de mi vida, me atrevo sugerir que sean ustedes críticos y no permitan que la propaganda les enmascare la realidad. Podrán equivocarse, pero no serán fácilmente manipulados. Y eso es ya, de por sí, una gran avance, como opinión pública, que beneficia al conjunto de la sociedad. Justamente, lo que intento y pretendo compartir con ustedes desde hoy. Si me lo permiten, claro.

DANIEL GUERRERO

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