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Daniel Guerrero | Un año de guerra

Digámoslo sin demora: la guerra en Ucrania es ilegal, innecesaria, ilógica, inmoral e injusta. No existen razones ni amenazas o disputas que justifiquen la invasión militar rusa en territorio ucranio. Tampoco hay nazis ni antisemitas gobernando la república cosaca. Por no haber, no hay siquiera fuerzas enemigas (OTAN) estacionadas en aquel país, por mucho que Vladimir Putin blandiese esa excusa, entre otras, para enviar sus soldados a matar y morir en el país vecino.


Como mucho, existía y existe la voluntad de los ucranianos de acercarse a Occidente, alejándose de la órbita soviética, para disfrutar de la libertad (formal) y del consumismo (real) de los que gozan los países capitalistas de Europa y EE UU.

Pero tal aspiración no suponía ninguna novedad que no hubiera sido explorada anteriormente y materializada, por ejemplo, por países bálticos de la antigua URSS, como Lituania, Letonia o Estonia, sin que Moscú mostrase su oposición como hace ahora con Kiev.

¿Por qué, entonces, esa brutal reacción de Rusia contra su antigua República Popular de Ucrania? ¿Qué peligro presenta esa frontera que no la tenga, también, la de Finlandia, próxima a la base de Severomorsk (sede de la Flota del Norte)?

¿Es que los 1.300 kilómetros de frontera entre Finlandia y Rusia son menos estratégicos que los 1.974 terrestres y poco más de 300 marítimos que la separan de Ucrania? ¿Acaso son más importantes militarmente los puertos navales mediterráneos de Crimea que los del ártico de Kola?

¿O es, quizás, que una Ucrania integrada en la UE es un ejemplo intolerable de emancipación nacional ante el resto de las repúblicas bajo influjo soviético? ¿La integración de Finlandia en la UE en 1995 y su petición de formar parte de la OTAN en 2022 no es el mismo escenario pro-occidental infausto que se le quiere hurtar a Ucrania?¿Qué oscuras y perversas intenciones existen para violar la integridad soberana de un Estado y hacer añicos el delicado equilibrio de la legalidad internacional para obrar de manera tan violenta y asesina?

La respuesta se encuentra en la iluminada mente de Putin, quien sigue empeñado en jugar una mortal partida en el flanco europeo por no se sabe qué objetivos o intereses estratégicos. Puede que pretenda debilitar u obstaculizar Europa como proyecto continental unitario, o averiguar la capacidad del continente para protagonizar su propia defensa o, incluso, testar hasta qué punto estaría dispuesta la OTAN (y EE UU) a cumplir sus compromisos defensivos con Europa.

Puede, quién sabe, que solo pretenda dar un aviso a navegantes a todas sus exrepúblicas con idénticas veleidades occidentales. O, simplemente, busca afianzar su liderazgo en la cúspide del Kremlin y ante una población que muestra signos evidentes de cansancio por las cortapisas a la libertad, las persecuciones políticas y los tics autoritarios de su Presidente, un antiguo agente de la KGB.

En todo caso, nada se sabe a ciencia cierta porque lo que mueve al mandatario ruso se esconde tras una nebulosa opaca dentro de su cabeza. Se trata de una incógnita infranqueable e incognoscible, pero que alimenta desde hace un año una guerra ilegal, innecesaria, inmoral e injusta en Ucrania. Y una incógnita que parece dispuesta a ir hasta las últimas consecuencias, sin importar si perjudica a civiles ucranianos, a ciudadanos rusos, a los europeos y cualesquiera se interpongan en su camino.

En otras palabras, la guerra va para largo sin que las razones para ello hayan sido explicadas, discutidas o negociadas, de manera diplomática y pacífica, en ningún foro o mesa de diálogo, como corresponde a países civilizados y democráticos.

Y tal vez en esto radique parte del problema: suponer democracia y civilización en naciones que todavía se guían por viejas nociones imperiales, más próximas al feudalismo que al Estado de Derecho. Y que usan la fuerza como único medio válido y eficaz de resolver sus disputas.

La historia tampoco ayuda a apaciguar los ánimos. Porque el conflicto bélico estalla, para más inri, entre países que comparten un legado histórico de más de mil años y que propició lo que actualmente son Ucrania y Rusia. Se trata de una historia de encuentros y desencuentros que culmina en la actual guerra, con la que Putin busca asegurarse, al menos, las tierras al este del río Dniéper, cuyos habitantes mantienen fuertes lazos con la vieja Rusia, compartiendo idioma y la religión ortodoxa.

Esa “rusificación” cultural vivió su momento más dramático cuando, en la década de los treinta del siglo pasado, las políticas de colectivización de Stalin provocaron una hambruna que causó la muerte de millones de ucranianos, lo que obligaría al dictador a repoblar el este de Ucrania con ciudadanos de Rusia y de otras repúblicas que ni siquiera sabían ucraniano ni tenían lazos con la región. Sus descendientes son los prorusos que ahora Putin dice querer defender de los “nazis” que gobiernan Ucrania.

A todo ello se suma que la Crimea que Moscú transfirió a la República Socialista Soviética de Ucrania en 1954, y en la que ubicó la base de la Flota rusa del Mar Negro, acabaría siendo anexionada y ocupada a la fuerza por Rusia en 2014, al tiempo que instaba y apoyaba el levantamiento secesionista del Donbás, justamente la región oriental situada en la margen izquierda del Dniéper, hasta que se constituyó en sendas repúblicas independientes, las de Luhansk y Donetsk, que ya han sido reconocidas e integradas en la Federación Rusa.

Estas dos almas que tiran de Ucrania hacia Oriente y Occidente nunca han hallado un punto de convivencia común sin tensiones, lo que explica que los últimos líderes del país, tanto el proamericano Victor Yushenkpo, como el prorruso Vitor Yanukovich o el proeuropeo Petró Poroschenko y el actual Volodymir Zelenski, hayan sido incapaces de cohesionar una sociedad multicultural y multiétnica tan dividida y polarizada.

Sea por lo que fuere, no cabe duda de que la peor forma de dirimir estos conflictos es la guerra que lleva ya un año desarrollándose en suelo Ucranio, con decenas de miles de muertos en ambos bandos y sin que existan visos de cesar tal matanza fratricida. Un año de guerra ilegal, innecesaria, ilógica, inmoral e injusta a la que asistimos impotentes, intentando ayudar al agredido, mientras procuramos que el agresor desista de sus intenciones mediante sanciones económicas.

¿Cómo acabará esto? Sólo Putin podría saberlo, porque solo él sabe lo que quiere. El resto de atónitos espectadores intentamos comprender la evolución de los acontecimientos y el contexto en que se producen y condiciona. Poco más. Y así desde hace un año.

DANIEL GUERRERO
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