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Más allá del voluntarismo

No sin razón, se me podría atribuir, por las diferentes columnas que he venido escribiendo durante estos meses, de cierta propensión al voluntarismo político. Me explico: mis llamadas al lector a que actúe como ciudadano demócrata animándole a ejercer su derecho de expresión en la esfera pública podrían dar a entender que la cuestión de la democratización es un asunto que podría resolverse con que un número suficiente de personas ejerciéramos la presión necesaria para que los partidos políticos y, por ende, el Legislativo y el Ejecutivo, se pusieran manos a la obra.

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El asunto no es tan sencillo, claro está. A continuación, trataré de bosquejar el dilema de los estados liberales que han engendrado, en sus diversas variantes, lo que se conoce como Estado del Bienestar.

Los estados liberal-democráticos actuales, inmersos en y sostenedores de la forma de producción capitalista y de sistema de mercado, se mueven, hablando de manera esquemática, entre dos polos: a) economía y b) legitimación política.

El Estado debe, para su propia supervivencia, proteger la esfera económica y alentar su crecimiento. Esto se entiende fácilmente, pues, aparte de que la economía capitalista necesita del Estado para amortiguar sus ciclos de crisis y depresión, sólo así podrá ejercer aquél una actividad recaudatoria que le permita atender las demandas sociales y, como consecuencia, generar el apoyo o, al menos, la incuestionabilidad del sistema en su conjunto. Dejamos aparte en este análisis el fomento de la ideología adecuada para reforzar dicho apoyo, aunque no cabe duda que desempeña un papel importante.

Como se ha expuesto en la literatura filosófica y económica de los últimos cincuenta años, ambos objetivos no son complementarios, sino contrapuestos. Sólo en economías de elevado crecimiento, como en la Europa del periodo posterior a la II Guerra Mundial hasta mediados de los años 70 del siglo pasado, las discordancias y contradicciones del denominado Estado del Bienestar pudieron acomodarse con éxito. Los representantes del capital y del trabajo veían que el juego de negociaciones de demandas y concesiones arrojaba, para ambas partes, un saldo positivo.

En épocas de crisis como la del petróleo o como la actual en Europa meridional, la crisis económica y su consiguiente crisis fiscal hacen resurgir las críticas a dicho modelo de Estado y favorece las medidas que propicien el crecimiento económico a costa del otro (la legitimación popular). Es decir, un juego de suma cero.

Es en ese contexto como se explican tanto las medidas como el discurso (en esa especie de neo-lengua) de nuestro actual gobierno. Así, tenemos los recortes ("reformas") en las áreas de atención social, por las que se prepara (Educación), se cuida (Sanidad) y se mantiene (prestación por desempleo y otras) a la futura, actual y sobrante mano de obra, y se legisla para obtener la "confianza de los mercados", como la vertiginosa reforma constitucional para el pago prioritario de la Deuda Pública, la facilitación del despido ("flexibilización del mercado laboral"), o la amnistía fiscal ("regularización de activos ocultos"), etc. La intención es clara: evitar la fuga de capitales y, en la medida de lo posible, atraerlos.

De hecho, la dependencia del Estado es tan manifiesta (y aquí parafraseo al sociólogo alemán Claus Öffe) que las grandes corporaciones, las empresas transnacionales, las entidades financieras, etc., ejercen de hecho una suerte de veto a las iniciativas estatales. Ese veto se traduce en la no inversión o en la salida del capital.

La disminución, o eliminación, según se trate, de prestaciones sociales de diversa índole no puede por menos que suscitar la retirada del apoyo de gran proporción de la ciudadanía al gobierno de turno, a los partidos políticos y, finalmente, al Estado. Como señalan algunos autores, la pregunta no es tanto cuál es la solución para que el sistema siga funcionando sino cómo es posible que a pesar de su contradicción sistémica haya durado tanto.

Por otro lado, no todo brilla en el paraíso del Estado del Bienestar. La cara oculta de las prestaciones sociales es la invasión del Estado en el área privada de la ciudadanía, el paternalismo ciego a matices y la desactivación política de los ciudadanos, convertidos en clientes de servicios, lo que entronca con la crítica conservadora respecto del carácter ilimitado de las demandas ciudadanas, que provocan el crecimiento del aparato administrativo estatal y del correspondiente volumen de gasto.

El coste de la satisfacción de tales demandas es siempre creciente, lo que obliga al Estado a buscar nuevas formas de recaudación, porque la vuelta atrás anulando aquellas medidas provoca la desafección popular. Como se ve, un círculo vicioso.

No obstante lo anterior, no propongo compensar mi voluntarismo, al que podría acusársele en cierta medida de ingenuo, con un quietismo conformista. Busco con este artículo, de modo básico, proporcionar contexto a las aspiraciones democráticas de parte de la ciudadanía.

Es posible explorar nuevas maneras de asegurar la vida de todos los ciudadanos que no supongan esa sobrecarga fiscal del Estado, pero no la imagino si no viene de la mano de la descentralización y democratización de las instituciones públicas políticas y administrativas y en gran medida de las económicas.

Es necesaria una sociedad civil fuerte, autolimitada en cuanto a la posibilidad de ocupar el poder político, pero pujante en cuanto a su propia democratización y exigente en cuanto a ésta en las esferas política y económica (hasta ese punto en que no interfiera con su eficiencia).

Esa democratización debe consolidarse como una opción realista entre las distopías de una sociedad regulada de manera exclusiva por el mercado o una en la que la sociedad civil se haya fundido con el Estado, que tiene como consecuencia la desaparición de la primera, tal y como sucedió con los regímenes comunistas o repúblicas populares.

Sin duda, cualquiera de los puntos que he tocado en esta ocasión son merecedores de mayor atención y requieren una explicación más extensa, por no hablar de aquellos (referentes a la cultura, a los valores, a la ideología, etc.) que ni siquiera he mencionado. En todo caso, me doy por satisfecho si he incitado a la reflexión del lector sobre estos asuntos que estamos viviendo todos en primera persona. No es otro mi objetivo.

UBALDO SUÁREZ
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