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La sociedad civil

Como habrán advertido mis lectores, el asunto al que más tiempo y espacio dedico en mis artículos es al de la esfera pública y dos de los actores que pretenden hacerla suya: políticos y medios de comunicación. Si los primeros la utilizan para transmitir su discurso, conseguir visibilidad y adquirir estatus de líderes, para los segundos es su campo de actuación intrínseco.

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Autoproclamados como los controladores del poder político, los medios se arrogan, en virtud del deficiente y cuestionado sistema de representación político actual, la verdadera representación de los ciudadanos. Gracias a ellos, dicen, la voz del ciudadano de a pie es escuchada, y de forma permanente. Mientras los partidos políticos que ocupen el poder necesitan la legitimación ciudadana, parece que los medios no necesitan ninguna.

Sin embargo, el asunto no es tan sencillo. Los medios de comunicación son, salvo la radio y televisión estatales o las diversas autonómicas (estos son en muchos casos, la vía por la que el poder político pretende desembarazarse de la presión de los medios de comunicación privados, al tener el suyo propio y librarse así, al menos en parte, de las exigencias de aquellos), empresas de comunicación privadas cuyo objetivos son, además de la comunicación en sí, la búsqueda de beneficio económico, el prestigio y la influencia para la buena marcha del negocio.

En este sentido, sería ingenuo creer que los medios están guiados de manera exclusiva por dar voz al ciudadano o criticar al poder político (y muchos menos al económico). Su connivencia con el partido político afín o con el más oportuno en cada momento es vital para la buena marcha de la empresa.

Ya sea por la publicidad institucional, ya sea por las concesiones estatales para frecuencias de radio o televisión y demás negocios colaterales, muchos medios ejercen, en efecto, una vigilancia sobre los partidos y sobre el ejecutivo, pero no la que proclaman cada vez que tienen ocasión: profundización de la democracia, coto a los excesos del poder, expresión de la ciudadanía, etc., sino la más sibilina y menos altruista de calcular el efecto de la acción de aquellos sobre la buena marcha de los negocios propios.

No creo que a nadie le asombre comprobar que los medios dan espacio a quien quieren, cuando quieren y respecto de los asuntos que quieren, y nunca rinden cuentas de sus decisiones. Por no hablar de la figura del "caudillo mediático" (en expresión del sociólogo Félix Ortega), normalmente periodista y supuesto líder de opinión, que dice saber cómo piensa la ciudadanía (así, en general, como si ésta fuera un ente homogéneo y singular y no una pluralidad de individuos y grupos con diferentes visiones del mundo) o, directamente, se erige en su portavoz natural.

En muchas ocasiones da la impresión de que los medios consideran una pérdida de tiempo y de recursos manipular o moldear a la opinión pública. Es más sencillo considerarse la opinión pública, que así queda construida según sus propios intereses. El perjudicado, claro está, es el ciudadano, relegado a un papel pasivo tanto por los políticos como por los medios de comunicación: más consumidor y cliente que ciudadano.

En numerosos casos, además, y no creo que sorprenda a nadie al decirlo, se producen verdaderas coaliciones político-mediáticas con el objetivo de producir sinergias mutuamente beneficiosas. El político, los partidos, necesitan en la sociedad actual de los medios de comunicación no para recoger las inquietudes ciudadanas, sino más bien para fabricarse una imagen que les invista de carisma o, al menos, les proporcione una aureola de competencia que convenza a los ciudadanos a votarle en su momento. Además, cómo no, de inducir a la ciudadanía a que acepten determinadas decisiones en los diversos ámbitos de su competencia: la conocida impartición de consignas desde arriba hacia abajo.

En todo caso, esta dependencia de los medios de comunicación se traduce en las herramientas que deben utilizar los políticos: modos, usos y reglas que no pertenecen a la política, sino a los medios de comunicación. La escenificación, los tiempos, la forma deben ser las adecuadas para su óptima difusión a través de los medios. Sin éstos, no hay proclama, mensaje o consigna que valga.

Por otro lado, partimos de que la concepción de la democracia de la mayoría de los partidos políticos (sobre todo los mayoritarios) y de sus militantes es la elitista o procedimental. En ella, las élites se turnan en el ejercicio del poder y la única posibilidad de acción política que se concede a la ciudadanía es el voto.

El programa, las líneas maestras, los argumentos políticos, en suma, se rebajan a un nivel que sea aceptable ideológicamente y comprensible para la mayoría de la población (el famoso centro político). Por tanto, lo que queda es un núcleo de ideas básicas, de directrices (que a nada obligan) con el que la mayoría pueda estar de acuerdo (es decir, un programa, en esencia, conservador).

Queda, además, la imagen. Esto quiere decir que a los ciudadanos se les hurta el debate sobre ideas y se les ofrece en cambio, estética. El dirigente político, o líder, intenta proyectar una determinada imagen con la que los ciudadanos puedan identificarse. Priman la emoción y las sensaciones sin razonamientos.

Así, diluidas las ideas y emborronados los argumentos, los gabinetes de comunicación y los medios de comunicación explotan el lado humano de los políticos. Como si fuera interesante para los proyectos en común de nuestra sociedad que a tal ministro le guste jugar al dominó o a nuestro alcalde ir a la playa.

Es aquí cuando debe surgir el elemento fundamental de una esfera pública fiel a su nombre: la sociedad civil. Ese conjunto de asociaciones, agrupaciones, movimientos, etc., cuyo interés no está guiado por la lógica del mercado ni por el deseo de acaparar poder político.

La génesis de su existencia es el propósito de defender intereses ciudadanos o visibilizar colectivos arrinconados por el poder político y ninguneados por los medios. Es en ese espacio informal, la esfera pública, donde la sociedad civil ha de hacer valer su capacidad de movilización y, sobre todo, de exponer toda esa panoplia de ideas y argumentos que, después de ser discutidos y refinados, tengan que ser tenidos en cuenta, tarde o temprano, por el legislativo y el ejecutivo, vía –más vale tarde que nunca- medios de comunicación.

Claro que esa sociedad civil, al mismo tiempo que problematiza pautas de acción, formas de pensar, costumbres o instituciones que hasta ese momento se tenían por aceptables, debe ser en sí misma un ejemplo de institucionalización democrática de la exposición de argumentos (democracia deliberativa a pequeña escala), donde no se excluya ni se reprima a nadie afectado y que tenga algo que decir.

La sociedad civil, aunque florece de manera óptima en sociedades con democracias consolidadas y valores democráticos arraigados, puede ser la esperanza de regeneración democrática en nuestro país, aunque es dudoso que este cuente con lo primero y menos con lo segundo.

Por supuesto, tal sociedad civil debe constar de ciudadanos comprometidos con la defensa de aquellos valores, con valentía (a esto hemos llegado) para dar a oír su voz y con capacidad de aprendizaje permanente, tanto de aquellos con visiones del mundo diferentes (una sociedad democrática es una sociedad plural) como en su propia formación personal.

En definitiva, la legitimación institucional de los representantes políticos no tiene por qué ponerse en duda, así como tampoco el foro legislativo (Parlamento) en donde toman forma legal las futuras leyes, pero sin que ello signifique que el sujeto de la soberanía popular, esto es, nosotros, los ciudadanos, tengamos conformarnos con las iniciativas de aquellos ni tampoco aceptar la representación vicaria de los medios de comunicación.

La capacidad de expresión, reivindicación y crítica de los ciudadanos debe ejercitarse siempre que estos lo consideren necesario, sin aceptar exclusiones ni amenazas. Es así cómo se consolida una democracia, y no quedándonos en casa como una mayoría silenciosa.

UBALDO SUÁREZ
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