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Manuel Bellido Mora | Real Academia Amontillada

Suele decirse que "el saber no ocupa lugar", atribuyendo al conocimiento una especie de condición inmaterial que, además de hacerlo invisible, lo convierte en un patrimonio no físico, cuyo uso y disfrute queda reducido a seres aventajados, a doctos intelectuales que lo administran a su antojo.



Pero esta aseveración no se corresponde con la realidad, porque resulta evidente que la ciencia, la literatura, la historia y las artes sí tienen una manifestación concreta y palpable. Y con el propósito de ampararla, darle custodia y provecho se alzaron edificios a la manera de santuarios por los que van y vienen los sabios.

En Córdoba está en la calle Ambrosio de Morales, entre los ilustrados muros de la Real Academia de Ciencias, Bellas Letras y Nobles Artes. Ese es el lugar, un recinto consagrado al estudio y la investigación, que ocupa el saber en la capital. Un espacio que le da dignidad y prestigio al trabajo que, con callada solvencia, le proporcionan sus miembros por medio de ponencias, sesudos informes y publicaciones.

La institución nacida -como acertadamente sugiere José Antonio Ponferrada- “bajo el signo de las Luces y que ha cumplido ya doscientos años con el dinamismo y la vigencia que le son generalmente reconocidos”, atraviesa por un nuevo esplendor con la incorporación de académicos que están consiguiendo un doble efecto: por un lado, la rejuvenecen por la edad aún joven con la que toman posesión de sus escaños estos flamantes componentes, y por otra parte, la abren a expresiones culturales de cuño más contemporáneo como el cine, la fotografía y el flamenco. Disciplinas que vienen a unirse a las clásicas que, desde el principio, le han dado lustre y predicamento.

Creo que con esta apertura no se busca sólo una actualización de materias y expresiones artísticas de nuestro tiempo sino que, con su incorporación, lo que se consigue es ampliar el directorio de especialidades, algo que se debe hacer guiado, además de por el rigor que se le supone, por la curiosidad para adentrarse en otros terrenos que merecen ser explorados con detenimiento.

Así la Real Academia de Córdoba se pone al día y contrarresta la imagen de vetusto templo de rancia estirpe, por el que algunos aún la toman. Y ya puestos, dentro de este proceso de asunción de competencias hasta ahora no abordadas ¿por qué no acoger en su seno a expertos en doctrina enológica?

A fin de cuentas es innegable que habitamos en una demarcación de profundas raíces vinícolas que, amén de darnos justa fama, actúa desde antiguo como fuente de inspiración para que los humanos emprendan toda clase de aventuras artísticas.

Pero a lo que voy. La savia nueva está revitalizando la Real Academia y la está conectando con la sociedad. Entre sus recientes numerarios siento especial admiración y cariño por José Antonio Ponferrada, a quien ya antes he nombrado.

Por distintas razones, de la que la familiar no es la menor, lo conozco desde hace tiempo. Sé de su exigencia profesional como profesor titular de Lengua y Literatura en el Instituto de Enseñanza Secundaria “Averroes” de la capital. También conozco y disfruto siempre que hay ocasión de sus caudalosos dominios literarios y de su aventajada posición como consumado lector.

Le tengo estima personal y comparto con él aficiones. Las primeras nacieron de nuestra común devoción por el rock and roll y, como consecuencia de ello, de todas sus ricas y sustanciosas derivaciones en la cultura juvenil.

Las demás, entre las que ocupa un lugar preferente la defensa y la degustación de los vinos de nuestro pueblo, fueron afluyendo con plena naturalidad en el transcurso de nuestra amistad, que es duradera y fecunda.

Al vino dedica tiempo y reflexiones. Le sirve como alivio cotidiano de los pesares y cuitas que nos zurran. Pero aunque es un catador entendido como el que más y podría presumir de ello, platicando de la tipología que lo hace único en el mundo, lo más importante es que en él halla un sustento espiritual que lo vincula permanentemente con sus antepasados

Por eso estaba “cantado” que su discurso de presentación ante la docta Corporación versaría sobre el rastro y la influencia que nuestra más emblemática bebida ha dejado en la literatura. En concreto José Antonio Ponferrada habló sobre El vino de Montilla en las tres novelas andaluzas de Armando Palacio Valdés. Él lo define como “un breve estudio inédito en el que amalgaman tres de mis aficiones (algunas comparto contigo), a saber: Montilla, el montilla y la literatura”.

Entresaco estas líneas, que desvelan sus pasiones y querencias, de la carta de invitación que oportunamente nos hizo llegar para que acudiéramos al acto celebrado en la noche del pasado jueves. Fue sin duda un momento muy especial para él, sus amigos y familiares: la recepción del título e imposición de medalla académica tuvo lugar, en sesión pública, en el Salón de Columnas del Antiguo Rectorado de la Universidad de Córdoba.

Desde Huelva, donde estos días invierto mis esfuerzos en la cobertura informativa de su Festival de Cine Iberoamericano para Canal Sur Televisión, le dedico estas palabras. No pude estar personalmente para escucharlo pero cuento con que pronto tendré en mis manos el opúsculo con el contenido de esta prima y calibrada disertación. El tema, por poco frecuentado, ya es en sí mismo un potente reclamo.

Algo parecido me ocurrió con Francisco Solano Márquez Cruz, otro paisano que acaba de presentar sus cartas credenciales en esta misma institución. Lo ha hecho con un pormenorizado relato de la gestación e historia de La Voz de Córdoba, un diario que él tuvo la suerte y el mérito de dirigir poniendo fin al monopolio informativo del Córdoba, perteneciente entonces a la cadena de Medios de Comunicación del Estado.

Paco me ha contado que “al sumergirme en sus páginas amarillentas, me he dado un rejuvenecedor baño de nostalgia y he revivido recuerdos que compartimos”. Y en efecto así fue. Animados por él y siendo unos principiantes en este oficio de gacetilleros, Paco Moreno y yo sacamos adelante una página diaria de información local, un hecho sin precedentes ni continuación en este modesto universo de la prensa montillana.

Que ahora, al hacer recuento de aquella aventura, lo tenga presente supone para nosotros una inesperada ración de orgullo. Eramos conscientes de que, pese a nuestro limitado campo de acción, estábamos haciendo algo de cierto valor.

Al hablar de ello en tan selecto escenario, Paco Solano le ha dado rango académico. Desde luego mucho más de lo que esperábamos. Y lo mejor es que he tenido oportunidad de agradecérselo como es debido. Fue al día siguiente de la lectura y gracias a un encuentro absolutamente providencial en la calle Osario. Apenas duró unos minutos pero me volví a Málaga con la sensación del tiempo recobrado. Me llevé algo más: una pequeña separata con el discurso de presentación. Una diminuta porción de mi propia historia.

Con Paco Solano Márquez Cruz entra el cronista pendiente de todos los detalles y el fiel observador de la noticia en la Real Academia de Córdoba. Con él y José Antonio Ponferrada crece la relación de paisanos que ostentan este honor. Ellos se suman a Enrique Garramiola Prieto -cronista oficial de Montilla-; Soledad Gómez Navarro -profesora titular de Historia Moderna, Contemporánea y de América-; Antonio Varo Baena –dramaturgo, poeta, articulista, médico y científico-; Manuel Ruiz Luque –bibliófilo, editor y cronista de la prensa local-; María José Ruiz –pintora-; y Agustín Gómez –flamencólogo-.

Fuera de Andalucía nos ven propensión a lo exagerado. Nunca he tomado esto como algo ofensivo. Es verdad que somos dados a lo superlativo, que nos gusta deslizarnos por las hipérboles. Por eso, ante la profusión de escritores y artistas de pura cepa, ya es hora de hablar de una “Real Academia Amontillada”. Brindemos por ella.

MANUEL BELLIDO MORA
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