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¿Quién controla las becas?

Dentro de ese magma multiforme que es el modo contemporáneo de comunicarnos, el idioma está expuesto a las más diversas y sorprendentes influencias, de manera que nuestra forma de hablar es el mejor y más acabado reflejo de la sociedad actual (obviedad número uno).

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Por eso, términos o expresiones aparentemente chocantes y que parecen chirriar al principio (muchos de ellos tomados con desconfianza por invasores, por proceder de los avances tecnológicos), terminan por sernos completamente familiares, y su uso se extiende en nuestros días como la cosa más natural (segunda obviedad; espera, que reseteo todo esto antes de que se fundan los plomos -los míos, no los del ordenador-).

Periódicamente, el cine, como fuente de cultura universal que es desde hace más de un siglo (especialmente a partir de la invención de las películas sonoras), también hace sus aportaciones, algunas realmente apropiadas y significativas, al tesoro común de la lengua española.

De modo que está aceptado generalmente, e incluso se suele ver como una oportuna y genial habilidad, el intercalar alguna frase sacada de la pantalla, algún diálogo glorioso de esos que se quedan grabados, a la hora de conversar. Primero porque da la medida de lo ingenioso y atinado que se puede llegar a ser, y segundo, y por ello no menos importante, porque manejar ese tipo de recursos al relacionarnos con los demás en la vida social, te da una imponente pátina de entendido en la materia, una cualidad sólo reservada a connaisseur.

De un tiempo a esta parte, y dado el opresivo clima de recortes económicos y de derechos adquiridos que se avecina (¡váyanse preparando, porque de seguir así habrá que reinventar las barricadas!), se utiliza a diestro y siniestro la emblemática figura de Eduardo Manostijeras, el antihéroe enamorado, patrón de los jardineros, santo de la devoción de los barberos, ruega por nosotros.

Transterrado de su primigenio contexto cinematográfico, el impávido y cortante personaje salido de la fecunda y desbordante imaginación del director de cine y escritor Tim Burton, se ha convertido estos días en contundente metáfora de las políticas restrictivas con las que se disponen a enterrar (en algunas comunidades autónomas ya lo están haciendo, el que avisa no es traidor) el Estado del Bienestar, después de la abundancia, el despilfarro y la falta de previsión de los años de esplendor del ladrillo.

Eduardo Manostijeras, que es a lo que vamos, afila sus cuchillas para punzar y agujerear (boom, cratacrack y se acabó lo que se daba) la burbuja inmobiliaria. Y al hacerlo, el puñetero ha descubierto que éramos unos ricos de pacotilla, unos magnates de la nada entrampados hasta la última célula.

Con la pesada deuda sobre nuestros hombros, como si se tratara de una moderna versión del abrumado atlante mitológico, uno de los aspectos sobre el que con mayor riesgo y consecuencias terribles se cierne el amenazante peligro de los recortes, es el educativo.

Por lo pronto, se está reforzando el papel de la enseñanza en centros privados, y no falta quien avisa de que habrá que apoquinar por cursar algunos tramos de los grados superiores. Es una corriente al alza desde hace tiempo en Madrid, pero que reúne todos los síntomas para propagarse, si nadie lo impide.

Quienes justifican esta tendencia, se basan en que así se alivia la carga de la inversión directa de la Administración en educación. Pero el resultado real es que, mientras se empobrece y margina lo público, adquieren cada vez más peso, e influencia social, los centros concertados, la mayor parte de ellos en manos de congregaciones religiosas, y también los colegios de élite, vedados por su alto precio a familias de economía menos pudiente.

Frente a esta oleada privatizadora, la Junta de Andalucía se presenta como máxima defensora del derecho universal y gratuito a la escolarización. Para ello habla de proporcionarle en todo momento, incluso en estos en los que flaquea el presupuesto, medios suficientes y un profesorado competente. Le promete y asegura un respaldo permanente, basándose en un principio: la crisis afecta a todo, excepto a la educación. Eso, afirman, es sagrado.

La inversión preferente en tiempos de debilidades en las finanzas. La comunidad de profesionales de la enseñanza espera que así sea, que este respaldo no sea algo condicionado a las actuales circunstancias preeelectorales. Pero esta publicitada muestra de apoyo a la labor de estos profesionales, que por regla general pasan más tiempo con los hijos que sus propios padres, no debe ser impedimento para revisar y corregir lo que se ha hecho mal, o dicho de otra forma, equivocadamente en el peliagudo ámbito de la enseñanza.

Por ejemplo, en lo concerniente a las condiciones y exigencias tenidas en cuenta hasta ahora para la dotación de ayudas a la realización de estudios universitarios. De acuerdo, es una delicada cuestión, un asunto sensible, pero por esa misma naturaleza, debe estar sujeta a un riguroso control, tanto cuando se decide la lista de beneficiarios, como, posteriormente, en el necesario seguimiento del uso que se da a este dinero, más que nada para que nadie se siente discriminado indebidamente.

Sobre ambos aspectos, la concesión y el disfrute de las gratificaciones, surgen dudas bastante razonables. Porque, en no pocas ocasiones, se parte de un error de base: las becas, aunque se haga con buena intención, se entregan a estudiantes con familias cuya posición y desahogo económico real no se corresponde con lo que aparece en la Declaración de la Renta.

En un país acostumbrado a burlar al fisco, la enseñanza tampoco se libra del fraude. Pero, siendo esto grave, hay algo igualmente preocupante. Ni la Administración académica ni la ministerial se molestan en comprobar el destino que se le da a las generosas cantidades libradas, se supone que para amortizar los gastos de estudios. Eso en teoría, porque en la práctica, ya pueden imaginarse a qué se destina realmente el importe de las subvenciones.

Ante la falta de una mínima supervisión al verdadero y lógico uso que se da a estos fondos, que injustamente se les está negando a otros alumnos con méritos contrastados, nadie, ni los estudiantes ni mucho menos los padres, tienen pudor en gastarse la pasta a la luz del día en cualquier cosa, en lo que sea, sin guardar la más pequeña relación con lo académico.

Parece una broma dolorosa y agraviante, pero hay quien, con las becas recibidas, se ha costeado las clases, prácticas y teóricas, para obtener el permiso de conducir. O quien actuando con pleno descaro, no ha tenido ningún reparo en pagarse las vacaciones de verano. Pero, y qué. ¡Viajar es una forma de aprender, capullos!
MANUEL BELLIDO MORA
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