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Los tres colores del maravedí

Aquel suicida me recordaba a las fotografías antiguas que había en casa. Decenas de fotografías desustanciadas, el almagre de gente muerta, gente de otros siglos, rostros que desaparecen con sus disfraces de vivos, que compartían espacio en la película amarillenta de la salita. Siempre he pensado que cuando alguien va a morir, puede sentir a los alicortados cuervos picotear la plata de su aliento, aletear entre el pan de perros ejecutables, afilar la cerbatana agorera de sus dientes.

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Cuando contaba ocho años presencié el ahorcamiento de un hombre. El ahorcamiento de alguien que habría caminado durante horas en las calabrinas del abandono, en la locura de su pequeño tamaño, deambulando dañoso alrededor de las gruesas gafas de las ermitas, a medida que el patrón oscuro de su próximo traje se iba dibujando con la espera.

Recuerdo las tiras largas, veloces, polarizadas, de un rostro, de unos brazos, de una gabardina, de un traje blanco. Los ojos acantilados y somnolientos en su impresión inválida, cazada.

Pude escuchar su propio sonrojo de estatua vencida, el extremo decapitado de su última voz. Su propio fantasma apócrifo escuchando demasiados blablaes. No llevaba nada consigo, tan sólo observaba el raro vientre de dios y las aguas tranquilas, abriéndose en sedas, en colibrís marchitos.

En un primer momento pensé que se trataba de uno de esos mendigos que hay en la ciudad, de esos que discurren sus penas garganteando vino, abichados en el besamanos de orín de las aceras, canturreando su pollo al eneldo. Como muerdos invasores del propio paisaje.

Al verlo, sentí el vuelco de un naipe, siseando primero, voceando sus números de gracia, después.

Ciertamente, en estas tierras, dadas a la ordinariez, al calzado impar, existe una limpiadura de ojos, un tramo de escalera, una diversión de joyas colgando, bailando en parejas, buscando paredes en la noche, cabos vestidos de máscaras, costados fantaseando con el aseo de la muerte. Gente alargada, pegajosa, enredada en esa orina fría del homicidio.

Aquel hombre se ahorcó en el campo, que esa noche olía a candente matanza. A lacustre soledad que ahogaba. A cucús y regañinas.

En una de esas noches donde el hombre que está acabado puede barajar tierras y murallas, dejar su reputación en un chischás de espadas, en el grumo ansioso de una Rochatte à París. Una suerte de hombres, acaecidos como alubias en los hielos, que saben construir su muerte en un salón antiguo de té, que saben engranar su muerte con los tres colores del maravedí.

Hombres a los que brevemente gana el mar de lodo para sus fronteras de caimán.
Cuando lo hallé, tenía el semblante de un huido, de aquellos huidos que desbrozan su aliento en carrera frente a un cielo irisado con aires de primavera seca y trifulca. Sus ojos cansados encallaban en la vidriera hermosa y cantante del cielo. Sus manos sostenían el instante negruzco de un menú de aspavientos.

Vi en él el clarín pestilente de la ancianidad prematura, vi en él un contorno asombrador, vi en él los elementos sumarios de toda ruina apresurada. Las tapas de sus zapatos murmuraban un último paseo. Se debía estar riendo del diablo serio, del poeta accidentado, del rey enfadoso, de la sangre de los enfermos.

Confronté con su mirada, apagada entre los malditos, afirmándose al yeso mutilado de los ojos del puente, donde penduló eyaculado, empujado por las bocinas que el follaje mascaba, con el viento como un brebaje cojo, y el desbaste lento y acolmenado de las tinajas enfriando.

Goteaba nieblas, como el pato autómata de cobre en que se había convertido, moviendo las alas, despegado de los pies, y su polen de león pintado, caído a las bandejas de los silbidos.

Y sonreí a la nada, a la compaña de la muerte, que nos ronda como a ovejas enfermas durante toda la vida.

Se habría sumergido en el bosque como una maleta blanda, sin andadura, hecho un nudo de tormenta al entierro de cruces, amadrinado por una marea silbosa, por unos aires de hojas vegetales, frente a las espuelas oscuras de los tajos.

Lo que había ante mí era ese moquillo quedante de hombre abestiado, calcinado, con olor a ajo y castaña asada, avillanado en su desplante, que ha olvidado caminar, cómo amarrarse los zapatos cuando lo conducen a la pila fría de los interruptores y el arnés le va cayendo con las nubes en carrera, le roza los globos de los ojos. Y los cuarterones de las puertas se vuelven cadaverinos.

Trato de imaginar su vida, sus últimos momentos, y escribo su posible historia. Debía de ser granjero, tan rijoso como un caballo de ajedrez. Era pintoso, eso sí. Debía poseer una voz chocarrera, un venoso tremendismo mariano, un alma inmaculada. Vaquero, tal vez. O un basto pegayesos. Mirándolo con más atención, no me pareció tan rudo. Más bien un mueblecillo indomesticable, sin relato.

Lo imagino de esta forma, cuando sus asuntos marchaban, los brazos envarados, la sonrisa engolosinada de un niño, puesto en una fragancia trotona. El dulce parlamento de su mirada ante la caricia peinadora de las brisas.

Sí, sonriendo, sonriendo, con un pitillo pintado a sus labios caídos que tiemblan como un juguete abandonado. Mirando el café encamado, nítido, sin servir, floreando en la tetera. Una sonrísa anchísima.

Se debe de estar riendo del diablo serio, del poeta accidentado, del rey enfadoso, de la sangre de los enfermos.

Su granja remeda la propia canción de la luna, está apagada, parece rociada con agua, lo que le da un temblor continuado, dividido en pedazos. Por banda y banda asoman las patillas negras de los balcones, más adentro, el empapelado antiguo de las paredes, zapatos de hierro, Gary Cooper, Belmonte y El Gallo.

Él está sentado a la mesa junto a su mujer, en una habitación apagada, rodeados de apologismos de dios, de tenantes fuertes, justicieros, de cristos con los dedos libres.

El hombre abandona la silla, enlentecido, apura un último sorbo de vino. La escasa llovizna que remata los cristales se le antoja una pedrea ruidosa.

Se aproxima a la ventana. Se siente un azucarillo sin importancia. Ve su reflejo. El alambre antiguo y ridículo de su bigotito. Lo que hay frente al cristal es un mamarracho indiferente, medio sentado como una lavandera sin uñas en un poso de sangre caliente. La sensación de un montón de piedras orinadas bajo sus extremidades.

El pijama se desprende bajo sus tobillos como una crisálida enflaquecida.
Desea permanecer toda la noche junto a la ventana. Viendo pasar las urbanizaciones, los ejércitos, el decaimiento de los días. Tratando, tal vez, de reconocerse ante la raza del medio día, ante los colores que le son extraños.

-Tanto un nacimiento como una muerte son dos cuestiones igualmente terribles- dice en un rebufo de llantina, asando mocos con un cigarro.

Para qué se vive si en este último peldaño ha escapado el rugido de tu hombría, no entiendes de afrentas, de refugios para la calma, de narices para el azúcar, que las manos se pudren con los números, con la ciencia cobarde, igual que un vino francés tiene la alzada de una tarántula entre los rebaños.

Él ya tiene decidido que será una muerte sin buena boca, sin que pueda pisarse el charco, una muerte farsante, de maromo cualquiera, de escupitajos en corro. ¿Qué le importa ser una sombra cosmética envuelta en una carrasca de hojas?

De lo que él huye es de esos acantonamientos en las esquinas, de ser un muerto junto a las escaleras, de ser un calcetín mellado que pretende enlazar brujas, de ser un muerto sobre una cama pantanosa, sobre un entredós maldito, un muerto en picado sobre la orina fría. De ser un trasto fumante y ciego.

Ante mis ojos pasó la péndola de lo inhóspito, un fino rallo de lluvia que tan sólo me dejaba ver el juego macabro de una pandilla de grajas en su taberna de chillidos.

Comenzó a llover sobre aquel comino empijamado. Llovía tímidamente. La tierra aún estaba caliente, abierta en cartelera. Las mareas lejanas se vaciaban en mis oídos. Se aproximaba el aguacero triste de las lámparas policiales, demasiada calderilla redundando en unos zapatos relucientes, todo un concurso anubarrado de gentes tabernarias que lo acabarían dejando caer sobre el suelo como bolsa de denarios recién lamidos.
J. DELGADO-CHUMILLA
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