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Fútbol y revolución

Anda la milicia multinacional atareada estos días a ver si, por fin, consigue meterle las cabras en el corral de su jaima al coronel Muamar el Gadafi. La cosa, a falta de que se concrete el momento de atrapar al sátrapa, parece bien encaminada. Por mucho que se esconda en recónditas madrigueras, que la pieza caiga en la red de sus perseguidores ya sólo parece cuestión de días. O noches, quién sabe.

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De esta manera, la acción conjunta de esta renovada versión de la tropa aliada pretende suprimir a cañonazos más de cuarenta años de dictadura (el líder libio ahora repudiado por quienes antes lo cortejaron y permitieron sus excentricidades, cogió las riendas del poder en 1969 y, como era de esperar, se resiste a soltarlas).

Pero esta vez, al contrario de lo observado en otros conflictos armados, o en similares procesos revolucionarios para descabalgar tiranos, la guerra no ha adquirido una dimensión futurista, una apariencia formal de trágico videojuego, como ocurrió en la invasión de Kuwait y, posteriormente, en la ocupación militar de Irak, con la obsesiva caza de Sadam Husein, decretada por George Bush (hijo). Qué va.

En esta ocasión, ni siquiera alcanza a ser un remedo de las revueltas campesinas en los países latinoamericanos. No reúne condiciones literarias para la exaltación literaria. Lo digo por lo siguiente.

Porque las sucesivas imágenes que se nos han servido para ilustrar el lento pero seguro derrumbamiento del régimen gadafista, se asemejan más a una opereta barata que al lustre épico con que los libros de historia y las crónicas periodísticas desde el frente de batalla suelen revestir la narración de la caída en desgracia de los genocidas.

Un poner. En Cuba, los barbudos combatientes liderados por Fidel Castro siempre fueron fieles a sus atuendos militares, o paramilitares. No se les ocurría quitárselos ni para dormir. Se ve que el caqui reafirmaba sus convicciones de jóvenes rebeldes. El uniforme les imprimía carácter. Y además hacía que la tropa, a pesar de su condición de guerrilleros, se comportase con disciplina castrense y que, dentro del cierto libertinaje que siempre comportan las revueltas espontáneas, se respetase la jerarquía de cuartel.

Desde un primer momento, Fidel tuvo claro el ordeno y mando, de modo que así con sus guerreras verdosas, él y sus seguidores desalojaron del poder al déspota presidente Batista. Confiscaron sus propiedades y nacionalizaron los casinos, la mayor fuente de riquezas de los oligarcas y de los clanes mafiosos que controlaban la Isla.

Era de esperar que, en plena euforia revolucionaria, se hicieran una foto junto a la ruleta y las mesas de juegos, los símbolos máximos de la opresión y del despilfarro capitalista. Una instantánea indubitable del triunfo de los menesterosos y humildes en los templos de la corrupción y del dinero a espuertas. Una foto hecha con propiedad, pues verdaderamente estaban convencidos de que todo aquello empezaba a ser suyo, bueno hasta que más tarde descubrieron que era más del comandante Castro que de ellos.

Pues algo parecido ha pasado en Trípoli cuando los insurgentes, fusil en mano, se han ido apoderando de las calles de la capital de Libia. ¿Y qué creen que es lo primero que han hecho? ¿Dedicarse al pillaje de los bienes de los jerifaltes? ¿Saquear los palacios de la prolífica familia de Gadafi? ¿Disfrutar de piscinas y comodidades más propias de occidente que de un país árido como es aquel? Pues nada de eso.

Lo que les ha llamado la atención es el oropel, el apego a lo ostentoso ("ostentóreo" le gustaba decir al difunto Jesús Gil) del que hacen gala los nuevos ricos (el desaparecido alcalde de Marbella era de esa estirpe). Para ese tipo de gente la ley es ésta: “cuanto más grande y dorado, mejor”.

Por eso no es extraño que, antes que nada, los agitadores se hayan retratado en los recargados dormitorios de los hijos del dictador, en esas estancias abarrotadas de objetos (muy aparatosos, ya saben) de dudoso gusto, tan desproporcionados como carentes de gracia y utilidad.

Como por ejemplo el chaise longue, color pan de oro comme il faut, de la sirena, propiedad hasta ahora de una de las descendientes del coronel destronado. Reclinados sobre él, y mientras ponían patas arriba la privacidad del clan del dictador, los orgullosos insurrectos quizás se llenasen de dudas sobre las curiosas y disparatadas inclinaciones como decorador de interiores del rey de las jaimas, el mismo Gadafi. O de las preferencias estéticas de alguno de sus alumnos aventajados perteneciente a su profusa prole. Si como gobernante dejaba que desear, desde luego la cosa no era mejor como interiorista. Está visto que Alá no lo había agraciado con ese don.

El sillón sirena, en fin, representa la decadencia, la precipitación al vacío de un modo de gobernar medieval. Y es en esa absurda tendencia a lo extravagante y excéntrico donde se ha topado con una puerta sin salida. Sus súbditos se han hartado de él, y lo han sacado a tiros de su residencia ahuyentándolo hacia al desierto, donde, en su inmensidad, ha creído encontrar refugio. Por ahora.

Mientras lo encuentran, su numerosa saga es ahora el objetivo. Los que no han seguido los pasos de su padre, buscando asilo en lugares apartados, olvidados del mundo, están siendo arrestados poco a poco, a la espera de que los juzgue un tribunal. Huyen con la pena de que, tal vez, no puedan disfrutar de su enorme fortuna, de un capital disperso en paraísos fiscales. Incluso poseen una enorme finca en el municipio de Benahavis, la mayor propiedad privada de la Costa del Sol.

Fueron poderosos, lo tuvieron todo en sus manos. Uno de los hijos, aficionado al fútbol, quiso comprar un club para ser su presidente, y lo hizo. Le sobraba la pasta para hacer realidad cualquier apetencia, el más ridículo capricho. Cayó seducido por la estela de fama, influencia y poder que hoy en día arrastra el balompié. Un deporte capaz de traspasar fronteras, ideologías y credos religiosos.

La pelota es un dios universal. La propia familia de Gadafi, y sus fieles seguidores, lo han podido comprobar en su derrota. Algunos soldados y guerrilleros rebeldes, igual que muchos civiles armados, a las ordenes del Consejo Nacional Transitorio, el órgano que provisionalmente se ha hecho cargo del Gobierno de Libia, han tomado las calles de la capital Libia ataviados con camisetas de célebres jugadores, en concreto del Barcelona. Enfundados en los colores blaugranas y armados hasta los dientes.

Son los nuevos símbolos del poder. Pero no hay que darle al fútbol más valor del que tiene como deporte. Lo verdaderamente importante se cuece en otros despachos. En los de las cancillerías europeas que han impulsado el derrocamiento del opresor. Sarkozy y David Cameron, que ya se han dado una vuelta por Trípoli para saludar a los flamantes jerarcas, ya han pasado la factura. Pronto, a no mucho tardar, la cobrarán.
MANUEL BELLIDO MORA
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