Ir al contenido principal

29 de septiembre

Escribo esto que ahora amablemente lees siendo 29 de septiembre. La fecha, que en el calendario campesino es la que divide un año agrícola de otro, la que definitivamente separa la estación seca de las primeras lluvias del otoño que viene empujando, también me sugiere amistad y me trae ecos familiares. Porque, siguiendo el santoral cristiano, es el día de la onomástica de mi hermano Miguel y de varios de mis amigos, bautizados como él con el nombre del Príncipe de la Milicia Celeste.

® AD ENTERTAINMENTS ||| PROHIBIDA SU REPRODUCCIÓN

La iconografía de la iglesia católica lo representa con armadura y espada, solventes atributos guerreros para un arcángel que está eternamente pendiente de contener el avance del mal, ojo avizor frente al acecho del diablo. Así es, musculoso y resuelto. Un ser perpetuamente joven prevenido y acorazado contra cualquiera de las manifestaciones de Lucifer, que parece no obtener descanso en su constante empeño por fastidiar.

Tradicionalmente la doctrina del Vaticano resumió en tres los grandes enemigos del hombre, ese ser infinitamente débil: Mundo, demonio y carne. Pero resulta que a mediados de los años 50 del siglo pasado, de forma imprevista, surgió una tentación demoníaca más poderosa: el rock and roll. Lo nunca visto. Ni oído.

Su aparición con la fuerza incontenible que eclosiona un volcán, fue un escándalo a escala planetaria que, sin permiso de ninguna clase, ni poder articular forma alguna de pararlo, se apoderó al instante de los incautos jóvenes, a quienes, como haría una enredadera insaciable, atrapó en su vertiginoso y voraz crecimiento. Vaya, que los poseyó. Por la cara, y también por las caderas. Elvis, la pelvis. El rey del rock and roll, palabra que, para más inri, significa "follar", así con todas las letras, en la jerga de los negros norteamericanos.

Es fácil imaginar las consecuencias. De inmediato, dentro de la jerarquía eclesial, surgieron voces de condena que, para hacer sus admonitorias sentencias, se basaban en un meticuloso conocimiento del averno, y es más, de las apetencias como melómanos depravados de los que por allí, tan calientes, pululan: “si en el infierno suena alguna música, sin duda es ésta: el rock, el ritmo del diablo, los sonidos preferidos en las calderas de Pedro Botero. Vade retro, Satanás”.

Sin embargo, la cosa maligna ésta, finalmente, no fue para tanto, porque superado el recelo inicial, la Iglesia, como buena madre, también acogió en su seno a estos descarriados hijos de Dios. Adoptó sus rebeldes cantinelas, suavizó los mensajes y llenó de yeyés bienintencionados, de contestarios endomingados los templos surgidos del Concilio Vaticano II, la mayor operación de aggiornamiento emprendida por la Curia Romana en varios siglos.

Pero ahora visto desapasionadamente, como aconsejan los clásicos, todo aquel alboroto se antoja excesivo. No fue necesaria, en ningún momento, la intervención del arcángel San Miguel para rebajar la fiebre a los adolescentes, para calmar como quien tira de paracetamol a la legión pubescente, agitada por los cantantes y los artistas de moda. Es que no vino a qué, ni a cuento. Y ni tan siquiera hubo que recurrir a la advertencia de excomunión, algo que siempre suena tan tremendo, en el intento de alejar del peligro al rebaño.

En España, en aquellos años, el rock nació domesticado. La policía estaba más atareada en la caza de comunistas, en la localización y persecución de cualquier célula clandestina con ánimo de oponerse al régimen franquista. El rock, los conciertos (muchos de ellos tenían lugar a la cristiana hora del Ángelus, al mediodía) no merecían tanta atención. Se despachaban con una rutinaria vigilancia por parte de los agentes. “En el fondo son buenos chicos”, se decían con un tono condescendiente.

Hasta en esto, lo de su supuesto inconformismo social, careció por lo general de importancia. Hubo que esperar a la irrupción del rock urbano, iniciada la Transición, para que en los arrebatados versos de los jóvenes músicos asomaran signos evidentes de descontento social y político.

Hoy en día, cualquier letra más o menos atrevida del carnaval, que en sus estrofas albergue la mínima dosis de anticlericalismo, merece más desaprobación por parte de algunos párrocos suspicaces que cualquier estribillo airado de los de entonces. Lo cierto es que no somos nadie, los rockeros.

Ha bastado dejar pasar el tiempo para desactivar la perversidad que de manera implícita se le había adjudicado al rock, ese demonio venido a menos. El paso de los años, como cabía esperar, ha hecho su labor puntualmente. Y quien ayer era objeto de denuncias, por su procacidad sexual y por su comportamiento inmoral, hoy espera turno en la residencia de mayores.

Lo digo porque en este día de San Miguel, también es el aniversario del nacimiento de Jerry Lee Lewis. El músico, cantante y pianista estadounidense cumple 76 años. Con esa edad, sigue de gira por el mundo, pero sus actuaciones, comprensiblemente, ya no son lo que eran. Ahora las dosifica y, sobre todo, son más cortas. Apenas resiste 30 minutos sobre el escenario. No tiene el cuerpo para más trotes.

Lo pude comprobar cuando, atraído por su feroz leyenda, fui a verlo al Teatro Cervantes de Málaga, hace de esto un año. Al Killer -así se le llamaba por su carácter pendenciero- le fallan las fuerzas. El tiempo, como al resto de sus congéneres, lo ha vencido, sin que haya sido necesaria la mediación de alguna fuerza divina.

Antes, durante las actuaciones, le metía fuego al piano; ahora, viéndolo tan cansado y resignado, sólo consigue quemar la paciencia del público. No lo ha castigado Dios, se lo ha cargado la naturaleza. Las leyes de la biología.

Seguro que el padre Jony, adalid de la introducción del heavy de largas melenas lacias en los presbiterios, tampoco resiste. O sí. Sólo el demonio lo sabe.
MANUEL BELLIDO MORA
© 2020 Montilla Digital · Quiénes somos · C/ Fuente Álamo, 34 | 14550 Montilla (Córdoba) | montilladigital@gmail.com

Designed by Open Themes & Nahuatl.mx.