Septiembre, que es el vendimiario mes, se despidió esta vez con mala uva. Resulta que a su último día, el 30 del almanaque, le cuelga un crespón como una condecoración negra. Y podrida. Es la fecha, ya marcada con el brazalete de los duelos, en la que Pablo Guerrero se despidió de este mundo. La muerte lo encontró con la voz rota, quebrada por la belleza y la nicotina.
Rafa Jiménez, durante la presentación de un evento en 2014.
[FOTO: JOSÉ ANTONIO AGUILAR]
En los obituarios, una redundancia falsa. Como una condena sin paliativos, se le vuelve a encasillar en la canción protesta. No hay peor perversión que los clisés. Es una rancia costumbre periodística de corta y pega. A Pablo, enemigo confeso del panfleto, le brotaba la vida, la pasión y el amor en sus versos. En ellos también están los apuntes cotidianos, una dulce ironía y los desahogos del alma. Lo que menos abunda es la consigna política, precisamente.
Con este material sensible llegó a Montilla el lunes 4 de agosto de 1980. No venía solo como un cantautor desnudo, expuesto a la intemperie. Le gustaba arropar su exquisito repertorio como es debido. Esa noche tuvo dos escuderos de lujo: Nacho Sáenz de Tejada y Juan Alberto Arteche —ambos, excomponentes de Nuestro Pequeño Mundo—, que impregnaron el cancionero de matices orientales, gracias al timbre y la sonoridad de instrumentos exóticos.
Cuarenta y cinco años después, es posible reconstruir la cálida, atenta y cordial atmósfera de este recital a través de las fotos de Rafa Jiménez. En una de ellas, Pablo Guerrero tiene los ojos cerrados como quien está buscando las palabras en su corazón (busca, busca la gente del mañana, la que tiene en sus manos las olas de la vida), a la vez que se reconcentra en los acordes de la guitarra.
Es la imagen que elegimos Antonio López Hidalgo y yo para ilustrar una crónica entrevista con este artista extremeño. Apareció publicada en la sección de Córdoba de El Correo de Andalucía, de la que era delegado en la capital el radiofonista montillano José G. Serrano. Él, que ya se había labrado un cierto prestigio en Radio Popular, nos dio acogida en aquel diario católico cuando empezábamos a dar los primeros pasos en este oficio.
Antonio reemplazó a Pepe Serrano cuando nuestro paisano, en un notable avance profesional, fue nombrado director de Antena 3 Radio en Córdoba. Más tarde, entre el verano y el invierno de 1983, yo también pasé por la redacción cordobesa de El Correo, al igual que Manolo Cobos lo hiciera algo después. No hay duda de que aquel despacho en una esquina de la Plaza de Colón, junto a la Diputación Provincial, miraba al sur de la campiña.
Antonio López Hidalgo, a la izquierda, en la redacción de 'El Correo de Andalucía', en 1984.
[ARCHIVO FOTOGRÁFICO: J.P. BELLIDO]
Para mí, que entonces era un alumno de Ciencias de la Información, fue un subidón. Suponía mi estreno, aunque fuera con una colaboración ocasional, en un medio con gran poder de influencia, en general, y con una amplia difusión. Era un periódico de referencia en una etapa de tránsito de la dictadura a la democracia. Y compartí este debut con Rafa Jiménez. Ambos lo vivimos como un acontecimiento. En la noticia, con todos sus condimentos, se anunciaban (para las siguientes semanas) dos recitales más: el de Hilario Camacho y el de Rosa León, otros dos solistas de categoría contrastada.
Ahora, al releer aquel reportaje, vemos a las claras la personalidad del cantante extremeño. Él declaraba, entre otras cosas, que ya había pasado el momento de decirle a la gente lo que tenía que hacer, diferenciaba entre música culta y popular y se reconocía como un mal padre para sus canciones.
En este tono de autoconfesión, también nos reveló las claves de su obra, en la que se entremezclaba el lirismo y el latido callejero. Paraíso ahora, como llamó puestos a soñar con la utopía a una de sus composiciones, dibuja una convivencia idealizada: Islas hay en el tiempo donde vivir querrías y pueblos donde son las tareas comunes. En la escuela se aprende a manejar cometas y a vivir que es lo mismo lo mío que lo tuyo.
Había algo iluso, una dosis de candidez en estos planteamientos, es verdad. Pero es, sin duda, esta fuerza motriz de planear un mundo diferente la que hace posible los cambios sociales. “Mis canciones intento que sean bastantes abiertas, que no tengan un mensaje muy claro ni una idea predominante, sino que más que nada remuevan esos aspectos de sensibilidad o de deseos que llevamos dentro. Doy sugerencias, pero en ningún momento intento adoctrinar”.
La visita del autor de A cantaros y Hoy que te amo tuvo una curiosa trastienda. La organizó la Comisión de Cultura del Ayuntamiento de Montilla con la colaboración del Círculo de Artesanos, que nos prestó su caseta ferial (ya inexistente) en el Paseo de Abajo. Era entonces su presidente José Luis Márquez Ruiz, que dio toda clase de facilidades para este recital.
Un momento de la actuación de Pablo Guerrero en Montilla.
[FOTO: RAFA JIMÉNEZ]
El trío de músicos, con un equipo mínimo de voces, se situó en la embocadura del ambigú del casino, bajo una especie de cañizo, donde al fondo, pegado al tabique, había una gran luna de cristal, un espejo serigrafiado en el que se anunciaba, a dos tintas, el fino especial de una bodega.
Allí, en una protectora semipenumbra y con un sonido deficiente, según consta en la antes citada crónica, Pablo Guerrero (qué poco le cuadra este apellido a este pacífico ser) desgranó una actuación que el público siguió con un silencio respetuoso y cómplice “mientras cantaba Extremadura, y con su aplauso”.
Rafa Jiménez, El hombre cámara, captó la intimidad del momento. Estábamos ante un “señor que tiene unos silencios larguísimos, y espectaculares, de repente me canso y me dedicó a otra cosa. Lo que ocurre es que esto de cantar es como un veneno que vuelve; de pronto sientes el tirón y sientes necesidad de cantar. Hay que tener una gran vocación y estar un poco loco para dedicarse en este país a un tipo de música más o menos marginal”, nos explicó Pablo al terminar el pase.
Pablo Guerrero, acompañado por Nacho Sáenz de Tejada y Juan Alberto Arteche.
[FOTO: RAFA JIMÉNEZ]
Un día antes, este cantor de lo cotidiano había estado en Cabra, el pueblo de mi colega, el periodista Paco Serrano, que estableció un contacto con el artista, sin que mediara agente alguno. Nos las arreglamos para que hiciera esta doble presencia aprovechando el desplazamiento al sur de Córdoba, que él y sus músicos acompañantes hicieron con su propio vehículo.
“El contacto con Pablo se mantuvo gracias a la gestión de Miguel Osuna, profesor de instituto que tenía relación con la familia del artista. Había hecho la mili en Cáceres con el hermano del cantautor, lo que facilitó las cosas”, rememora Paco, que también nos da otros detalles.
“El concierto de Cabra se organizó a través de una asociación cultural que se llamaba Aigagros. Se celebró en el Campo Chico, en lo que fueron pistas de balonmano y baloncesto del Instituto Aguilar y Eslava. Fueron cedidas de manera gratuita por el Ayuntamiento a esta asociación cultural. El Campo de Fútbol Chico era el lugar en el que se montaban las ferias de San Juan y de septiembre”.
Era una época en la que la falta de recintos adecuados, con sus correspondientes equipamientos, se suplía a base de voluntad y de entusiamo, lo que ayudaba a superar cualquier tipo de problemas. “Como camerino —nos apunta Paco Serrano— se utilizó en varias ocasiones una habitación de lo que era la antigua casa del guarda de estas instalaciones deportivas que, años antes, también habían servido para las clases de gimnasia de los alumnos del instituto”.
El concierto de Cabra, como también habría de ocurrir con el de Montilla, fue un éxito artístico y contó con una notable asistencia en ambos casos. “La asociación cultural que lo montó —me explica Paco— desaparece un par de años después de aquello, ya que la mayoría de sus miembros se ven obligados a salir de Cabra como consecuencia del comienzo de sus estudios universitarios en diferentes ciudades de España”.
[FOTO: JOSÉ ANTONIO AGUILAR]
En los obituarios, una redundancia falsa. Como una condena sin paliativos, se le vuelve a encasillar en la canción protesta. No hay peor perversión que los clisés. Es una rancia costumbre periodística de corta y pega. A Pablo, enemigo confeso del panfleto, le brotaba la vida, la pasión y el amor en sus versos. En ellos también están los apuntes cotidianos, una dulce ironía y los desahogos del alma. Lo que menos abunda es la consigna política, precisamente.
Con este material sensible llegó a Montilla el lunes 4 de agosto de 1980. No venía solo como un cantautor desnudo, expuesto a la intemperie. Le gustaba arropar su exquisito repertorio como es debido. Esa noche tuvo dos escuderos de lujo: Nacho Sáenz de Tejada y Juan Alberto Arteche —ambos, excomponentes de Nuestro Pequeño Mundo—, que impregnaron el cancionero de matices orientales, gracias al timbre y la sonoridad de instrumentos exóticos.
Cuarenta y cinco años después, es posible reconstruir la cálida, atenta y cordial atmósfera de este recital a través de las fotos de Rafa Jiménez. En una de ellas, Pablo Guerrero tiene los ojos cerrados como quien está buscando las palabras en su corazón (busca, busca la gente del mañana, la que tiene en sus manos las olas de la vida), a la vez que se reconcentra en los acordes de la guitarra.
Es la imagen que elegimos Antonio López Hidalgo y yo para ilustrar una crónica entrevista con este artista extremeño. Apareció publicada en la sección de Córdoba de El Correo de Andalucía, de la que era delegado en la capital el radiofonista montillano José G. Serrano. Él, que ya se había labrado un cierto prestigio en Radio Popular, nos dio acogida en aquel diario católico cuando empezábamos a dar los primeros pasos en este oficio.
Antonio reemplazó a Pepe Serrano cuando nuestro paisano, en un notable avance profesional, fue nombrado director de Antena 3 Radio en Córdoba. Más tarde, entre el verano y el invierno de 1983, yo también pasé por la redacción cordobesa de El Correo, al igual que Manolo Cobos lo hiciera algo después. No hay duda de que aquel despacho en una esquina de la Plaza de Colón, junto a la Diputación Provincial, miraba al sur de la campiña.
[ARCHIVO FOTOGRÁFICO: J.P. BELLIDO]
Rafa estaba allí
Para mí, que entonces era un alumno de Ciencias de la Información, fue un subidón. Suponía mi estreno, aunque fuera con una colaboración ocasional, en un medio con gran poder de influencia, en general, y con una amplia difusión. Era un periódico de referencia en una etapa de tránsito de la dictadura a la democracia. Y compartí este debut con Rafa Jiménez. Ambos lo vivimos como un acontecimiento. En la noticia, con todos sus condimentos, se anunciaban (para las siguientes semanas) dos recitales más: el de Hilario Camacho y el de Rosa León, otros dos solistas de categoría contrastada.
Ahora, al releer aquel reportaje, vemos a las claras la personalidad del cantante extremeño. Él declaraba, entre otras cosas, que ya había pasado el momento de decirle a la gente lo que tenía que hacer, diferenciaba entre música culta y popular y se reconocía como un mal padre para sus canciones.
En este tono de autoconfesión, también nos reveló las claves de su obra, en la que se entremezclaba el lirismo y el latido callejero. Paraíso ahora, como llamó puestos a soñar con la utopía a una de sus composiciones, dibuja una convivencia idealizada: Islas hay en el tiempo donde vivir querrías y pueblos donde son las tareas comunes. En la escuela se aprende a manejar cometas y a vivir que es lo mismo lo mío que lo tuyo.
Había algo iluso, una dosis de candidez en estos planteamientos, es verdad. Pero es, sin duda, esta fuerza motriz de planear un mundo diferente la que hace posible los cambios sociales. “Mis canciones intento que sean bastantes abiertas, que no tengan un mensaje muy claro ni una idea predominante, sino que más que nada remuevan esos aspectos de sensibilidad o de deseos que llevamos dentro. Doy sugerencias, pero en ningún momento intento adoctrinar”.
La visita del autor de A cantaros y Hoy que te amo tuvo una curiosa trastienda. La organizó la Comisión de Cultura del Ayuntamiento de Montilla con la colaboración del Círculo de Artesanos, que nos prestó su caseta ferial (ya inexistente) en el Paseo de Abajo. Era entonces su presidente José Luis Márquez Ruiz, que dio toda clase de facilidades para este recital.
[FOTO: RAFA JIMÉNEZ]
El trío de músicos, con un equipo mínimo de voces, se situó en la embocadura del ambigú del casino, bajo una especie de cañizo, donde al fondo, pegado al tabique, había una gran luna de cristal, un espejo serigrafiado en el que se anunciaba, a dos tintas, el fino especial de una bodega.
Allí, en una protectora semipenumbra y con un sonido deficiente, según consta en la antes citada crónica, Pablo Guerrero (qué poco le cuadra este apellido a este pacífico ser) desgranó una actuación que el público siguió con un silencio respetuoso y cómplice “mientras cantaba Extremadura, y con su aplauso”.
Rafa Jiménez, El hombre cámara, captó la intimidad del momento. Estábamos ante un “señor que tiene unos silencios larguísimos, y espectaculares, de repente me canso y me dedicó a otra cosa. Lo que ocurre es que esto de cantar es como un veneno que vuelve; de pronto sientes el tirón y sientes necesidad de cantar. Hay que tener una gran vocación y estar un poco loco para dedicarse en este país a un tipo de música más o menos marginal”, nos explicó Pablo al terminar el pase.
[FOTO: RAFA JIMÉNEZ]
Un día antes, este cantor de lo cotidiano había estado en Cabra, el pueblo de mi colega, el periodista Paco Serrano, que estableció un contacto con el artista, sin que mediara agente alguno. Nos las arreglamos para que hiciera esta doble presencia aprovechando el desplazamiento al sur de Córdoba, que él y sus músicos acompañantes hicieron con su propio vehículo.
“El contacto con Pablo se mantuvo gracias a la gestión de Miguel Osuna, profesor de instituto que tenía relación con la familia del artista. Había hecho la mili en Cáceres con el hermano del cantautor, lo que facilitó las cosas”, rememora Paco, que también nos da otros detalles.
“El concierto de Cabra se organizó a través de una asociación cultural que se llamaba Aigagros. Se celebró en el Campo Chico, en lo que fueron pistas de balonmano y baloncesto del Instituto Aguilar y Eslava. Fueron cedidas de manera gratuita por el Ayuntamiento a esta asociación cultural. El Campo de Fútbol Chico era el lugar en el que se montaban las ferias de San Juan y de septiembre”.
Era una época en la que la falta de recintos adecuados, con sus correspondientes equipamientos, se suplía a base de voluntad y de entusiamo, lo que ayudaba a superar cualquier tipo de problemas. “Como camerino —nos apunta Paco Serrano— se utilizó en varias ocasiones una habitación de lo que era la antigua casa del guarda de estas instalaciones deportivas que, años antes, también habían servido para las clases de gimnasia de los alumnos del instituto”.
El concierto de Cabra, como también habría de ocurrir con el de Montilla, fue un éxito artístico y contó con una notable asistencia en ambos casos. “La asociación cultural que lo montó —me explica Paco— desaparece un par de años después de aquello, ya que la mayoría de sus miembros se ven obligados a salir de Cabra como consecuencia del comienzo de sus estudios universitarios en diferentes ciudades de España”.
MANUEL BELLIDO MORA
FOTOGRAFÍA: JOSÉ ANTONIO AGUILAR (ARCHIVO)
FOTOGRAFÍA: JOSÉ ANTONIO AGUILAR (ARCHIVO)


















































