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Luis Mauricio Fernández de Córdoba: 375 años de un linaje vinculado a Montilla y Montalbán

Hace exactamente 375 años, el 22 de septiembre de 1650, festividad de San Mauricio Mártir, veía la luz en el Palacio Ducal de Medinaceli Luis Mauricio Fernández de Córdoba y Figueroa, que llegaría a convertirse en una pieza clave de la Casa de Priego y, también, de la Cofradía de la Vera Cruz, tal y como desveló en 2017 Antonio Luis Jiménez Barranco, autor del blog Perfiles montillanos.


Y es que el historiador montillano halló una escritura de venta otorgada por la Cofradía de la Vera Cruz en 1661, a favor de Francisco Martín Márquez, en la que se hacía alusión a un joven Luis Mauricio, a la sazón marqués de Montalbán, como hermano mayor de la corporación que, en la actualidad, celebra su estación de penitencia en la tarde-noche del Martes Santo.

Luis Mauricio ostentó el título de marqués de Montalbán desde su nacimiento hasta 1665, cuando la muerte de su padre lo convirtió en séptimo marqués de Priego. Sin embargo, continuó empleando el título de Montalbán hasta el nacimiento de su primogénito, Manuel Luis, en 1679, fruto de su matrimonio con Feliche María de la Cerda y Aragón, hija del octavo duque de Medinaceli. Sus esponsales se celebraron en 1675 en el Palacio Real de Madrid, símbolo de la progresiva integración de la Casa de Priego en la vida cortesana.

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Ese traslado de foco hacia la Villa y Corte transformó el destino de Montilla. La ciudad dejó de ser el corazón del Estado de Priego para convertirse en una más dentro de su vasto patrimonio, administrada por representantes como el Contador Mayor de la Casa.

A la larga, la unión de linajes derivó en uno de los señoríos más extensos de Europa. Tras la muerte de Luis Mauricio Fernández de Córdoba en Madrid en 1690 —el primero de los marqueses de Priego enterrado fuera de Montilla—, su hijo Nicolás alcanzó en 1711 la dignidad de décimo duque de Medinaceli.

Por otro lado, el título de marqués de Montalbán, creado en 1603 por Felipe III como distintivo para los herederos de la Casa de Priego, continuó usándose por los descendientes hasta mediados del siglo XIX. Pero aquel lejano expediente notarial de 1661 localizado por Antonio Luis Jiménez constata que, en algún momento, un joven noble nacido en Montilla no solo aspiró a los más altos linajes de Europa, sino que también estuvo ligado a una de las hermandades más antiguas y queridas de su tierra.

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En efecro, el hallazgo del autor de Perfiles montillanos resulta doblemente significativo porque no solo revela la venta de dos olivares improductivos propiedad de la cofradía —uno con treinta olivos en el pago de El Cuadrado y otro con sesenta en la zona del navazo de Juan Zapatero, lindero con un olivar propiedad de Lázaro Martín Hidalgo y con otra finca de Bartolomé del Baño—, sino que también muestra la inesperada implicación de la nobleza local en la vida interna de la hermandad.

“La principal noticia que nos revela el expediente notarial es la conexión directa de un miembro de la nobleza montillana con una cofradía penitencial, máxime ocupando el cargo de hermano mayor, caso insólito que, hasta la fecha, no habíamos visto reflejado en la documentación manejada de la época de manera tan evidente”, detalla Jiménez Barranco.

El expediente narra con precisión el proceso: la solicitud del mayordomo de la cofradía, José de Montemayor Rico, “familiar del Santo Oficio y vecino de esta ciudad”, quien en enero de 1661 pidió autorización al obispo de Córdoba en nombre del marqués de Montalbán.

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El vicario general, Carlos Muñoz de Castilblanque, requirió informe al rector de la Parroquia de Santiago, Melchor de los Reyes Flores, quien respaldó la operación. Después llegaron los testimonios de cuatro testigos, el pregón público de Bartolomé Morquecho durante cuarenta y nueve días y, finalmente, la subasta en la que Francisco Martín Márquez se adjudicó la compra de las fincas por 650 reales.

La venta de las fincas se formalizó el 24 de abril de 1661 mediante contrato de censo, con pagos semestrales en las festividades de San Juan y Navidad. Más allá del aspecto económico, el documento dejó constancia de un hecho histórico: la presencia de un heredero de la Casa de Priego en la cúspide de una hermandad de penitencia.

“Los archivos nunca dejarán de sorprendernos”, afirma convencido Antonio Luis Jiménez Barranco. Y, en efecto, esa es la lección que deja esta historia: entre legajos y escrituras, aún late la huella de quienes, siglos atrás, caminaron entre poder y devoción por las calles de Montilla.

JUAN PABLO BELLIDO / REDACCIÓN
FOTOGRAFÍA: JUAN PABLO BELLIDO

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