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Rafael Soto | El mirador del valle

Aquel valle de lágrimas era muy diferente al paraíso que imaginó Miguel. Después del calor abrasador que tuvo que soportar para alcanzar aquel extraño lugar, se encontró con un frío húmedo que le calaba el alma.


Llegó a una plaza porticada con forma circular y suelo adoquinado. Contaba con unos bancos para sentarse, pero estaban ocupados. Para su sorpresa, bajo los portales se ubicaba un mercado con puestos de madera. Los compradores adquirían bienes de primera necesidad, así como otros más insulsos con una moneda que le resultaba desconocida.

Se dirigió a un señor con bigote que se encontraba sentado en uno de los bancos y le preguntó si hablaba su idioma. “Por supuesto”, le respondió mientras que se levantaba, esbozando una sonrisa amarga. “Casi todos los que estamos por esta zona somos españoles. ¿Nuevo por aquí? Hoy ha venido mucha gente y estamos algo desbordados”.

Miguel le explicó cómo había llegado y sus inquietudes. “Sí, es una lástima. Nadie se encuentra lo que espera al venir aquí. Es lo mismo que dejamos atrás. Ahora tendrás que buscarte un trabajo y un lugar para dormir. Pero tranquilo, aquí siempre se necesitan manos y nadie muere de hambre. Todo el mundo estará dispuesto a ayudarte. Hay un albergue en la calle paralela… Pero bueno, no te desanimes. Aquí, Dios aprieta, ¡pero no ahoga!”, bromeó mientras le daba una palmada en el hombro y volvía a sentarse.

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El hombre vagó por la plaza mientras que observaba su nuevo hogar con inquietud. Los niños jugaban a la vista de sus padres, la gente conversaba con naturalidad. Había muchos animales de compañía y, para su sorpresa, policías uniformados. ¿Tan parecido era aquello al lugar que había dejado atrás para siempre?

Todo aquello le pareció un despropósito. Salió de la plaza y, mientras recorría aquellas anchas avenidas de piedra y mármol, se encontró con una suerte de mirador. No podría ver el mar, pero… ¿podría ver el cielo? Se acercó a aquel miradero y, frente a él, observó con un escalofrío una suerte de inmensidad celeste y sucia.

Sí, había belleza en aquella vista, sin duda, pero se sentía tan pequeño… Era una minúscula silueta al contraluz frente aquel magnífico vacío. Sin embargo, aquel lienzo todavía estaba viciado por los restos de un hongo atómico. El rastro de la bomba que lo había llevado a aquel nuevo valle de lágrimas tardaría en disiparse.

Haereticus dixit

RAFAEL SOTO

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