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Daniel Guerrero | Sarpullido palestino-israelí

Como si de la recaída de una enfermedad incurable se tratase, otro brote de inusitada virulencia vuelve a surgir en el interminable conflicto que sufren, sobre todo, el pueblo palestino y también el israelí. Un enésimo sarpullido que, como las reacciones alérgicas, es cada vez más grave y dañino, máxime si no se administran vacunas y antihistamínicos para prevenirlo y contrarrestarlo. De igual manera se comporta el larvado y nunca resuelto enfrentamiento letal que mantienen Israel y Palestina, y que condena a esa región del Oriente Próximo a un sufrimiento y una violencia inextinguibles.


Otra vez, una más, otra guerra declarada, por si no tenían bastante con todas las anteriores, desde que se proclamó el Estado de Israel, en 1948, en lo que era, desde los tiempos de los romanos, la tierra de Palestina. Pero, en esta ocasión, sin que nada aparentemente la “justificara” o provocase, como suele ser habitual en un conflicto que se alimenta históricamente de provocaciones y respuestas, de acciones y reacciones por ambas partes.

Nunca se han podido o querido encontrar soluciones a unas hostilidades que llevan décadas enconándose, engendrando odio, ira y víctimas entre los contendientes. Pero esta vez parecía distinto, a pesar de que, según la ONU, el año en curso ya registraba la cifra de 200 palestinos y casi 30 israelíes muertos, hasta agosto pasado, por escaramuzas mutuas.

Esta vez, cosa rara, había tibias esperanzas, al menos en el bando israelí, de que se estaban dando pasos hacia una anhelada pacificación de la convivencia, fruto del reconocimiento árabe (algunos de ellos) al Estado hebreo. No así en en bando palestino, para el que la promesa y los acuerdos de un Estado propio con idénticos derechos, independencia y soberanía que el hebrero sólo son sueños incumplidos.

En cualquier caso, eran incipientes pasos para la paz en una región que la desconoce. Pero no ha sido así. Al final, el año va a convertirse en el más mortífero desde 2005. Los cohetes y las bombas se encargan de ello. Porque, el día después del 50º aniversario del comienzo de la última gran guerra árabe-israelí de 1973, conocida como la del Yom Kippur, las milicias de Ezedim Al Qasam, brazo armado del movimiento islámico Hamás –considerado terrorista por EE UU y Europa- han lanzado desde la Franja de Gaza, el pasado 7 de octubre, una de las más sanguinarias, atrevidas e inesperadas ofensivas, denominada Operación Inundación de Al Agsa, contra poblaciones limítrofes del sur de Israel.

Previo lanzamiento de más de 7.000 cohetes desde la Franja, unos 1.500 “soldados” de esta milicia, junto a otros de la Yhihad Islámica, han atravesado la verja fronteriza o la han saltado con parapentes motorizados para invadir y ocupar durante tres días algunas localidades sureñas de Israel, causando una matanza inaudita que ha llenado de estupor al mundo entero.

Más de mil muertos, la mayoría de ellos civiles israelíes, es el resultado inicial de esta masacre, de los que cerca de 300 corresponden a unos jóvenes que se divertían en un festival del kibutz Reim, asesinados fría y arbitrariamente. A este balance hay que sumar más de un centenar de rehenes, entre civiles y militares, que fueron capturados por las milicias de Hamás y llevados a Gaza.

Se trata, como decimos, del enésimo capítulo, sumamente sangriento, de un conflicto que ninguna de las partes parece estar dispuesta a resolver y que perjudica, fundamental y desgraciadamente, a la causa palestina. Entre otras razones, porque es una batalla más del prolongado enfrentamiento que libran ambos contendientes, y que ni es nuevo ni se limita a ese enclave, pero que escamotea con su salvajismo e irracionalidad las auténticas raíces del problema: el expolio que sufre el pueblo palestino.

Desde ese punto de vista, a pesar de que no tiene justificación alguna, se podría interpretar el criminal ataque a Israel como una reacción desesperada, precisamente en un momento en que el conflicto parecía quedar relegado u olvidado de la atención mundial.

No hay que obviar que los palestinos están pagando, desde 1948, el sentimiento de culpabilidad del antisemitismo europeo y el Holocausto nazi que determinó la fundación del Estado de Israel. Desde entonces se ven expulsados de sus tierras y humillados y arrinconados en un territorio que no para de menguar.

Tras años de estéril lucha, al final los palestinos aceptaron la existencia del Estado de Israel en las fronteras anteriores a 1967, establecidas por resoluciones de la ONU, con la esperanza de poder construir su propio Estado con el resto de lo que había sido suyo: Jerusalén oriental, Cisjordania y Gaza.

Esta era la famosa solución de los “dos estados”, alcanzada en los Acuerdos de Oslo, en 1993, y con la que Yasir Arafat, líder de la OLP y presidente de la Autoridad Nacional Palestina, e Isaac Rabin, primer ministro de Israel, estuvieron de acuerdo y se estrecharon la mano.

Sin embargo, aquellos acuerdos se convirtieron en papel mojado y sus pacifistas autores fueron laminados por la historia. La nueva política que los sustituyó, con Ariel Sharon primero y Benjamin Netanyahu después, se basó en sabotear aquellas negociaciones, incumplir los acuerdos, extender la ocupación israelí en territorio palestino y enterrar el objetivo de los dos estados.

Para los nuevos dirigentes hebreos, Israel no debía renunciar a sus conquistas militares ni a la expansión de sus fronteras, a costa de tierras palestinas. De hecho, se ha anexionado Jerusalén Este (la ciudad santa prevista como capital de los dos estados), declarándola única capital de Israel, y ha retenido los altos del Golán (conquistados a Siria), aparte de trufar de colonias judías (ilegales) Cisjordania, en un intento descarado por poblarlo de israelíes y expulsar a los árabes.

En 2005 se retiró de Gaza, aunque la mantiene férreamente enjaulada y en la que limita los desplazamientos de los gazatíes (rigurosos controles de entrada y salida) , convirtiendo la Franja en prácticamente una cárcel donde la población vive confinada.

Allí ganó Hamás las elecciones en 2006 y ejerce el poder sin reconocer el Gobierno de la Autoridad Nacional Palestina, en manos en manos de la OLP, en Cisjordania. Hay que recordar también que Hamás no apareció hasta 1998, a raíz del estallido de una Intifada que denunciaba la brutal ocupación que soportaba el pueblo palestino.

En ese contexto de un pueblo apaleado, expulsado de sus tierras, saqueadas sus pertenencias, tiroteado si se acerca a las vallas o muros, ajusticiado con sentencias extrajudiciales o arbitrarias y enclaustrado en guetos, como sucede en Gaza, donde se apiñan más de dos millones de personas, la mitad de ellos niños, privado de recursos y bombardeado cada vez que Israel se siente atacado, es en el que hay que circunscribir el actual enfrentamiento de innecesaria violencia y atrocidad.

Lo que queda es la venganza, que no la justicia. Ya asistimos a la respuesta de Israel al ataque, cuando reclama su derecho a defenderse a cualquier precio. Y veremos responder con brutalidad desproporcionada a esa brutalidad asesina de los terroristas de Hamás, alimentando una espiral sin límites.

Gaza está siendo arrasada por las bombas de la aviación hebrea (Operación Espadas de Hierro) y, mientras se escriben estas líneas, está a la espera de ser invadida, como se hizo en 2014, por tierra con los tanques de la maquinaria militar israelí, lo que ha dejado ya un balance provisional de 1.500 gazatíes muertos, entre ellos 500 niños, y cerca de 7.000 heridos.

A la ilegalidad y la brutalidad de una parte se le responde diabólicamente con la brutalidad y la ilegalidad de la otra parte. Sin embargo, la legítima defensa no ampara una reacción brutal y despiadada, y menos contra inocentes, puesto que hasta para la guerra –incluida la que se libra contra el terrorismo- existen leyes que hay que respetar.

El Derecho internacional humanitario prohíbe expresamente los atentados a la población civil, personas civiles o bienes civiles, como establece el Protocolo primero. Además, está prohibido atacar, destruir y sustraer o invalidar los bienes indispensables para la supervivencia de la población civil (Protocolo 7).

Y eso es, justamente, lo que pretende hacer Israel con Gaza, a la que ya ha bloqueado la luz, el agua, los combustibles y el abastecimiento, instando a sus habitantes a que abandonen el norte del enclave, cuando la población no tiene dónde huir ni por dónde escapar –todo está destruido o lleno de escombros- o refugiarse, puesto que hasta las locales o escuelas de la ONU son bombardeados.

Israel le ha declarado la guerra y se dispone a aplastarla con toda la fuerza de que es capaz, en una venganza sin precedentes, que en realidad constituye un flagrante crimen de guerra. Esta desproporción en la violencia, los destrozos y las víctimas es lo que evidencia la desigualdad de este conflicto y la distinta responsabilidad que asume cada bando.

Hamás acabará pagando, bien merecido lo tiene, su criminal ataque, pero el pueblo palestino, que maldita culpa tiene, terminará masacrado, expulsado de las pocas tierras que conserva y continuará siendo exterminado de manera impune.

Todas las violencias son injustificables, pero sólo una de ellas cargará con las peores consecuencias. De ahí que los palestinos soporten un doble castigo: el que ejerce Israel para controlarlos y arrinconarlos y el que aplican las milicias que dicen combatir en su nombre, mientras no dudan en reprimir cualquier oposición y conducirlos a las dianas de las balas, los misiles y los morteros.

Sólo un exjefe del espionaje israelí, el almirante Ami Ayalon, ha sabido entender el conflicto: “tendremos seguridad cuando ellos tengan esperanza”. Todo lo contrario de lo que piensa Netanhayu, que lamentablemente no es ningún estadista que busque la paz y la convivencia entre israelíes y palestinos, sino un populista ultraconservador que se aprovecha de cualquier circunstancia, como este ataque que le viene al pelo, para afianzarse en el poder y esquivar la acción de la justicia por sus corruptelas. Triste sino el de ser israelí en medio de este conflicto, pero mucho peor si se es palestino: nacer predestinado a ser carne de cañón.

DANIEL GUERRERO
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