Despertó con la sensación de zozobra y enajenación que arrastran los sueños felices. Sentía una serenidad inusual que siempre buscó, compacta como un trozo de hielo y moldeable como una barra de plastilina. Sabía que la felicidad es un antojo ineficaz, pero esta vez no rehuyó ninguna terapia, tampoco ninguna herramienta útil en estos litigios.
Todavía olía el perfume de la mujer y sentía un cansancio alegre que le reconfortó plenamente. Estaba solo en la cama. Miró a su alrededor y encontró la habitación estrecha y clara. Un rayo de luz eficaz anunciaba un día glorioso.
Vio las sábanas arrugadas y el vacío que había dejado en ellas la ausencia de la mujer. Imaginó otra vez su cuerpo con todo detalle, consciente de que la memoria es instrumento que describe con imprecisión la fortuna de la belleza. No se regocijó en su éxito de amante demente, pero una sensación de satisfacción irreconocible le recorrió las venas.
Cerró los ojos y no se atrevía a abrirlos de nuevo por miedo a que el recuerdo de la noche anterior se disipara como por arte de birlibirloque. Al fin, alargó la mano y cogió uno de entre tantos libros que tenía apilados en la mesa de noche. Abrió Metafísica del amor de Arthur Schopenhauer y comenzó a leer.
Se detuvo en las primeras páginas: “Por tanto, no es lícito dudar de la realidad del amor ni de su importancia”. Pero unas líneas más arriba, también leyó: “Pero es aún más grande el número de individuos a quienes esta pasión conduce al hospital de locos”.
Compartiendo por entero la opinión del filósofo alemán, se preguntaba si éste alguna vez se sintió loco de amor por una mujer. O si sencillamente se sintió amado por una mujer como él se sentía ahora. Y pensó que no. Y él, sin embargo, comenzaba a delirar aun cuando la razón le imponía unos principios inamovibles en su acción. Dejó el libro porque le reconfortaban más los aromas que deja la vigilia.
Ahora se preguntaba, eso sí, por qué la mujer no estaba con él, si se había ido para siempre a otro lugar, si volvería a verla, por qué no le había dejado una nota de despedida, un adiós breve que despeja como una llovizna en mitad de la calima. Pero al instante abandonó los malos pensamientos, y quiso creer que ella esta tarde volvería a estar sentada en el mismo banco, esperando que él apareciera para siempre a su lado.
Se sentía cansado, así que sucumbió a un sueño necesario. Cuando despertó era más de mediodía. Se duchó sin prisas, dejándose rejuvenecer por un agua tibia que le devolvía la cordura. Después a salió a pasear, a recorrer la ciudad como nunca lo hizo antes.
Ahora ya no veía un pasado del que quería rehuir o encontrar para olvidar del todo. En aquellas calles ya no estaba su niñez ni su adolescencia, o lo estaban de otro modo, transmutadas en un tiempo presente que hacía añicos el pasado, porque los días venideros se hacían más plausibles y en los ya vividos solo quedaba una ceniza dulce que reconocía con una añoranza controlada que abría paso a otros momentos indescriptibles.
Comió algo ligero, degustando con parsimonia un vino tinto que le pareció a los labios sedoso y sensual. Buscó en la memoria los labios de la mujer y creyó encontrarlos en el cristal húmedo de la copa, cerró los ojos por un instante y allí estaba ella desnuda, susurrando algo que no entendía y que le gustaba, y allí estaba él también saboteando a placer el cuerpo de una mujer que nunca imaginó igual, una piel en la que se encontró por ese puro azar que le permitía ahora sobrevivir más allá de donde las puestas de sol son indeclinables y donde la realidad y los sueños se confunden en una mezcla sutil y diferente.
Pensó sin arrogancia que podría estar escrutando aquel cuerpo sin tregua todo el resto de su vida, yendo y volviendo de una a otra parte y volviendo luego por otra ruta distinta al lugar de origen, escrutador de una amazonía justa y perfumada, de un valle llano y tembloroso, escalador sin artefactos de cúspides suaves y generosas, hasta alcanzar de nuevo sus labios y sus ojos, y morderlos como si fueran uvas, y perderse en su pelo enrejado de sospechas que siempre pensó posibles.
Después salió del restaurante. La tarde imponía un cielo azul intenso que amaba. Anduvo con pasos lentos el camino hasta el parque. Allí estaba la mujer sentada en el banco, esperándolo. La alcanzó y la saludó torpemente sin una sonrisa en su rostro, con una mirada enigmática que pronto se diluyó en su mirada.
"No sabía si estarías aquí", le dijo. "En qué otro lugar podría estar", le respondió. Él no dijo nada. Alzó su brazo y la atrajo contra su hombro. Ella se retrepó en su pecho y sintió que su corazón trabajaba con obstinación por que el tiempo se detuviera allí mismo.
Después le dijo que lo encontró agotado, que lo dejó dormir para que descansara, que no quería despertarlo, pero que esperó impaciente su regreso sin advertir que el tiempo infinito cabe en apenas unas horas del día. Después le dijo que la llevara al hotel, que los sueños, para que no desfallecieran, habría que alimentarlos. Y él no entró en debate. Aceptó su propuesta como el mejor indicio de que la vida valía la pena vivirla.
Columna publicada originalmente en Montilla Digital el 5 de febrero de 2012.
Todavía olía el perfume de la mujer y sentía un cansancio alegre que le reconfortó plenamente. Estaba solo en la cama. Miró a su alrededor y encontró la habitación estrecha y clara. Un rayo de luz eficaz anunciaba un día glorioso.
Vio las sábanas arrugadas y el vacío que había dejado en ellas la ausencia de la mujer. Imaginó otra vez su cuerpo con todo detalle, consciente de que la memoria es instrumento que describe con imprecisión la fortuna de la belleza. No se regocijó en su éxito de amante demente, pero una sensación de satisfacción irreconocible le recorrió las venas.
Cerró los ojos y no se atrevía a abrirlos de nuevo por miedo a que el recuerdo de la noche anterior se disipara como por arte de birlibirloque. Al fin, alargó la mano y cogió uno de entre tantos libros que tenía apilados en la mesa de noche. Abrió Metafísica del amor de Arthur Schopenhauer y comenzó a leer.
Se detuvo en las primeras páginas: “Por tanto, no es lícito dudar de la realidad del amor ni de su importancia”. Pero unas líneas más arriba, también leyó: “Pero es aún más grande el número de individuos a quienes esta pasión conduce al hospital de locos”.
Compartiendo por entero la opinión del filósofo alemán, se preguntaba si éste alguna vez se sintió loco de amor por una mujer. O si sencillamente se sintió amado por una mujer como él se sentía ahora. Y pensó que no. Y él, sin embargo, comenzaba a delirar aun cuando la razón le imponía unos principios inamovibles en su acción. Dejó el libro porque le reconfortaban más los aromas que deja la vigilia.
Ahora se preguntaba, eso sí, por qué la mujer no estaba con él, si se había ido para siempre a otro lugar, si volvería a verla, por qué no le había dejado una nota de despedida, un adiós breve que despeja como una llovizna en mitad de la calima. Pero al instante abandonó los malos pensamientos, y quiso creer que ella esta tarde volvería a estar sentada en el mismo banco, esperando que él apareciera para siempre a su lado.
Se sentía cansado, así que sucumbió a un sueño necesario. Cuando despertó era más de mediodía. Se duchó sin prisas, dejándose rejuvenecer por un agua tibia que le devolvía la cordura. Después a salió a pasear, a recorrer la ciudad como nunca lo hizo antes.
Ahora ya no veía un pasado del que quería rehuir o encontrar para olvidar del todo. En aquellas calles ya no estaba su niñez ni su adolescencia, o lo estaban de otro modo, transmutadas en un tiempo presente que hacía añicos el pasado, porque los días venideros se hacían más plausibles y en los ya vividos solo quedaba una ceniza dulce que reconocía con una añoranza controlada que abría paso a otros momentos indescriptibles.
Comió algo ligero, degustando con parsimonia un vino tinto que le pareció a los labios sedoso y sensual. Buscó en la memoria los labios de la mujer y creyó encontrarlos en el cristal húmedo de la copa, cerró los ojos por un instante y allí estaba ella desnuda, susurrando algo que no entendía y que le gustaba, y allí estaba él también saboteando a placer el cuerpo de una mujer que nunca imaginó igual, una piel en la que se encontró por ese puro azar que le permitía ahora sobrevivir más allá de donde las puestas de sol son indeclinables y donde la realidad y los sueños se confunden en una mezcla sutil y diferente.
Pensó sin arrogancia que podría estar escrutando aquel cuerpo sin tregua todo el resto de su vida, yendo y volviendo de una a otra parte y volviendo luego por otra ruta distinta al lugar de origen, escrutador de una amazonía justa y perfumada, de un valle llano y tembloroso, escalador sin artefactos de cúspides suaves y generosas, hasta alcanzar de nuevo sus labios y sus ojos, y morderlos como si fueran uvas, y perderse en su pelo enrejado de sospechas que siempre pensó posibles.
Después salió del restaurante. La tarde imponía un cielo azul intenso que amaba. Anduvo con pasos lentos el camino hasta el parque. Allí estaba la mujer sentada en el banco, esperándolo. La alcanzó y la saludó torpemente sin una sonrisa en su rostro, con una mirada enigmática que pronto se diluyó en su mirada.
"No sabía si estarías aquí", le dijo. "En qué otro lugar podría estar", le respondió. Él no dijo nada. Alzó su brazo y la atrajo contra su hombro. Ella se retrepó en su pecho y sintió que su corazón trabajaba con obstinación por que el tiempo se detuviera allí mismo.
Después le dijo que lo encontró agotado, que lo dejó dormir para que descansara, que no quería despertarlo, pero que esperó impaciente su regreso sin advertir que el tiempo infinito cabe en apenas unas horas del día. Después le dijo que la llevara al hotel, que los sueños, para que no desfallecieran, habría que alimentarlos. Y él no entró en debate. Aceptó su propuesta como el mejor indicio de que la vida valía la pena vivirla.
Columna publicada originalmente en Montilla Digital el 5 de febrero de 2012.
ANTONIO LÓPEZ HIDALGO