A ritmo de Julieta Venegas, me despido de Twitter y me voy. Mi gesto no servirá de nada, y más teniendo en cuenta que soy invisible, pero es la única manera que tengo para luchar, de no ser cómplice del descerebrado y ególatra capitalista de Elon Musk.
Dos hechos me llevan a ello. El primero es que mientras observábamos, como piratas y pastores, los últimos coletazos de las Perseidas, cruzó, mancillando la Osa Mayor, el tren de satélites de Starlink, la empresa que pertenece a SpaceX, y que pretende crear una constelación de 42.000 satélites artificiales, para llevar internet a todos los rincones del planeta. Parece una acción generosa que beneficiará a todos, pero el altruismo es solo una estrategia de marketing: la máscara del diablo.
El segundo es que fui a regar a Castala tres pequeñas encinas que plantamos en mayo con los clubes de lectura de las bibliotecas de Vícar y su Antorcha de las Letras. Un acto simbólico para mostrarle a los lectores la importancia de poner nuestro granito de arena para combatir el cambio climático y de que, cuando leemos, estamos haciendo crecer la vida en nuestro interior y que, tarde o temprano, terminará reflejándose a nuestro alrededor. Literatura y educación ambiental, dos herramientas poderosas para cambiar el mundo.
Es el tercer riego que les doy, pero esta vez, recordando el tren de luces, me pareció una gran pérdida de tiempo. El desánimo, que de vez en cuando me pellizca el corazón, me mostró cómo la sinrazón, la ambición y el despropósito humano vuelven a enarbolar el capitalismo más despiadado que rige nuestros designios, permitiendo a este individuo llevar a cabo un proyecto que genera tantas dudas y voces de alarma ambientales, éticas y políticas, y que pondrá un poder casi ilimitado en sus manos.
Un ejemplo de cómo se las gasta: cuando comenzó la guerra de Ucrania, puso gratis sus satélites al servicio de Zelenski. Cuando demostró que funcionaban, porque les permitía localizar y situar a las tropas rusas, pidió que se le pagasen los 20 millones de euros que cuesta al mes mantener el servicio en la zona, con la amenaza de que, si no lo hacían, dejaría de darles cobertura. El precio de la paz es la razón de las guerras.
Dirán que este ejemplo me deja en mal lugar, porque el sistema puede ser muy útil. Pero, ¿a costa de qué? ¿Estamos dispuestos a interferir en los estudios científicos de observación del Universo, que están intentando explicar cómo se generó la vida y qué puede pasarnos en el futuro? ¿Queremos llenar la atmósfera, como cada rincón de nuestro planeta, de basura espacial que no sabemos la repercusión que tendrá en el futuro (porque la tendrá)?
¿Pretendemos pisotear, escupir y mearnos en los tratados de Naciones Unidas que rigen las actividades de los Estados en la exploración y utilización del espacio ultraterrestre, incluidas la Luna y otros cuerpos celestes? ¿Vamos a permitir que el modelo que está llevando al colapso a nuestra civilización y al planeta sea cada vez más fuerte y protagonista? ¿Que comience una guerra comercial en la atmósfera para obtener los datos con los que someternos a todos, incluidos a los Gobiernos? ¿Queremos que Elon Musk se levante un día y cambie las reglas del juego, como ha hecho en Twitter? ¿Queremos que esta gentuza sea la que gobierne el mundo? ¿Estamos locos?
Sé que no es nuevo, que los Estados son marionetas del capital, que se escondía como un ente abstracto para pasar desapercibido, para hacernos creer que somos dueños de nuestro futuro; pero que ahora no tiene miedo de mostrarse, de dar la cara, porque cada vez se siente más seguro de su éxito, porque sabe que no tendremos intención, ni valor, ni capacidad de organizarnos para asaltar los cielos.
Por eso pienso que las tetas de Amaral, el puño enguatado de negro en los Juegos Olímpicos de México del 68, la negativa de Cristiano Ronaldo en el Mundial a hablar con Caca-Cola sobre su mesa son gestos valientes y de vital importancia. Y puede que no sirvan de nada, que todo siga igual, pero confío en el día en que un simple, inocente e inesperado gesto nos haga saltar a todos y comience una verdadera revolución cultural, de valores, por la vida, por nuestra dignidad.
Y soy consciente de mis contradicciones: sigo en otras redes sociales, conduzco y llevo un smartphone conectado a la red, pero no tengo más remedio. Como decía Quino, Mafalda nunca pediría bajarse del mundo: soñaba uno mejor. Por eso sigo regando las encinas, paseando para aprender a mirar. Y por eso me bajo de Twitter, o de X, o como quiera llamarlo. Eso sí, me permito un último hashtag: #EnhorabuenaCampeonasDelMundo.
Dos hechos me llevan a ello. El primero es que mientras observábamos, como piratas y pastores, los últimos coletazos de las Perseidas, cruzó, mancillando la Osa Mayor, el tren de satélites de Starlink, la empresa que pertenece a SpaceX, y que pretende crear una constelación de 42.000 satélites artificiales, para llevar internet a todos los rincones del planeta. Parece una acción generosa que beneficiará a todos, pero el altruismo es solo una estrategia de marketing: la máscara del diablo.
El segundo es que fui a regar a Castala tres pequeñas encinas que plantamos en mayo con los clubes de lectura de las bibliotecas de Vícar y su Antorcha de las Letras. Un acto simbólico para mostrarle a los lectores la importancia de poner nuestro granito de arena para combatir el cambio climático y de que, cuando leemos, estamos haciendo crecer la vida en nuestro interior y que, tarde o temprano, terminará reflejándose a nuestro alrededor. Literatura y educación ambiental, dos herramientas poderosas para cambiar el mundo.
Es el tercer riego que les doy, pero esta vez, recordando el tren de luces, me pareció una gran pérdida de tiempo. El desánimo, que de vez en cuando me pellizca el corazón, me mostró cómo la sinrazón, la ambición y el despropósito humano vuelven a enarbolar el capitalismo más despiadado que rige nuestros designios, permitiendo a este individuo llevar a cabo un proyecto que genera tantas dudas y voces de alarma ambientales, éticas y políticas, y que pondrá un poder casi ilimitado en sus manos.
Un ejemplo de cómo se las gasta: cuando comenzó la guerra de Ucrania, puso gratis sus satélites al servicio de Zelenski. Cuando demostró que funcionaban, porque les permitía localizar y situar a las tropas rusas, pidió que se le pagasen los 20 millones de euros que cuesta al mes mantener el servicio en la zona, con la amenaza de que, si no lo hacían, dejaría de darles cobertura. El precio de la paz es la razón de las guerras.
Dirán que este ejemplo me deja en mal lugar, porque el sistema puede ser muy útil. Pero, ¿a costa de qué? ¿Estamos dispuestos a interferir en los estudios científicos de observación del Universo, que están intentando explicar cómo se generó la vida y qué puede pasarnos en el futuro? ¿Queremos llenar la atmósfera, como cada rincón de nuestro planeta, de basura espacial que no sabemos la repercusión que tendrá en el futuro (porque la tendrá)?
¿Pretendemos pisotear, escupir y mearnos en los tratados de Naciones Unidas que rigen las actividades de los Estados en la exploración y utilización del espacio ultraterrestre, incluidas la Luna y otros cuerpos celestes? ¿Vamos a permitir que el modelo que está llevando al colapso a nuestra civilización y al planeta sea cada vez más fuerte y protagonista? ¿Que comience una guerra comercial en la atmósfera para obtener los datos con los que someternos a todos, incluidos a los Gobiernos? ¿Queremos que Elon Musk se levante un día y cambie las reglas del juego, como ha hecho en Twitter? ¿Queremos que esta gentuza sea la que gobierne el mundo? ¿Estamos locos?
Sé que no es nuevo, que los Estados son marionetas del capital, que se escondía como un ente abstracto para pasar desapercibido, para hacernos creer que somos dueños de nuestro futuro; pero que ahora no tiene miedo de mostrarse, de dar la cara, porque cada vez se siente más seguro de su éxito, porque sabe que no tendremos intención, ni valor, ni capacidad de organizarnos para asaltar los cielos.
Por eso pienso que las tetas de Amaral, el puño enguatado de negro en los Juegos Olímpicos de México del 68, la negativa de Cristiano Ronaldo en el Mundial a hablar con Caca-Cola sobre su mesa son gestos valientes y de vital importancia. Y puede que no sirvan de nada, que todo siga igual, pero confío en el día en que un simple, inocente e inesperado gesto nos haga saltar a todos y comience una verdadera revolución cultural, de valores, por la vida, por nuestra dignidad.
Y soy consciente de mis contradicciones: sigo en otras redes sociales, conduzco y llevo un smartphone conectado a la red, pero no tengo más remedio. Como decía Quino, Mafalda nunca pediría bajarse del mundo: soñaba uno mejor. Por eso sigo regando las encinas, paseando para aprender a mirar. Y por eso me bajo de Twitter, o de X, o como quiera llamarlo. Eso sí, me permito un último hashtag: #EnhorabuenaCampeonasDelMundo.
MOI PALMERO















































