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Antonio López Hidalgo | A Felipe

Hubo un tiempo en que los días eran claros y te llenaban el alma, y los viajes solo eran breves desplazamientos hacia donde ibas buscando trozos de tu propia vida que habías ido dejando diseminada por los caminos. La voz de Antonio Machado era la prolongación de nuestra propia voz. Recuerdo el olmo seco y la tumba de Leonor. “A Leonor. Antonio”, rezaba la tumba. Así, sencillamente.


Se ve que el epitafio lo redactó el poeta y que en ocasiones a la rosa no hay que tocarla más, como también advertía Juan Ramón. Paseamos entre los álamos del Duero y buscamos la casa de Leonor hoy ya derruida. Sabíamos que el tiempo todo lo barre, excepto la memoria, y que es el recuerdo, en definitiva, el que nos hace seguir estando vivos entre los demás.

Hay un día también en que todo se oscurece y la vida se estrecha como un camino que tiene fin. Y después hay que buscar otro sendero, porque el camino somos nosotros mismos, y en ocasiones hay que atajar por carreteras secundarias y tierras pantanosas que nadie conoce o que todos abandonamos a un lado antes de sentir las botas atrapadas en el lodo. Ese mismo día las lluvias más pertinaces pronostican un tiempo de nubes bajas y los escrutinios del tiempo no anuncian un receso en esta tormenta inaudita.

Nada que ver con aquellos viajes a Murcia llenos de calor y de gozo, buscando las habas y los limones de sus huertas, un mar templado de posibilidades y un futuro sin puertas de emergencia por donde entrábamos y salíamos a nuestro aire, conscientes de que la vida brotaba a borbotones.

Sobraba la alegría y los excedentes de juventud los paliábamos con frases prestadas de escritores consagrados y con ocurrencias repentinas que nos sobraban y que solo los pocos años nos regalan cuando la sangre bulle desafiante. Después vino el chapapote de Galicia y las ferias fueron acumulando un cansancio desordenado en las venas, y todo era un volcán de felicidad que nadie pensó jamás que pudiera extinguirse.

Pero alguien apaga los fuegos que nosotros mismos prendemos y nos dejan ciegos en mitad de la noche, y cuando amanece tampoco hay luz, porque también la luz, como el camino, anida en nosotros mismos. Y comenzamos a mirarnos por dentro a ver dónde dejamos olvidadas las llaves de la casa, los libros leídos, los amigos de siempre.

Con el tiempo suelen ser preguntas recurrentes. Siempre las mismas. Y tanto insistimos en responderlas que nos van cuarteando el rostro con sus epigramas y nos habitan la mirada con las mismas incógnitas que escondemos en el corazón, y vemos ahí que nuestras preguntas son idénticas a las de los demás. Y que nada nos diferencia, sino el tiempo transcurrido entre una fecha y otra, entre una desesperanza y otra ilusión nueva.

Somos siempre los mismos y dejamos en la tierra a aquellos otros que son parte de nosotros y nos habitan y nos recrean más allá de cuando nos fuimos, y estando en ellos somos y seremos por siempre nosotros mismos.

Así que otra vez estamos aquí, dando vueltas a la misma mesa, recorriendo una vez más las orillas del río Duero, recordando que también ahora, hace ya un siglo, don Antonio publicó Campos de Castilla, y que aquellos versos le salvaron la vida.

A finales de 1912, escribió a Juan Ramón Jiménez: “Cuando perdí a mi mujer pensé pegarme un tiro. El éxito de mi libro me salvó, y no por vanidad, ¡bien lo sabe Dios!, sino porque pensé que si había en mí una fuerza útil, no tenía derecho a aniquilarla”.

Así también pienso yo. Que en ocasiones las palabras nos salvan. Del mismo modo que también pienso que a veces las palabras sobran y que el silencio reconforta, como el sueño cuando la tarde es cálida y limpia. Ahora busco el silencio que no tuve entonces, ese vacío de palabras que me dejará por un tiempo mudo, ausente de un tiempo presente que no necesito y de un futuro incierto que he de aprender a domeñar.

Y en ese horizonte desdibujado siempre encuentro tu sonrisa invulnerable y tus ansias siempre renovadas por voltear el destino de mil maneras distintas hasta exprimirlo del todo. Miro al frente y no sé andar solo, y tampoco sé si quiero. Me siento en un banco del parque, como aquel otro hombre que yo me inventé aquí y que allí encontró su destino, y sé que no hay camino, sino estelas en la mar.

Siempre vuelve el poeta con sus versos tan manidos cuando te recuerdo pensando que es imposible que te hayas ido sin despedirte, sin haber programado un nuevo viaje por tierras inventadas y páramos desconcertantes.

En fin, aquí sigo, Felipe, esperando entender algún día esas razones que nunca entenderá el corazón, porque el corazón, al menos el mío, no admite ya explicaciones ni excusas, y tal vez ya no puede ni quiere entender nada, cuando nos arrebatan una juventud tan limpia como la tuya.

De tu hermano, que te quiere.

Columna publicada originalmente en Montilla Digital el 27 de mayo de 2012.

ANTONIO LÓPEZ HIDALGO
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