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Moi Palmero | Su lugar es el mar

Los cetáceos (delfines, ballenas y marsopas) son los animales más queridos por nuestra especie. Desde que el ser humano empezó a surcar los mares hemos admirado su belleza, su inteligencia, su habilidad y su curiosidad. Y los representamos en pinturas rupestres, forman parte de mitos y leyendas, han aparecido en numerosas monedas de la antigüedad, decorado paredes de templos, y han sido protagonistas de grandes poemas, novelas y películas.


De igual modo, los temimos y los hemos perseguido, codiciado, masacrado, para comérnoslos, para encender nuestros candiles, como complementos de moda o para apaciguar nuestros miedos. Se encuentran al borde de la extinción, no solo por la pesca directa e indiscriminada, sino también porque hemos destruido sus hábitats, sobreexplotado los caladeros, acelerado el cambio climático y convertido los mares y océanos en auténticos vertederos. Pero lo más trágico y vergonzoso que hemos hecho contra ellos ha sido encerrarlos, convertirlos en mascotas, en objetos de entretenimiento, en experimentos de laboratorio.

Con la excusa de la ciencia, del conocimiento, y respaldados por los principios morales y éticos de la religión, que nos erigieron en el centro de la creación y por encima del resto de los seres vivos, les hemos robado la libertad que tanto soñamos.

El 4 de julio se celebra el Día Mundial contra los Delfines en Cautividad, con el doble objetivo de liberar a los individuos de su esclavitud para ofrecerles una vida digna, y de cerrar todos los delfinarios del mundo. España es el país de Europa con más instalaciones, 11 de 30, y con más número de cetáceos cautivos: el 55 por ciento los explotamos aquí. Mientras muchos países están legislando contra este tipo de prácticas, el nuestro sigue amparando y protegiendo este negocio millonario.

Una española de 13 años, Olivia Mandle, ha lanzado la campaña #NoEsPaísParaDelfines, para exigir a nuestros dirigentes que acaben con esta tortura. Hasta el momento, ha conseguido más de 120.000 firmas y trabaja de forma incansable para alcanzar su objetivo. Desde aquí, mi admiración por su constancia, su generosidad, su dedicación y su ejemplo.

Es una lucha en la que no está sola, que no es nueva, ya que son muchas décadas de reivindicaciones en las que desde diferentes colectivos y organizaciones se está trabajando para evitar el sufrimiento innecesario. El mayor embajador de este movimiento en el mundo es Ric O´Barry, que fue uno de los que fortaleció la industria del entretenimiento con delfines y que, tras las experiencias vividas, se dio cuenta del error que habíamos cometido.

O´Barry los capturaba para el acuario donde trabajaba y luego fue el entrenador de las cinco hembras (son más dóciles, menos agresivas y pueden reproducirse) que protagonizaban la serie Flipper. Durante siete años convivió con ellas a diario, confirmando no solo su gran inteligencia, sino demostrando que tienen sentimientos, que son generosas y que tienen su propia personalidad.

En su libro Tras la sonrisa del delfín cuenta cómo las capturaba, cómo las adiestraba haciéndolas pasar hambre; cómo empezó a comprenderlas, a hacerse preguntas sobre si lo que estaba haciendo era ético. Remordimientos que, durante mucho tiempo, apaciguó con los beneficios que obtuvo, pero que se fueron haciendo insufribles desde que Khaty, una de esas delfinas, se suicidó en sus manos.

Tras la serie las separaron, rompiendo los vínculos, la familia que habían creado y obligándolas a realizar los espectáculos para comer. Deprimida y enferma, una mañana se despidió, lo miró a los ojos y dejó de respirar, ya que ellos son conscientes de su respiración, no como nosotros, que lo hacemos de forma automática.

Desde entonces se dedicó a liberar delfines, a desentrenarlos para que pudiesen volver al mar, a convertirse en estandarte de la lucha contra la cautividad. Algunas de sus acciones lo llevaron a la cárcel, pero no se rindió.

Grabó un documental, The Cove, que obtuvo un Oscar y que refleja la barbaridad que se lleva a cabo en Taiji para capturar los delfines que venden como carne de ballena para el consumo, y donde seleccionan los más bonitos que terminarán en los delfinarios del mundo. Si eres capaz de ver el documental entero, quizás te plantees llevar a tus hijos a un acuario para ver la falsa sonrisa de los delfines. Cada entrada legitima la barbarie.

Soledad, estrés, hambre, humillación, depresión, suicidios, muertes prematuras, numerosas enfermedades, ataques a sus entrenadores, limitaciones para nadar, comunicarse o desarrollar su anatomía... Estas son algunas de las consecuencias de la cautividad de los cetáceos porque, como dicen desde la Asociación Promar, su lugar es el mar y allí deben vivir. No a la cautividad.

MOI PALMERO
FOTOGRAFÍA: MOI PALMERO
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