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Antonio López Hidalgo | El arte de no saber ordenar una biblioteca

En mi libro Cuentos que fueron noticia ya advertía de que Jorge Luis Borges escribió alguna vez que el libro no le era menos íntimo que las manos o los ojos y que era, además, un instrumento sin el cual no podía alcanzar a imaginar su vida.


De todos los instrumentos que el hombre ha creado, dijo, el libro es el más asombroso. El microscopio o el telescopio son extensiones de la vista. El teléfono es una extensión de la voz. Y el arado o la espada, extensiones de la mano. Sin embargo, el libro es, escribió, una extensión de la memoria y de la imaginación.

Roberto Calasso, por su parte, nos recordó también que el libro, como la cuchara, pertenece a esa clase de objetos que son inventados de una vez para siempre, “en tiempos muy antiguos o quizás no tanto”. Y añadía con su inteligencia estentórea que ambos objetos estaban dotados para ser capaces de innumerables variaciones, pero siempre de un mismo gesto: extraer una pequeña cantidad de líquido, para la cuchara; leer un texto, incluso largo, sosteniéndolo con las manos, hojeándolo y desplazándolo “con facilidad la atención en su interior”, para el libro.

El rollo, en cualquier caso, sugería, era una aproximación insuficiente e incómoda. Y concluye afirmando que, en el curso del siglo IV d. C., se produjo el paso del rollo al codex, que fue “el primer libro auténtico, once siglos antes de Gutenberg”.

Su libro Cómo ordenar una biblioteca, último publicado en España antes de su muerte, acaecida este 29 de julio en Milán a los 80 años, es un derroche de conocimiento y de humor. Debo reconocer que compré y leí el libro para resolver uno de los problemas siempre irresolutos de mi existencia: poner en orden mis libros.

Debo admitir, en todo caso, que no me sirvió para nada. No conozco a nadie que haya logrado encontrar la fórmula mágica para poner en orden y darle sentido a una biblioteca. La biblioteca de cada uno es algo tan personal que no nos valen soluciones ajenas, por muy autorizadas que sean o estén.

Sobre todo, si se trata de una biblioteca viva, que crece día a día, con volúmenes de temas variopintos, tamaños diferentes y calidades que se muerden entre ellas. Los lectores nunca tenemos tiempo para poner en orden nuestras lecturas, así que sería ingenuo pretender decir que estamos capacitados para ordenar con sentido una biblioteca personal. Se nos califica de lectores salvajes. Ya Calasso defendía la lectura salvaje y condenaba a los demás: “Y contra los que se dan aires de leer solo desde cierto nivel (alto) hacia arriba. Estirpe aburrida por demás”.

El libro no me dio para poner en orden mis lecturas ni mis libros, pero sí para disfrutar durante unas horas y unas páginas de una inteligencia divertida, libre y opulenta. Calasso era editor y escritor y editó y escribió libros dedicados a la edición y a las bibliotecas. Juan Cruz lo definió y lo despidió con esta frase acertada: “Deja atrás dos bibliotecas, la que hizo con sus palabras y la que consiguió alzar con las palabras de los otros como un viejo sabio antiguo”.

Hay lectores que subrayan sus libros y anotan pensamientos en los márgenes de sus páginas. Yo soy uno de ellos. Calasso también. De modo que escribe: “La primera edición de un libro no es una parte no secundaria de una obra. Es una ayuda para comprenderla. Ayuda física: táctil y, ante todo, visual. Insustituible. El bibliófilo que no se atreve siquiera a cortar las páginas de una primera edición para no dañar la integridad es lo contrario del verdadero lector. El fetichismo, para ser saludable, implica el uso, el contacto”.

Hay otros pensamientos en este libro que no ayudan a ordenar una biblioteca, pero imprescindibles para cualquier lector. Por ejemplo, la necesidad de comprar libros que no se van a leer enseguida. Ya surgirá esa necesidad por muchos años que pasen. O acaso la necesidad siempre está ahí, aunque se consuma.

La informática, es cierto, ha venido a atenuar el desorden inmerecido de nuestros libros, pero nunca a resolverlo. En nuestra biblioteca también encontramos libros molestos, de los que Calasso dijo: “Para los autores del pasado, puede tratarse de ediciones superadas o defectuosas o repetidas”.

Cómo deshacerse de estas repeticiones innecesarias. Calasso ofrece una solución que no era suya, sino del escritor argentino: “Borges usaba a veces este procedimiento: salía con un paquete de libros debajo del brazo, se sentaba en un café o en una librería (su preferida era La Ciudad), tomaba algo o simplemente pasaba un rato mirando a su alrededor y después salía, dejando los libros sobre la mesa. Solo debía encontrar el momento en que no hubiera alguien lo suficientemente servicial como para restituirle el paquete olvidado”.

A nadie se le escapa que un libro, una vez leído, no vuelve al formato primitivo, pues su uso deja huellas indelebles. Calasso prefiere incluso que el buen lector deje parte de él mismo en subrayados y anotaciones. Se aprende también de este autor que todos imaginamos haber leído libros que nunca hemos leído, y libros que, una vez leídos, olvidamos para siempre sin que dejen en nosotros el más mínimo rastro.

Él desconfía de quienes conservan los libros intactos. Suelen ser malos lectores. Y concluye: “Toda lectura deja una marca, aunque no quede ningún signo visible en la página. Un ojo experto sabe enseguida distinguir si un ejemplar ha sido leído o no”.

En definitiva, no hay método efectivo para ordenar una biblioteca. Calasso sugiere que tampoco es necesario que los volúmenes estén en orden, tampoco en desorden, incluso pueden estar en cajas apenas abiertas. El problema a veces se complica, como le ocurrió al editor holandés Koen van Gulik, ya que, si es complejo ordenar una biblioteca, no hablemos si además heredas otra, como le ocurrió a él con la de su padre.

Calasso escribe al respecto: “Los libros provenientes de una biblioteca seguían imantados por los libros de la misma biblioteca. Se resistían a reunirse con los otros”. Es obvio. Los libros se atraen entre sí, como hacemos las personas.

Siempre he mantenido un orden encriptado en mi biblioteca a la hora de ordenar mis libros, que se ampara únicamente en los retazos de memoria que me llevan a buscarlos y encontrarlos en este o aquel estante. Como método infalible, a veces falla. Y solo alcanzo a hallar e identificar el volumen anhelado cuando ya no necesito de su consulta o lectura.

Pero, después de todo, estos pequeños contratiempos no son más graves que los reveses que nos da la vida en nuestro paso por la tierra. Los libros, caprichosos, se agazapan y acomodan entre otros de su misma naturaleza y condición. O muy bien también podría ser de otra manera. Da igual.

Pero sí es cierto que están condenados a estar ahí hasta que nuestros dedos, imantados de esa sensación irrefrenable que es la pasión por la lectura, les obliga a abandonar su zona de confort y a vivir el éxodo irrefrenable y único que es la exposición ante nuestros ojos cuando traducen las historias preservadas entre sus páginas. A veces preservadas, mágicamente, a través de siglos y siglos.

ANTONIO LÓPEZ HIDALGO
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