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Pepe Cantillo | Lenguaje inclusivo

En las líneas de hoy prefiero olvidarme de esos malos momentos que nos vuelven a ahogar ante el aumento vírico. Sonaba maravilloso oír que descendía el número de contagios, que podríamos disfrutar con cuidado del verano que acabábamos de estrenar. Pero se coló de rondón la quinta ola vírica. Todo empezó a tambalearse de nuevo.


Los contagios suben de número e incluso los hospitales acusan dicho aumento vírico. Dejo el tema para momentos menos acalorados. Quien pueda disfrutar de un poco de verano que lo haga con el máximo de cuidado para no contagiarse y contagiar. ¡Suerte!

Entro en un tema provocado por un despiste mental o, más bien, por querer llamar la atención. O tal vez por ignorancia saturada de cierta jactancia petulancia o simple pedantería… Hay una tozuda manía por poner en uso una serie de palabras metidas con calzador aunque aparentemente aparezcan como correctas.

Hay una terca manía por llamar la atención con el uso ¿no adecuado? del lenguaje. El refrán decía que “hablando se entiende la gente”. Hasta ahora así lo creíamos e intentábamos comunicarnos o bien razonar (es decir, entender y que me entiendan).

Pero apareció la tormenta acompañada de truenos (lenguaje inclusivo) y relámpagos (palabros raros) y con dicha borrasca caía una granizada de extranjerismos ininteligibles para la mayoría del personal. Pero esto último es otro derrotero que se queda aparcado.

El conato de ofrecer un supuesto lenguaje llamativo y acoplado a unas circunstancias sociopolíticas apareció ya hace algunos lustros (periodo de cinco años). En honor a la verdad, se hace necesario decir que toda lengua viva se enriquece a lo largo del tiempo ganando vocablos nuevos y arrinconando otros por desuso.

La lista (¿?) oficiosa partió del “miembras” que se escurrió de boca de Bibiana Aído. Algún tiempo antes, la exdiputada Carmen Romero se atrevió a lanzar “jóvenas”, término que tímidamente justificó afirmando que “la norma en el lenguaje viene del uso”.

Aun algo antes, durante el primer Gobierno socialista de Felipe González, un grupete de directoras generales se llamaban a sí mismas “altas cargas”, en lugar de “altos cargos”. No puedo olvidar la presencia de “portavozas”. Hay más pero, para muestra, un botón.

Con respecto a “carga” o “altas cargas” hay que matizar que la Real Academia Española (RAE) ofrece más de cincuenta significados y, desde luego, ninguno ocupa el lugar femenino de “cargo”, uno de cuyos significados en masculino es “dignidad, empleo, oficio”. En femenino, “carga” significa “peso”. Esta explicación me dará pie para aclarar la cagada “soldados y soldadas” de reciente uso por la autoridad competente (¿?).

Digamos que dichos antecedentes lingüísticos buscaban dar visibilidad a la mujer en el escenario público mucho antes que las supuestas pioneras (¿?) de ahora. El lenguaje llamado “políticamente correcto” aterrizó entre nosotros llamativamente por boca de una ministra que debió coger del zapatero, y por error, una alpargata con la que llamó la atención. Una palabra nueva para añadirla a posteriori a lo que mucho tiempo después se llamaría “lenguaje inclusivo”.

Y saltó la rana de charco en charco y vinieron mendrugos tras mendrugos (mendrugas) esculcando un lenguaje al que llamaron “políticamente correcto”. Esculcar supone “registrar por doquier para buscar algo oculto” y así, de paso, llamar la atención. La mímesis (imitación) se difundió a velocidad del rayo.

En todo lo anteriormente dicho, queda relativamente claro que la elección de las palabras es una cuestión más política que gramatical. Y no es así: no debemos olvidar que las palabras perecen o reviven “si el uso lo requiere”. El pueblo es el dueño del idioma, junto con la ayuda de especialistas lingüísticos, escritores...

Si lo miramos despacio, aquella guerrilla vulgar y de mal gusto era una manifestación de incultura. Una “élite” (falsa) babeaba e inventaba cada día un nuevo palabro para ganarse la portada de algún periódico y un rápido resbalón pasando por la televisión daba a cada sujeto (o sujeta) parlante (o parlanta) el ascenso al Olimpo de la modernidad. Hasta una exministra se ufanó advirtiéndole a la RAE que “el lenguaje inclusivo no hay quien lo pare: está en la calle”.

Desde entonces no ha llovido mucho pero sí han salido lobanillos por doquier hasta la última parida (más bien bomba) disparada ante un conjunto de sufridos militares donde se deja caer un majestuoso “soldados y soldadas”. Desde luego, no me invento una jaimitada como ésta.

Incultura, bravuconada (fanfarronada), llamada de atención al oyente diciéndole que “soy yo, vuestra autoridad suprema…”. Un breve comentario para redondear dicho exabrupto aparatosamente incorrecto. Por respeto, omito nombres.

Desgloso y doy unos tímidos datos sobre el asunto. “Soldada” nos remite, en primer término, a salario, sueldo, remuneración, paga o jornal, entre otros significados. Y, en segundo plano, remite a “soldar”, o sea, a “pegar y unir sólidamente dos cosas, o dos partes de una misma cosa, normalmente con alguna sustancia igual o semejante a ellas”. También “soldar” puede significar “componer, enmendar o disculpar un desacierto con acciones o palabras”.

Es evidente que nuestras insignes políticas nos van a machacar con palabros que, de ser calcetines –o mejor, medias–, parecen que están sembrados de zancajos, es decir, “parte del zapato o media que cubre el talón, especialmente si está rota”. Los que ya somos algo viejos recordamos eso del zancajo como un roto en los calcetines.

Señoras, señoritas, doncellas, niñas… ¿Está en la calle vuestro palabro? ¿Seguro? ¿O es mejor y más exacto decir que está sembrado por algunas de vosotras, supuestamente más influyentes, porque de alguna manera hay que hacerse notar? Tres explicaciones para decir “¡eh!”:
  1. Que somos nosotras las paridoras de tales novedades.
  2. Que mientras tiramos piedras al tejado del vecino evitamos que éste hable de algunas barbaridades que se están plantando y regando.
  3. Porque queremos pasar a la Historia como mentes lúcidas (¿enlucidas?), como todólogas, es decir como “personas que creen saber y dominar varias especialidades”.
Para terminar este picadillo de palabras hay que dejar claro que cualquier lengua (idioma), mientras está viva, permanece abierta a cambios lingüísticos constantes: unas palabras dejan de usarse y caen poco a poco en el olvido mientras otras –dados los múltiples frentes de influencias– se van enriqueciendo, al igual que vocablos en desuso desde hace tiempo vuelven a estar activos de nuevo.

Y surgen paridas y más paridas con la etiqueta –seguro que cuentan con un influencer (otro tropezón cogido de lengua ajena)– o con una mente que tiene diarrea mental. Confusión de ideas, de lenguaje “políticamente correcto” frente al social o al popular o, incluso, al religioso, por la razón simple de que hay que destruir todo, casi todo o parte de lo que quedó de un mundo (el nuestro) chungo, cicatero, pobre, domeñado por los ricos cuya misión es dominar a los pobres. Para lo cual, nada mejor que echarlos a la piscina de la ignorancia.

Pero no se preocupen que nosotras (Agustinas de Aragón) los sacaremos de la cloaca pútrida de los dominadores. Y luego viviremos juntos y comeremos perdices porque como todólogas nos hemos ganado un puesto. ¿De fruta? ¿De dulces? Uno de lo que sea. Claro, se guardan lo mejor en el bolsillo. Para eso se están rompiendo el lomo (perdón, la loma) por nuestro bien.

PEPE CANTILLO
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