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Jes Jiménez | Lo individual y lo colectivo (y III)

No solamente las sociedades primitivas han dado prioridad a lo comunitario sobre lo individual. En la admirada Grecia clásica encontramos ese mismo principio. En la polis griega se dio una subordinación absoluta del individuo a la colectividad. Como nos dice Burckhardt en su exhaustivo estudio de la cultura griega,: “las hazañas no pertenecen al individuo, sino a la ciudad”.


Aristóteles, en el primer capítulo de su Política, razona que el Estado es un hecho natural, ya que el humano es un ser naturalmente sociable, “infinitamente más sociable que las abejas y que todos los animales que viven en grey” y el que vive fuera de la sociedad es un ser degradado, un bruto. En consecuencia, “el Estado está naturalmente sobre la familia y sobre cada individuo, porque el todo es necesariamente superior a la parte, puesto que una vez destruido el todo ya no hay partes”.

Esta idea de la primacía de lo común sobre lo individual se mantiene en la Edad Media europea, como nos dice Henry Pirenne: “la ciudad medieval no consiste en una simple amalgama de individuos. Ella misma es un individuo, pero un individuo colectivo, una personalidad jurídica”.

En este contexto, el arte es un hacer, un oficio, algo práctico e instrumental. Es una realización técnica artesanal, pero de una gran importancia para la comunidad. Como consecuencia, el artista tradicional, habitualmente, permanece anónimo. Es un instrumento que facilita la expresión del patrimonio cultural del grupo.

En términos espirituales –y esto es común al medioevo europeo y a las culturas orientales–, el anonimato del artista se relaciona con el anhelo de liberación de uno mismo: «El que quiera salvar su vida, que la pierda» (Lucas, 17:33). Nos dice Ananda K. Coomaraswamy, en La Filosofía del Arte Cristiano y Oriental, o la Verdadera Filosofía del Arte: “Toda la fuerza de esta filosofía se dirige contra el engaño de que «yo soy el hacedor»”.

De hecho, «yo» no soy el hacedor, sino el instrumento; la individualidad humana no es un fin, sino solo un medio. El logro supremo de la consciencia individual es perderse o encontrarse a sí misma (ambas palabras significan lo mismo) en lo que es a la vez su primer comienzo y su fin último”.

Es precisamente en el Renacimiento cuando el fabricante de imágenes pasa de artesano a artista. Al menos en Occidente. Aunque la producción de imágenes sigue haciéndose en talleres artesanales en los que varias personas contribuyen al desarrollo de la obra.

Es un trabajo colectivo, aunque con un maestro director y responsable último del resultado artístico. Estos maestros van dejando de ser artesanos para convertirse en “artistas”, más considerados socialmente y mejor remunerados.

El Bosco contó con varios colaboradores y, en algunas de las obras de su taller, se limitó a supervisar su ejecución. Estas obras y algunas realizadas posteriormente por sus antiguos oficiales son muy difíciles de distinguir de las que hizo por su propia mano. Por ejemplo, el Juicio Final que se puede contemplar en el museo de la ciudad de Brujas y que es obra de un discípulo de Jerónimo Bosch. Una obra que aquí vemos comparada con el original de El Bosco sobre el mismo tema y que puede contemplarse en la Academia de Bellas Artes de Viena.

Prácticamente coetáneo de El Bosco (1450-1516) es Leonardo da Vinci (1452-1519) que, además de sus magníficas pinturas, contribuyó de forma importante a los nuevos planteamientos estéticos del Renacimiento: conseguir a través de la contemplación el acceso a la esencia de la realidad, a su conocimiento más profundo.

Esa íntima relación entre conocimiento y arte también se encuentra en la cultura yoruba, cuyo vocablo (ogbon) significa simultáneamente “arte y sabiduría; para ellos, el disfrute estético implica la transmisión de conocimiento.

Asimismo, en la cultura aborigen australiana el arte es el vehículo que, junto a los relatos orales, transmite los conocimientos más importantes para la comunidad. Curiosamente, en estas sociedades, la distinción social no se basa en las posesiones materiales, sino en el grado de conocimientos adquiridos, por lo que el arte es un correlato de la jerarquía social y de la autoridad.

La revolución cultural del Renacimiento tiene importantes consecuencias en las sociedades europeas y una de ellas es lo que solemos denominar “individualismo” que, en términos estéticos y ya en el siglo XIX, podemos relacionar con una concepción idealista y romántica, en la que el arte se concibe básicamente como forma de expresión: lo importante es la capacidad de expresar la sensibilidad interna del artista, ya que el estilo de un artista es la expresión de su personalidad individual.

A partir del Renacimiento, el artista ya no es anónimo. Incluso en algunos casos, llega a atribuírsele la categoría de “genio” y se generan multitud de estudios con la única pretensión de asignar precisamente una obra concreta del pasado a un determinado autor.

Se llega a la pretensión, que a mí me parece rayana en lo extravagante o en lo neurótico, de intentar distinguir a autores individuales ¡del Paleolítico! Citando nuevamente a Coomaraswamy: “todas estas cosas son los productos de un individualismo pervertido, e impiden nuestra comprensión de la naturaleza del arte medieval y oriental. La manía moderna de la atribución es la expresión del engreimiento del Renacimiento y del humanismo del siglo XIX”.

Yo añadiría que no solo nos impiden entender el arte cristiano medieval o el oriental, sino todas las expresiones de arte primitivo y popular. Además de que un pensamiento egocéntrico, vanidosamente incardinado en un solo individuo, escapa a la esencia social de los humanos y, por lo tanto, carece de valor adaptativo.

Tolstoi decía que “los que están acostumbrados a un pensamiento independiente y solitario no entienden fácilmente el de los demás y son muy parciales respecto al propio”. Por cierto, Tolstoi consideraba el arte popular y campesino con un efecto más profundo y extendido que la obra de Miguel Ángel, Rafael, Tiziano…

Volviendo a Lévi-Strauss y a la obra que ya cité en el primer artículo de esta serie, concluye que la creencia occidental en la creación individual no es más que una ilusión porque “el individuo no puede recorrer solo el camino de la creación. Cada individuo se identifica, inevitablemente, en relación con todos los demás usuarios del lenguaje de la forma artística en cuestión”.O, como dice Coomaraswamy, “el hombre libre no trata de expresarse a sí mismo, sino eso que ha de ser expresado”.

Pero que se lo cuenten a Salvatore Garau, que ha conseguido que le paguen 15.000 euros por una escultura invisible e inmaterial –vamos, inexistente– con el significativo título de Io sono (Yo soy). ¡Si esto no es exaltación de la creatividad individual que venga Dalí y lo vea!

JES JIMÉNEZ
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