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Gonzalo Pérez Ponferrada | Un hombre con suerte

Hubo un tiempo en que Alejandro Pérgamo se levantaba todos los días con ganas de morirse. Cada mañana, cuando salía el sol, Alejandro se pegaba un tiro en la boca. "Es un tipo con suerte", decían los vecinos que conocían su extraña afición.



El ritual siempre era el mismo: Alejandro metía una bala en la recámara de su revólver marca Webley, hacía girar el tambor, abría con cierta exageración los ojos, se metía el cañón entre los dientes y se disparaba a bocajarro, directamente a su faringe. Era el segundo más previsto y el más excitante del día.

Después de un instante incierto lo único que se oía era el click de un percutor vacío. Nada más. No había sangre, ni estampidos de pólvora. Sólo silencio. Era entonces cuando el eterno suicida se daba cuenta de que seguía vivo.

La primera vez que Alejandro intentó matarse fue porque sintió vértigo al asomarse a su propio pozo. A ese agujero infinito, el eterno compañero de su conciencia. Para él, la vida no tenía sentido y quiso dejarlo todo. Irse de vacaciones perpetuas, como hacen la mayoría de los que eligen abandonar este mundo de esa forma tan violenta.

Pensó que, aunque tenía todo el derecho a quitarse de en medio, se iba a dar una oportunidad. No quería matarse inmediatamente. Decidió meter una sola bala en la recámara y jugar a la ruleta rusa.

Cuando Alejandro comprobó que la primera vez había esquivado la muerte decidió jugarse la vida al día siguiente. Así, el milagro ocurría cada día. Dejó que el azar marcara el día exacto de su muerte.

Años atrás se había hecho un estudio de probabilidades y de cada 13 disparos uno de ellos suele ser el mortal. Sin embargo, Alejandro llevaba 1.825 intentos y ninguno de ellos le reventó la cabeza como sería lo más probable.

Como era imposible tener tanta suerte, revisó el revólver y se lo mostró a distintos armeros. Todos decían que su pistola estaba en perfecto estado de conservación. Visitó curanderos, médiums, brujas, magos y siempre obtenía la misma contestación: "es tu sino. No has muerto porque tienes buena suerte", le contestaban.

Estuvo cinco años intentando matarse sin éxito. El paso del tiempo hizo que se le olvidara el motivo por el que una vez quisiera suicidarse. Alejandro se acostumbró a esa manera de vivir. Cada mañana se apuntaba con el revólver. Ya no quería morir pero no podía resistir ese gran momento de retar a la suerte y salir ileso del trance. Había recuperado las ganas de vivir.

Trabajaba de cajero en un banco de ocho de la mañana a tres de la tarde y vivía en una pensión de la madrileña calle de Huertas desde hacía más de treinta años. Por las tardes se dedicaba a pegar los sellos que llevaba coleccionando desde que su abuela le regaló un álbum a los siete años.

“Fito, los sellos son parte de la historia de España”, le comentó la abuela una mañana de inseguridades infantiles. Aquel regalo se convirtió con los años en su obsesión y su única razón de subsistencia. Buscaba en los dibujos y en los rasgos de aquellos personajes pintados algún atisbo de otra forma de vida distinta a la suya.

Desde entonces, todas las tardes y los días de fiesta se lo pasaba buscando sellos raros y únicos. Le gustaba esconderse entre los muros de aquella pensión que era el rincón más oscuro de Madrid porque así se sentía protegido de las miradas extrañas.

Atentar contra su persona era el único momento extraordinario.

Alejandro fue feliz mucho tiempo hasta que cierto día supo que no era inmortal. Lo comprobó una tarde, cuando una motocicleta le atropelló al salir del supermercado de la esquina. Tuvo tiempo de esquivar al motorista pero quiso saber si también el azar le podría librar de ese accidente que se veía inevitable. Se dejó llevar porque imaginó que la moto ni lo iba a rozar.

El encontronazo con el vehículo le obligó a estar hospitalizado más de un mes. Alejandro Pérgamo, al volver de su convalecencia, ya no se sintió extraordinario ni eterno. Cuando llegó a la habitación de su hotel se echó en la cama y pasó toda la noche con los ojos abiertos, sin atreverse a cerrarlos. Alejandro no quería dormirse. Si lo hacía, tendría que despertarse, agarrar su viejo revólver inglés, llevárselo a la boca y apretar el gatillo.

GONZALO PÉREZ PONFERRADA
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