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Aires para esquilmados

Miro hacia ese cielo con carrascal. Miro el chacó de aquel soldado como calavera. Me siento como aquel león al que le llovió durante una noche, durante toda una mañana. Que se quedó con la lana mojadita en un solo toque de oscuro. Un rosal pelea en la colina con la soledad, con los gritos de pánico, con las buenas noches de los episodios, con las estrellas tiradas con honda, con los hombres cazados, con el éxodo de los cómicos, con los días izquierdos.



Quedo colgando de mi nido. Remango los cascos de mi caballo y convierto a mis ojos en platos con hambre. Antonio y yo dejamos atrás cien victorias. Tal vez cien derrotas. Nos pasamos los días rodando con los girasoles, solitarios como el toro limusín de aquellas tierras barajadas. Somos las pupilas de dos cocos moviéndose por las comas de la vida.

—Dios bendiga al dios pequinés del tamaño de un penique –reza Antonio, como queriendo pinchar las nubes.

Dos escritores desempleados, demasiado bulliciosos, hablando cada vez más con los muertos y sus frutas. Pasamos junto al cementerio y escuchamos toses fingidas y cuentos rojizos. Pienso en los océanos mascando chicle, pienso en cruzar el Rubicón aunque ya no sea rubio. Pienso en amar las cartas sin filo, en ser un muerto perezoso; veo a las momias en pijama; escucho la mecedora perfumada de mi abuela. Y yo, botando la pelota.

Hemos bajado al campo una tarde más.

—El sol es la leche materna– me dice Antonio, inflamándose como un pavo real.

—El cielo, la cuadratura donde los caballos corren cuesta abajo– le contesto.

Se arrugan las agujas del reloj. No quiero memoriar cuántas veces he mordido la luna. Bajamos al campo recién escudillados. No paramos de ponernos y quitarnos la careta antigás.

Sol y moscas. Color tropical, quemado y brillante. Y un anticiclón. Mil misiles. La palabra pacto y la palabra legislatura en mi mente. La humedad y la polilla se cargan los legajos. Manchas de humedad de muchos colores.

En el campo escucho las azadas prosperando en lo más hondo del pecho. Escucho a los viejos zorzales mostrándome los caminos sagrados. Allá afuera, en las ciudades, en los pueblos, todos parecen marchar hacia Roma. Yo escojo la vía de los traidores y me dirijo enyerbado hacia Inglaterra. O eso creo. Prefiero correr las pampas siendo un esforzado de nada, un perito de nada.

Prefiero inventarme los caminos, caminos desvariados, resumirme en el horizonte, soplar velas, mojarme con los amarillos del pasado. A lo lejos, pega galopadas un caballito con una ingenua alegría rural.

Nos sentamos junto a las vías del ferrocarril. En el horizonte comienza a emerger un viejo galeón español. Comenzamos a sacar moneditas de nuestros bolsillos para colocarlas en los raíles. Nuestras tardes son para coleccionar chapitas. Y cojinetes.

—¿He dicho mil misiles? Lo digo por lo que ocurre en Siria, donde suenan campanas de boda. Aspiro todo el aire que mis pulmones son capaces abrazar. He aquí, una tarde más, los amigos de Sadam– proclama solemnemente Antonio.

—Los más afganos, los más patriotas de este país– concluyo con una reverencia.

Antonio me lee en voz alta un ejemplar del periódico con más tirada del mundo. Quinientos millones de lectores no pueden estar equivocados. Antonio se ajusta unas gafas inexistentes a una nariz en exceso existente.

—Veamos: Diario del Pueblo,órgano oficial del Partido Comunista Chino. Empecemos. Mercados nerviosos, monedas fuertes. Controlar los salarios. Aquellas hormigas cruzaron la línea de gis y Solana decidió bombardearlas. Una orden glacial, facundia belicista. Suenan campanas de boda, ruinas humeantes, balazos. Mezcla de azufre y potasio, planos recortados. Lugareños ricos, criados graciosos, tirada de versos. Y un plátano caducado.

Nos sentamos junto a las vías del tren, nuestra última trinchera, la clandestinidad, el "désenos por muertos". A nuestro lado, la barcaza, el chasis, la coraza, la torreta de un viejo tanque. Estamos rodeados de cosechas y de un azul que quema. Vivimos en un cine cancelado, nacido muerto, pagado en cómodos plazos.

—¿No dice algo más interesante? No sé, mírame el precio del acero.

—Del acero no dice ni mú, pero el kilo de alfalfa se ha puesto a seis euros debido a la crisis láctea. Miraaaa, crisis láctea la que tengo yo en mis cojones. A ver, ¿quieres saber del precio de la alubias riñón de león?

—¿Dice algo sobre el trigo inglés para "piensantes" como yo?

—Nadita. Dice: el sepelio en... no conozco esta aldea de Cuenca. ¡Simulacro de vida, tío!

Hacemos un receso y estrellamos a los chinos ricos contra los riscos.

—Todavía estallan bombas de la Batalla del Ebro– informo con desgana.

—Pues con esto de Cataluña, ya mismo vienen las tropas polacas. Señor lapidario: que me entierren debajo de un eucalipto.

—Tres nichos a la derecha de mí. Y fin de la nostalgia.

Antonio alza la brazos, se vuelve contra el cielo.

—¡Papá, dame tu pasaporte que me coma la miel a mí– grita en un gesto teatral.

—¿Primero se vive y luego se muere o es al revés?

Antonio se carcajea como una graja. Le gusta preguntarle a las grajas mientras pasa la botella de ginebra de pico en pico.

—¿Me comeré algun día unas lentejas con alguna tía?

Las grajas se desternillan.

—Mejor cómprate un set de peli porno a ver si tocas alguna teta– interviene el gato feucho.

Antonio se saca un bustiers de esos que suben la pechuga. Se lo intenta colocar con media lengua afuera.

—¿De dónde has sacado eso?– le pregunto ante tamaña locura caligulesca.

—Lo compré en una trastienda. Y un tirante fino de lencería. Y una bolsa con lentejuela moderna. Para ocasiones olorosas. Eran para Fani, claro. Tío, tengo que estrenarme en el escalafón. ¿Recuerdas que la Fani estaba más plana que las llanuras de Gambia? ¡Dios mío, qué reflote! No sé si echar mano de un billete de 500 o del diccionario, saltar por las bordas, me explotan los ojos, necesito cloroformo, un vaso con flujo vaginal. Algo.

La voz del gato se pierde entre las llagas de algún muro: San Pablo decía que cristianos son los que esperan.

—Gato cabrón. Tío, siento aprecio por los continentes y admiro a la marinería, pero a ese engendro lo decapito, te lo juro. Me conformo con una puta de la clase A, pero a ese bichejo no le pienso dar la razón– susurra. Recuerdo cuando discutía con ella, con Fani. No sé si me sobraban delanteros o es que no tenía ni idea de ascender un ochomil. La cuestión es que la cosa no funcionaba. Me sacaba de mis casillas, siempre gritando, lloriqueando y por no liarme a gritos o romperle la cara escribía mil veces el nombre de Durruti en la pared de la cocina. Así, como te lo digo, tipo medium, tipo vidente loca. Y ella seguía chillando y zarandeándome.

—¿Y qué ocurría después? ¿Os cascábais?

—Nos entraba el ardor revolucionario y jodíamos como caimanes. Ella me decía: susúrrame, Durruti, qué voz tan sexy, jajajaja. Le gustaba la voz de Durruti, me decía que era como la de Bruce Willis. Tía rara de esas que gustan de ponerse mono azul y pañuelo del Milán.

—Joder, a tu chica lo que le ponía cachonda era la honestidad.

El gato tararea el Cantar de la vaca lechera. Antonio lo sitúa entre Dios y el Diablo.

—Es una tarea ingrata, pero alguien ha de decirte las verdades– le digo al mismo tiempo que palmeo su espalda.

Antonio se aleja con paso firme.

—¿A dónde vas?

—A imaginarme que descorro las cortinas de un fotomatón callejero y me invito a un whisky.

Antonio tarda en volver. Lo pierdo de vista durante unos minutos.

Nuestro silencio es una declaración de ruina. El gato registra el solar con una afinación impecable. Tiene mucha seriedad en la cara. Antonio comienza a apedrear al minino. "Soy bueno, buenísimo, pero a punta de pistola", vocifera. El gato se revuelve y parece contestar: "¡Allende no se rinde, milicos de mierda!".

—Más de un tiro y no más de tres– me interpongo entre Antonio y el felino. Antonio se pone a contar con los dedos.

Veo un avión de Air France. ¿O son pommes de terre? No me atrevo a preguntarle a Antonio.

—¿Sabías que los astronautas tienen miedo al despegar?

Habla muy en serio, como el gato, como un conocido fabricante de champú.

No contesto esa suerte de idioteces.

—Menta peperina. Siembro mentas. Estoy limpio de cruz a rabo. Flotando como el gusano del mezcal.

Antonio se acomoda una media sonrisa. Lo miro. Me mira. Media estocada (silencio). Estocada corta, desprendida y tendida y descabello (pitos).

—Blanco y en botella, macho. Que soy un partidazo.

El tigre que hay en mi muere en una curva cerrada del ojo del cazador. En la letalidad de la mirada.

Antonio y yo somos dos estatuas descabezadas que han olvidado leerse el guión.

—Nunca me he sentido tan sólo, Antoñín. Voy a ir a echar el Euromillón... la puta niebla, fregar los platos. Tengo ganas de probar un japonés. Pero un japonés-individuo, a ver a qué sabe.

—¿A qué va a saber? A pastel de Navidad.

—Estoy en las inmediaciones, colega.

—¿De qué? ¿De dónde?

—Del Viva Tejero.

—Joder, hablas un perfecto nazi. Mi nazi es más ajeno. Debería venir un bello huracán y arrasar con toda Nueva York.

—¿A qué le tienes miedo, Antonio? Hablo de la vida y todas esas cosas.

—¿Yo? –hace una pausa y desvía su mirada-. A los altavoces de mierda... A los altavoces de los coreanos del norte y del sur. A los policías mejicanos y a los políticos españoles. Antes, me daban miedo los tribunales. Ahora me acojono más con mi cerebro y con todas las frases anteriores que puedo haber dicho. Tengo miedo de los caminos del Señor, de la parte alícuota que me toca pagar porque los gobernantes son unos ladrones. Me da miedo convertirme en un jugador de ajedrez pacifista.

—A mí me da miedo estar aquí, esperando al Transiberiano, convirtiendo monedas en chapas. Me gustaría volver a ver a mi perro, aunque fuese convertido en niño de madera. Me gustaría volver a ver a mi abuelo, verle entre los halcones y sus boquitas de piñón, esperándome en una montaña sin peluquero.

—Amigo mío, somos unos privilegiados. Estamos pillando sitio para ver al Estado Islámico llegar y hacer la guerra santa. Estamos esperando al paraíso de Ronald Reagan. Disfruta del paisaje, de tantos sillones con vacantes y olvídate de aquellos terminales con sida, de aquellos gorilas en la niebla. Disfruta del único aire que es nuestro, de los esquilmados.

A mi abuelo Fernando y a mi perro Nilo

J. DELGADO-CHUMILLA
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