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Francisco Solano García | Cuento de vendimia

Pudiera parecer una noche normal, pero la de aquel día no lo fue. La tormenta aullaba en media selva y hasta el más feroz de los felinos estaba cubierto de una mezcla de ansiedad y miedo escénico al panorama que en el epicentro del Amazonas peruano se presentaba. Los animales asistían atónitos a una noche de monzón jamás vista: caían, con una levedad, una lentitud que coqueteaba con los límites de la gravedad, nubes de algodón de azúcar de colores hasta ahora imposibles.



Las reacciones del mundo animal eran de lo más inesperadas; los chimpancés, primeros espectadores desde las copas de los árboles, no tenían extremidades suficientes para sujetar las nubes que caían. Primero, exploraban estos las cualidades físicas del nuevo elemento del ecosistema. Algunos, al ver la dócil moldeabilidad de los algodones, comenzaron a darles formas en su propio cuerpo. Inesperadas pasarelas de primates en las ramas con coronas, ponchos, chalecos, pantalones –algunos incluyendo bolsillos–, y un sinfín de avalorios fuera de lo común y de cualquier stand de Inditex.

Por otra parte, en el sector arácnido se desató la locura, la incompresión: ¿Qué clase de enemigo de la misma especie, era capaz de producir y arrojar desde el cielo semejantes cantidades de seda? ¿Qué pretensiones podría tener un compañero de especie con tales creaciones?

A Sabingo, un perezoso de dos dedos, le pilló todo este asunto por sorpresa. Después de un ajetreado día, cayó rendido en un afluente del tronco de aquella palma, que hacía las veces de puente entre las dos aceras del Río.

Cuando despertó, pensó instintivamente en frotarse los dedos, asunto que por su complexión física, borró de su perezosa mente. Rozando su espalda, a más de tres metros de altura, se mecía río abajo una alfombra de algodones de azúcar, de tonos púrpureos y ocres. Sabingo, ruborizado por la mezcla de placer e interés por lo desconocido que suponía aquel roce constante de algodones de azúcar bajo su espalda, se dejó caer de la rama suave, levemente, sin pensar en las consecuencias de lo que estaba por venir...

Tan pronto como el perezoso soltó el último dedo que le agarraba a la rama, un estruendo de sonido familiar asoló la selva: había llegado El Monzón. Las nubes de algodón se deshacían en cada instante temporal y dimensional en el que Sabingo se encontraba.

Casi amanecía cuando, sin previo aviso, la lluvia cambió de temperatura y la luz de la lámpara cegó a Sabingo: el viento de poniente había apagado el termo y él, destemplado, se despertó en la bañera después de trece minutos de reloj durmiendo mientras el agua caía. A duras penas y mojado parcialmente, salió de la bañera con el apoyo de la taza del váter, y se atavió para una nueva jornada de trabajo. Le esperaba hoy la última volteada de la pasera. La uva ya tenía ese morado-oscuro-casi-negro que delataba el punto álgido para comenzar a producir El Dulce Pedro Ximénez.

Preparó con un cuidado rutinario su comida y la echó al fardelillo, para salir de casa y marcharse con sus compañeros de cuadrilla. No obstante, antes de salir, Sabingo volvió al cuarto, y con la luz apagada, sacó del segundo cajón de la cómoda un sobre de azúcar –de los muchos que guardaba– para el bocadillo de las once.

Empezaba, ahora sí, un día más.

FRANCISCO SOLANO GARCÍA ARIZA
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