El fallecimiento del ex ministro de Asuntos Exteriores, Saud El Faisal, ha pasado casi inadvertido para la opinión pública por la hiperinflación de noticias y las crisis que afectan a la comunidad internacional. Y sin embargo, la desaparición del ministro saudí, decano de la diplomacia mundial durante varias décadas, requiere de un merecido testimonio de reconocimiento por la labor ingente que despeñó durante sus 40 años como jefe de la diplomacia de Arabia.
Nadie puede negar el carisma y la capacidad diplomática de Saud El Faisal. Y difícilmente podemos entender la historia de Oriente Medio sin referirnos a su visión y a la labor realizada por este brillante político que concilió inteligencia y “savoir faire”, tradición y modernidad. No le fue fácil abrirse camino en los tortuosos senderos de la diplomacia medio-oriental y consolidarse como uno de los valores inequívocos de la política exterior de su país y de todo el mundo árabe. Saud El Faisal lo consiguió; y su mirada aguileña y perspicaz lograba primero atraer la atención de sus interlocutores para después convencerles con sólidos argumentos que sorprendían por su originalidad.
Era un “privilegio” escuchar sus intervenciones en las conferencias internacionales pero, sobre todo, lo más sorprendente eran sus intervenciones improvisadas, cuando se adentraba en el juego dialéctico de la negociación internacional. Conocía muy bien la mentalidad árabe y también la occidental, y en particular la anglosajona, pues fue alumno de Princeton. Cuántas veces admiré cómo extraía las contradicciones y el doble rasero de la política occidental en Oriente Medio.
Su porte y elegancia se hacían sentir de manera casi inevitable en las salas de conferencias y eran inmediatamente percibidas por la mayoría de las delegaciones; su presencia emanaba una “autoritas” especial que lo distinguía de entre los jefes de delegación.
Para todo el mundo, y también para España, su pérdida es muy sentida y el mejor homenaje a su figura debería ser desarrollar su legado. Tuve la oportunidad de participar en algunas de las páginas escritas a lo largo de su dilatada trayectoria. Fueron muchos los encuentros y reuniones que mantuve con él a lo largo de los últimos 25 años. Recuerdo las audiencias en Riad o Yeddah, o cuando quiso conducir el vehículo desde el aeropuerto al ministerio, o cuando me recibía en el Waldorf Astoria vestido a la occidental, con una elegancia y naturalidad sorprendentes.
Fueron muchas las batallas diplomáticas que libró y ganó pero quizás su máxima contribución fue los Acuerdos de Taef (ciudad en la que nació), así como la iniciativa de Paz Árabe presentada en Beirut en 2002. Esta no era más que una propuesta renovada de lo que fue la iniciativa del Rey Fahd, presentada en la Cumbre de la Liga Árabe en la ciudad de Fez, denominada “Plan Fahd”, que persiguió la solución al problema palestino. Probablemente este haya sido uno de sus sueños incumplidos, pero su última propuesta y los esfuerzos que realizó durante los últimos años podrían ser la base de una solución definitiva al conflicto israelo-palestino.
Su liderazgo en el mundo árabe no tenía parangón y su decidida voluntad de reforzar la unidad árabe y dotarla de un futuro mejor no le impidió nunca ser claro y sincero: denunció el liderazgo de Bachar el Assad o el del primer ministro irakí Al-Maliki. Recuerdo, como si fuera ayer, las palabras de Saud el Faisal unos días después de la caída de Bagdad, que me alertaron de los peligros y desafíos de apoyar unos nuevos liderazgos sectarios en Irak, pues serían incapaces de devolver la estabilidad y la seguridad a la antigua Mesopotamia.
Al renunciar hace dos meses a la dirección de la diplomacia saudí comprendí que mi amigo Saud quería decir adiós a su misión en el mundo. No debería extrañarnos que su desaparición coincida con el final de una etapa. Una etapa que se inició hace más de 40 años y que logró conducir a su pueblo y a un país, a pesar de una historia nómada y olvidada, en uno de los principales actores del orden internacional. En esta hercúlea tarea el príncipe Saud El Faisal tuvo mucho que ver y realizó importantes contribuciones.
Paradójicamente, en la misma semana desaparecen dos mitos de la reciente historia de Fenix-Arabia. El diplomático saudí y el actor de cine Omar Sharif, que representó de manera magistral a Alí Idn El Harish, uno de los líderes de la revuelta árabe en “Lawrence de Arabia”. Esa revuelta árabe incorporada al imaginario colectivo ha perdido a dos de sus máximos referentes.
España debe mucho a Saud El Faisal. Su designación como ministro coincidió con la España democrática y tuvo su primer colega en Marcelino Oreja. Todos los ministros de Asuntos Exteriores de España tuvimos múltiples ocasiones de reforzar nuestras relaciones con él y con su país. Su amistad con el Rey Juan Carlos I fue un plus que favoreció el trabajo de la diplomacia española.
Siempre siguió muy de cerca la vocación arabista española y, por elle le invité a participar en la inauguración de Casa Árabe. Ahora esta institución podría organizar en su honor unas jornadas en memoria y reconocimiento de su amistad y cooperación con nuestro país. Adiós al Príncipe Saud El Faisal, adiós a un político comprometido con la comunidad internacional, adiós a un aliado de España y a un amigo.
Nadie puede negar el carisma y la capacidad diplomática de Saud El Faisal. Y difícilmente podemos entender la historia de Oriente Medio sin referirnos a su visión y a la labor realizada por este brillante político que concilió inteligencia y “savoir faire”, tradición y modernidad. No le fue fácil abrirse camino en los tortuosos senderos de la diplomacia medio-oriental y consolidarse como uno de los valores inequívocos de la política exterior de su país y de todo el mundo árabe. Saud El Faisal lo consiguió; y su mirada aguileña y perspicaz lograba primero atraer la atención de sus interlocutores para después convencerles con sólidos argumentos que sorprendían por su originalidad.
Era un “privilegio” escuchar sus intervenciones en las conferencias internacionales pero, sobre todo, lo más sorprendente eran sus intervenciones improvisadas, cuando se adentraba en el juego dialéctico de la negociación internacional. Conocía muy bien la mentalidad árabe y también la occidental, y en particular la anglosajona, pues fue alumno de Princeton. Cuántas veces admiré cómo extraía las contradicciones y el doble rasero de la política occidental en Oriente Medio.
Su porte y elegancia se hacían sentir de manera casi inevitable en las salas de conferencias y eran inmediatamente percibidas por la mayoría de las delegaciones; su presencia emanaba una “autoritas” especial que lo distinguía de entre los jefes de delegación.
Para todo el mundo, y también para España, su pérdida es muy sentida y el mejor homenaje a su figura debería ser desarrollar su legado. Tuve la oportunidad de participar en algunas de las páginas escritas a lo largo de su dilatada trayectoria. Fueron muchos los encuentros y reuniones que mantuve con él a lo largo de los últimos 25 años. Recuerdo las audiencias en Riad o Yeddah, o cuando quiso conducir el vehículo desde el aeropuerto al ministerio, o cuando me recibía en el Waldorf Astoria vestido a la occidental, con una elegancia y naturalidad sorprendentes.
Fueron muchas las batallas diplomáticas que libró y ganó pero quizás su máxima contribución fue los Acuerdos de Taef (ciudad en la que nació), así como la iniciativa de Paz Árabe presentada en Beirut en 2002. Esta no era más que una propuesta renovada de lo que fue la iniciativa del Rey Fahd, presentada en la Cumbre de la Liga Árabe en la ciudad de Fez, denominada “Plan Fahd”, que persiguió la solución al problema palestino. Probablemente este haya sido uno de sus sueños incumplidos, pero su última propuesta y los esfuerzos que realizó durante los últimos años podrían ser la base de una solución definitiva al conflicto israelo-palestino.
Su liderazgo en el mundo árabe no tenía parangón y su decidida voluntad de reforzar la unidad árabe y dotarla de un futuro mejor no le impidió nunca ser claro y sincero: denunció el liderazgo de Bachar el Assad o el del primer ministro irakí Al-Maliki. Recuerdo, como si fuera ayer, las palabras de Saud el Faisal unos días después de la caída de Bagdad, que me alertaron de los peligros y desafíos de apoyar unos nuevos liderazgos sectarios en Irak, pues serían incapaces de devolver la estabilidad y la seguridad a la antigua Mesopotamia.
Al renunciar hace dos meses a la dirección de la diplomacia saudí comprendí que mi amigo Saud quería decir adiós a su misión en el mundo. No debería extrañarnos que su desaparición coincida con el final de una etapa. Una etapa que se inició hace más de 40 años y que logró conducir a su pueblo y a un país, a pesar de una historia nómada y olvidada, en uno de los principales actores del orden internacional. En esta hercúlea tarea el príncipe Saud El Faisal tuvo mucho que ver y realizó importantes contribuciones.
Paradójicamente, en la misma semana desaparecen dos mitos de la reciente historia de Fenix-Arabia. El diplomático saudí y el actor de cine Omar Sharif, que representó de manera magistral a Alí Idn El Harish, uno de los líderes de la revuelta árabe en “Lawrence de Arabia”. Esa revuelta árabe incorporada al imaginario colectivo ha perdido a dos de sus máximos referentes.
España debe mucho a Saud El Faisal. Su designación como ministro coincidió con la España democrática y tuvo su primer colega en Marcelino Oreja. Todos los ministros de Asuntos Exteriores de España tuvimos múltiples ocasiones de reforzar nuestras relaciones con él y con su país. Su amistad con el Rey Juan Carlos I fue un plus que favoreció el trabajo de la diplomacia española.
Siempre siguió muy de cerca la vocación arabista española y, por elle le invité a participar en la inauguración de Casa Árabe. Ahora esta institución podría organizar en su honor unas jornadas en memoria y reconocimiento de su amistad y cooperación con nuestro país. Adiós al Príncipe Saud El Faisal, adiós a un político comprometido con la comunidad internacional, adiós a un aliado de España y a un amigo.
MIGUEL ÁNGEL MORATINOS