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Justicia Popular

Aunque habría que hacer referencia a los descerebrados islamistas que conforman el yihadismo en Oriente Próximo, con sus teorías estalinistas de pasar a cuchillo a todo aquel que se oponga a sus tesis y al imperialismo religioso que pretenden imponer, no voy a referirme en estas líneas a la pretendida justicia –con minúsculas– que aplican, sino al comportamiento de la Justicia española a propósito de un caso que ha pasado por sus salas no hace mucho.

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Me refiero a la resolución dictada por el juez de Vigilancia Penitenciaria de Valladolid, Florencio de Marcos Madruga, por la que anulaba la concesión del tercer grado a Jaume Matas, exministro y expresidente del Gobierno de Baleares.

El juez basó su criterio estimando que no se ha producido la reeducación del interno, aspecto este de muy difícil y subjetiva valoración, y, sobre todo, en el riesgo de ruptura de la confianza de los ciudadanos en el Estado de Derecho.

Este segundo argumento –y no el primero– es el que, desde mi punto de vista, ha primado a la hora de que su señoría devolviese a Matas al segundo grado, dada la contestación de ciertos grupos sociales que, desde los medios de comunicación, se ha transmitido, a mejorar la situación carcelaria del exdirigente balear.

Me baso para ello en que en la propia resolución judicial ya se apunta que "la reeducación y reinserción social no es la única finalidad de la pena privativa de libertad", sino que hace alusión a esta otra de la ejemplaridad en aras de conseguir la confianza del pueblo en la Justicia.

Y estamos, como está sucediendo con otros casos en los que los condenados tienen alguna relevancia social, ante una situación en la que la Justicia adopta distintas varas de medir, haciendo con ello un flaco favor al principio de equidad que debiera regir en cualquier sentencia.

No tuve apenas relación con Jaume Matas. Charlamos en alguna ocasión en Córdoba en sus viajes en calidad de ministro, y no puedo sino mostrarme frontalmente en contra de las actuaciones ilegales que haya podido cometer como presidente de Baleares.

Sin embargo, cuando la condena se limitaba a nueve meses, de los que se han cumplido más de un tercio de la pena, era la primera condena que recibía, había observado buena conducta en prisión y contaba con posibilidades de reinserción laboral, parece "excesivo" practicar un tratamiento judicial que, me pregunto yo, no sé si se aplicaría a un preso común en similares condiciones.

¿Qué no es común? Cierto. Pero no lo es por el apellido y el cargo que ostentó. Lo debe ser por cómo se le apliquen las leyes tanto en sus penas como en sus beneficios. De otro modo caeríamos en la tan cacareada por algunos Justicia Popular, que pretende establecer una vía paralela a la Justicia Constitucional que es aquella de la que nos hemos dotado todos los españoles sin excepción.

Si nuestros jueces actuaran al dictado de la calle –como en algunas ocasiones tenemos la sensación que sucede– o al simple dictado de quienes ostentan el poder o la oposición –sensación que también nos invade en ocasiones–, ningún sentido tendría el establecimiento de las Leyes, por mucho que aceptemos la interpretación que de las mismas pueda hacer la judicatura.

Si ello fuera así, no se entendería que los jueces estuvieran dictando órdenes de desahucio cuando el pueblo las rechaza y los bancos, en demasiados casos, han manipulado nuestros fondos con fines de todos conocidos.

La separación del Poder Judicial del Ejecutivo representa una ambición democrática, aún no alcanzada en España, que limita seriamente el ejercicio de la Justicia, al menos en determinados niveles de la misma.

Pero también es necesaria una separación –que no pérdida de referencia– entre los jueces y determinadas fuerzas o liderazgos populares que condicionan sus actuaciones en base a aquello tan popular y limitante como es "el qué dirán".

La Justicia debe sustanciarse en las salas de los juzgados y no en las pantallas de televisión, las páginas de los periódicos, las ondas de las radios, los cafés de nuestras ciudades o los despachos de las instituciones o empresas poderosas de nuestro país. Y los jueces no tienen sólo el derecho a ser respetados en su imparcialidad, sino el deber de no verse influidos por todo aquello que pudiera limitarla.

ENRIQUE BELLIDO
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